A continuación reproducimos el prólogo del libro Extractivismo en Argentina. Saqueos, resistencias y estrategias en disputa. Se trata de un trabajo colectivo en el que los distintos capítulos se enfocan en las principales dimensiones de los extractivismos en el país. Esteban Martine presenta la situación de la extracción de petróleo y gas mediante fractura hidráulica; extracción en la que la clase capitalista argentina y sus representantes políticos ponen tantas expectativas. Cecilia Gárgano explica por qué el agronegocio es también un extractivismo y las formas específicas de hacer ciencia en las que se recuesta la estandarización y homogeneización de la naturaleza que requiere su expansión. Giulia Piglionico, Marta Bernabeu y Ariel Iglesias abordan los extractivismos megamineros. Lihuen Antonelli y Natalia Morales presentan un panorama de la explotación del litio en el país, de cómo se vincula con los discursos de la transición energética del “capitalismo verde”, de los trastornos que genera la actividad en los terrenos de extracción, y de las respuestas sociales y políticas que esto empezó a producir. Finalmente, en una conversación con Juan Duarte y Lorena Rebella, Raúl Godoy –dirigente del Partido de los Trabajadores Socialistas, exSecretario del Sindicato de Obreros y Empleados Ceramistas de Neuquén (SOECN), y uno de los protagonistas de la gesta de Fasinpat, la fábrica recuperada de las manos de patronal Zanon y puesta a producir por sus trabajadores en 2002– reflexiona sobre la importancia de la perspectiva ecológica para los socialistas revolucionarios en la actualidad.
Avatares de la apropiación capitalista de la naturaleza. Resituando el extractivismo en una mirada estratégica marxista
Durante las últimas décadas hemos visto cómo cobró mayor relevancia en la Argentina la conversión de los “recursos naturales” en una fuente de negocios a través de procesos de extracción crecientemente integrados en cadenas globales de valor. En un marco de crisis recurrentes y de reestructuración del aparato productivo, que significó la reducción de porciones considerables del entramado industrial, la exportación de commodities, muy relevante en el funcionamiento del capitalismo argentino desde la conformación del Estado nacional, se hizo todavía más protagónica. La transformación agrícola con la introducción de transgénicos, la explotación desmesurada de hidrocarburos convencionales desde la privatización de YPF hasta el agotamiento de sus capacidades, el desarrollo de explotaciones no convencionales durante la última década, la megaminería en muchas provincias, y más recientemente el auge de la extracción de litio, son los capítulos centrales del intento de sacar el máximo provecho de la dotación de “recursos”, que es a lo que quedan reducidos los bienes comunes naturales en la ecuación de los negocios. El único límite que ha conocido el avance de la valorización capitalista en estos ámbitos estuvo dado por la resistencia de movimientos socioambientales y comunidades amenazadas por los impactos de algunos de estos proyectos. A pesar de estos reveses, las jugosas ganancias hacen esperar nuevas avanzadas para concretar el saqueo frustrado por el rechazo social.
En una economía frecuentemente asediada por lo que algunas corrientes del pensamiento económico denominan restricción externa –que significa que el desenvolvimiento económico se ve trabado por la escasez de divisas para afrontar los déficits que aquejan las cuentas del país con el “resto del mundo”– se ha vuelto de sentido común que hace falta “exportar para crecer”. Si se generan más dólares, sigue el razonamiento, se resolverá, o al menos desplazará, la traba al crecimiento que impone la necesidad de divisas. En vez de poner la lupa sobre los motivos que causan esta restricción –entre los que se cuentan los pagos de intereses de deuda externa (del Estado y privados), los giros de utilidades de las empresas multinacionales a sus casas matrices y la salida de capitales que realizan las empresas y los grandes patrimonios para resguardarlos de los vaivenes de la economía argentina– se busca atacar el síntoma generando más dólares del comercio exterior. Aunque muchas veces los dólares adicionales que generan los aumentos de exportaciones –como el que tuvo lugar durante la primera década del siglo XXI– terminan alimentando drenajes acrecentados de riqueza monetaria fuera del país, sin dejar mucho margen extra para crecer, esto no conmueve mucho al dogma de exportar a toda costa. Este imperativo se traduce en buscar siempre los nuevos “recursos” naturales disponibles para monetizar. La idea de que la cordillera de los Andes es una torta que debemos dejar que se devoren las empresas mineras, expresada por el exministro de Economía y candidato peronista a la presidencia en 2023, Sergio Massa, sintetiza muy bien esta lógica. Se trata de un pensamiento que no reconoce grietas: todos los partidos y coaliciones que gobernaron la Argentina en las últimas décadas comparten estos presupuestos. El actual gobierno de Milei simplemente expresa de manera exacerbada esta postura. Para Milei, “los políticos han escuchado más la demanda de minorías ruidosas y organizaciones ambientalistas financiadas por millonarios extranjeros, que las necesidades de prosperar que tienen los argentinos” [1]. Afirmación curiosa –que también hemos escuchado antes del otro lado de la grieta– sin asidero, si miramos el mapa de negocios extractivos en gran escala puestos al servicio de cadenas de valor globales que cubren todo el país.
En consonancia, y de la mano del Régimen de Incentivo para las Grandes Inversiones (RIGI) que este gobierno introdujo en la llamada Ley Bases, se prepara un nuevo avance en el asalto a los bienes comunes naturales [2]. Entre estos preparativos y las resistencias sociales que puedan suscitar, es claro que acá se define un campo de batalla contra la reconfiguración que pretende el libertariano Javier Milei para el capitalismo argentino, que no es otra cosa que una exacerbación de los patrones de dependencia y semicoloniaje.
En este libro presentamos una radiografía de la matriz extractivista en el capitalismo argentino actual, del reparto económico de las rentas que generan, de sus impactos ecológicos y de las resistencias que se han desatado tanto frente a los emprendimientos extractivos ya radicados como ante la posibilidad de su radicación y las consecuencias aparejadas.
Cada capítulo trata una dinámica extractivista sectorial. En “Vaca Muerta: una década de saqueo”, Esteban Martine presenta la situación de la extracción de petróleo y gas mediante fractura hidráulica; extracción en la que la clase capitalista argentina y sus representantes políticos ponen tantas expectativas. Cecilia Gárgano desarrolla, en “Agroextractivismo. Estrategias del capital para devorar lo vivo”, por qué el agronegocio es también un extractivismo y las formas específicas de hacer ciencia en las que se recuesta la estandarización y homogeneización de la naturaleza que requiere su expansión. Giulia Piglionico, Marta Bernabeu y Ariel Iglesias abordan los extractivismos megamineros. En el capítulo “¿Desarrollo o tierra arrasada? Promesas y realidades de la megaminería en la Argentina”, los autores sitúan las explotaciones metalíferas argentinas en la “mina planetaria” global, hacen un balance de los saldos económicos, sociales y ecológicos que dejaron décadas de megaminería en varias provincias del país y discuten los discursos a través de los cuales se busca construir consenso para un despliegue mucho más intenso de esta actividad en el país. En otro capítulo, “Luchas contra el extractivismo megaminero”, los mismos autores dan cuenta de dos hitos de la resistencia contra el avance megaminero del último lustro: las luchas de Mendoza y Chubut. En “La fiebre por el litio: negocio verde, resistencias y un futuro por construir”, Lihuen Antonelli y Natalia Morales presentan un panorama de la explotación del litio en el país, de cómo se vincula con los discursos de la transición energética del “capitalismo verde”, de los trastornos que genera la actividad en los terrenos de extracción, y de las respuestas sociales y políticas que esto empezó a producir. Finalmente, en una conversación con Juan Duarte y Lorena Rebella, Raúl Godoy –dirigente del Partido de los Trabajadores Socialistas y exSecretario del Sindicato de Obreros y Empleados Ceramistas de Neuquén (SOECN), y uno de los protagonistas de la gesta de Fasinpat, la fábrica recuperada de las manos de patronal Zanon y puesta a producir por sus trabajadores en 2002– reflexiona sobre la importancia de la perspectiva ecológica para los socialistas revolucionarios en la actualidad.
En esta introducción vamos a proponer algunas coordenadas teóricas para analizar la problemática del extractivismo desde una mirada marxista y las discusiones estratégicas que se plantean alrededor de las perspectivas posextractivistas.
Sobre el concepto de extractivismo
La palabra extractivismo se ha incorporado como un concepto que interpela con fuerza en la conversación pública en la Argentina –y otros países latinoamericanos– en los últimos años. La categoría es resultado de la creciente problematización del rol que les cabe a los países periféricos y dependientes, y puntualmente a América Latina, en el marco de la crisis ecológica multidimensional que viene generando el capitalismo. En ese sentido, el término introduce una dimensión crítica que pone el acento en los diversos impactos negativos que tienen las formas cada vez más destructivas con las que se lleva a cabo la apropiación capitalista de la naturaleza, puesta además en función de la inserción –subordinada– de los países dependientes en los flujos de circulación del capital global.
Al compás del desarrollo de diferentes formas de expoliación, ya sea con el agronegocio, la megaminería, los combustibles fósiles, entre otras actividades, y de las denuncias sobre sus consecuencias por parte de las poblaciones y el movimiento socioambiental, la denominación pasó de los ámbitos académicos a las calles y las redes. Sin embargo, la expansión del uso del concepto, y su extensión a un campo de fenómenos cada vez mayor, borra paulatinamente sus contornos y atenta contra su capacidad explicativa, tendiendo a perder de vista la lógica capitalista específica que denuncia y las articulaciones programáticas y de lucha que implica. En otras palabras, si todo tiende a ser extractivismo, el contenido del concepto tiende, a su vez y en sentido contrario, a cero.
Desde esta perspectiva, en este libro nos proponemos abordar la situación de los extractivismos en la Argentina contemporánea, (re)situando al mismo tiempo el concepto dentro de una mirada marxista más general sobre las relaciones actuales entre capitalismo y naturaleza. Partimos, siguiendo a Eduardo Gudynas, de entender al extractivismo “como un tipo de extracción de recursos naturales, en gran volumen o alta intensidad, y que están orientados esencialmente a ser exportados como materias primas sin procesar, o con un procesamiento mínimo” [3]. La profundización de los emprendimientos de este carácter, que se observa de manera invariable durante las últimas tres décadas en el país, debe ser entendida como consecuencia de la configuración de cadenas globales de valor que ubican a la Argentina centralmente como proveedora de materias primas.
Los extractivismos tienen profundas consecuencias económicas, sociales y ambientales, y como no podía ser de otra manera, entonces, la profundización de estos esquemas viene produciendo encendidos debates. ¿Acaso no es la “inserción exportadora” la vía por la cual un país como la Argentina, dotado de abundantes “recursos naturales”, puede aprovechar de mejor manera sus “ventajas comparativas”? Aún si rechazamos una especialización excesiva del patrón productivo y exportador del país en explotaciones primarias, ¿no es cierto que el desarrollo de las mismas es un paso necesario para crear una masa crítica de recursos que se puedan direccionar hacia inversiones en la industria y otros sectores permitiendo diversificar la estructura productiva? Y, en definitiva, ¿no es esta una vía para el “desarrollo” nacional? En estas posturas, que podemos definir esquemáticamente como proyectos neoliberales en el primer caso, y nacionales y populares en el segundo, la especialización exportadora de “recursos” naturales en gran escala, que configura lo que en este libro vamos a caracterizar como extractivismos, es presentada no simplemente como una necesidad sino como una oportunidad para el desarrollo. Frente a planteos de este tipo se levantan varios interrogantes sobre los que nos vamos a detener en este trabajo. ¿Cuánto contribuyeron realmente los extractivismos, que tienen larga historia en los países periféricos o dependientes como la Argentina, al desarrollo, ya sea de manera directa como indirecta? ¿En qué medida la inserción extractivista con sus impactos ambientales y los recursos que resta a otros potenciales usos no termina conspirando contra el desarrollo de otras actividades más sustentables y/o sostenibles, en términos ambientales, y de impacto más duradero, en términos de elevar la capacidad productiva? Y también, a un nivel ecológico más global, dado que buena parte del extractivismo hoy se lleva adelante bajo las banderas de la transición energética, ¿cuál es el saldo de esta matriz extractivista respecto a la crisis climática y ecológica global?
Este primer contrapunto remite a lo que podríamos rotular como la economía política de los extractivismos, pero esto no puede aislarse de las consecuencias que tiene sobre los ecosistemas en términos de contaminación y de sostenibilidad de la biodiversidad [4]. Las miradas que le dan una connotación positiva a la profundización de la extracción de los “recursos” (que deberían considerarse más propiamente bienes comunes naturales, terminología que tomamos acá y que resulta ajena al punto de vista del capital), con miras centralmente a la exportación, van de la mano de sostener que estas actividades no son intrínsecamente dañinas, sin importar que se lleven a cabo con alto volumen e intensidad, sino que los problemas ambientales derivan de la falta de controles o de errores en los estudios de factibilidad. Estos planteos hacen caso omiso de la abrumadora evidencia documentada sobre los extractivismos que muestra que los daños ambientales no son producto de “fallas”, sino que resultan intrínsecos a los mismos. Ya sea en la minería, en el sector hidrocarburífero, en la agroganadería o en la pesca, los extractivismos resultan ambientalmente insostenibles por el volumen, la intensidad y el tratamiento que realizan sobre los entramados socioecológicos sobre los cuales se asientan generando desequilibrios de todo tipo. Por lo tanto, no hay manera “responsable” de llevarlos a cabo.
Los extractivismos convierten a los territorios en los que se afincan en “zonas de sacrificio”, categoría que ha sido adoptada por distintas voces críticas [5]. Esto implica inevitablemente choques con las poblaciones que habitan esos territorios y en especial con las comunidades originarias, que en muchos casos –como en Jujuy por el litio, en Neuquén y Mendoza por el fracking o en Chubut contra la megaminería– han estado en la primera línea de resistencia ante la radicación de proyectos de esta índole.
