El colapso ecológico ya llegó. Una brújula para salir del (mal)desarrollo, publicado el año pasado por Maristella Svampa y Enrique Viale, es una referencia entre las nuevas camadas que despiertan a las luchas ambientales. A un año de su aparición, publicamos apuntes para una lectura crítica.
Viernes 23 de julio de 2021 20:51
Marcos Kazuo
“Atravesamos tiempos extraordinarios marcados por una crisis socioecológica y una emergencia climática a nivel global sin precedentes en la historia” [1] , sostienen en el prefacio de su libro Maristella Svampa y Enrique Viale. El colapso ecológico ya llegó. Una brújula para salir del (mal) desarrollo se publicó en agosto del 2020, poco después de que la cepa de SARS-CoV-2 saltara zoonóticamente desde territorios arrasados para extender las fronteras del agronegocio y se volviera pandemia a ritmos nunca antes vistos, siguiendo los circuitos del capital. La crisis sociosanitaria del COVID-19, que hasta el momento dejó un saldo de 4 millones de muertos, es solo una muestra de la insustentabilidad de la relación capital - naturaleza.
Los autores destacan la paradoja de una época en la que existe un consenso científico sobre el origen antrópico del calentamiento global, pero aún persisten discursos negacionistas, históricamente construidos con la expansión del neoliberalismo, y que durante los últimos años encarnaron personajes como Donald Trump, Jair Bolsonaro, Boris Johnson o el primer ministro de Australia, Scott Morrison. En simultáneo, lo novedoso en los últimos años fue la irrupción de la juventud en los movimientos por la “justicia climática”, tras lo que denominan el “efecto Greta Thunberg”. Durante la segunda huelga global contra el cambio climático de 2019, 4 millones de personas se manifestaron en 163 países y miles de ciudades.
Los autores toman el concepto de antropoceno para dar cuenta de la gravedad de la crisis climática y ecológica que vivimos y sintetizan el problema desglosando cinco factores que la explican: el cambio climático asociado al calentamiento global, a causa del incremento de las emisiones de gases de efecto invernadero; la pérdida de biodiversidad, tanto en los ecosistemas terrestres como en los marinos; los cambios en los ciclos biogeoquímicos que son fundamentales para mantener el ciclo de los ecosistemas ; y, por último, los cambios en el modelo de consumo, fundado en el esquema de obsolescencia programada de los productos que obliga a renovarlos para maximizar los beneficios del capital, y en un modelo alimentario a gran escala de enorme impacto sobre la salud de las personas, y que degrada los ecosistemas.
El libro recorre la historia de los movimientos ambientales y las respuestas de los Estados e instituciones internacionales. En los 60s, los nacientes movimientos ecologistas o ambientalistas de base social policlasista. En los años 70 “la cuestión ambiental ingresa a la agenda global”, con instituciones como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, los primeros partidos Verdes y ONG’s, “desde los más conservadores a los más radicales”. En las últimas décadas nacieron los movimientos por “justicia ambiental” en EEUU, alrededor de comunidades afroamericanas de barrios contaminados que enfatizan en la desigualdad de los costos ambientales, el racismo, la injusticia de género y la deuda ecológica. Con el concepto de “ecologismo popular”, se refieren a las movilizaciones en los países del hemisferio sur, que plantean un “vínculo entre justicia ambiental, ecología de los pobres y deuda ecológica del Norte respecto de los países del Sur” [2]. Y por último los movimientos por “justicia climática”, concepto que apareció en la Conferencia de las Partes (COP) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC), pero emergió como “movimiento ecológico global de carácter radical, con eje en la crítica al capitalismo y la transición energética. ‘Cambiar el sistema, no el clima’, pasó a ser la consigna” [3].
Los autores dan cuenta de cómo a pesar de la sucesión de Cumbres que dieron lugar a los protocolos de Montreal (1987), Kioto (1997) y el Acuerdo de París (2015), la crisis ecológica no ha hecho más que profundizarse. En el caso del Acuerdo de París, que no es vinculante, abre las puertas a “impulsar falsas soluciones en el marco de la economía verde, que se sustenta en la continua e incluso ampliada mercantilización de la naturaleza” [4].
