Una discusión con la Cuarta Transformación y su rescate de la revolución mexicana. .El presente trabajo, saldrá publicado en la segunda edición de México en llamas, y constituye el nuevo epílogo de esta obra.
Cuando concluíamos la primera edición de este libro, decíamos que nuestro objetivo era realizar una reflexión crítica en torno a la Revolución Mexicana, una de las gestas más importantes de los explotados y oprimidos de América Latina durante el siglo XX. Considerábamos entonces que se trataba de una apuesta militante; aportar a la reconstrucción de la tradición revolucionaria y —partiendo de una relectura de esta experiencia—, a los fundamentos de una estrategia política para el presente.
De allí el título del epílogo, que decidimos mantener en esta edición actualizada y corregida. Queremos resaltar el punto más alto alcanzado en la Revolución, expresado en el desenvolvimiento de la fracción radical encabezada por Emiliano Zapata, que durante esos años y en particular en la Comuna de Morelos, mostró tendencias anticapitalistas. Estas experiencias, así como el conjunto del proceso revolucionario, constituyen un punto de referencia ineludible. Por eso, es conveniente reflexionar en torno a los debates del presente en torno a la Revolución, y las transformaciones ocurridas en el país.
I
En 2010, el año del centenario, vimos el intento de apropiación de la Revolución bajo un gobierno de corte abiertamente neoliberal. En este tiempo, cuando publicamos esta segunda edición, la gesta iniciada el 20 de noviembre de 1910 intenta ser inscrita en el relato histórico-político del actual gobierno “progresista”. Éste presenta la Revolución Mexicana como el tercer gran antecedente —después de los movimientos de Independencia y de la Reforma—, de la Cuarta Transformación propuesta por Andrés Manuel López Obrador. Estos tres movimientos del pasado, cada uno de ellos fundamental en la historia nacional, se pretenden conectar con el presente en una continuidad ideológica y apelando a un discurso que es fundamentalmente iconográfico y con poca rigurosidad histórica.
Sin embargo, la dinámica de la Revolución fue muy distinta al proyecto que representa López Obrador, quien con un discurso ideológico moralista y de “gobernar para ricos y pobres” administra los intereses empresariales, con algunas reformas puntuales que no ponen en cuestión el orden capitalista, mientras pretende adormecer la lucha de clases. Por el contrario, si algo caracterizó al proceso revolucionario iniciado en 1910 fue, como demostramos en este libro, el profundo antagonismo de clase que se confrontó a las alas campesinas radicales con los representantes del orden establecido, como Madero, Carranza y Obregón.
En ese sentido, la única manera de encontrar una continuidad entre la Revolución y la Cuarta Transformación es adecuando el relato. Aquella se convierte entonces en capítulo de la larga marcha de la pugna entre conservadores y liberales, expresada entonces en el porfiriato y la figura de Victoriano Huerta, de una parte, frente a Francisco I. Madero y sus epígonos. El conflicto de clase desaparece como motor revolucionario, obnubilado por el choque entre reaccionarios y transformadores; estos últimos se constituyen en la encarnación de la lucha por la “democracia” versus el autoritarismo.
Resurge de tal forma, cual espectro, el viejo relato nacionalista revolucionario tan propio del priismo, que pone en el mismo pedestal de los héroes a Carranza, Obregón, Madero, Villa y Zapata. Pero ¿cómo el progresismo gobernante concilia esto con la irrefutable evidencia de que existió una confrontación de clase, que se expresó como guerra civil y recorrió desde las tierras de Morelos hasta Aguascalientes y Celaya? Lo hace minimizando hechos de una cardinal importancia: López Obrador afirmó, en una entrevista con Epigmenio Ibarra, que el problema fue que Madero “no logró conservar su amistad con Zapata”. Pero lo subyacente al quiebre irreversible entre el caudillo morelense y el llamado Apóstol de la democracia, fue la negativa de éste a una verdadera y reforma agraria, su intención de desarmar a las masas morelenses insurrectas y la ofensiva represiva sobre Morelos, todo lo cual abonó a la radicalización política del Ejército Libertador del Sur.