Para dar cuenta de estas distintas dimensiones en las que impactan los extractivismos necesitamos mantener una mirada de la totalidad que parta de comprender los procesos económico-sociales y la organización de la naturaleza como partes integrantes de una unidad diferenciada con sus propios metabolismos [6]. Esto es importante, además, para no perder de vista que la deriva cada vez más extractivista en formaciones económico-sociales dependientes como la Argentina es resultado de procesos globales de acumulación de capital y constituye otro capítulo de la producción serial de desastres ambientales que caracterizan al capitalismo a lo largo de su historia, con episodios cada vez más dramáticos y recurrentes.
En esta puesta en el centro de la problemática del metabolismo sociedad/naturaleza, entendida como una unidad diferenciada, nuestro abordaje es deudor de los aportes realizados por la corriente de la crítica ecológica de vertiente marxista que, con sus matices, conforman autores como John Bellamy Foster, Paul Burkett, Andreas Malm o Kohei Saito.
El capitalismo y la naturaleza objetivada
Lo que necesita explicación, o es resultado de un proceso histórico, no es la unidad del hombre viviente y actuante, [por un lado,] con las condiciones inorgánicas, naturales, de su metabolismo con la naturaleza, [por el otro,] y, por lo tanto, su apropiación de la naturaleza, sino la separación entre estas condiciones inorgánicas de la existencia humana y esta existencia activa, una separación que por primera vez es puesta plenamente en la relación entre trabajo asalariado y capital.
Karl Marx, Grundrisse [7]
Observa Gudynas que los distintos extractivismos “son posibles en la medida que la Naturaleza es conceptualizada y sentida como un ámbito distinto y claramente separado del mundo social”, un agregado “de objetos despojados de cualquier organicidad” [8]. La naturaleza llega a ser conceptualizada de esta forma porque son los atributos que le otorga la sociedad capitalista en su dinámica de mercantilización del mundo social y natural.
La crítica de la economía capitalista de Karl Marx captó tempranamente esta tendencia y ofrece una conceptualización que nos resulta clave para dar cuenta de la problemática. En el corazón de la misma se encuentra la noción de que el modo de producción capitalista se sustenta en una enajenación –históricamente producida– entre la fuerza de trabajo y los medios de producción. Esta separación fue el resultado de la “llamada ‘acumulación originaria’” [9], el proceso histórico que destruyó las relaciones de producción feudal en Europa y sentó las bases para que una ínfima minoría se convirtiera en clase capitalista. Esta clase, dueña de los medios de producción y con acceso privilegiado a los recursos financieros, pudo forzar a los ahora “liberados” siervos –liberados en un sentido positivo porque ya no estaban “adosados” a la tierra y sometidos a la voluntad de los señores feudales, y también en un sentido negativo, porque quedaban por la fuerza “libres” del acceso a la tierra y los medios de trabajo que se convertían en propiedad privada– a ofrecerse como mano de obra para trabajar a su servicio, a cambio de un salario. Es decir, la fuerza de trabajo quedaba convertida en una mercancía, porque este intercambio de capacidad de trabajo por dinero se convertía en la única medida en que estos “liberados” –o desposeídos– podían acceder a los recursos necesarios para garantizarse el sustento. Esta fue una de las facetas de la “acumulación originaria” que sentó las bases para el dominio del modo de producción capitalista. La otra, tan o más importante, fue el saqueo de las “riquezas”, un proceso de expropiación de bienes comunes naturales en todo el planeta que inició el colonialismo europeo en el siglo XV. Marx muestra cómo ya en los orígenes de esta organización social basada en la apropiación de ganancia por parte de una ínfima minoría, la clase capitalista, la enajenación de la fuerza de trabajo va de la mano con otra enajenación, la de la naturaleza. Lejos de ser un evento único, la expropiación de la naturaleza va a ser una constante en el capitalismo, señalada incesantemente como tal en la obra de Marx; nada menos que en su obra magna, El capital, así como también en el manuscrito de 1857 que le precedió, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política [Grundrisse].
A medida que el modo de producción capitalista consolidó su dominio de los procesos productivos tuvo lugar lo que Marx caracteriza como la subsunción real de la fuerza de trabajo al capital. El capital reorganiza la producción volcando en ella todos los recursos de la ciencia, con miras a reducir los procesos a operaciones simples, para subdividirla, homogeneizarla y automatizarla en grados cada vez mayores. La fuerza de trabajo se va convirtiendo en un apéndice de procesos de producción cada vez más automatizados y constantes realizados por maquinarias cada vez más complejas, que se convierten en la personificación del capital. El motor impulsor de este proceso no es otro que asegurarse que, del nuevo valor generado en la elaboración de esas mercancías, una proporción cada vez mayor vaya a los bolsillos de quienes son dueños de los medios de producción.
Como observa John Bellamy Foster, a medida “que el trabajo se volvió más homogéneo, también lo hizo gran parte de la naturaleza, que pasó por un proceso similar de degradación” [10]. Paul Burkett también apunta a este entrelazamiento:
Con los productores separados de las condiciones naturales de producción, los administradores capitalistas y sus funcionarios científicos y tecnológicos son libres de aislar y aplicar las formas particulares de riqueza natural que son más útiles para la mecanización del trabajo y la objetivación de este trabajo en mercancías [11].
La homogeneización o producción de una naturaleza abstracta convertida en un objeto para el uso del capital resulta inseparable de la generalización de la relación trabajo asalariado-capital. Como nos recuerda David Harvey, la naturaleza es necesariamente considerada por el capital “solo como una gran reserva de valores de uso potenciales –de procesos y objetos–, que pueden ser utilizados directa o indirectamente mediante la tecnología para la producción y realización de los valores de las mercancías” [12]. Los valores de uso naturales “son monetarizados, capitalizados, comercializados e intercambiados como mercancías. Solo entonces puede la racionalidad económica del capital imponerse en el mundo”. La naturaleza “es dividida y repartida en forma de derechos de propiedad garantizados por el Estado” [13].
Vale mencionar que esta forma fetichizada de enfocar la naturaleza, objetivándola, empobreciendo su complejidad para hacerla ingresar en los estrechos marcos de la valorización del capital, está ligada a visiones de la misma propias de un tipo de materialismo mecánico y reduccionista que permea los modos de hacer ciencia sobre la propia naturaleza, limitándola y ajustándola a los propios intereses históricos de la burguesía y sus contradicciones. El modo en que los extractivismos moldean las vías de hacer ciencia orientadas a profundizarlos es paradigmático de este punto de vista que Richard Levins describió como “homogeneidad industrial capitalista”, al que contrapuso a la “heterogeneidad planificada” socialista [14]. En la Argentina, los desarrollos de la biotecnología enfocados en las ganancias del agronegocio, como el del “evento” transgénico trigo HB4 de Bioceres, son así mismo un ejemplo paradigmático en este sentido, entre muchos más en cada área. Frente a esto, existe toda una corriente marxista en ciencia que apunta a recuperar las miradas dialécticas sobre la naturaleza criticando el reduccionismo, desnudando sus orígenes sociales y proponiendo un modo histórico de entender la relación entre el ser humano y la naturaleza [15].
Burkett observa que:
no hay forma de que la vara de medida unidimensional del dinero pueda ser un criterio adecuado o una guía para la producción sostenible de valores de uso por parte del trabajo humano enredado con la naturaleza. No hay forma de que el sistema pueda revertir su reducción antiecológica de la riqueza al trabajo abstracto, o el dominio de los mercados y del dinero sobre los valores vitales. Un sistema basado en la explotación del trabajo también debe explotar la naturaleza [16].
La naturaleza objetivada de esta forma es tratada como una fuente inagotable de recursos para servir a la valorización. Cuando una fuente se agota –se trate de una tierra que pierde nutrientes, una mina que no tiene metales para ofrecer en cantidad suficiente para resultar rentables, un pozo petrolero que no se puede recuperar, o la fauna marina diezmada por la pesca indiscriminada que vuelve dicha actividad económicamente inviable, por citar algunos ejemplos–, el capital va en busca de la siguiente. Cuando una fuente energética empieza a encontrar límites, se apuesta por la siguiente para continuar un ciclo que debe perpetuarse. La contaminación del entorno como resultado de la producción es otra de las facetas que adquiere esta relación alienada entre sociedad y naturaleza que caracteriza al capitalismo.
Metabolismo y fractura metabólica
John Bellamy Foster desarrolló, a partir de lo elaborado por Marx en El capital, el concepto de fractura metabólica. Antes de adentrarnos en el significado de esta noción en Marx, y en la extensión que propone Foster –y a partir de él otros autores–, nos parece interesante detenernos en esta categoría de metabolismo, que vamos a encontrar operando en Marx en varios niveles.
En su reconstrucción del pensamiento de Marx, Kohei Saito le otorga un lugar central a la apropiación que realiza del concepto de metabolismo. Este, plantea, le permitió a Marx “no solo comprender las condiciones naturales universales y transhistóricas de la producción humana, sino también investigar sus radicales transformaciones históricas durante el desarrollo del sistema de producción moderno y el crecimiento de las fuerzas productivas” [17].
Surgida de la química y la fisiología, la noción de metabolismo se hizo muy popular durante la primera mitad del siglo XIX. El concepto fue desarrollado originalmente para dar cuenta de los procesos físicos y químicos de los organismos que convierten o usan energía. Estos complejos procesos interrelacionados son la base de la vida a escala molecular y permiten las diversas actividades de las células: crecer, reproducirse, mantener sus estructuras y responder a estímulos, entre otras. Previo a Marx, se encuentran antecedentes de la extensión del concepto de metabolismo “a la filosofía y a la economía política para describir las transformaciones y los intercambios entre las sustancias orgánicas e inorgánicas, a través del proceso de producción, consumo y digestión, tanto a nivel de los individuos como de las especies” [18].
Una referencia directa para Marx en este sentido fue el químico alemán Justus von Liebig, cuyos estudios sobre la degradación de los nutrientes del suelo producida por la agricultura capitalista estudió atentamente. Pero Saito subraya la “relativa independencia de Marx en el uso del concepto de metabolismo”, ya que, si bien “es innegable la contribución de Liebig al desarrollo de la teoría del metabolismo en Marx, los Grundrisse también confirman que este no adhería sin más al concepto de metabolismo de Liebig” [19].En el caso de Marx, podemos encontrar tres dimensiones en las cuales opera el concepto, que se pueden observar tanto en los Grundrisse como en El capital: las de la “interacción metabólica entre los humanos y la naturaleza”, el “metabolismo de la sociedad” y el “metabolismo de la naturaleza” [20]. Por la negativa, encontramos en él la idea de un metabolismo entre la sociedad y la naturaleza que resulta trastornado o dañado bajo el capitalismo, sobre la que abrevó Foster para desarrollar su teoría de la fractura metabólica. Esta noción aparece mencionada dos veces en El capital, ligada en ambos casos a los efectos del avance del capital en la agricultura y la concentración de la población en zonas urbanas por el desarrollo de la gran industria. Marx, siguiendo a Liebig, discute cómo la gran propiedad de la tierra produce la reconfiguración agrícola capitalista. Esta
perturba el metabolismo entre el hombre y la tierra, esto es, el retorno al suelo de aquellos elementos constitutivos del mismo que han sido consumidos por el hombre bajo la forma de alimentos y vestimenta, retorno que es condición eterna de la fertilidad permanente del suelo. Con ello destruye, al mismo tiempo, la salud física de los obreros urbanos y la vida intelectual de los trabajadores rurales [21].
Los nutrientes que deberían retornar nuevamente al suelo viajan miles de kilómetros a las ciudades donde son vertidos como excrementos contaminantes. Es en esa contaminación donde es obligada a vivir la naciente clase obrera industrial. En tanto y al mismo tiempo, este proceso
reduce la población agrícola a un mínimo en constante disminución, oponiéndole una población industrial en constante aumento, hacinada en las ciudades; de ese modo engendra condiciones que provocan un desgarramiento insanable en la continuidad del metabolismo social, prescrito por las leyes naturales de la vida, como consecuencia de lo cual se dilapida la fuerza del suelo, dilapidación ésta que, en virtud del comercio, se lleva mucho más allá de las fronteras del propio país [22].
Foster considera que Marx desarrolló una visión sistemática sobre la tendencia del capitalismo a producir en distintos planos este “desgarramiento insanable” entre el metabolismo social y el metabolismo natural. Esta afirmación tal vez vaya demasiado lejos. Pero son abundantes las muestras de que Marx se interesó cada vez más por el problema ecológico como parte de su crítica de la economía política y que su método es la base para una crítica ecológica profunda en la actualidad, como la que vienen desarrollando el propio Foster, Burkett, Saito, Andreas Malm y muchos otros autores [23].
La conceptualización del metabolismo socionatural y de la ruptura metabólica aporta una ventana de ingreso fundamental para analizar el comportamiento del capital hacia la naturaleza, así como las consecuencias ecológicas desastrosas que esto produce en múltiples dimensiones [24]. La más dramática hoy es la emisión de gases de efecto invernadero (GEI) –producto de la fractura del ciclo del carbono [25]–, cuya acumulación viene acelerando el cambio climático, pero es apenas una parte de las amenazas multifacéticas que genera el capital para la sustentabilidad de la vida en el planeta.
El “salto de escalas” que caracterizó la expansión capitalista durante los últimos siglos, con circuitos del capital cada vez más internacionalizados, se tradujo en el desarrollo de problemas ambientales que ya no son solo locales (como la contaminación de un río o la niebla tóxica en una geografía acotada), sino cada vez más regionales y globales. De manera igualmente exponencial, se acelera también el ritmo de los impactos. El reparto desigual de los efectos que genera la mercantilización de la naturaleza sigue las mismas líneas de demarcación que las relaciones de clase –y de relaciones interestatales asimétricas– que ordenan la economía mundial capitalista como una totalidad jerarquizada. Los problemas asociados a la contaminación
no solo se trasladan de un sitio a otro, también se resuelven dispersándolos y transfiriéndolos a una escala diferente. Esto es lo que propuso Larry Summers, cuando era economista del Banco Mundial. África, aseguraba, estaba “infracontaminada”, por lo que sería razonable utilizarla para deshacerse de los desechos de los países avanzados [26].