El ambiente como “punto ciego” del progresismo latinoamericano
Los autores realizan una crítica que recupera actualidad frente a la campaña por parte de periodistas y funcionarios del Frente de Todos que impugna cualquier oposición al extractivismo como “ambientalismo bobo”. Más allá de las diferencias (mientras unos hablan de ambientalismo bobo, otros, como en los casos de Bolivia y Ecuador incorporaron los “derechos de la naturaleza” y el “buen vivir” a sus constituciones), los gobiernos de “progresismo selectivo” buscan minimizar la importancia de las causas ambientales “oponiéndolas a la cuestión social y el derecho al desarrollo”. Apuntaban al “reconocimiento de ciertos derechos sociales y económicos (mientras que) obturaban, perseguían y criminalizaban demandas ambientales y de pueblos originarios” [5]. En todos los casos mantuvieron la matriz del agronegocio, los negocios forestales, el fracking, la megaminería, etc.
Entre 2003 y 2013 las economías latinoamericanas se vieron favorecidas por los altos precios de las materias primas, base de las economías dependientes de la región. El “consenso de los commodities” fue política de estado sin reconocer grietas: tanto los progresistas como los gobiernos más conservadores o neoliberales aceptaron como “destino” el papel de exportadores de bienes naturales, minimizando no solo las consecuencias ambientales, sino también los “nuevos marcos de dependencia y la consolidación de enclaves de exportación”.
Desde el año 2008, se multiplicaron los megaproyectos extractivos y también las luchas y resistencias que los enfrentaron. Desde el proyecto de abrir una carretera que atraviese el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure (Tipnis) en Bolivia que implicó cuestionamientos y resistencias que horadaron la base social de Evo Morales; pasando por la construcción de una megarrepresa a costa de la expulsión de comunidades originarias de Belo Monte en el Amazonas de Brasil llevada adelante por el gobierno de Lula Da Silva. Desde 2013 hasta la actualidad, los autores identifican una fase de “exacerbación del neoextractivismo”, de ampliación de las fronteras de los commodities, a la impulsada tras la caída de los precios de las materias primas.
Svampa y Viale señalan que no existe oposición entre lo social y lo ambiental, como argumentan, por ejemplo, los voceros del Frente de Todos a la hora de justificar las actividades extractivistas. Al final del ciclo progresista, la pobreza y la desigualdad persistieron. “Los mapas de la pobreza (...) coinciden en todo el mundo con los de la degradación ambiental” [6].
En nuestro país, los autores desarrollan cuatro casos emblemáticos: el agronegocio, la Ley de Glaciares y los derrames de la Barrick Gold, Vaca Muerta y la minería de litio.
El avance de la frontera sojera (el área cultivada con soja transgénica creció un 900% entre 2003 y 2015) implicó desmontes, desplazamiento de poblaciones, entre ellas de comunidades originarias, deterioro de suelos y las estremecedoras cifras de personas que padecen cáncer en poblaciones rociadas con glifosato. Argentina se encuentra entre los cuatros principales productores mundiales de soja transgénica, con casi 24 millones de hectáreas cultivadas. Recientemente el gobierno de Alberto Fernández aprobó el uso de trigo transgénico HB4 (asociado al peligroso pesticida glufosinato de amonio).
En el caso de la Ley de Glaciares, los autores describen los obstáculos que impiden su aplicación efectiva, y traen a colación el derrame de más de un millón de litros de solución cianurada ocurrido en septiembre de 2015 en la mina Veladero, en la localidad de Jáchal, San Juan. Las últimas puebladas de Chubut y Mendoza contra la megaminería tuvieron repercusión internacional. En ambos casos fueron multitudinarias movilizaciones contra pactos del PJ, la UCR, y sus aliados, otra muestra contundente de que para el extractivismo no hay grieta.
El caso de Vaca Muerta es considerado como una “ilusión eldoradista” que obtura la transición hacia una matriz energética pos-fósil. La reciente evidencia sobre el desastre de los basureros petroleros, los derrames y la multiplicación de sismos inducidos por el fracking, dan cuenta del desastre ambiental de Vaca Muerta. Para el litio, analizan cómo la gestión de Cambiemos ofreció condiciones más ventajosas que los vecinos Chile y Bolivia para las corporaciones mineras.
Un enfoque histórico problemático y una crítica infundada al marxismo
Los autores sostienen que la crisis civilizatoria y ecológica es “profundamente filosófica” y ubican sus causas en el corazón de la “episteme moderna”, que habría consolidado “un paradigma dualista, que colocó al ser humano no solo en el centro (antropocentrismo), sino como un ser exterior a la naturaleza, un ente autónomo” [7]. Esa concepción hegemónica, dicen, sería disputada por narrativas “más holísticas acerca del vínculo sociedad/naturaleza. Es el caso de los feminismos populares o ecofeminismos y de las cosmovisiones indígenas que, ante la crisis civilizatoria, valoran un paradigma relacional que subraya la interdependencia y el sostenimiento de la vida” [8].