Hay que decir que esta lectura oficial no es nueva. La intención de leer la Revolución Mexicana bajo el prisma de una pugna entre conservadores y liberales echa mano del discurso preponderante bajo el viejo priismo. Se mete así en la misma bolsa a los adversarios que se enfrentaron militar y políticamente. Las alas campesinas radicales son asimiladas a la burguesía constitucionalista que pretendió contenerlas en defensa de la propiedad privada y que luego las aniquiló, como fue el caso de la Comuna de Morelos o la División del Norte. Se disuelve la diferencia evidente entre manifiestos políticos tan opuestos en sus consecuencias como el Plan de Ayala, de Guadalupe o de San Luis Potosí.
El paso siguiente es entonces ocultar el horizonte de la revolución y quitarle su carácter social, resignificarla desde su resultado, el cual es convertido en un objetivo inmanente: realizar, en la Constitución de 1917, la limitada reforma propugnada por el maderismo. Se omite que aquella abrió la posibilidad de un trastocamiento radical de las estructuras de opresión y explotación capitalista, lo cual estuvo en disputa en los campos de batalla y en los programas políticos. Se la convierte, ahora sí, en una Tercera Transformación limitada a “culminar reafirmando el laicismo del estado, la igualdad de los ciudadanos y la garantía de sus derechos, el principio democrático de sufragio efectivo y no reelección, el dominio nacionalista del Estado sobre los recursos naturales y una justa repartición de las tierras y la propiedad. Frente al exterior se consagraron los principios de solución pacífica de controversias, no intervención y la Doctrina Estrada.” [1].
Entonces, en un nuevo tributo al nacionalismo revolucionario, el movimiento iniciado en 1910 es identificado con los vencedores. La Carta Magna ya no es testimonio de la contención política y social que la burguesía constitucionalista realizó de la insurgencia campesina, después de aniquilar a su liderazgo radical. Desaparece toda contradicción entre la dinámica revolucionaria que buscaba tempestuosamente imponer desde abajo las aspiraciones de tierra y libertad, y la forma, sin duda muy inteligente, en que los triunfadores —y en particular Álvaro Obregón— incorporaron determinadas cuestiones sociales a la Constitución, de forma parcial, limitada y desde arriba, con el objetivo de desviar la revolución y a cambio de preservar los intereses de la clase dominante.
Fue sobre esta base que se puso en pie el sólido edificio del estado burgués posrevolucionario, que con un poderoso discurso hegemónico estableció la identidad entre dicho estado y la revolución campesina, ocultando el antagonismo y la lucha de clases tras el dominio del Partido Nacional Revolucionario y sus sucesores.
En realidad, el relato lopezobradorista termina actualizando, desde un ángulo "progresista y antineoliberal", este relato histórico que convirtió a la revolución en el acontecimiento fundacional del moderno estado capitalista. Y pretende además inscribirlo como el preámbulo del proyecto político gobernante. Uno que —a diferencia de lo que planteó entonces como posibilidad la acción de las masas insurgentes—, busca mantener incólume el orden social establecido.
En las páginas de este libro desplegamos una lectura radicalmente distinta. Para que eso aporte a construir una perspectiva verdaderamente transformadora, debemos considerar los cambios ocurridos desde entonces.
II
Ciento diez años han pasado desde el estallido de la Revolución Mexicana. La subordinación económica y política al imperialismo estadounidense, cuyo ciclo inició con el porfiriato, llegó a su cúspide en el llamado periodo neoliberal. La última gran crisis económica mundial, iniciada en 2008, abrió el camino para nuevas tendencias en el terreno internacional, con mayores prácticas proteccionistas, confrontaciones y roces comerciales y geopolíticos entre las grandes potencias. Esto llevó, bajo la administración de Donald Trump, a un nuevo acuerdo comercial -el Tratado México Estados Unidos Canadá- que sustituyó al TLCAN y que implicó condiciones aún más desfavorables y leoninas para México.