Esta agenda, claramente imperialista, es tomada como propia en los países mal llamados “emergentes” o “subdesarrollados”, y no solo desde sectores empresarios sino también por un variopinto arco de impulsores del –supuesto– desarrollo. En aras de este objetivo, cuya posibilidad de ser logrado en el marco de las relaciones que caracterizan la economía mundial capitalista actual resulta una quimera, reclaman su “derecho” a llevar a cabo actividades contaminantes y destructoras, tal como lo hicieron los países ricos (supuestamente “ya desarrollados”). Esto, sumado a los intereses de sectores empresarios de los países ricos involucrados en actividades con alta emisión de GEI, explica en parte la parsimonia de los objetivos de reducción de emisiones acordados actualmente, que no evitarán –como alerta un coro cada vez más importante de científicos, si se sigue este rumbo– un calentamiento de más de 1,5 ºC en la próxima década.
Harvey considera que “es perfectamente posible que el capital continúe circulando y acumulándose en medio de catástrofes medioambientales. Los desastres medioambientales generan abundantes oportunidades para que un ‘capitalismo del desastre’ obtenga excelentes beneficios” [27]. Lo mismo advierte Saito, observando que sectores del capital pueden continuar “inventando nuevas oportunidades empresariales, como la geoingeniería, los OGM [organismos genéticamente modificados, N. de R.], el mercado de carbón y los seguros por desastres naturales”, razón por la cual “límites naturales no llevan al colapso del sistema capitalista” [28].
La reciente pandemia de Covid-19 es un ejemplo de cómo los circuitos globales de circulación del capital conducen procesos extractivistas ligados a la generación y circulación de enfermedades potencialmente pandémicas con múltiples consecuencias catastróficas. El biólogo evolutivo, ecólogo e investigador en filogeografía Rob Wallace junto a su grupo ha estudiado estos procesos desde este ángulo, utilizando las herramientas conceptuales del marxismo y desarrollando una perspectiva que integra la crítica ambiental y sanitaria anticapitalista en la producción de enfermedades, denominada “Structural One Health” (en castellano, Una salud estructural, en oposición a One Health, el enfoque de la Organización Mundial de la Salud) [29].
El capital no solo amenaza la destrucción de ecosistemas enteros y produce trastornos a escala planetaria. También transforma la solución de los problemas que genera en otra fuente de prometedores negocios. En más de una oportunidad, la iniciativa pública y privada más o menos concertada logró respuestas efectivas a problemas ambientales, especialmente cuando los mismos eran de escala local o regional. Por ejemplo, Harvey apunta que los ríos y las atmósferas del norte de Europa y de EE. UU. están hoy mucho más limpios de lo que estaban una generación atrás; el Protocolo de Montreal que limita el uso de CFC (los clorofluorocarbonos, unas sustancias gaseosas utilizadas en la industria de refrigeración y de propelente de aerosoles) alcanzó algunos de sus objetivos; los efectos perjudiciales del agrotóxico DDT (el diclorodifeniltricloroetano, un plaguicida usado extensamente en el siglo XX y recientemente prohibido en la mayoría de los países por sus efectos perjudiciales para la salud) han sido igualmente restringidos [30]. Por supuesto, fueron tratados “con éxito” en los términos del capital, que son los de la rentabilidad sostenida. Esto significa que “los aspectos negativos acumulados que han generado, desde el punto de vista medioambiental, las anteriores adaptaciones del capital aún permanecen entre nosotros, incluido el legado de los daños causados en el pasado” [31].
Pero distintos son los desafíos que plantean los problemas regionales, como la lluvia ácida, o como fueron en su momento las concentraciones de ozono de baja intensidad y los agujeros de ozono estratosféricos o globales, como el cambio climático, la urbanización global, la destrucción de los hábitats, la extinción de especies y la pérdida de biodiversidad, la degradación de los ecosistemas oceánicos, forestales y terrestres, así como la introducción incontrolada de compuestos químicos artificiales, fertilizantes y pesticidas, que tienen efectos colaterales desconocidos y una gran gama también desconocida de consecuencias sobre la tierra, la salud y la vida en todo el planeta. Acá, “no solo carecemos de los dispositivos instrumentales necesarios para gestionar bien el ecosistema capitalista”, sino que “hemos de hacer frente a una considerable incertidumbre respecto a toda la gama de cuestiones socioecológicas que es preciso abordar” [32].
En particular, en este marco de crisis ecológicas que están llevando al planeta a atravesar diferentes puntos de “no retorno” sobre los mencionados problemas globales (los así llamados tipping points) [33], como decíamos, la crisis climática resalta por sus impactos y retroalimentaciones, y enmarca la discusión sobre muchos aspectos de los extractivismos. Las ya de por sí conservadoras metas del Acuerdo de París, construidas a partir de presupuestos que naturalizan el modo de producción capitalista y suponen respuestas tecnológicas “prometeicas” (como las de captura de carbono o geoingeniería) están quedando sobrepasadas, en tanto las emisiones de Gases de Efecto Invernadero actuales y proyectadas siguen creciendo, previendo el VI Informe del IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático) un escenario actual de más de 3 °C de calentamiento para fines del siglo, de características catastróficas [34]. Buena parte de los impactos extractivistas en Argentina contribuyen directamente a esto. La extracción de combustibles fósiles (vía fracking y offshore) tiene proyecciones que lo ubican dentro de los veinte países con mayor expansión en producción de combustibles fósiles para los próximos diez años [35]; las de la deforestación lo ubican dentro de los quince países a nivel mundial con mayor pérdida de cubierta arbórea [36] y entre los diez con mayor pérdida neta de bosques en el período 2000-2015 [37]; y por supuesto los cambios en los usos del suelo, vía la destrucción de humedales, por ejemplo. Se trata de las tres principales causas del calentamiento global. A su vez, la transición energética en manos del capitalismo verde de las potencias capitalistas está motorizando nuevos enclaves extractivistas, particularmente referidos a la megaminería de litio que amenaza directamente a los humedales altoandinos (ver capítulo específico). Pero también otros, como el caso de la producción de hidrógeno verde que amenaza entre otras cosas el agua y ecosistemas costeros.
Como muestra la reiteración de documentos con pronósticos alarmistas, que se repiten con la misma regularidad que las reuniones de dignatarios donde se votan medidas de efecto limitado acompañadas de discursos rimbombantes como las Conferencias de las Partes para el Cambio Climático de la ONU (la COP), la parsimonia contrasta con el ritmo cada vez más acelerado de destrucción. Por eso, como admite Harvey, a pesar de su inclinación a acentuar la capacidad de gobiernos y capitales a responder a los daños generados –siempre en términos capitalistas que profundizan el alcance de la alienación de las personas y de la naturaleza–, “sabemos que las medidas necesarias para asegurarse contra los cambios catastróficos podrían no estar diseñadas y ejecutadas a tiempo” [38]. A lo que hay que agregar que no hay “medidas preventivas” que puedan ser suficientes, si están puestas en función de perpetuar la reproducción de un conjunto de relaciones sociales basadas en “la producción por la producción misma”, en el que esta no se lleva a cabo para satisfacer las necesidades sociales –necesidades que para la fuerza de trabajo y el conjunto de los sectores populares incluyen una relación equilibrada y sostenible con el ambiente–, sino en función de sostener la acumulación de capital.
En este sentido, resulta acertada la crítica que realiza Kohei Saito a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) difundidos por la ONU y los gobiernos en todo el mundo (el nuevo “opio del pueblo”, como señala ácidamente), así como a la supuesta posibilidad de “desacoplar” los procesos de valorización del capital de la carga de GEI que implican [39]. Más bien, vemos un “reacoplamiento” en los países centrales, que transfieren la carga a las periferias, en el marco de tres desplazamientos a través de los cuales el capitalismo posterga o administra los efectos de las fracturas metabólicas que produce. Por ejemplo, a partir de la fractura del ciclo del carbono y la crisis climática: una transferencia “tecnológica” (como podrían ser las tecnologías que permitirían capturar carbono, que si fueran viables serían sin duda un medio para relajar los compromisos de emisión de GEI); otra geográfica (asegurar la reproducción en los países ricos a través de procesos imperialistas de saqueo en las “periferias”, como es el uso de la minería de litio, por ejemplo, para impulsar el negocio de autos eléctricos); y otra temporal (pateando la solución de la crisis hacia adelante, acentuando su dinámica). En síntesis, en un orden social como el capitalista, en el que las mismas empresas que protagonizan el “greenwashing” están orientadas cada vez más hacia la producción desechable de casi todo, la obsolescencia programada y la negativa de los “derechos a reparar” para limitar artificialmente la vida útil de los productos electrónicos, cualquier “solución verde”, incluso cuando no se trate más que de puras quimeras, no puede más que postergar los problemas para el futuro sin alterar las raíces que los generaron.
La economía política de los extractivismos
Los extractivismos siempre deben ser analizados conservando esa mirada global y sistémica, evitando caer en abordajes muy focalizados en lo que ocurre dentro de una determinada esfera nacional. Esto permite inscribirlos en un conjunto de relaciones globales de producción y explotación de la fuerza de trabajo y de expoliación de la naturaleza, cuyo impulso viene dado por las necesidades del capital social global. Las mismas se apuntan dentro de los mecanismos a través de los cuales los países imperialistas buscan desplazar hacia las “periferias” distintas actividades que perturban el metabolismo socionatural, así como hacerse de los recursos materiales para sostener la continuidad de la acumulación ampliada de capital, que requiere el crecimiento sostenido de la producción –y del consumo– para generar y realizar un plusvalor siempre en aumento.
Como ya señalamos, Marx incluye la expansión colonialista, con la enorme transferencia de riquezas materiales hacia Europa que habilitó, como uno de los capítulos destacados de la llamada “acumulación originaria”. Para que no queden dudas sobre la naturaleza de este proceso, Marx remarca que el capitalismo llegó al mundo “chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies” [40], en un proceso que incluyó
El descubrimiento de las comarcas auríferas y argentíferas en América, el exterminio, esclavización y soterramiento en las minas de la población aborigen, la conquista y saqueo de las Indias Orientales, la transformación de África en un coto reservado para la caza comercial de pieles negras, caracterizan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos constituyen factores fundamentales de la acumulación originaria [41].
El origen histórico de los extractivismos se remonta a este pasado colonial (que implica la desposesión constante de las poblaciones originarias de la tierras donde se asientan, en un proceso de “acumulación por desposesión” que, como observa Harvey, es constitutivo y constante [42] en el capitalismo). Gudynas observa, en el mismo sentido, que los “actuales extractivismos tienen antecedentes directos con los procesos desencadenados por la llegada de exploradores y colonizadores europeos, obsesionados con el oro y la plata” [43]. Es cierto que, bajo una mirada estricta basada en la definición actual, “la transferencia de minerales y otros recursos desde tierras latinoamericanas hacia las coronas castellana y portuguesa no eran extractivismos” porque no se trataba de exportaciones sino de “transferencias dentro de una misma unidad política, entre las colonias y sus metrópolis”. Sin embargo, “desempeñaban funciones similares a las actuales” [44]. Desde esta prehistoria del capitalismo hasta hoy, los extractivismos se han inscripto en los patrones de relaciones asimétricas en las que se ha apoyado y se apoya, hasta hoy, el sistema mundial capitalista.
La división internacional del trabajo, que organizó el mercado mundial con la consolidación de las relaciones de producción capitalistas en Europa, puso a todo el planeta al servicio de la valorización del capital, con su centro en la industrialización europea y la transformación de las regiones “periféricas” en proveedores de materias primas y alimentos. Si bien la extracción operada en gran volumen e intensidad no se limitó a las geografías “periféricas” del sistema mundial capitalista –ya que la misma tuvo lugar incluso en la propia Europa y ni que hablar en EE. UU.–, lo que caracterizó a las formaciones periféricas fue una especialización dominada por la extracción de materias primas en gran escala para asegurar los procesos de acumulación de capital en el centro.
Estos patrones económicos de especialización unilateral fueron determinantes para la generación de las dinámicas de “desarrollo del subdesarrollo” a las que apuntó en su momento uno de los creadores de la teoría de la dependencia, André Gunder Frank. Estos patrones comerciales se originaron bajo relaciones coloniales y se reforzaron bajo el imperialismo. América Latina ya en el siglo XIX registraba una situación que se volvería generalizada en la segunda mitad del siglo XX, “una relación de subordinación entre naciones formalmente independientes”, que es, como caracteriza Ruy Mauro Marini, la situación de dependencia [45].
Por países dependientes entendemos aquellas formaciones económicamente subordinadas en las cuales el capital imperialista juega un rol prominente, y que se caracterizan por una marcada heterogeneidad en sus fuerzas productivas y por exhibir en promedio niveles de productividad bien inferiores a la frontera tecnológica que marcan las economías más ricas [46]. También su naturaleza se suele manifestar en la transferencia de excedente a través de diversos mecanismos. A su vez, las formas del Estado en ellos exhiben rasgos de vasallaje o semicolonialidad respecto de las potencias dominantes en su conjunto, o de alguna de ellas en particular, lo que relativiza la soberanía formal de los mismos que se supone caracteriza al sistema de Estados. Como señala Theotonio Dos Santos, “algunos países pueden expandirse por su propia iniciativa, mientras que otros, que están en una posición de dependencia, pueden expandirse solo como reflejo de los países dominantes, lo cual puede tener efectos positivos o negativos en su desarrollo inmediato” [47]. Los rasgos que adquiere la condición de dependencia se han ido modificando con las transformaciones que atravesó el sistema mundial capitalista, pero la misma sigue siendo una dimensión fundamental para comprender las relaciones que caracterizan el sistema mundial capitalista contemporáneo [48].