Este punto de vista no es nuevo, sino que se remonta, como señala John Bellamy Foster, a una corriente del pensamiento ecologista que tiende a “atribuir todo el proceso de la degradación ecológica al surgimiento de la revolución científica del siglo XVII” [9], representada sobre todo por Francis Bacon y su idea de “dominación de la naturaleza”. A esta perspectiva se la califica como antropocéntrica, mecanicista y dualista, y se le opone una visión más o menos posmoderna, en este caso de corte “holístico”:
“Tal como señalan numerosas pensadoras ecofeministas, entre ellas Carolyn Merchant [1980], –escriben los autores– durante siglos hubo tensiones pero también coexistencia entre la metáfora de la madre nutricia y aquella otra de la dominación, proveniente de diferentes tradiciones filosóficas y religiosas. La imagen organicista de la naturaleza ponía límites o restricciones morales a la hora de relacionarse con aquella: instituía códigos de respeto y consideración. Sin embargo, a partir de los siglos XVI y XVII, el desarrollo de la manufactura y el comercio junto con las nuevas tecnologías produjeron el paulatino desplazamiento del imaginario organicista hacia otro de corte mecanicista.” [10]
Como señala Foster, estos enfoques tienen un problema de fondo: se reduce la cuestión ecológica a una cuestión de valores y se aleja de los temas históricos-materiales, las relaciones materiales en su evolución, y “al centrarse en el conflicto entre el mecanicismo y el vitalismo o idealismo, cae en una concepción dualista incapaz de reconocer que estas categorías están dialécticamente relacionadas en su unilateralidad, y deben trascenderse conjuntamente, puesto que representan la alienación de la sociedad capitalista” [11].
Para los autores el marxismo sería también un “hijo de la Modernidad” tanto “en su concepción de la naturaleza” como en su “visión del desarrollo asociado a la expansión infinita de las fuerza productivas” [12]. Con esto desechan la posibilidad de un pensamiento materialista, dialéctico y estratégico frente al capitalismo. El problema es que esta afirmación (por cierto, sin el sustento bibliográfico que caracteriza al libro) sería correcta si se refiriera al estalinismo, no al pensamiento de Marx y Engels.
Lejos del dualismo, antropocentrismo y ubicación exterior autónoma frente a la naturaleza, desde sus obras tempranas Marx sostuvo una concepción materialista de la naturaleza, cuestionando justamente el antropocentrismo de visiones teleológicas religiosas (desde allí, por ejemplo, saludó la obra de Darwin). Ubicó al ser humano como parte misma de la naturaleza. En su temprana teoría sobre la alienación desarrollada en los Manuscritos Económicos Filosóficos de 1844, Marx sostiene: “La naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre, es decir, la naturaleza en la medida en que no es el cuerpo humano. El hombre vive de la naturaleza, es decir: la naturaleza es su cuerpo, y debe mantener un diálogo continuo con ella, de lo contrario morirá. Decir que la vida mental y física del hombre está vinculada a la naturaleza simplemente significa que la naturaleza está vinculada a sí misma, puesto que el hombre es parte de la naturaleza”.
Como es reconocido hasta por sus críticos, la noción del joven Marx de la alienación del trabajo humano se vinculó con una comprensión de la alienación de los seres humanos respecto a la naturaleza de la que son parte (concibiéndola como algo externo). El problema de fondo no era la “episteme” sino la forma concreta en que el modo de producción capitalista reduce a la mayoría de la humanidad a la condición de clase explotada, y a la naturaleza a una mercancía más.
En su libro, Foster rescata cómo desde este punto de vista Marx elaboró una comprensión del desarrollo sostenible basada en la obra del químico agrícola Justus Von Liebig, plasmado en el concepto de metabolismo (Stoffwechsel) humanidad-naturaleza, y su posible ruptura o brecha producida por la irracionalidad capitalista. Así también de la co-evolución basado en la de Darwin, y que lejos del dualismo cartesiano sostuvo una visión materialista dialéctica que permite abordar la complejidad de las relaciones ecológicas contra puntos de vista unilaterales y reduccionistas. Esto incluso dió lugar a una tradición marxista en ciencia, con autores como Richard Levins y Richard Lewnontin, que justamente desarrollaron este pensamiento en áreas particulares, debatiendo con reduccionismos, mecanicismo y visiones idealistas, y realizando aportes sustantivos al pensamiento ecológico.
