Ante el avance de Milei distintas voces en el mundo intelectual reclaman una cruzada cívica transversal y plural, cuyo efecto inmediato parece ser el de una aceleración de los tiempos políticos: las elecciones generales del próximo 22 de octubre equivaldrían a un balotaje adelantado. Reflexionamos sobre las tensiones entre el pensamiento y la Realpolitik, para preguntarnos si una correcta comprensión de esta relación no implica, ante todo, planear una transformación completa del campo de batalla.
Jueves 5 de octubre de 2023 12:18
El mundillo intelectual está en estado de alerta y movilización frente al proceso electoral en curso. Hace poco, por ejemplo, apareció una nota de un conjunto de intelectuales “Compromiso electoral: ante las amenazas a la democracia” frente al riesgo, considerado inminente de una victoria de Milei en las próximas elecciones. En la nota se busca interpelar a distintas fuerzas políticas para que expresen su compromiso de apoyar al contendiente de este candidato, sea cual sea, ante un eventual balotaje, además de promover una campaña pública de defensa de los valores democráticos y los derechos humanos a través de una convergencia plural e independiente, es decir, desgajada de cualquier programa político. El propósito del llamamiento es sin dudas loable, detener un retroceso en las prácticas democráticas y de los derechos humanos, pero los medios y las tácticas propuestas no me parecen, sin embargo, estar igualmente logrados.
Veamos algunos supuestos problemáticos en esta posición. Ante todo, se trata de un razonamiento basado en un juicio anticipado, es decir, que da como un hecho un curso de acción posible, sin deliberar seriamente acerca de su probabilidad. Los viejos philosophes de la Ilustración habrían calificado a un tal juicio anticipado como un prejuicio por “precipitación”, es decir, un juicio apurado, decidido antes de contar con evidencia suficiente para discernir lo que el juicio juzga. El resultado de las PASO fue calificado como un empate técnico entre tres partes por diversos analistas. Hubo un candidato más votado, ciertamente, lo que dio pie a un conjunto de operaciones político-publicitarias de proyección de ese dato sobre las elecciones generales, intentando instalar la ilusión, con la expectativa de que sea eficaz, de que hubo un ganador. Hasta aquí los datos, lo que sigue es la sorpresa con la que esta situación irrumpió, y la consiguiente interpelación a comprender sus causas. De a poco se van sacando en blanco algunas conclusiones de de detalle y otras de bulto que incluso llegan a afectar las medidas electoralistas del último tramo del gobierno.
En este contexto aparecen los llamamientos a los que hacemos alusión. El llamado no se apoya sobre un análisis del fenómeno, sesudo o superficial, sino sobre la percepción de un dato: los desafíos de derecha radical que acarrea Milei, ratificados en el primer debate presidencial al reproducir casi textualmente el discurso de la dictadura, nunca concitaron tanto apoyo electoral. Conviene tal vez recordar los casos de Bussi y de Aldo Rico, o las declaraciones de Macri sobre “el curro de los derechos humanos” o medidas como el 2x1, rechazado por la sociedad civil, como antecedentes de este fenómeno. Conviene también retomar a Walsh para indicar ahora que la joven democracia argentina ha revisado los horrores de los campos de concentración sin poder transformar la planificación de la miseria que también heredamos de la dictadura, en la cual la dependencia respecto al FMI tiene un rol crucial, puesto que ello sirve de marco para la comprensión del fenómeno Milei, un marco en el interior del cual queda aún mucho por entender, pero sería bueno que el árbol no nos impida ver el bosque.
Retornando ahora al momento político actual, lo más preocupante es que la aceleración de los tiempos propuesta, la precipitación del juicio en definitiva, corre el riesgo de congelar una situación móvil y cambiante, lo que bien podría ser otra ilusión eficaz, involuntaria esta vez. En tal caso, este llamado de los intelectuales está próximo a suscitar la otra clase de prejuicios que reconocían los philosophes ilustrados: se intenta irradiar, en virtud de la autoridad que los intelectuales portan, una pátina de evidencia sobre una situación incierta como telón de fondo para favorecer el curso de acción que promueven.