Aunque bajo el esquema de esta división del trabajo florecieron sectores de las incipientes burguesías de los países periféricos vinculados a estos negocios (en la mayoría de los casos subordinados o asociados a empresas formadas con capitales de los países imperialistas), e incluso algunas de estas formaciones registraron niveles de crecimiento considerables al calor de esta división del trabajo (como es el caso de la Argentina, que en 1910 estaba entre los países de mayor renta per cápita), las vulnerabilidades de estos esquemas se vieron tempranamente. En el período que siguió a la Primera Guerra Mundial, y sobre todo después de la crisis de 1929, las economías que a principios del siglo XX prosperaban con la exportación estaban en ruinas. Faltaba todavía tiempo para que el pensamiento económico heterodoxo latinoamericano –y posteriormente las corrientes marxistas de la dependencia– se dieran a la tarea de desentrañar en profundidad las asimetrías económicas que desembocaban en la reproducción de los patrones de desarrollo desigual, pero ya se evidenciaban los límites, incluso para los sectores de las clases dominantes locales que habían hecho sus fortunas al calor de la inserción exportadora.
Durante el período que siguió a la crisis de 1929, en algunos países dependientes se registraron intentos de romper con el círculo vicioso que imponía esta división internacional del trabajo. Los primeros ensayos, iniciados después de la crisis de 1929 en América Latina, estuvieron asociados a la industrialización por sustitución de importaciones (la ISI), que registró diversas oleadas y tuvo distinta profundidad según los países. Sin embargo, de conjunto –y a pesar de las significativas transformaciones de la estructura productiva que produjo–, la dinámica de las economías de la región siguió condicionada por la generación de divisas que producían los sectores exportadores, en los que continuó dominando el comercio de commodities (aunque en Brasil, la Argentina, México y, en menor medida, en Colombia y otros países, hubo un crecimiento de las exportaciones manufactureras entre 1950 y 1970).
Estos esquemas registraron su ocaso a finales de la década de 1970. Como sostiene Gary Gereffi, “la sentencia de muerte para la ISI, especialmente en América Latina, vino a causa del shock petrolero de finales de los años 1970 y la severa crisis de deuda que lo siguió” [49]. Este fue un momento de reconfiguración del conjunto de las relaciones económicas mundiales en las que se terminaría de consolidar una “nueva división internacional del trabajo”, cuyos rasgos ya habían empezado a detectar algunos autores analizando la industrialización de ciertas economías asiáticas. Esta nueva organización de los esquemas de producción e intercambio mundiales se basó en un salto en la internacionalización de los procesos de producción en el que tuvieron un rol protagónico las empresas trasnacionales, que crecieron en número y protagonismo al calor de este proceso [50]. La reestructuración y reconfiguración en gran escala sería lo que permitiría finalmente encontrar una salida a la crisis estanflacionaria que puso fin al largo boom que vivieron las economías de los países imperialistas desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta finales de la década de 1960. El shock petrolero, el boom de deuda que alimentó y el abrupto fin que tuvo el mismo cuando la Reserva Federal de EE. UU. impuso una fuerte subida de las tasas de interés para atacar la inflación son todos capítulos inseparables de esta crisis sistémica, y abrieron el camino para esta salida a través de una profundización de la internacionalización.
Las crisis de deuda generalizadas de finales de los años 70 y comienzos de los 80 sirvieron para ensayar intervenciones de mucho mayor alcance por parte de los organismos de crédito internacionales que se habían creado, a instancias de EE. UU., al final de la Segunda Guerra Mundial. El FMI, que bajo los esquemas de Bretton Woods había actuado para prestar a los países que enfrentaban dificultades en su balanza de pagos, empezó a imponer en sus préstamos cada vez más condicionalidades. Las mismas no solo apuntarían a ajustar el tipo de cambio o a la reducción del gasto público, sino que empezarían a incluir exigencias de apertura comercial y financiera, y privatizaciones en gran escala. Para los países en los que la ISI había alcanzado niveles significativos, todo esto significó forzar una fuerte reconfiguración de la estructura productiva. Bajo presión “del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial, muchos países en desarrollo hicieron la transición desde la ISI hacia la industrialización orientada hacia la exportación (IOE)” [51]. Pero en varios, mayormente en América Latina, se observó una desindustrialización (con niveles diferentes según el país), y tendencias a la reespecialización en la producción de commodities primarias.
En la división internacional del trabajo impuesta por el capitalismo en la actualidad, los flujos materiales desde los países proveedores de materias primas ya no encuentran su principal destino directo en los países imperialistas ricos. China y otras economías del sudeste asiático, donde se encuentra concentrado el grueso de la producción manufacturera, se han vuelto los principales importadores mundiales de metales, hidrocarburos, y también de commodities agrarios. En el caso de China, al mismo tiempo que lidera en el desarrollo de las tecnologías vinculadas a energías renovables y es un fuerte demandante global de los insumos y materias primas necesarios para su desarrollo, también se apoya en un alto empleo de carbón para sostener su consumo energético, lo que lo ha convertido en el mayor emisor de GEI en la actualidad (ranking que cambia, si miramos la acumulación histórica de emisiones donde los países imperialistas han sido los mayores responsables por los GEI emitidos). Mirando las relaciones globales, hoy podemos decir que los circuitos económicos se han complejizado, pero bajo los mismos permanecen las mismas relaciones económicas asimétricas que se traducen también en desiguales impactos ecológicos.
Vemos que América Latina de conjunto, y la Argentina en particular, encuentra la dinámica de su economía signada por la operación de los extractivismos. Estos, tomados de conjunto, no representan en nuestro país mucho más de 10 % del PBI. Sin embargo, al ubicarse entre los sectores más superavitarios en términos de comercio exterior, de allí surgen las divisas para solventar las importaciones y permitir que la apropiación de excedente que realiza el conjunto de la clase capitalista en la Argentina se convierta en moneda “dura” a través de la salida de capitales. El conjunto de la economía se mueve al compás del saldo comercial que pueden generar estos sectores. Además, la falta de dinamismo que exhibe en general la economía argentina (que se evidencia en los niveles de inversión relativamente bajos en relación al PBI y en el débil crecimiento que ya lleva más de doce años y que ha sido notablemente inestable desde mediados de la década de 1970) busca ser compensada extendiendo los desarrollos extractivistas cada vez más. Así, si la introducción del paquete transgénico [52] en 1995 propició un salto en el papel relativo del agronegocio que se profundizó en adelante, durante el gobierno de Alberto Fernández, por ejemplo, fue notable la “batalla cultural” de los autopercibidos desarrollistas, dentro y fuera del gobierno, para convencer de las bondades –en términos de generación de riqueza– de proyectos mineros, pesqueros, hidrocarburíferos, etc., de clara matriz extractivista.
En el cruce entre la economía política y la ecología política, se desarrolló el abordaje del intercambio ecológico desigual. Como sostienen Peinado y Mora, este “se define a partir de las cantidades y precios de los materiales y energía involucrados en el comercio internacional” [53]. Lo que busca este abordaje es captar la medida en que el comercio de los países que más exportan commodities agropecuarios, mineros o energéticos pueden “estar intercambiando una gran cantidad de materiales y energía escasamente remunerados [...] por una pequeña cantidad de materiales y energía altamente remunerados” provenientes generalmente de los países capitalistas desarrollados [54].
Este concepto permite visibilizar una serie de elementos muy importantes. En primer lugar, los flujos netos unidireccionales de materiales y energía permiten evitar y/o posponer procesos de reducción de “capital natural” (desacumulación) en los países beneficiados por el intercambio –aquellos que utilizan pocos materiales y energía pero que son altamente remunerados–, con un correspondiente drenaje virtual de capital natural desde la periferia hacia el centro [55].
En segundo lugar, la presencia de un intercambio ecológicamente desigual posibilita a los países beneficiados presentar patrones de producción más sustentables, a pesar de que los patrones de consumo de su población sean profundamente insustentables. La otra cara de la moneda es que muchos de los patrones de producción insustentables –e insostenibles– que operan en la periferia no son consecuencia de patrones de consumo locales, sino efecto del gran peso del comercio internacional sobre sus economías. Es el intercambio ecológicamente desigual el que permite tales desacoples que a su vez profundizan las desigualdades.
El intercambio ecológico desigual conecta con el planteo de la deuda ecológica, de la que serían acreedores los países periféricos. El concepto de deuda ecológica nació a principios de la década de 1990, cuando el Instituto de Ecología Política de Chile publicó un documento [56] donde explicaba que la producción de clorofluorocarburos (el CFC) de los “países del norte” causaba efectos perniciosos a la salud humana, por lo que se producía una “deuda ecológica” de aquellos países hacia el resto. Joan Martínez Alier intentó operativizar el concepto a partir de analizar la deuda ecológica desde la sumatoria de cuatro aristas distintas: 1) la deuda ecológica por emisiones de gases con efecto invernadero; 2) los “pasivos ambientales” de las empresas; 3) el comercio ecológicamente desigual; y 4) la exportación de residuos tóxicos desde el norte y la biopiratería [57]. Cada uno de estos elementos puede ser cuantificado no solo de manera monetaria, sino en términos biofísicos. De acuerdo con Rice, la deuda ecológica se coloca en el centro del nexo entre la tendencia a patrones de producción más sustentables en los países centrales pero con patrones de consumo insustentables, y su contracara en la periferia con patrones de consumo más sustentables que los patrones de producción y, en especial, de exportaciones [58].
El desarrollo de actividades primarias en gran escala, orientadas centralmente hacia la exportación y con bajo o nulo eslabonamiento local, suele asociarse en la actualidad a esquemas ambientalmente presentados como “verdes”. Esto es así, sobre todo, cuando se trata de actividades asociadas a la transición energética [59], como puede ser la extracción de litio y otros minerales, o la producción de hidrógeno verde. Pero también ocurre cuando los extractivismos no están asociados al desarrollo de energías renovables, dado que son los patrones de especialización los que las definen como economías “acreedoras” en materia ecológica. Esta visión pasa intencionalmente por alto la amputación ecológica –como la llama Gudynas– que conllevan los extractivismos de manera cada vez más acentuada, a medida que las nuevas generaciones de extractivismos implican una pulverización continuamente mayor de naturaleza (con toda la biodiversidad que esta implica) para extraer la materia prima buscada conceptualizada como mercancía.
Creemos que el análisis de este intercambio ecológico desigual contribuye a desentrañar las asimetrías del sistema capitalista mundial y aporta a mantener una mirada global de los flujos económicos y ecológicos, y de las diferentes fracturas metabólicas que produce.
La proliferación de los extractivismos no se ha probado como el primer paso de un camino que lleve hacia un desarrollo económico ulterior. Los proyectos extractivistas tienen, en la casi totalidad de los casos, un horizonte temporal muy acotado. Por su escasa vinculación con el resto de la economía y su orientación netamente exportadora no generan ningún efecto de encadenamiento significativo que impulse a otros sectores económicos. Por lo tanto, al cabo del período de vida que tienen estos proyectos, el saldo principal que dejan es un “pasivo ambiental” con pocos frutos económicos que parezcan justificarlo.
En este sentido, por ejemplo, uno de los principales arietes a través de los que se busca obtener la licencia social para desarrollar proyectos mineros pasa por la promesa en materia de generación de empleos que estos pueden hacer. Este argumento genera una presión que contribuye a acallar las advertencias sobre los impactos ambientales, especialmente cuando se trata de localidades o regiones donde el producto bruto geográfico per cápita se encuentra en niveles bajos (inferiores al promedio nacional) y las actividades económicas generadoras de empleo se muestran poco dinámicas. El saldo de los extractivismos desarrollados en el período reciente en la Argentina muestra que este argumento, aunque algunas veces pueda resultar poderoso, se sustenta en lecturas distorsionadas y ocultamientos. De por sí, se trata de actividades muy intensivas en capital que, salvo excepciones, involucran una fuerza de trabajo que pocas veces supera algunos cientos o miles de puestos en los casos de mayor envergadura. Aunque en ocasiones estas proyecciones del impacto en términos de empleo se engrosan imaginando impactos encadenados, estos no tienen mucho asidero por el tipo de economía de enclave (poco conectada) que, como ya vimos, suele caracterizar a los extractivismos [60].
Pero lo más relevante es que los extractivismos rivalizan con otras actividades que se ven amenazadas –o directamente imposibilitadas– por su desarrollo. Es el caso de la producción de manzanas y sus derivados en el Alto Valle del río Negro, en las provincias de Río Negro y de Neuquén, perjudicado por el fracking. La actividad vitivinícola y muchas otras podrían verse afectadas en Mendoza, si avanzan los actuales intentos de habilitar más de doscientos desarrollos mineros. Estos son apenas unos pequeños ejemplos que ilustran el daño laboral que involucran los proyectos extractivistas, que puede incluso igualar o superar las contribuciones prometidas al empleo.
Por último, como también vamos a ver en algunos capítulos de este libro, los extractivismos no solo tienen un pobre desempeño en materia de su contribución efectiva al desarrollo. Más todavía, suelen contribuir a una mayor pobreza y desigualdad por varios motivos. Además de lo ya señalado en cuanto a las actividades que pueden verse perjudicadas, tenemos que considerar, por ejemplo, los impactos que tienen sobre los salarios y las relaciones laborales. Si bien es cierto que en algunos casos las remuneraciones suelen ser mayores que el promedio –en proyectos hidrocarburíferos o mineros e incluso en algunos eslabones de la cadena cerealera-oleaginosa, aunque no tanto en las labores agrícolas que tradicionalmente son precarias y mal remuneradas–, estas condiciones relativamente favorables quedan acotadas a un sector muy reducido de la fuerza laboral involucrada. Esto ocurre además, como observan Martín Schorr y Francisco Cantamutto, a costa de segmentar el mercado de trabajo, estableciendo una creciente heterogeneidad entre sectores económicos, lo que tiende a perjudicar a un sector cada vez mayor de la fuerza de trabajo [61]. Además, algo que caracteriza a los extractivismos es el mayor grado de precarización y la menor remuneración de las actividades conexas en la cadena de valor, mayormente subcontratadas en condiciones más pauperizadas [62]. Por último, los salarios en segmentos extractivistas pueden ser relativamente altos pero esto solo es así porque están puestos “en relación con una media social, que está justamente desvalorizada para garantizar cierto nivel de competitividad externa” [63].