Sobre la “expansión infinita de las fuerzas productivas”, Kohei Saito (2017), estudioso de la obra ecológica de Marx y autor de El Ecosocialismo de Karl Marx, señala que:
“El materialismo histórico de Marx fue criticado repetidamente por sus ingenuos supuestos tecnocráticos. Una lectura cuidadosa de sus cuadernos, sin embargo, revela que Marx no tuvo una visión utópica del futuro socialista basado en el crecimiento infinito de las fuerzas productivas y la manipulación libre de la naturaleza. Por el contrario, reconoció seriamente los límites naturales, tratando la compleja e intensa relación entre el capital y la naturaleza como la contradicción central del capitalismo (...) En El Capital, Marx llegó a bregar por la consciente y sustentable regulación del metabolismo entre humanos y naturaleza como la tarea esencial del socialismo”. [13]
Obviamente, no pretendemos agotar aquí esta discusión, que esperamos continuar con la profundidad que se merece, sino sólo señalar estos puntos problemáticos del argumento del libro.
Green New Deal, Pacto Ecosocial y lucha anticapitalista
A nivel estratégico, la contradicción central del libro se encuentra entre el diagnóstico de desastre inminente y el programa propuesto como horizonte, así como los sujetos y organizaciones para llevarlo adelante.
El libro destaca el valor de “las experiencias autogestión y autoorganización como la agroecología, la economía social solidaria o las comunidades de transición basadas en energías renovables”, como “utopías concretas” y “prácticas prefigurativas que anticipan la nueva sociedad”, aunque señala su alcance limitado debido a la desconexión de lo local y lo global, que dificulta que estas experiencias se conviertan en un “proyecto político de alcance global” [14]. La “dimensión emancipatoria desde abajo”, debe “activar la dimensión reguladora de los Estados en todos los niveles”.
El planteo es que ante la “encrucijada civilizatoria” abierta por la pandemia, el dilema sería ir hacia “una globalización neoliberal más autoritaria, en el marco de un ‘capitalismo del caos’, que sin duda favorecerá la expansión de las derechas fascistas, o (...) una globalización más democrática, ligada al paradigma del cuidado, por la vía de la implementación y el reconocimiento de la solidaridad y la interdependencia como lazos sociales e internacionales, y de políticas públicas orientadas a un gran pacto ecosocial y económico que aborde conjuntamente la justicia social y ambiental” [15].
Ante esto, reivindican el “Green New Deal” en la versión postulada por la referente del ala izquierda demócrata Alexandria Ocasio Cortez, y por intelectuales como Naomi Klein y Jeremy Rifkin. A diferencia del proyecto europeo de economía verde, esta sería una apuesta “interseccional”, que articula “justicia social con justicia ecológica, étnica y de género”, planteando una “transformación profunda del sistema económico a través de la reducción drástica de las emisiones de gases de efecto invernadero, la renovación de infraestructuras, la apuesta por la eficiencia energética y la promoción de medidas para reducir la desigualdad económica y social en los Estados Unidos” [16].
Para Argentina y América Latina, los autores proponen cinco ejes para un pacto ecosocial y económico, que además cuestione el rol asignado al “sur global” en los modelos de transición energética corporativa de los países centrales: “ingreso universal, reforma tributaria progresiva, suspensión del pago y auditoría de la deuda externa, paradigma del cuidado y reforma socioecológica radical (energética, productiva, alimentaria y urbana)”. Esta reforma socioecológica implicaría un paradigma energético renovable, descentralizado, desmercantilizado y democrático; un paradigma agroecológico que promueva la soberanía alimentaria; y otro modelo urbano, promoviendo el arraigo en ciudades pequeñas y medianas.
El programa propuesto sostiene elementos progresivos y más que necesarios, y otros que consideramos discutibles. Pero de conjunto resulta en un planteo reformista, insuficiente para abordar una “crisis civilizatoria”. La idea de lograr, con movilizaciones desde abajo, un “pacto” que construya una nueva agenda “nacional y global”, sin expropiar al gran capital ni derrotar a sus instituciones, responsables del desastre ecológico y social, termina siendo utópica.
Por ejemplo: es urgente terminar con el agronegocio que utiliza volúmenes inconmensurables de veneno, y avanzar hacia formas de producción de alimentos con técnicas no destructivas, que contemplen la sostenibilidad del suelo, como sostiene la agroecología. Pero ese objetivo es irrealizable sin terminar con la gran propiedad terrateniente, empezando por las 5.678 explotaciones (el 2% del total de explotaciones) que gestionan 80 millones de hectáreas (el 51 % de las hectáreas en producción); y sin expropiar los puertos privados, cerealeras y empresas agroindustriales.