Un llamado tal a deponer todas las diferencias, y las demandas que se vinculan a las mismas, acarrea como corolario que las demandas particulares se vuelvan irrelevantes, o incluso amenazantes o peligrosas dada la urgencia de la situación. Se recorta la figura de una humanidad abstracta o general que se opone a toda humanidad concreta. Pero apenas rascamos la pintura aparece una emoción dominante, el miedo. Hombres y mujeres de buen sentido, con los intelectuales como vanguardia, deberían dejar de lado lo que los distingue para reunirse bajo la bandera de su buena conciencia cívica.
Sin ser yo mismo ajeno al miedo y al temor, ¿quién podría serlo?, me parece que lo que se monta sobre el mismo es un mal argumento, tanto más eficaz cuanto generalizado esté el miedo. Pero sabemos que la eficacia no garantiza la objetividad, e incluso puede ocultar su carencia.
Desde que se habla de posmodernidad hemos aprendido felizmente a dejar de lado la teleología, pero solo aparentemente, o mejor dicho, solo parcialmente. Se ha abandonado la idea de un fin de la historia en un sentido positivo o utópico, pero se la conserva en un sentido negativo. Dicho en otros términos, el lugar que se le otorga al miedo en la reflexión es el equivalente al de una convicción, de una creencia. Pero una creencia, incluso si la compartimos todos, no es saber, sino a lo sumo, algo que se cree saber. Desechada la idea del Paraíso político en la tierra, la idea del Apocalipsis político, desgraciadamente, no ha corrido la misma suerte. Hemos perdido el cielo, pero conservamos el temor al infierno, tal vez porque no podemos ver al infierno como el elemento en el que ya estamos, aunque la pobreza en nuestro país sea del orden del 40% y la indigencia se acerque al 10%, sino que solo podemos concebirlo como algo que está aguardándonos en el porvenir. Se está más seguro de una probabilidad, que un desenlace fatal nos acecha, que de lo que razonablemente podemos pensar como un hecho: que nuestra realidad es ya fatal desde hace tiempo.
Se puede entonces obviar o minimizar en el análisis que nos enfrentamos a tres formas diferentes de realizar un ajuste sobre la sociedad argentina. Se me dirá aquí que las diferencias importan, ¡qué duda cabe!, pero las semejanzas también son importantes, ¿o acaso caben dudas al respecto? Si las hubiera, permítasenos insistir en que el vínculo entre la miseria planificada y el seguimiento de las políticas del FMI no es una ocurrencia peregrina.
El miedo parece dar el tono general de la época. Las posibilidades de manipulación de la vida, una novedad que nos traen las ciencias y las técnicas desde fines del siglo pasado, o el también reciente desarrollo de la inteligencia artificial no logran a articularse con visiones de futuros venturosos (curas de enfermedades, mayor producción de alimentos, reducción de la jornada laboral y de los trabajos pesados y/o tediosos), incluso reconociendo que están en disputa, sino que el tono dominante de la intelectualidad es reactivo, en la balanza pesan mucho más, en general, los riesgos que las posibilidades, los desastres que podrían desatarse pesan más que las potencialidades venturosas que podamos imaginar.
El cambio climático y el desastre ecológico son tal vez el modelo más palpable de un desenlace fatal, ¿de qué hablo entonces al aludir a futuros venturosos? ¿quién podría eludir el miedo en este caso? Creo que incluso aquí el pensamiento se concentra más en los efectos que en las causas, justamente allí donde concentrarse en los efectos, sin intervenir sobre las causas, es probablemente lo que nos lleva al desastre (pienso en eso que se repite como una fatalidad: es más sencillo imaginar el colapso ecológico que imaginar el fin del capitalismo). Pero es aquí donde tal vez haya que plantarse e insistir en que es imperioso, no solo imaginar, sino concebir, es decir pensar la necesidad racional del fin del capitalismo. Y la afirmación de una cultura política de izquierda, entiendo, no es algo menor en este sentido.
Es decir, hay grandes riesgos al subsumir la actividad del pensamiento a la lógica de la Realpolitik. Tal vez convenga reformular los términos del problema, para adecuarlos a la naturaleza del instrumento. Podemos pensar que correctamente entendida una Realpolitik del pensamiento no tiene que ver con la influencia inmediata de las ideas, que puede haberla, no hay por qué negarlo, sino con el hecho de que la eficacia propia del pensamiento tiene lugar a mediano o a largo plazo, hay que ocuparse de pensar y hacerlo bien. En este sentido, podemos anotar que también el vacío de pensamiento es eficaz.