El contexto de esto fue una profundización de la expoliación y la sujeción del país al poderoso vecino del norte. Esto no se limitó a los sexenios neoliberales, sino que continua bajo el gobierno de López Obrador. Los límites de su moderado progresismo se ven en que no sólo se mantuvieron mecanismos fundamentales de saqueo como el pago de la deuda externa y se aceptaron las imposiciones estadounidenses respecto al TMEC, sino también las exigencias migratorias de la Casa Blanca, llevadas a cabo por la flamante Guardia Nacional contra los migrantes centroamericanos. La coronación de esta situación fue la reunión entre AMLO y Trump, donde aquel trató de “amigo de México” al xenófobo y racista presidente estadounidense.
Los procesos de integración productiva y comercial de México a Estados Unidos, desplegados a través de los 3000 kilómetros de frontera, se han dado entonces en un contexto de subordinación y dependencia cada vez mayor. La pandemia que recorrió el mundo durante el 2020 aceleró las tendencias a la crisis económica, cuyas consecuencias son aún más terribles en los países oprimidos por el imperialismo.
Si en 1910 encarar las reivindicaciones planteadas por la Revolución implicaba poner en cuestión los intereses de los capitalistas extranjeros, todo proceso serio de transformación radical en la actualidad requiere concretar una verdadera y efectiva independencia nacional, quebrando la dominación imperialista y abordando los problemas que plantea la integración regional.
Esto supone afectar los intereses del capital extranjero, sus propiedades en la industria, en los servicios y en otras áreas de la economía. De igual forma, ante la integración comandada por la Casa Blanca y sus acuerdos comerciales como el T-MEC, surge como horizonte estratégico la necesidad de una integración económica y política, en clave socialista y encabezada por la clase obrera de la región.
La Revolución Mexicana tiene ejemplos destacados de solidaridad internacionalista, allí está la experiencia entre los wobblies (integrantes de la International Workers of de World) y los obreros influidos por el magonismo en las minas de Sonora [2]. Hoy, en pleno siglo XXI, la clase obrera mexicana tendrá que encontrar sus aliados entre el proletariado multiétnico de Estados Unidos y entre los trabajadores canadienses, que le permitan soldar una poderosa unidad internacionalista y antiimperialista que cruce por encima de las fronteras.
III
La lectura que realizamos de la Revolución Mexicana está contrapuesta a las interpretaciones tradicionales y ciertamente a la que subyace en el discurso de la Cuarta Transformación. Nuestra tesis es que la burguesía, aun en sus variantes antiporfiristas y liberales, se limitó a exigir una mayor apertura política al antiguo régimen, y jugó un papel reaccionario ante el incendio campesino encabezado por Villa y Zapata.
En el presente, la clase dominante asumió un rol similar respecto a las aspiraciones históricas de la mayoría de la población. En un país con una alta explotación de la fuerza de trabajo, precarización laboral y una pobreza estructural en amplios sectores de las masas populares, se desarrolló una enriquecida gran burguesía que se benefició de los ominosos capítulos de entrega -como las privatizaciones o la reforma energética- cuya particularidad es que, mientras es socia menor de los intereses imperialistas, expande su radio de influencia no sólo en México, sino también en América Latina.
La noción de que es posible gobernar para ricos y pobres, propugnada desde el gobierno bajo un halo progresista, supone mantener el status quo imperante, limitándose, a lo sumo, a algunas concesiones puntuales que, por otra parte, son cada vez más limitadas por el contexto internacional y la propia dinámica de la economía mexicana. Y, a la par, la continuidad de aspectos claves de la fase neoliberal, como se verifica, por ejemplo, en el terreno de la política laboral y la militarización.
Ante ello, recobra importancia la idea de que la próxima Revolución Mexicana debe sustentarse en una alianza de las clases explotadas y oprimidas que ponga en cuestión el degradado capitalismo semicolonial, con una perspectiva claramente socialista, lo cual implica un camino independiente no sólo de la derecha conservadora y neoliberal, sino también respecto al partido de gobierno que hoy regentea la estabilidad de las instituciones políticas y el régimen capitalista.