Los neodesarrollismos y las rentas del extractivismo
Durante la primera década del nuevo milenio, América Latina estuvo atravesada por agudos procesos de lucha de clases contra las políticas neoliberales. En muchos países de la región, las crisis políticas hicieron imposible sostener la continuidad de los regímenes caracterizados por la aplicación recalcitrante de la liberalización económica, las privatizaciones y la precarización laboral. En estas condiciones, se abrieron paso los proyectos posneoliberales, inaugurados por Hugo Chávez en Venezuela, Néstor Kirchner en la Argentina, Luis Inazio Lula da Silva en Brasil, Tabaré Vázquez en Uruguay, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador. Las situaciones de origen y la vocación transformadora declamada (tanto en lo político como en lo socioeconómico) eran muy diversas pero, no obstante, el punto que unificaba estas experiencias era la intención de dar vuelta la página de la implementación agresiva de las políticas neoliberales. Esto no significó una revisión profunda de los legados neoliberales –excepto en los casos de Venezuela y de Bolivia, que no por casualidad fueron los países donde se registraron las acciones de masas más profundas y con rasgos revolucionarios–. Las vigas maestras de las transformaciones estructurales regresivas que tuvieron lugar en el último cuarto del siglo XX quedaron en pie casi sin excepciones. Los posneoliberalismos apuntaron centralmente a generar cambios distributivos y algunas modificaciones en la economía sobre la base de esas herencias.
Este cambio de ciclo político en la región (que, aclaremos, no alcanzó a todos los países y tuvo ritmos dispares) convergió con un cambio en las condiciones económicas internacionales que estimuló los mercados de commodities. Las economías de la región registraron un aumento de sus exportaciones (en volumen, pero, más todavía, en valor por la fuerte alza de los precios). Los gobiernos posneoliberales, que compartían el énfasis en la necesidad de transformaciones profundas de la estructura de las economías de la región como base para alcanzar el desarrollo y la declamada inclusión social, encontrarían en la profundización del extractivismo una vía privilegiada para sostener el superávit comercial, asegurando las divisas que –se afirmaba– eran un punto de apoyo fundamental para los objetivos declarados. En los hechos, sin embargo, las herramientas desplegadas para proponer reformas de calado en las economías de la región fueron sumamente limitadas. Las situaciones variaron marcadamente en cada país, pero lo que se puede observar como un rasgo común es la primacía que mantuvo en el comercio exterior la exportación de commodities dentro de la canasta exportadora, que registró pocas variaciones significativas respecto de la situación precedente.
Se mantuvo la extracción de recursos ya conocidos, como el petróleo en la Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador y Venezuela, y donde fue posible se promovieron nuevas exploraciones y explotaciones. A su vez, estos mismos gobiernos buscaron avanzar sobre otros rubros extractivistas, como fue la promoción de la minería en la Argentina, Brasil, e incluso en Ecuador y en Uruguay que no tenían antecedentes de gran minería. Fue también durante estos años donde el agronegocio, basado en los paquetes tecnológicos de la semilla transgénica, el glifosato y la siembra directa, alcanzó todo su despliegue en Brasil, la Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia, lo que llegó a ser popularizado por Syngenta como la “República Unida de la Soja”.
Este continuado protagonismo de la exportación de commodities como generadora de divisas fue de la mano de la incapacidad mostrada por estos gobiernos autoproclamados como neodesarrollistas para reforzar el peso en la economía de los sectores manufactureros y de otras actividades caracterizadas por alta generación de valor agregado local.
En opinión de Gudynas, la permanencia de los extractivismos “no es un hecho menor, ya que la izquierda tradicional en el pasado cuestionó los desarrollos basados en la exportación de materias primas, y reclamaba trascenderlos hacia una verdadera industrialización” [64].
En el marco de esta continuidad en la especialización dependiente, los gobiernos posneoliberales se propusieron revisar las condiciones del extractivismo en lo que hace a la apropiación de parte de la renta captada por los emprendimientos extractivistas. En Bolivia, se nacionalizó el gas y se reactivó Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB). En Venezuela, la industria se encontraba nacionalizada desde 1976, pero se fortaleció el rol de Petróleos de Venezuela (PDVSA). También en Ecuador se intentó avanzar en un mayor control estatal de la producción de hidrocarburos. En los tres países, “el Estado está presente desde sus propias empresas, renegocia contratos, aumentaron las regalías y tributos, etc.” [65]. Por su parte, en la Argentina se ensayó en el sector agropecuario la apropiación de una mayor proporción de la renta agraria a través de un incremento de los derechos de exportación, que encontró su techo en 2008 con el lock-out agropecuario que puso freno a nuevas subas de las alícuotas. En el sector hidrocarburífero, el gobierno de Cristina Fernández expropió las acciones de YPF en manos de Repsol para volver a tener una petrolera de mayoría accionaria del Estado argentino, lo que le permitió un rol protagónico en el desarrollo del fracking en el yacimiento Vaca Muerta en la provincia de Neuquén.
En opinión de Gudynas,
el nuevo extractivismo progresista discurre por una mayor presencia estatal. En algunos sectores hay reglas más claras (independientemente de si éstas son apropiadas o no), y no necesariamente orientadas a servir a “amigos” del poder político, y se ejercen por diversos medios, incluyendo la propiedad de recursos y empresas, regímenes tributarios, controles normativos, etc. En otros sectores, el Estado captura una mayor proporción de los excedentes, y hay incluso situaciones en las que la extracción y comercialización está en manos de empresas estatales. Las nacionalizaciones y las empresas estatales no son “nuevas” en un sentido estricto, ya que existieron experiencias anteriores (como bajo los gobiernos de S. Allende en Chile y Juan Velasco Alvarado en Perú), pero son un giro novedoso en relación a los antecedentes inmediatos de los años neoliberales [66].
Como observa Rebeca Ramos Padrón, durante estos años “se apostó por la administración pública de las rentas extraordinarias de las commodities como estrategia de legitimación política. El saldo ha sido la profundización de la dependencia de la naturaleza” [67]. Gudynas señala también que “entre los gobiernos progresistas se encontrarán países o sectores donde se captura más excedente por tributos, regalías o participación directa en la extracción, mientras que en otros, se apuesta a aumentar los volúmenes exportados para poder incrementar los ingresos económicos” [68].
En el sector minero, así como en el agronegocio –con la excepción parcial de la Argentina en lo que hace a los derechos de exportación de la soja y otros cultivos–, durante los gobiernos posneoliberales se avanzó menos en la apropiación estatal de la renta. La Argentina fue expresión exacerbada de esto, con una continuidad notable de los marcos regulatorios provenientes de los años 90 del siglo pasado [69]. Entre 2003 y 2006, bajo la presidencia de Néstor Kirchner, el número acumulado de proyectos mineros creció por encima del 800 % y las inversiones acumuladas aumentaron un 490 % [70]. Hasta el día de hoy se mantienen normas mineras muy favorables que establecen que las regalías no pueden superar el 3 % de la facturación, se les otorga estabilidad fiscal por treinta años, se les da amplio margen para deducir de costos (y en el pago de impuesto a las ganancias) por hasta el 100 % del monto invertido, incluyendo desde las obras de infraestructura hasta los gastos de comercialización, aún si estos ocurrieran en otros países, y se las exonera de aranceles y tasas aduaneras [71]. También pueden girar ganancias a sus casas matrices sin restricciones, escapando a las regulaciones que intentaron poner los sucesivos gobiernos para las firmas trasnacionales. Además, el cálculo del valor del mineral extraído lo realizan las propias empresas mientras que el Estado lo fiscaliza pobremente, por lo cual la subdeclaración puede ser formidable. La implementación del RIGI, a su vez, proyecta toda una serie de nuevas ventajas adicionales, que además serán inamovibles por un período de treinta años.
Ariel Slipak observa, para el caso del litio –pero puede extenderse al conjunto de los proyectos extractivistas–, una contradicción irresoluble: la “apertura acrítica a la Inversión Extranjera Directa (la IED) en un área tan clave dificulta lo que la propia retórica del neodesarrollismo impulsa: la apropiación de una alta proporción de la renta diferencial por parte de capitalistas nacionales o el Estado” [72].
La expectativa de que la generación de divisas de los extractivismos y la apropiación de parte de la renta generada por los mismos podrían ser bases para ensayar márgenes de autonomía para las formaciones capitalistas dependientes de la región respecto de las potencias imperialistas, sin encarar ningún camino de ruptura decidido de las cadenas de la opresión nacional, se terminó desvaneciendo a medida que los precios de las commodities se desinflaron, desde 2013 en adelante. El menor crecimiento de China y las políticas monetarias de la Reserva Federal –el Banco Central de EE. UU.– que fortalecieron al dólar hicieron caer los precios de las commodities exportadas por los países de la región. En consecuencia, se redujeron los superávits comerciales y disminuyó el volumen de las rentas que podían ser apropiadas. Se puso en evidencia, también, que la afluencia extraordinaria de recursos a la región no tuvo como destino inversiones en transformación estructural, sea por mejora de las infraestructuras o por inversión en sectores económicos estratégicos. Todo lo que pueda haber habido de desembolsos en esos rubros empalideció respecto del monto sideral de los giros realizados en pagos de deuda (en pos del “desendeudamiento” se enriqueció a los acreedores de Wall Street con pagos seriales de intereses y capital, así como a los organismos de crédito multilaterales) y respecto de los giros de utilidades y fugas de capitales realizadas por las clases dominantes locales. El intento de dar un sesgo “neodesarrollista” al impulso de los extractivismos dejó un saldo de desastres ambientales profundizados, poblaciones contaminadas o desplazadas, buenos negocios para unos puñados de capitalistas y ningún “desarrollo sustentable”.
Álvaro García Linera, vicepresidente del gobierno de Evo Morales en Bolivia entre 2006 y 2019, ha ensayado un cuestionamiento a los planteos críticos del extractivismo. Para García Linera, esta crítica internaliza, en vez de cuestionar, las restricciones que desde las potencias se busca imponer a los Estados dependientes. Renunciar al aprovechamiento de los “recursos naturales” para generar divisas implicaría dar la espalda a la posibilidad de desarrollar la economía y superar la pobreza. El hilo conductor de la justificación de Linera se sostiene en el contrapunto con una crítica extractivista armada a medida, a partir de una serie de abstracciones. Linera parte de igualar al extractivismo con la apropiación de la naturaleza propia de cualquier sociedad: “el extractivismo, el no‐extractivismo o el industrialismo” son “sistemas técnicos de procesamiento de la naturaleza mediante el trabajo, y pueden estar presentes en sociedades pre-capitalistas, capitalistas o sociedades comunitaristas” [73], sostiene.
¿Acaso no es posible –se pregunta– utilizar los recursos que brinda la actividad primaria exportadora controlada por el Estado para generar los excedentes que permitan satisfacer condiciones mínimas de vida de los bolivianos, y garantizar una educación intercultural y científica que genere una masa crítica intelectual capaz de asumir y conducir los emergentes procesos de industrialización y de economía del conocimiento? [74].
Y para responder afirmativamente invita a inspirarse en lo hecho por algunas potencias imperialistas durante el siglo XIX: “buena parte de los países europeos, y también Norteamérica, han tenido este recorrido” y otros coloniales “han pasado al área de procesamiento industrial (Brasil, México, etc.), e incluso a la producción del conocimiento (Sudáfrica, y en parte China)”. De esta forma, no solo el extractivismo como proceso de extracción de grandes volúmenes y gran intensidad, dirigido al mercado mundial (con sus consecuentes daños a los ecosistemas cada vez más irreversibles) pierde sus determinaciones concretas. Al mismo tiempo, García Linera, que exige que se tengan en cuenta las relaciones de subordinación y dependencia en la discusión del destino de los “recursos naturales”, pasa por alto cómo en el siglo y medio que transcurrió desde que tuvo lugar la más “tardía” industrialización de algunos de los países que busca emular, el sistema mundial capitalista se ha convertido en una cancha inclinada de manera cada vez más desfavorable hacia el desarrollo de los países dependientes. El gobierno del que participó García Linera en Bolivia, asentado en una matriz extractivista basada en el gas, no ofrece evidencia en favor de las posibilidades de un recorrido virtuoso como el que el autor propone. Si bien los considerables recursos captados de la renta hidrocarburífera durante estos años fueron destinados a la inversión pública en mejoramiento de las infraestructuras del país –la que distingue la trayectoria de Bolivia de la de otros Estados de la región durante los gobiernos posneoliberales– esto no es equivalente a una transformación de la estructura productiva que no se verificó. Por eso, como ocurrió antes en la historia de Bolivia, las perspectivas económicas para los próximos años se muestran sombrías por el agotamiento de las reservas de gas. El círculo vicioso del extractivismo, de la ilusión al desencanto en un tiempo brevísimo [75].
Extractivismos de nueva generación, costos crecientes y amputación exacerbada
Numerosas investigaciones establecen la existencia de sucesivas generaciones de extractivismos con características específicas. Gudynas habla de una primera generación en la que los recursos naturales eran obtenidos sobre todo por el uso de la fuerza humana o animal, con una muy limitada aplicación de tecnologías. En una segunda generación, que emergió a mediados del siglo XIX y continuó durante el siglo XX, aumentó el volumen e intensidad de recursos apropiados gracias a un uso mayor de aplicaciones tecnológicas, superando el aporte de la fuerza humana o animal. Se introdujeron máquinas de vapor, motores de combustión interna simple, explosivos en la minería o agroquímicos simples (especialmente fertilizantes) en los cultivos. Durante este período aumentaron los volúmenes extraídos y se sumaron nuevos rubros extractivistas como el petróleo [76].