De igual manera, para avanzar en un paradigma energético “renovable, descentralizado, desmercantilizado y democrático”, es condición expropiar sin pago a todas las empresas relacionadas con la producción, procesamiento y distribución de la energía, creando una empresa estatal única bajo control de sus trabajadoras y trabajadores, profesionales de universidades públicas, comunidades y pueblos indígenas afectados por sus actividades, para diseñar democráticamente un plan de transición que no solo contemple un giro en las fuentes utilizadas.
Aún así, se trata de problemas sin resolución íntegra en los marcos del sistema capitalista. Una transición ecológica requiere de la planificación del conjunto de la economía, apropiándose de los desarrollos científicos y tecnológicos para desarrollar en cada terreno las formas de producción, distribución y consumo de menor impacto ambiental, recomponiendo ecosistemas degradados, etc.
Por otro lado, el ascenso de Biden o el giro discursivo del Vaticano son interpretados por Svampa y Viale como oportunidades para “disputar sentidos”, subestimando su capacidad de cooptar, institucionalizar y convertir en indefensos a los movimientos ambientales.
Es en relación a los sujetos capaces de protagonizar grandes transformaciones que se abre un último debate. El libro da por sentada la superación del rol protagónico de la lucha de clases en el marco de la pérdida de centralidad del conflicto industrial y la aparición de nuevos movimientos sociales. Se trata de un debate de larga data. En la época de la ofensiva neoliberal, la “globalización” y la restauración burguesa en los países del mal llamado “socialismo real”, el retroceso del movimiento obrero coincidió con un mayor protagonismo de movimientos como el feminista, anti-racista, ambiental, indígena y LGTB. Pero, contradictoriamente, la época de la ofensiva anti-obrera fue también la de una mayor urbanización y asalarización de la población mundial, al punto que por primera vez en la historia la clase trabajadora (más feminizada, diversa y racializada) es mayoría.
Sobre la base de la fragmentación de la clase trabajadora (entre sindicalizados, precarios, informales, migrantes, desocupados, etc), las burocracias sindicales, actúan para imponer a los sindicatos una práctica corporativa que, entre muchas otras cosas, ignora los problemas ecológicos padecidos en mayor grado por el pueblo trabajador.
Quienes aspiramos a luchar en defensa del ambiente desde una perspectiva anticapitalista y socialista, acompañamos e impulsamos la más amplia unidad de acción contra el accionar antiecológico de empresas y Estados, entre movimientos campesinos e indígenas, feministas, organizaciones estudiantiles, etc. Lejos de un “reduccionismo de clase”, nos proponemos como una tarea fundamental luchar para que las organizaciones de la clase trabajadora tomen en sus manos los problemas ambientales. Existen ejemplos interesantes en ese sentido, como la huelga de los petroleros de Total en París y su alianza con organizaciones ecologistas para desenmascarar el greenwashing empresarial, el caso del astillero Harland and Wolff en Irlanda, cuyos trabajadores trabajadores tomaron las instalaciones en 2019 exigiendo su nacionalización y la reconversión para producir energías renovables, o la Federación Minero Energética de Colombia, que es parte de la oposición al fracking en ese país.
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Es necesario que en el movimiento ambiental emerja un ala que busque conscientemente contrarrestar la influencia del capitalismo verde y de las organizaciones que buscan encauzar las luchas en los marcos de las instituciones, para aliarse con la clase social que no solo puede paralizar la producción, sino reconvertirla en una relación no predatoria con la naturaleza.
[1] Svampa, Maristella y Viale, Enrique. El colapso ecológico ya llegó. Una brújula para salir del (mal)desarrollo, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2020, p.12.
[2] Svampa, Maristella y Viale, Enrique, Ibídem, p.36.
[3] Ídem., p. 40
[4] Ídem., p. 43
[5] Ibídem., p. 179
[6] Ídem., p. 183
[7] Ídem., p. 197
[8] Ídem., p. 199
[9] Foster, John Bellamy, La Ecología de Marx. Materialismo y naturaleza, Madrid, Ed. El Viejo Topo, 2004. Edición original Monthly Review Press, 2000, p. 31
[10] Svampa, Maristella y Viale, Enrique, Ibídem, p. 197.
[11] Foster, John Bellamy, La Ecología de Marx. Materialismo y naturaleza, Ibídem, p. 32
[12] Svampa, Maristella y Viale, Enrique, Ibídem, p. 172.
[13] Saito, Kohei, Karl Marx Ecosocialism. Capital, nature, and the unfinished critique of political economy, Nueva York, Monthly Review Press, 2017, p. 18-19
[14] Svampa, Maristella y Viale, Enrique, Ibídem, p. 261.
[15] Svampa, Maristella y Viale, Ibídem, p. 264.
[16] Svampa, Maristella y Viale, Enrique, Ibídem, p. 266.