IV
En el presente surge una necesidad histórica similar a la que estuvo planteada en 1910. Una de las cuestiones que recorre este libro, orientado a analizar la dinámica de la acción de las clases explotadas, fue que la debilidad y la juventud de la clase obrera se combinó con una inmadurez política que le impidió superar las concepciones anarcosindicalistas y la subordinación al constitucionalismo. Esto se constituyó en una de las principales limitaciones del proceso revolucionario y fue causa fundamental de que la tendencia anticapitalista puesta en juego por el radicalismo plebeyo campesino no pudiera llevarse hasta el final a través de una poderosa unidad obrera y campesina, dejando finalmente el poder en manos de sus verdugos, quienes edificaron el moderno estado mexicano. A diferencia de la incipiente clase obrera de entonces, en el siglo XX y lo que va del presente, el desarrollo del capitalismo nativo fue acompañado de la transformación de la estructura de clases y en particular de la emergencia de un proletariado con enorme relevancia social y política, que no sólo constituye la principal clase en términos cuantitativos, agrupando a alrededor de 48 millones de asalariados, sino que ocupa una posición estratégica en la lucha contra la clase dominante, como resultado de su lugar en la producción y circulación capitalista.
Junto a las amplias masas de campesinos e indígenas pobres, cuya explosividad revolucionaria en la historia de nuestro país está fuera de duda, como mostró la rebelión chiapaneca de 1994, la clase obrera se ha concentrado en las grandes urbes y zonas industriales de México, las cuales reúnen ahora a la mayor parte de la población del país.
La clase trabajadora le da vida a las maquiladoras, las minas, las automotrices, los servicios, el transporte y la industria en general y tiene además un importante destacamento de proletarios agrícolas. Su desarrollo debe considerarse, en gran medida, como una contraparte de la penetración imperialista, que se expandió en las áreas centrales de la economía, y en particular en el despliegue de una industria de exportación conducida por las grandes trasnacionales y sus socios nativos. Esto dio a luz un proletariado altamente concentrado de varios millones de personas, localizado no sólo en los estados del norte fronterizo, sino también, por ejemplo, en el Bajío y otras entidades del país.
Las transformaciones económicas y sociales implementadas bajo el neoliberalismo provocaron cambios sustanciales respecto al “viejo” movimiento obrero de las décadas pasadas. Sus filas están hoy divididas entre aquellos que aún conservan algunas de las conquistas del pasado –como la sindicalización– y quienes sufren más descarnadamente la precarización del trabajo. Sobre la actual clase obrera se cierne cotidianamente el fantasma del desempleo —que en momentos como la pandemia se vuelve una cruda realidad para millones—, con una alta proporción de jóvenes y de mujeres, que junto a la explotación sufren la opresión cotidiana, y que están llamados a jugar un rol de avanzada en los futuros procesos revolucionarios. Si en 1910 la estructura capitalista descansaba sobre una base mayoritariamente rural, hoy asistimos a la creciente concentración urbana de la población, que ha generado la emergencia de una nueva masa de pobres que pueblan los interminables cinturones de miseria en la periferia de las ciudades. A la par de esta transformación en la estructura social, si las características de la Revolución de 1910 hicieron que fuera catalogada como una gran guerra campesina en la cual los combates del joven proletariado tuvieron un lugar secundario, desde entonces y muy particularmente en lo que va de esta centuria asistimos a renovadas muestras del protagonismo de los asalariados urbanos, que echa por tierra aquellas teorías que propugnaban la extinción del proletariado.
Nos referimos, por ejemplo, a los procesos protagonizados por el magisterio mexicano; desde la Comuna de Oaxaca, nombre que rinde homenaje a la experiencia zapatista, hasta las movilizaciones y huelgas docentes durante los años siguientes que mostraron la combatividad de este sector de la clase trabajadora. Así como a los que llevaron adelante otros sectores de la clase obrera, como la rebelión de los metalsiderúrgicos de Lázaro Cárdenas (2006).