Gudynas distingue una tercera generación de extractivismos que se manifiesta en las últimas décadas del siglo XX. En esta, la apropiación de recursos naturales aumenta todavía más en volumen e intensidad. En buena medida, esto se debe a complementos tecnológicos que permiten escalas de apropiación mayores. Se utilizan, por ejemplo, excavadoras y camiones cada vez más grandes, dragas enormes en la minería informal de oro aluvial, cosechadoras de mayor envergadura, plataformas petroleras con múltiples pozos, enormes redes para captura de peces, etc. Pero además se incorporan nuevas tecnologías, como innovaciones en la separación de minerales, otro tipo de explosivos, plataformas petroleras en las costas oceánicas, variedades de cultivos transgénicos, etc. Estos son los extractivismos dominantes en la actualidad, que engloban a la megaminería a cielo abierto, a la exploración petrolera en múltiples pozos y a gran profundidad, a los monocultivos y a la pesca industrial.
La megaminería se caracteriza por el uso intensivo de explosivos, la remoción y transporte de enormes volúmenes con grandes maquinarias y procesos de separación que en varios casos incluyen sustancias contaminantes y un importante consumo de agua, entre otras características. “La megaminería –afirma Gudynas– genera tajos que pueden alcanzar los centenares de hectáreas en su superficie, asociados a escombreras y reservorios de aguas contaminadas, dejan enormes volúmenes de materiales no utilizados, y gran consumo de agua” [77]. En el caso de los hidrocarburos de esta tercera generación, se perfora más rápido y a mayor profundidad. Los procedimientos desarrollados desde entonces han permitido perforaciones múltiples, en varios ramales ligados a un mismo pozo que avanzan lateralmente o en diferentes ángulos. Desde 1990 en adelante se aumentó la profundidad de perforaciones, llegando desde 2005 a explotaciones de ultraprofundidad como las de British Petroleum en el Golfo de México (más de 10 000 metros), o las que vienen impulsando diferentes gobiernos desde Macri en adelante con el proyecto de exploración y explotación offshore en las costas de la Argentina en asociación con Equinor y otros gigantes petroleros [78].
En el caso de la agricultura, los extractivismos de tercera generación están ejemplificados en los monocultivos de soja. Este es un paquete tecnológico que descansa en una variedad de planta transgénica, el uso de herbicidas específicos a los cuales esa soja es resistente, como el glifosato, lo que lleva a que se reduzcan los tipos de agroquímicos utilizados, pero aumentando enormemente el volumen en los que son aplicados. Esto se complementa con un uso intenso de maquinaria, incluyendo enormes sembradoras y cosechadoras. Los cultivos se suceden sin rotaciones o descansos hasta el agotamiento de los suelos; la aplicación de la siembra directa aumenta la cobertura en los predios, pero incrementa el deterioro de los suelos.
“En estos extractivismos de tercera generación –amplía Gudynas–, se consume mucha más energía, agua y recursos por cada unidad de recurso obtenida. En algunos casos, como en la megaminería, los recursos desechados multiplican en varias veces al mineral que será exportado”. Desde un punto de vista ecológico, “la eficiencia en el uso de energía, materia y agua, es muy baja” [79].
La cuarta generación de extractivismos se solapa temporalmente con la anterior y está hoy en pleno desarrollo. Se destaca por sus mayores intensidades en la utilización de energía y materia para obtener los recursos. En este grupo aparecen hasta el momento la obtención de hidrocarburos por medio de la fractura hidráulica (o fracking) y la remoción de hidrocarburos en arenas bituminosas. La fractura hidráulica opera mediante la inyección forzada de agua y sustancias en el subsuelo, que producen una serie de fracturas permitiendo la extracción de los hidrocarburos. La vida útil de cada pozo es mucho más limitada que la vida de los convencionales y la explotación implica afectar áreas muy grandes. “Es un procedimiento particularmente invasivo e intensivo, que ocurre a grandes profundidades y cubriendo enormes superficies. Pero a su vez es posiblemente el más ineficiente de todos considerando el uso de los recursos, el agua y la energía” [80].
Las mutaciones en los extractivismos están determinadas por la necesidad de desplegar nuevas técnicas, cada vez más invasivas y que operan sobre un mayor volumen, para sostener la apropiación de los elementos buscados. Esto se debe a la tendencia al agotamiento de los yacimientos más accesibles o donde los materiales a extraer se encuentran de manera más pura o abundante. De manera similar, la búsqueda de incrementar rendimientos y reducir ciclos para sostener aumentos de rentabilidad empujó las transformaciones extractivistas en el sector agropecuario.
No debemos suponer que “una etapa suplanta a otra. En realidad, existen variadas superposiciones entre estas generaciones de extractivismos” [81]. Lo que sí se evidencia es que a través de estas transformaciones se ha ido deteriorando el balance entre los recursos obtenidos por el ser humano y la energía, el agua y los materiales empleados en la extracción.
Por ejemplo, en el sector hidrocarburífero se puede analizar la energía que es necesaria para obtener barriles de petróleo. Uno de los indicadores posibles es la Tasa de Retorno Energético (la TRE), que es el cociente entre la cantidad de energía total que es capaz de producir una fuente de energía y la cantidad de energía que es necesario emplear o aportar para explotar ese recurso energético. En la explotación convencional hidrocarburífera durante la primera mitad del siglo pasado, en EE. UU. podía registrarse una TRE de 100:1 o casi. Esto significaba que apenas un barril era requerido para obtener 100. En la actualidad, bajo extractivismos de hidrocarburos de tercera generación, se estima que en ese país la TRE está en el orden de 11 a 18:1. A nivel global se repite lo mismo: la TRE de petróleo y gas ha sido estimada en 33:1 en 1999 y 18:5 en 2005 [82].
Cuando la TRE es 2:1 o menor, eso significa que la mitad o más de los hidrocarburos extraídos se deberán utilizar en proveer energía para la siguiente extracción. De acuerdo a diversas investigaciones, la mínima viabilidad energética requiere una tasa de retorno de 3 a 1 [83]. La extracción de petróleo mediante fractura hidráulica no alcanza este nivel, ya que su TRE se ubica en EE. UU. entre 2:1 y 1:1 [84]. Ya en la consideración energética se muestra claramente insostenible. De este modo, “la marcha de los extractivismos nos dirige al llamado ‘precipicio energético’, una caída repentina de los EROI [TRE; N. de R.] hacia la relación 1:1 a partir de la cual dejan de tener sentido, al menos energético, todo esos extractivismos” [85].
También en términos económicos se observa la misma tendencia: los extractivismos más recientes se caracterizan por la necesidad de involucrar volúmenes crecientes de capital. La megaminería trabaja en una escala muy superior, y la relación entre trabajo muerto (medios de producción) y trabajo vivo (fuerza de trabajo) es mucho más alta que en la minería previa. La extracción petrolera en profundidad, la fractura hidráulica y la operación en arenas bituminosas también conllevan procesos mucho más costosos que los pozos tradicionales [86]. De igual modo en el agro observamos un mayor requerimiento energético y de inversiones por unidad que en la agricultura capitalista de algunas décadas atrás; aunque los rendimientos se han elevado en los cultivos comerciales, los volúmenes de inversión promedio por hectárea tienden a crecer más rápido, especialmente a medida que las malezas se vuelven resistentes a los herbicidas que hacen posible las técnicas de siembra directa [87]. Es que “lo que se presenta una y otra vez como avances tecnológicos de los extractivismos en realidad son peleas contra la escasez, y formas de ocultar los rendimientos decrecientes” [88].
Pero la dudosa viabilidad energética y su elevado costo palidecen al lado de los múltiples efectos ambientales que tienen los extractivismos. Aquí es importante destacar que la mayor parte de estos costos no se deben a prácticas de las empresas en violación a las normas de seguridad ambiental establecidas o por fallas en los protocolos o accidentes, como se busca sostener muchas veces. Todo esto puede ocurrir y de hecho ocurre. Pero lo cierto es que la mayoría de los daños que producen al ambiente estos emprendimientos tienen que ver con el gran volumen e intensidad que conllevan los procesos de extracción. Es decir, no son pasibles de limitarse cualitativamente aun si se llevaran a cabo escrupulosamente todas las prácticas “sustentables”.
En el caso de la megaminería, por ejemplo, la actividad involucra la destrucción de los ecosistemas donde se instalan canteras y piletas de relave; la remoción física de las rocas y, por tanto, de toda la vida que se sustenta en ellas; la afectación de los regímenes hidrológicos; la contaminación del agua (tanto por la extracción minera, como puede ser el llamado drenaje ácido, como por el uso de sustancias químicas, como mercurio o cianuro), explosiones, emisiones de polvo, por solo mencionar algunos ejemplos. Al respecto, nuestro autor explica que la minería “genera relaves que imponen enormes riesgos ambientales, en tanto allí se acumulan metales tóxicos como cadmio, plomo o arsénico, y simultáneamente acumula enormes volúmenes de materiales estériles no utilizados (en las llamadas escombreras)” [89].
La explotación de hidrocarburos posee muchos impactos locales, que comienzan con la apertura de trochas, las evaluaciones sísmicas, y luego los derrames y pérdidas en las columnas de extracción y en las plataformas, incluyendo las llamadas aguas de formación asociadas al crudo, los fluidos y lodos resultantes de la perforación, pérdidas de gas, etc. Por ejemplo, en la Amazonía de Ecuador se han registrado más de treinta mil barriles derramados entre 1994 y 2002 en las operaciones de Petroecuador [90]. También existen impactos en el tendido de oleoductos, sus derrames, etc. Los efectos ambientales de la extracción petrolera, tanto en tierra como en el mar, son muy conocidos. En la Argentina, la Subsecretaría de Ambiente de la provincia de Neuquén admitió que durante el año 2021 ocurrieron al menos 2049 incidentes ambientales, un promedio de 5,6 por día, más del doble de los que constan para 2017, cuando el promedio diario fue de 2,8 [91]. Un aumento que ocurre de la mano del desarrollo de la fractura hidráulica y que promete escalar con los proyectos de explotación offshore en aguas ultraprofundas en marcha ya señalados, así como con el oleoducto sobre el golfo San Matías en Río Negro.
Finalmente, un aspecto compartido por los extractivismos mineros e hidrocarburíferos es la pérdida masiva de patrimonio ambiental por el volumen y la intensidad que implican, que resulta inseparable de los métodos aplicados.
El extractivismo agropecuario tiene sus particularidades, pero sus efectos ambientales no son menos nocivos. Este expandió la geografía en la que se desarrolla de la mano de una deforestación de niveles récord (y de consecuencias metabólicas graves, por ejemplo, respecto al clima) –como señalamos antes–, y conlleva además la pérdida de biodiversidad, el deterioro de los suelos y la alteración de las cuencas hidrográficas. A su vez, el paquete tecnológico agrava estos impactos con la aplicación a gran escala de herbicidas, que se va intensificando a medida que las resistencias de las malezas eliminan la efectividad. En los monocultivos “su tasa de apropiación es tan intensa y extendida que supera las capacidades de regeneración de los suelos, el agua, y la flora y fauna” [92].
Por último, los impactos ambientales negativos de los distintos extractivismos se amplifican debido a los emprendimientos asociados, necesarios para extraer estos “recursos naturales” a gran escala, que incluyen, entre otros, represas hidroeléctricas como proveedoras de energía, obras de riego o rutas de transporte que se adentran en ambientes naturales; todos emprendimientos que poseen, a su vez, sus propios y específicos impactos ambientales (además de efectos sociales, territoriales, económicos y políticos). Por este tipo de razones, los extractivismos se han convertido en una de las principales presiones sobre los ambientes sudamericanos, explicando que el deterioro ambiental se agravara en los últimos años [93].
Con las sucesivas generaciones de extractivismos sus impactos ambientales se vuelven cada vez más irreversibles. Bajo estas condiciones, en ningún caso puede plantearse seriamente algo así como un “extractivismo sostenible”, ya que es imposible una regeneración o recuperación de los recursos naturales o los ecosistemas. Los extractivismos contemporáneos se mueven en un andarivel que va entre dos escalones de impacto ambiental elevado: entre la “extracción intensa en ambientes modificados”, de muy difícil recuperación; y, en un escalón más arriba, ya directamente la amputación ecológica como resultado de la “remoción física de un ecosistema, que destruye no solo el entramado biológico como las especies vivas, sino también su basamento material” [94]. Este último es claramente el caso de la minería a cielo abierto, que solo aprovecha una pequeña fracción de las rocas extraídas, quedando el resto en escombreras. Las viejas experiencias de rehabilitación y cierre de minas no pueden ser usadas en estos casos por el volumen de amputación que involucran estas explotaciones. Lo único “sustentable” en los extractivismos contemporáneos sería que estos no tuvieran lugar.
A pesar de estas evidencias, persiste la idea de que el problema no está en este tipo de emprendimientos, sino en la manera en que se llevan a cabo, por lo cual la cuestión no estaría en rechazarlos o prohibirlos, sino en asegurar un control adecuado del Estado. Este argumento es uno de los caballitos de batalla del exministro de Desarrollo Productivo Matías Kulfas en su reciente libro, Un peronismo para el siglo XXI. Señala allí que la preocupación “por cuestiones ambientales es absolutamente genuina e, insistimos, un proyecto productivo debe tener totalmente internalizadas estas variables”, y “no solo eso: debe incluir un creciente control estatal y ciudadano sobre las prácticas ambientales”. Por eso, concluye, “resulta llamativo que, desde diferentes sectores, se impugnen esas capacidades estatales y ciudadanas de control, cuando en realidad pasa por allí, por su refuerzo y jerarquización, la superación de esta dificultad” [95]. Pero esta pretensión de que un control adecuado puede limitar los efectos ambientales negativos de la deriva extractivista carece de asidero cuando los efectos son intrínsecos a las técnicas utilizadas o a las escalas que requiere hacer rentable la explotación capitalista de los “recursos naturales”. Incluso, ha quedado demostrado, durante gobiernos supuestamente progresistas como las gestiones del kirchnerismo o Alberto Fernández, que cuando el negocio de las empresas que lucran con la expoliación de nuestros bienes comunes naturales se ve en riesgo, el Estado no tiene problema alguno en utilizar todo el poder de las fuerzas represivas para enfrentar las voluntades populares –o ciudadanas– que buscan controlar y evitar el avance sobre las poblaciones y sus territorios [96].
