Recuerdo que, al pasar en el viejo "Jamaica Merced" por la Escuela Superior de Economía del Casco de Santo Tomás rumbo a Azcapotzalco, daba rabia ver las calles llenas de tanquetas. Recuerdo también el miedo de los que sentíamos bajo la dura mirada de los militares.
Lunes 2 de octubre de 2017 00:00
México 1968, cuánta inocencia e ingenuidad transformada en sangre de esa juventud que bailaba con la música los Teen Tops, los Apsons, los Rebeldes del Rock; que cantábamos con los Stones, los Beatles, The Mamas and the Papas. Íbamos a oír a Javier Bátiz (y sus Finks) al Tiki Tiki, a los Yakis de Benny Ibarra al Hallaballoo, a los Belmont’s en el Yeah Yeah mientras que los fresas de los Rockin’ Devils estaban en el exclusivo “Champaña a Go Go".
Veíamos natural la rivalidad entre el "Poli" Guinda y los Pumas y “naturales” las madrizas que se daban afuera del estadio al acabar el partido, propiciadas por las porras oficiales de ambos equipos, afines a las autoridades.
Era la división entre los estudiantes orquestada desde el poder del omnipotente priato, y que el nacimiento del movimiento del 68’ iba a superar tras las primeras represiones a ambas comunidades estudiantiles en el Centro, con “el “bazukazo” y la ocupación militar de CU y del Instituto Politécnico Nacional.
Recuerdo que, al pasar el viejo “Jamaica Merced “por la Escuela Superior de Economía del Casco de Santo Tomás rumbo a Azcapotzalco, daba rabia ver las calles llenas de tanquetas, y el miedo de los que sentíamos bajo la dura mirada de los militares.
Cuánta sangre expuesta en los pisos, escaleras y paredes de la Unidad Tlatelolco. Se repetían los antiguos sacrificios de sangre mexica. Y era tan elementalmente democrático el pliego de demandas del movimiento, que para el autoritarismo del régimen de casi partido único, era muy desafiante.
No era un “programa máximo” –como usan “articular” los estalinistas para la propaganda etapista, mientras van a elecciones con partidos burgueses en acuerdos contra el fascismo–; tampoco el Programa de Transición que también se ocupaba del totalitarismo soviético que expropió el poder a la clase obrera en la URSS y los demás estados obreros. No. No se proponía cambiar de raíz la sociedad.
Los nombres de Díaz Ordaz y de los jefes policíacos de Cueto y Mendiolea Cerecero, “politizaban” a la juventud sesenta y ochera y la unían contra la represión –se hizo popular, y necesario, el ¡Fuera Cueto y Mendiolea! que coreábamos por miles.
Ellos -policía del DF y granaderos- reprimieron salvajemente la marcha del 26 de julio que se dirigía al Zócalo. A macanazos, tal como lo hace hoy el policía que busca ser presidente, Miguel Ángel Mancera, para contener las manifestaciones y que no lleguen al Zócalo. La historia -la política- se repite a 48 años.
Con el tiempo, muchos de esos jóvenes avanzaron políticamente. Unos se radicalizaron por la vía armada, siendo asesinados por el mismo ejército que los reprimió cuando eran jóvenes demócratas. Algunos, quebrados por la policía, fueron cooptados, otros se desmoralizaron.
Unos se integraron directamente al gobierno, otros lo hicieron indirectamente integrando partidos funcionales al régimen asesino (2 de junio sí se olvida…). Otros construyeron una izquierda independiente, pero el carácter de clase de sus organizaciones y su estrategia los llevó a la debacle política.
Yo entonces entonces era un pintor de brocha gorda –que nunca expuso–, que dejó la escuela para chambear de “macuarro” en obras y pintando casas a domicilio. Pero mi coraje como joven –porque serlo daba identidad de época y también sentido de “pertenencia” al movimiento–, tenía el límite de no entender el rol que puede desempeñar la juventud estudiantil como detonadora de grandes crisis políticas de gobiernos y regímenes –como la del Mayo Francés en la Quinta República–. Mucho menos podía pensar en el rol de la clase obrera como el sujeto social transformador, entendiéndolo bajo la visión del materialismo histórico, y no avanzamos a la unidad obrero estudiantil.
Por ello, después de “tomar” camiones con “los del barrio” en la colonia Moctezuma –donde le regresábamos el pasaje a la gente que bajábamos– para llegar a la concentración en Antropología, me abrumaba la soledad de encontrarme –junto con mi hermano menor, Daniel,– en medio de 100 mil personas que marchaban bajo los aplausos de la gente en las aceras y balcones al grito del famoso ¡únete pueblo!
Mucho no entendía yo hace 48 años –ni siquiera era estudiante–, sólo me animaba la rabia contra el gobierno del asesino Díaz Ordaz y sus policías, esos que no son trabajadores y que desde la izquierda algunos quieren que se sindicalicen: “compañero represor, tiene usted la palabra”; “moción del compañero especialista en picana...”.
Compartía el miedo y la indignación de los estudiantes “clase 1949” en el Campo Militar número 1, en donde hacía mi servicio militar, cuando pasaban camiones militares de los que, alguien rumoraba, contenían cuerpos de estudiantes.
Cuando conseguí chamba fija y todavía había prestaciones, regresé a la escuela y me hice activista estudiantil en una preparatoria de Tacuba dirigida por maoístas. Al mismo tiempo me hice activista sindical en la zona de Naucalpan –la huelga de Lido– en los setentas.
En la escuela, los profesores rojos del maoísta populista FPI me reprobaban tiro por viaje –bajo sospechas de ser “trotsko", antes de la creación del PRT en 1976–, pese a recitar obligatoriamente las Tesis filosóficas de Mao en cada examen.
Empecé a militar en el trotskismo hace 40 años y desde entonces no dejo de marchar el 2 de octubre en memoria de los caídos, y por un futuro que vaya más allá de lo que demandaba el movimiento.
Son muchos los recuerdos de esos momentos, y hoy, en la plancha del zócalo, vi que tengo tantas cosas que intercambiar con la juventud de hoy.
Mario Caballero
Nació en Veracruz, en 1949. Es fundador del Movimiento de Trabajadores Socialistas de México.