Destaca en ese sentido el proletariado maquilador del norte del país que, en años recientes, comenzó a mostrar una renovada actividad en el terreno de la lucha de clases. Ya en el 2016 se hizo sentir en las naves industriales de Ciudad Juárez, Chihuahua, las mismas tierras que cien años antes recorrió el Centauro del Norte. En los albores del 2019 fue el turno de Matamoros, Tamaulipas, cuando 70,000 obreros maquiladores protagonizaron paros y huelgas durante varias semanas.
Esta joven clase obrera industrial, reconfigurada en las últimas décadas al calor de la inversión extranjera y que pretendieron ocultar intelectuales y medios de comunicación al servicio de la burguesía, juega un rol estratégico para el funcionamiento del capitalismo, y por ende también para su trastocamiento revolucionario: pone en funcionamiento una de las cadenas de valor global más importante del orbe, que cruza el Río Bravo. Esta importancia también se evidenció durante la pandemia, cuando para las grandes trasnacionales resultó intolerable la suspensión de actividades en el sector maquilador y automotriz; en tanto que surgieron nuevamente acciones de resistencia obrera contra las condiciones criminales de trabajo.
También durante la crisis sanitaria, se mostró la centralidad de otros destacamentos de la clase trabajadora en el funcionamiento de la sociedad capitalista. Es el caso de las y los trabajadores de la salud, de las apps y de los servicios, mismos que protagonizaron huelgas y manifestaciones bajo las duras condiciones pandémicas, a tono con las experiencias que en otros países llevaron adelante quienes están en la primera línea de la lucha contra el COVID pero también contra el capitalismo.
En cada una de las páginas de la lucha de clases de las últimas décadas, se planteó la necesidad de unificar las filas de la clase trabajadora, superando las divisiones impuestas por la ofensiva capitalista —entre desempleados y empleados, entre sindicalizados y precarizados, por ejemplo—, soldando el frente único de la clase obrera, y, al servicio de eso, construyendo y recuperando los sindicatos como herramientas de lucha, retomando la mejor tradición del movimiento obrero y revolucionario, que es la democracia desde las bases.
Otra de las transformaciones ocurridas en el capitalismo mexicano, potenciada por la creciente importancia de las urbes, es la emergencia de nuevos protagonistas de la lucha de clases que son a la par potenciales aliados de la clase trabajadora y que se suman así a las experiencias de rebeldía indígena y campesina en el país. Destaca en particular las importantes movilizaciones sociales encabezadas por la juventud —como fue la Huelga de 1999-2000 en la UNAM, el #yosoy132, o las masivas movilizaciones por Ayotzinapa—. Es también el caso del movimiento de mujeres, que en México surgió impetuoso como parte de un fenómeno internacional, expresando de forma cruda que la llamada modernidad capitalista vino de la mano de un recrudecimiento de la violencia contra las mujeres, de un aumento de la precarización laboral y de la opresión que niega cuestiones elementales como el derecho al aborto.
V
En la experiencia histórica, así como en los combates de clase pretéritos y presentes, debemos buscar las conclusiones necesarias para edificar una estrategia política que permita arrancarle el poder a la burguesía y sus agentes políticos.
Retomar y culminar la obra de Emiliano Zapata -aquella frase que acuñó León Trotsky en uno de sus escritos del exilio mexicano- significa, además de reconocer la importancia de las facciones radicales de la insurgencia de 1910, establecer cuáles son las condiciones y la estrategia para una transformación radical de la sociedad en la actualidad.
En primer lugar, como planteamos arriba, el despliegue de una clase obrera, cuya reconfiguración está íntimamente vinculada a la industria de exportación y a la propiedad de las transnacionales imperialistas, y que su emergencia política y social puede, potencialmente, paralizar los centros neurálgicos del capitalismo mexicano. La cual, a partir de soldar una poderosa alianza con las masas rurales y el resto de los oprimidos urbanos, tiene la capacidad de reorganizar el país sobre nuevas bases económicas y sociales, alternativas a las que construyó la facción triunfante después de 1917.