Los significados de la transición posextractivista
Desde la ecología crítica de Latinoamérica, se plantea la urgencia de encarar una transición posextractivista en la región. ¿Cómo se piensa la articulación de la misma con las luchas contra el imperialismo y el capitalismo? Miremos algunas de las propuestas más destacadas que se han puesto en debate.
Una cuestión que tiende a dominar muchas de las perspectivas posextractivistas es la apelación a iniciativas por fuera o alternativas a los circuitos dominantes de reproducción de capital que incluyen los entramados extractivistas. Los planteos de Maristella Svampa nos parecen un nítido ejemplo en este sentido.
La autora, una de las principales referentes de la cuestión ambiental en la Argentina, parte de un planteo que es claro respecto del carácter sistémico de la problemática que enfrentamos, aunque lo lleve a un terreno que bordea lo antropológico. “Asumir la crisis socioecológica y civilizatoria que plantea el Antropoceno conlleva el desafío de pensar alternativas al extractivismo dominante, de elaborar estrategias de transición que marquen el camino hacia una sociedad posextractivista” [97], sostiene. Svampa afirma la necesidad de “superar aquellas visiones hegemónicas que continúan viendo el desarrollo desde una perspectiva productivista (crecimiento indefinido), como si los bienes naturales fueran inagotables, al tiempo que conciben al ser humano como autónomo y alguien exterior a la naturaleza o por encima de ella”. Apunta finalmente a la necesidad de “elaborar alternativas integrales y sistémicas” [98].
Asimismo, rescata que en América Latina “la transición se piensa desde nuevas formas de habitar el territorio, algunas de las cuales se hallan en ciernes, otras vigentes, al calor de las luchas y las resistencias sociales que asumen un carácter anticapitalista”. Estas nuevas formas de habitar irían “acompañadas de una narrativa político-ambiental, asociada a conceptos como buen vivir, derechos de la naturaleza, bienes comunes, posdesarrollo, ética del cuidado, entre otros”. Todos estos conceptos “se apoyan en la defensa de lo común, que aparece hoy como una de las claves en la búsqueda de un nuevo paradigma emancipatorio, en la gramática antagonista de los movimientos sociales” [99]. Afirma que “es necesario explorar y avanzar hacia otras formas de organización social, basadas en la reciprocidad y la redistribución, que coloquen importantes limitaciones a la lógica de mercado” [100].
Desde esta óptica, el avance hacia el posextractivismo se concretaría a través del fortalecimiento de experiencias alternativas y autónomas de los procesos de producción y apropiación que comanda el capital.
Desde América Latina y desde el sur, existen numerosos aportes desde la economía social y solidaria, cuyos sujetos sociales de referencia son los sectores más excluidos (mujeres, indígenas, jóvenes, obreros, campesinos), cuyo sentido del trabajo humano es producir valores de uso o medios de vida. Existe, así, una pluralidad de experiencias de autoorganización y autogestión de los sectores populares ligadas a la economía social y el autocontrol del proceso de producción, de formas de trabajo no alienado, otras ligadas a la reproducción de la vida social y la creación de nuevas formas de comunidad. Por ejemplo, en un país tan sojizado como Argentina –o precisamente por ello– se crearon redes de municipios y comunidades que fomentan la agroecología, proponiendo alimentos sanos, sin agrotóxicos, con menores costos y menor rentabilidad, que emplean más trabajadores. Un nuevo entramado agroecológico va surgiendo, un archipiélago de experiencias que buscan conectarse por puentes y pasarelas, al margen del gran continente sojero que hoy aparece como el modelo dominante, basado en el cultivo transgénico para la exportación… estas experiencias de autoorganización van dejando su huella a través de la creación de un nuevo tejido social, un abanico de posibilidades y experiencias que es necesario explorar y potenciar [101].
En otro libro más reciente [102], junto a Enrique Viale, los autores discuten más concretamente las “vías de una transición socioecológica” que comprenderían tres ejes: una transición energética, repensar el modelo alimentario y repensar también el modelo urbano.
La transición energética implicaría seis puntos: “avanzar hacia una sociedad post fósil basada en energías limpias y renovables”; “cambiar el sistema, no solo la matriz energética”, de modo que la energía sea concebida como un bien común y un derecho humano; un proceso de desinversión en combustibles fósiles; estar atentos a las “falsas soluciones”, como las “transiciones corporativas” (dirigidas desde arriba por los intereses empresariales), contraponiéndoles la participación popular y democrática desde abajo; una “transición justa”, que articule “justicia social” y “justicia ambiental”; y, finalmente, “pensar la transición en clave de reducción del metabolismo social”, partiendo de reconocer la raíz marxista del concepto de metabolismo social y apuntando, en clave decrecentista, a “explorar y avanzar en otras formas de organización social, basadas en la reciprocidad y la redistribución, que pongan límites a la lógica del mercado y, por ende, al modelo de consumo” [103]. Sobre el modelo alimentario proponen una “vía agroecológica” que implicaría avanzar en: prácticas de producción centradas en el cuidado del suelo; prevención y control natural de plagas y enfermedades; el mantenimiento del suelo vivo; reciclaje de nutrientes; fortalecimiento de actividades productivas; producción, selección, conservación y cuidado de materiales genéticos locales de semillas, plantines y animales; uso múltiple y sustentable del paisaje y la biodiversidad [104]. En definitiva, un programa contrapuesto al del agronegocio. Y, finalmente, en el tercer eje proponen repensar el modelo urbano enfrentando la especulación inmobiliaria y el “extractivismo urbano” (concepto que no definen) con la perspectiva de “ruralizar la urbanidad”, desde el “urbanismo feminista”.
¿Cómo se plantean llevar adelante este ambicioso programa? Por medio de un “gran pacto social y económico”, una “agenda integral que articule justicia social con justicia ecológica, étnica y de género” [105]. Esta agenda encuentra, según los autores, su primera referencia en el Green New Deal, inspirado a su vez en el programa de reformas del New Deal de Franklin D. Roosevelt en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial. Significativamente, los autores señalan que, en nuestro país, “lo más parecido a esto fue el Plan Quinquenal del primer gobierno peronista”, al cual exaltan como “nacionalista y distribucionista”, y el Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación Nacional del tercer gobierno de Perón en el año 1973, al cual también destacan por “un gran y amplio control estatal de la economía y en el proceso productivo, que incluía la protección del ambiente y los recursos naturales” [106].
A su vez, afirman que si bien el Green New Deal “tuvo un origen reformista conservador asociado a ciertos sectores partidarios de la economía verde”, entre 2007 y 2008 Alexandria Ocasio-Cortez del Partido Demócrata de Estados Unidos “logró darle una vuelta de tuerca radical al Green New Deal [...] y convertirlo en un verdadero programa de transformación ecosocial y económica [...] una apuesta interseccional que busca articular justicia social con justicia ambiental” [107]. Desde esta referencia, los autores proponen cinco ejes para un “pacto ecosocial y económico”: ingreso universal o renta básica; una reforma tributaria progresiva (a grandes fortunas, impuestos verdes, etc.); suspensión del pago y auditoría de la deuda externa; “el involucramiento del Estado a través de políticas públicas que desmercantilicen la salud y conecten cuidado, salud y ambiente”, como “colocar en el centro la sostenibilidad de la vida”, un sistema nacional de cuidados “que exige el abandono de la lógica mercantilista, clasista y concentradora” [108]; y, finalmente, poner la capacidad del Estado al servicio de llevar adelante los tres ejes de transición planteados previamente –transición energética, agroecológica y urbana– y “transformar la economía mediante un plan holístico que se proponga salvar al planeta del colapso ecosistémico y, a la vez, persiga una sociedad más justa e igualitaria” [109].
Se trata, señalan, de instalar por esta vía “una agenda de transición justa” que pueda convertirse en “una bandera para combatir el pensamiento neoliberal”, al tiempo que “neutralizar las visiones colapsistas y distópicas dominantes, y vencer la persistente ceguera epistémica de tantos progresismos desarrollistas que privilegian la lógica del crecimiento, así como la explotación y mercantilización de los bienes naturales” [110].
¿Cómo llevar adelante esto? Continuando con la vía al posextractivismo, esbozada previamente por Svampa, proponen junto con Viale una “batería de políticas públicas” con “participación e imaginación popular” y la “interseccionalidad entre nuevas y viejas luchas, sociales e interculturales, feministas y ecologistas, incluyendo un diálogo Norte-Sur, centro-periferia, con quienes están pensando en un Green New Deal” [111]. Esto, señalan, “no admite autolimitaciones ni reformas tibias”, y requiere, citando al marxista peruano José Carlos Mariátegui, una “brújula en el viaje”, una “resignificación desde una perspectiva holística en clave territorial, política y civilizatoria”. ¿Los sujetos de este cambio? La juventud referenciada en Greta Thunberg, las organizaciones socioambientales, los movimientos territoriales urbanos y rurales, las organizaciones indígenas y las ONG ambientalistas, enfrentando a “las élites políticas y económicas a nivel global” y a sus expresiones locales y territoriales. En otro volumen colectivo posterior, compilado por Maristella Svampa y Pablo Bertinat [112] y dedicado a la transición energética en la Argentina, estos sujetos son ubicados dentro del “universo del ecologismo popular basado en una narrativa relacional y anticapitalista” en oposición al “ambientalismo corporativo”.
De conjunto, podemos decir que si bien el planteo de Svampa y Viale despliega un herramental crítico importante para desmontar los fundamentos del extractivismo y establecer su conexión profunda con los modos dominantes de producción y apropiación que impulsa el capital global, incluidos valiosos análisis concretos sobre extractivismo y transición energética [113], vemos necesario señalar aspectos problemáticos en diferentes niveles.
En cuanto a la perspectiva teórica de fondo, resulta problemática la afirmación de que la crisis civilizatoria y ecológica es “profundamente filosófica” y que se ubica en el corazón de la “episteme moderna”, propia de la revolución científica del siglo XVII, de tipo antropocentrista, mecanicista y dualista. Se trata de una posición muy difundida dentro del ecofeminismo, que se referencia en obras como la de Carolyn Merchant, que tiende por un lado a reducir la cuestión ecológica a una cuestión de valores (mecanicismo vs. vitalismo idealista), y se sostiene en un “holismo” abstracto, incapaz de ver el origen histórico y la conexión dialéctica de esos valores y categorías “epistémicas”, por lo que cae en nuevas dicotomías y se aleja de una mirada materialista histórica. De hecho, para Svampa y Viale, el marxismo sería también un “hijo de la Modernidad”, tanto “en su concepción de la naturaleza” como en su “visión del desarrollo asociado a la expansión infinita de las fuerza productivas” [114], o sea, productivista. Como mostramos anteriormente y ha abordado específicamente John Bellamy Foster en discusión con Merchant [115], esta afirmación es insostenible. Sin embargo, el mayor problema es que así desechan la posibilidad de un pensamiento materialista, dialéctico y estratégico frente al capitalismo.
Esta vertiente posextractivista se vincula explícitamente con las perspectivas decrecionistas que vienen ganando mucha influencia en el ecologismo crítico de las salidas de “capitalismo verde”. En el trabajo previo, Svampa afirma que el concepto de posextractivismo debe articularse con el de decrecimiento [116]; y en el posterior, junto a Viale, el objetivo de reducción del metabolismo social, como señalamos, es planteado en términos decrecentistas. No resulta sorprendente que los autores realicen este puente con una de las corrientes que más viene ganando influencia en la ecología crítica a nivel internacional (otras son el comunismo ecomodernista, que al contrario del decrecionismo apunta a “acelerar” el desarrollo de las tecnologías verdes ligado a la transformación de las bases sociales; y el llamado “colapsismo”). Al igual que otros autores de esta corriente, como Serge Latouche, Svampa se posiciona desde el “posdesarrollo”, planteando la necesidad de abandonar coordenadas que, en su mirada, son herederas de la colonialidad occidental. La historia de la perspectiva del desarrollo, en realidad, es menos lineal de lo que supone esta visión. Antes de las recetas esquemáticas de W. W. Rostow y otros autores, cargadas de mecanicismo lineal, fue desde la “periferia”, contra los planteos imperialistas y colonialistas, que se defendió la necesidad de apuntar al desarrollo ligada a la pelea por la emancipación de la opresión de las potencias europeas y del imperialismo yanqui [117]. Las posturas decrecionistas son marcadamente heterogéneas y llegan hasta autores que se identifican como marxistas, como es el caso de Kohei Saito (en su caso, fuerte y correctamente crítico de las perspectivas emparentadas con el Green New Deal o cualquier tipo de lo que él llama “keynesianismo ambiental” [118]). Pero de conjunto se terminan unificando en poner énfasis en lo cuantitativo (reducción del metabolismo social) por sobre lo cualitativo, es decir, los centros de gravedad fundamentales que deben ser atacados para desmontar el afán acumulativo del capital y reemplazarlo por una organización social que pueda proponerse un metabolismo equilibrado [119]. Posdesarrollo y poscrecimiento no alcanzan para prefigurar bases sociales alternativas a las del capital.