Tomemos un ejemplo, el libertarianismo en general, y las otras opciones políticas mayoritarias en distinta medida, reponen a través de la meritocracia una forma de individualismo que se conecta con el viejo darwinismo social. Comprendemos las razones sociológicas por las cuales la concepción de un individualismo radical y de la lucha de todos contra todos encaja con la experiencia de muchos trabajadores y trabajadoras sumidos en una competencia franca con sus compañeros y compañeras en sus lugares de trabajo. También se comprende el papel que esa fragmentación de la fuerza de trabajo desempeña en la reproducción social. Pero cuando consideramos que ello desemboca, a través de la meritocracia, en una cierta reposición del escenario ideológico de fines del siglo XIX, cuando primaba la idea de que la lucha social era un sucedáneo de la “selección natural”, de manera que solo sobrevivían o tenían éxito los más aptos, las responsabilidades intelectuales, es decir, de los intelectuales, se ponen a la orden del día. No es ocioso tal vez recordar la manera en la que los proponentes de la “teoría sintética de la evolución” en el siglo XX, como G. G. Simpson o Th. Dobzhansky, se empeñaron en desechar este tipo de transposición de la selección natural hacia la esfera social. Estos científicos constataban que en el caso humano la evolución dejó de pasar por el cuerpo biológico para tener lugar a través de una suerte de exteriorización de los órganos respecto al mismo, es decir, a través de eso que llamamos cultura. Recordemos también que Piaget definía a la cultura como el paso de la apropiación individual a la apropiación colectiva de la experiencia, es decir, como la capacidad de transmitir extrabiológicamente la experiencia adquirida o aprendida. Un ejemplo puede ser instructivo: cualquiera puede volar en un avión sin tener un vínculo de descendencia biológica con los hermanos Wright, el avión es simplemente exterior a nuestro cuerpo biológico. La exterioridad llega al punto de que para una misma función pueden surgir, en paralelo, dos o más órganos culturales o sociales diferentes, que pueden coexistir, en incluso entrar en conflicto entre sí. Ello implica que no hay, en el caso humano, una apropiación individual de la naturaleza de la que dependa el éxito adaptativo del organismo, toda apropiación supone a estos órganos exteriores (que a su vez incluyen instituciones o formas de cooperación). Dicho en otros términos, ello significa que no hay una producción natural, como presupone permanentemente el liberalismo, para el cual los individuos son unidades productivas. Si la exterioridad de los órganos culturales respecto del cuerpo biológico implica la posibilidad de tensión y conflicto en la vida social, puesto que siempre se puede discutir si una presunta solución a un problema social es mejor o peor que el problema que pretende solucionar, su contrapartida es que no hay ninguna restricción de principio para que los logros adaptativos de la especie sean objeto de una distribución equitativa, valga como prueba el caso del avión. Estas ideas, que dominaron la escena teórica y disputaron en el sentido común durante buena parte del siglo XX, se han visto desplazadas paulatinamente, a través de distintas formas de pensar (en el análisis político, en la sociología, en el análisis jurídico, en el cognitivismo, etc.) en las que domina el individualismo como un postulado evidente. He ahí, a mi entender, el campo de batalla en el que tiene lugar el trabajo intelectual.
En resumidas cuentas, no creo que los intelectuales debamos deponer nuestras diferencias en función de una unidad abstracta y más o menos vacía, proponiendo un consenso flotante sobre ciertos valores desgajado de cualquier programa político, es decir, desconsiderando la cuestión de las bases sociales de la existencia y la reproducción en el tiempo de esos valores. En su momento, cada cual decidirá según su mejor juicio. Pero permítaseme señalar, para concluir, que concebir el fin del capitalismo, y apostar políticamente en consecuencia, es una tarea intelectual al orden del día de la Realpolitik.
La colocación en primer plano del miedo insoslayable conspira contra la tarea de pensar y hacerlo lo mejor que se pueda. En las batallas intelectuales que es indispensable dar no se trata, a mi juicio, de ocupar posiciones en el territorio del adversario, como si llegar a ocupar su cuartel general nos diera el instrumento para enfrentar las tareas que hay que abordar, al contrario, una genuina Realpolitik del pensamiento está a una cierta distancia de la Realpolitik en sentido ordinario, no se trata tanto de ocupar posiciones estratégicas en el mapa como de planear una transformación del campo de batalla.
Pedro Karczmarczyk
Docente de la UNLP e investigador del CONICET