Junto a esto, si en la década de 1910 el proletariado era joven tanto en su desarrollo objetivo como en su subjetividad de clase, la potencialidad que encierra como clase bajo el moderno capitalismo, requiere de una estrategia socialista y revolucionaria. Los procesos más avanzados del siglo XX y XXI, muestran una tendencia a avanzar de clase en sí a clase para sí; esto es, de no limitarse a padecer la explotación cotidiana, sino a salir a la lucha, adoptando métodos radicalizados y nuevas formas de organización, enfrentando tanto a la burguesía como a los gobiernos.
Sin embargo, el resultado de muchos de los procesos de la lucha de clases, desviados o empantanados, echan luz sobre el rol que tienen las direcciones sindicales y políticas que actúan en la clase obrera y en los movimientos sociales, bajo una estrategia política de corte reformista o directamente burguesa, la cual es necesario superar si se pretende triunfar. Como recordarán nuestros lectores, en la crítica que efectuamos en torno al magonismo e incluso al anarcosindicalismo, estaban presentes la inmadurez política del movimiento obrero a inicios de siglo, y de las corrientes que actuaban en su seno. El presente del movimiento obrero y las lecciones de su acción durante el siglo XX es muy distinto: en la labor de las direcciones sindicales se evidencia que las mismas son verdaderos agentes de la burguesía en el seno de las organizaciones obreras, que sólo procuran defender los privilegios que detentan a partir de la administración de las mismas. El origen de esta dinámica puede rastrearse en el periodo de la Revolución Mexicana y en particular en el surgimiento de un sector reformista referenciado con la figura de Luis N. Morones. Durante las décadas siguientes, se afianzó la estatización de las organizaciones obreras y su subordinación a los partidos de la burguesía a partir del accionar del charrismo sindical. Hoy es el gobierno de López Obrador el que busca continuar esto, apostando incluso a la creación de una central sindical bajo su égida directa.
En ese sentido, para volver fuerza material una perspectiva socialista, es imprescindible la construcción de una organización revolucionaria inserta en la clase obrera, que impulse la autoorganización de masas y que despliegue un programa que, partiendo de las reivindicaciones inmediatas, movilice hacia la lucha por el poder y la expropiación de las clases dominantes. Y que busque la alianza revolucionaria entre la clase trabajadora y los distintos movimientos que se levantan contra distintas formas de opresión. Esto, como parte de una estrategia para la destrucción del viejo estado capitalista y la construcción de un estado de nuevo tipo, basado en los organismos de las masas y en la planificación democrática de la economía y la sociedad. En ese sentido, la experiencia de 1910-1917 también enseña que, en los momentos de grandes convulsiones sociales, la confrontación de programas, políticas y organizaciones antagónicas que expresan intereses irreconciliables de clase, es ineludible. En el presente, impulsar una estrategia revolucionaria como la que planteamos, al interior del movimiento obrero, requerirá enfrentar la influencia de las direcciones reformistas y burguesas. A la par que supone una perspectiva alternativa a la que sostienen variantes autonomistas o populistas en la izquierda, adversarias de la centralidad del proletariado —y por lo tanto la imperiosa necesidad de la alianza obrera y popular— y de la lucha por el poder.
Considerar las condiciones para una nueva revolución implica entonces establecer la importancia crucial de que los explotados y oprimidos de México cuenten con un partido revolucionario que exprese sus intereses históricos y que sea capaz de cambiar de una vez por todas la larga historia de derrotas. En esa tarea, la perspectiva internacionalista y antiimperialista es crucial, considerando las transformaciones del capitalismo internacional y en la región y la emergencia de poderosos aliados en el proletariado del otro lado de la frontera norte, así como hacia Centroamérica y el Caribe.
Parafraseando a León Trotsky, retomar y culminar la obra de Emiliano Zapata, punto cúlmine de un México en llamas que durante todo el siglo XX se grabó a fuego en la conciencia de las masas, pasa por adoptar una estrategia socialista para que la clase obrera, junto a los millones de desposeídos del campo y la ciudad, encabecen y lleven al triunfo la segunda revolución mexicana. Al servicio de ello, como un humilde aporte, está el presente libro, para que los heroicos insurrectos de 1910 y las lecciones de su asalto del cielo, revivan y vuelvan a caminar en las páginas de lucha que se escribirán en este siglo.
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