Hay que señalar que lo que surge de las propuestas que proyectan los autores no llega a cumplir con los requisitos de “integralidad” y “sistematicidad” que reclama la propia Svampa. Constituyen una serie de medidas que aparecen más como búsqueda de caminos para constituir en paralelo o por fuera de los circuitos de producción y acumulación dominantes. Es decir, proponen formas de relacionarse no extractivistas, pero que apuntan a crear espacios en los marcos de la sociedad del capital, cuya lógica seguirá empujando a la profundización de los extractivismos. El privilegio de lo que ocurre por fuera de los circuitos de producción y circulación del capital (por ejemplo, esas “formas de organización social, basadas en la reciprocidad y la redistribución”, agroecológicas), sin proponerse transformar los mismos, excluye como objetivo una transformación sustancial como horizonte más o menos inmediato. Por supuesto, no puede negarse el valor de todas las experiencias de resistencia, muchas encarnadas en poblaciones originarias que luchan por sus territorios y buscan ganar fuerza por fuera de los agronegocios, la megaminería, los extractivismos hidrocarburíferos y muchas otras vías capitalistas de apropiación de la naturaleza. Las formas alternativas de habitar el territorio, las nociones del “buen vivir” que chocan con los imperativos de la valorización capitalista que tiende a reducir a todos los valores de uso según la vara de la creación de (plus)valor y las experiencias que se vienen desarrollando para defender estos espacios del avance de las cadenas de valor globales en nuestra América Latina son puntos de apoyo fundamentales para la articulación de una alianza social que pueda proponerse una transformación radical de la sociedad. Pero es necesario constituir una unidad de fuerzas sociales que se proponga ir más allá de la resistencia y de la defensa de espacios alternativos o autónomos. El paulatino fortalecimiento de los mismos no alcanzará para gestar una transición posextractivista. Es necesario apuntar al corazón de la bestia: disputar cómo se lleva a cabo la organización de los medios sociales de producción y circulación de valor.
Junto con estas, sí encontramos otras medidas que correctamente apuntan a los circuitos de producción y acumulación dominantes, e implican un cuestionamiento profundo a la gran propiedad capitalista y sus intereses imperialistas. Ejemplos de esto son el conjunto del eje de transición energética, el no pago de la deuda externa, o una transición agroecológica que resulta imposible sin la expropiación de la gran propiedad terrateniente. Pero estas no tienen más agente para llevarlas a cabo que el Estado actual, capitalista. Este aparece como el sujeto del Pacto Ecosocial del Sur, como si la movilización popular por el Pacto Ecosocial fuera suficiente para que la Nación y las provincias abandonen de manera duradera su rol de garantes últimos de la mercantilización y partes interesadas en el avance extractivista [120].
Este tipo de iniciativas, si realmente se plantea con seriedad llevarlas adelante, requieren de la fuerza de la clase trabajadora, que es la que mueve diariamente la producción y puede disputar al capital el dominio de los resortes de la misma –energía, agricultura, industria–. Esta fuerza social es fundamental para imponer a los capitalistas el pasaje a otras formas de producción planificadas –desde abajo, democráticamente y en alianza con los pueblos originarios, activistas socioambientales, jóvenes, trabajadores científicos, etc., cuestión que enfrentará al propio Estado que necesita de organizaciones políticas, de su propio partido revolucionario, con independencia de clase respecto al Estado, los gobiernos y los sectores y partidos patronales [121]. A lo largo de los capítulos que componen este libro, discutimos, a partir de las discusiones desatadas por las resistencias a los distintos extractivismos, y a partir de las experiencias de los ceramistas de Neuquén, la gestión obrera de Madygraf e incluso a nivel internacional, articulaciones programáticas y estratégicas generales y particulares para cada extractivismo.
Pero en Svampa y Viale, la lógica interseccional, que tiene el mérito de acentuar la multiplicidad de resistencias que enfrenta la avanzada capitalista, imperialista y extractivista, va de la mano de una reticencia a definir un eje claro, un centro de gravedad donde deba golpearse para poner fin al sistema de expoliación de la naturaleza y explotación del trabajo que es el capitalismo, que es cada vez más desembozadamente extractivista en las periferias. Esto los aleja de cualquier alternativa integral y sistémica al orden de cosas existente, y empuja hacia hacer eje en las posibilidades de pequeñas trincheras dentro de los marcos del mismo [122].
Por otro lado, el propio Eduardo Gudynas aporta, a su vez, algunos elementos para pensar las alternativas a las que se verá confrontada la sociedad en un país dependiente donde los extractivismos aparecen como alternativas cada vez más dominantes, para desenredar ese círculo vicioso.
Para realmente salir de los extractivismos –escribe– es necesario abordarlos en todas sus múltiples dimensiones, y por lo tanto, las opciones de cambio también deben ser alternativas al desarrollo. Dicho de otra manera, se deben pensar ordenamientos económicos y sociales que no dependan de los extractivismos, lo que explica que estemos hablando de alternativas a los actuales desarrollos convencionales [123].
Gudynas tiene el mérito –aunque también representa un límite, como veremos– de articular su planteo sistematizando las experiencias que se vienen llevando a cabo para apuntar hacia el posextractivismo.
Un aspecto importante, que muchas veces los defensores del extractivismo confunden adrede es que “las alternativas al extractivismo no implican estar en contra de la minería o la agricultura. Tampoco postulan una Naturaleza intocada” [124]. El punto de partida es clarificar las prácticas que pueden ser llevadas adelante con menores impactos ambientales o con impactos manejables, y que se puedan considerar como necesarias y legítimas para asegurar la calidad de vida de las personas. “Las alternativas apuntan a salir de la dependencia de los extractivismos, en tanto apropiaciones intensivas y de gran volumen de recursos naturales, y en particular cuando estas se dan violando derechos” [125], afirma.
Los lineamientos para el posextractivismo deberían orientarse para Gudynas por dos metas: “cero pobreza” y “cero extinciones”. “Son compromisos en atender la calidad de vida de las personas y sus comunidades, y en evitar impactos ambientales que no puedan ser revertidos” [126].
Al contrario de los presupuestos habituales de la ideología del desarrollo, se entiende que se cuenta con las condiciones para anular completamente la pobreza en el continente. No hace falta esperar un “derrame” de mayores inversiones y ganancias capitalistas para reducirla. Al contrario, terminar con la apropiación privada de la riqueza social es requisito y condición suficiente para proponerse este objetivo. “A su vez –señala–, la meta de cero extinciones implica una posición de fuerte compromiso ambiental basado en los derechos de la Naturaleza, y no aparece como una condición que eventualmente podría ser atendida en un futuro después que se cumplieran objetivos sociales y económicos. Por el contrario, aquí se colocan esos propósitos ambientales con la misma importancia que la erradicación de la pobreza” [127].
Gudynas propone un sendero que priorice el desmonte urgente de los extractivismos depredadores, mediante el fortalecimiento de alternativas cada vez más sostenibles. Esto conlleva un primer conjunto de medidas de transición enfocadas en detener los peores impactos ambientales y sociales de los extractivismos depredadores. Se trata de alcanzar una primera instancia donde todavía existen extractivismos, pero se aplican “en forma efectiva y rigurosa las normas sociales, laborales, sanitarias y ambientales [...] Las evaluaciones de impacto ambiental son serias, y los emprendimientos que no cumplen las exigencias sociales y ambientales no son aceptados” [128]. Se utilizan las mejores tecnologías disponibles para reducir los impactos ambientales (sea, por ejemplo, tratamientos de efluentes y relaves, reciclaje del agua, captura de emisiones contaminantes particuladas, etc.); se logran mejores condiciones de trabajo para sus empleados (como medidas de seguridad y sanidad laboral, cobertura médica, salarios dignos, etc.); y se progresa en mejores relacionamientos con las comunidades locales. Esta situación correspondería a un “extractivismo sensato”, contradicción en los términos que solo puede sostenerse por un período muy limitado. Las medidas de cambio, subraya Gudynas, no descansan sobre el autocumplimiento corporativo y son aplicadas con energía desde el Estado, bajo un fuerte control ciudadano y bajo análisis sectoriales (dejando de estar enfocada en sopesar los emprendimientos en forma unitaria).
Este oxímoron de los “extractivismos responsables” no puede ser más que un momento transitorio hacia alcanzar una condición regida por las “extracciones indispensables”. Los usos de bienes comunes naturales se enfocan en las necesidades y demandas genuinas de la producción local, dirigida a satisfacer las necesidades y asegurar una adecuada calidad de vida en un metabolismo socionatural racional.
Gudynas contribuye a hacer concreto el sendero de una transición posextractivista. En su libro sistematiza además los contenidos de las distintas etapas que esta debería atravesar.
Pero lo que resulta más esquivo en su planteo es, también, la articulación de fuerzas sociales que podrían ser sujetos para esta transición. Se pone énfasis en el rol que le cabe al Estado como controlador y disciplinador. Pero ¿qué tipo de Estado puede plantearse semejante objetivo? Un problema que recorre el enfoque de Gudynas radica en la conexión por momentos difusa de la relación entre extractivismos, en plural, y el capitalismo, en singular. Si bien despliega una mirada crítica del orden social capitalista, por momentos, en el foco exclusivo en los extractivismos y el planteo de posextractivismo queda desdibujada la cuestión de que solo poniendo fin a las relaciones de explotación que caracterizan a este modo de producción, y que presuponen la cosificación de la naturaleza, se podrá terminar con las condiciones que reproducen y amplifican los extractivismos.
Las luchas contra los extractivismos que venimos registrando en la Argentina involucran a una multiplicidad de actores. Intervienen las organizaciones ecologistas ya constituidas, las organizaciones de las comunidades o localidades cercanas a los proyectos, las organizaciones de trabajadoras y trabajadores de actividades que se pueden ver perjudicadas, así como las organizaciones de pueblos originarios, como ocurre en Neuquén con el fracking y en Jujuy con las explotaciones de litio. En muchas provincias, estas confluencias heterogéneas (de las que a veces participan episódicamente incluso sectores empresariales [129]) han logrado hasta el momento frenar las avanzadas extractivistas. En otros distritos, en cambio, la actividad se mantiene a pesar de las dañinas consecuencias que ha mostrado. Otras actividades como el agronegocio llegan a escapar al reconocimiento pleno de este carácter, lo que les permite seguir desplegándose con cuestionamientos todavía acotados. Pero incluso donde se han trabado hasta el momento los intentos de poner un freno a la extensión de las zonas de sacrificio en el territorio nacional, sabemos que son batallas que deben ser libradas una y otra vez. Lo vimos en Mendoza y Chubut, luego de que las autoridades y empresas mineras volvieran a la carga, a partir de la sanción de la Ley Bases y el RIGI.
En definitiva, la única forma de llevar adelante los aspectos progresivos de la perspectiva posextractivista, en sus distintas variantes, es mediante la vinculación de la problemática del extractivismo con un cuestionamiento de raíz de las condiciones del capitalismo dependiente argentino, y subrayar la importancia de que los movimientos que se encuentran luchando hoy en los territorios –como las comunidades originarias o las asambleas socioambientales– apunten a articular alianzas junto a los trabajadores, reconociendo el poder social que tiene esta clase para paralizar y reorganizar la producción; que los trabajadores –a su vez– den pelea contra el corporativismo en las organizaciones sindicales, incorporando la lucha antiextractivista a sus programas, y que cada trabajador sea un “tribuno del pueblo”, que denuncie cada uno de los agravios y plantee un horizonte en clave socialista.
Para torcerle el brazo a los intentos de expandir el extractivismo de manera definitiva es necesario enmarcar la lucha contra el mismo con el planteo de otro horizonte, comunista, de organización de la producción social. Es decir, con la perspectiva de poner fin a la opresión imperialista y romper con las dinámicas en círculo vicioso del capitalismo dependiente. La transformación revolucionaria de la sociedad, para terminar con las relaciones enajenadas que caracterizan al capitalismo y poder dirigir de manera consciente nuestro metabolismo social, es condición para otras formas de articulación del metabolismo socionatural, en las cuales la búsqueda de asegurar condiciones materiales adecuadas para la vida de toda persona vaya de la mano de asegurar las condiciones de reproducción adecuada de los ecosistemas.
En esto consiste, en nuestra opinión, una perspectiva ecosocialista para el siglo XXI, que solo podemos alcanzar a través de una alianza de la clase trabajadora con el conjunto del pueblo oprimido, y con las comunidades originarias amenazadas por el avance extractivista. Poner en manos del conjunto de la sociedad los principales medios de producción que hoy están en manos de una pequeña minoría, para que dejen de estar puestos en función de la ganancia y pasen a estar organizados en función de las verdaderas necesidades sociales, es el puntapié inicial para poner fin a las nefastas herencias ecológicas del capitalismo. Conquistar nuevas relaciones de producción que se apoyen en la deliberación colectiva no asegura que podamos, de un día para el otro, revertir los trastornos ecológicos producidos por el funcionamiento de este orden social. Pero sí podrá abrir el camino para decidir, a partir de la deliberación democrática basada en la más amplia participación de los trabajadores y las comunidades, cómo lidiar con esas consecuencias y encarar la necesaria reparación de los ecosistemas. Al mismo tiempo, esto creará condiciones para decidir democráticamente cómo y en qué grado se desarrollarán las actividades de extracción. De esto depende no solo el establecimiento de un metabolismo equilibrado con la naturaleza, sino también la búsqueda de una articulación entre la ambición comunista de lograr asegurar “a cada quien según su necesidad” y el respeto a los modos de apropiarse de la naturaleza de las comunidades que hoy siguen resistiendo al margen de (y resistiendo a) las formas de valorización capitalista.
Desde el PTS apoyamos, impulsamos y somos parte activa –allí donde podemos–, no solo con nuestra vasta militancia sino también con nuestros referentes y parlamentarios, de las luchas del movimiento socioambiental en la Argentina. Desde allí intentamos aportar al desarrollo de las luchas antiextractivistas desde una perspectiva estratégica socialista. En algunos casos, incluso, alcanzamos un rol destacado en los momentos álgidos, como atestiguan las peleas contra el fracking en Neuquén, contra la megaminería en Mendoza y Chubut, o por el agua frente a la amenaza del extractivismo del litio en Jujuy. También desde las fábricas bajo gestión obrera, como Madygraf y Zanon, y siendo parte de la pelea de los pueblos fumigados y por la Ley de Humedales, entre otras. En las páginas de este libro, el lector encontrará no solo un análisis de los principales enclaves extractivistas, sino un despliegue de nuestra intervención concreta en cada una de las principales luchas, desde la organización de base en lugares de trabajo y estudio hasta el parlamentarismo revolucionario desde cada banca. En este sentido, se trata de un libro militante y apostamos a que su lectura contribuya a este objetivo.
En los próximos días estará disponible la preventa del libro en https://edicionesips.com.ar/
COMENTARIOS