Ideas de izquierda

Armas de la critica

SEMANARIO

¿Somos las personas trans una consecuencia nociva del neoliberalismo?

Leah Muñoz

¿Somos las personas trans una consecuencia nociva del neoliberalismo?

Leah Muñoz

Ideas de Izquierda

La respuesta es no, y aquí revisaremos la historia para explicar por qué.

En los últimos siete años distintos grupos antitrans, reaccionarios y neoconservadores han ido construyendo un discurso que errónea e intencionalmente sostiene que las personas trans somos un efecto y consecuencia nociva de la decadencia del neoliberalismo. Este discurso, reproducido y amplificado por muchos sectores sociales pero particularmente presente dentro de universidades de todo el mundo, y actualmente movilizado intensamente por las ultraderechas y el movimiento antigénero a nivel internacional —pero no ausente dentro de algunos sectores de la izquierda centrista y una extrema izquierda sectaria— básicamente sostiene que las personas trans somos el producto de un neoliberalismo sexual consecuencia de la convergencia de las políticas en derechos sexuales y reproductivos, que han liberalizado la sexualidad, y de los intereses de la industria farmacéutica, biomédica y biotecnológica.

De acuerdo con este discurso las libertades democráticas ganadas en relación al cuerpo, el género y la sexualidad desde la década de 1970 en distintas partes del mundo habrían sido promovidas por el mercado durante el neoliberalismo para obtener beneficio económico de la mercantilización de la sexualidad, de distintas prácticas corporales, y de la “cultura” de género. En este sentido, sostienen, las personas trans somos una creación de los intereses de las farmacéuticas, lobbies médicos y empresas biotecnológicas que habrían promovido la modificación corporal y las transiciones de género a partir de alentar la “libertad corporal y sexual” mediante la teoría de género, la teoría queer y el transfeminismo, con el fin de alimentar las ganancias del capitalismo neoliberal.

Este discurso reaccionario está lleno de tergiversaciones sobre la historia política de las personas trans, su relación con las políticas en derechos sexuales y reproductivos ganadas desde los años setenta, y su relación real con el neoliberalismo. El objetivo de estas tergiversaciones es promover la transfobia al volver a las identidades trans sinónimo de las dinámicas y lógicas del neoliberalismo. El neoliberalismo es el proyecto imperante dentro del capitalismo actual, el cual hoy en día se encuentra en crisis y decadencia, por lo que señalar a las personas trans como identidades beneficiadas por este es una estrategia para construir chivos expiatorios y falsos enemigos a los cuales se dirija el descontento social por las contradicciones, la miseria y pauperización que este ha generado.

Historizando lo trans

Para contrarrestar estos discursos que solo buscan construir un sentido común de rechazo y hostilidad hacia las personas trans es importante hacer una historización de lo trans para dar cuenta de que nuestra existencia antecede al proyecto neoliberal que se instauró en la década de 1970 en todo el mundo.

Lo primero que habría que decir es que trazar una historia política de las personas trans no es tan sencillo como parecería ya que esto depende de la manera en que se defina “lo trans”. Para algunes autorxs como Leslie Feinberg lo trans es algo que en cierto sentido siempre habría estado, o al menos tendría una historia profunda de varios siglos, en la medida que siempre han existido experiencias humanas que han buscado transgredir, o han transgredido en los hechos, el binario de género mujer-hombre.

Esto es lo que han revelado estudios históricos y antropológicos que han mostrado que las sociedades ancladas en el binario hombre-mujer no son un hecho universal de lo humano sino una contingencia histórico-cultural. Las muxes en la cultura zapoteca, las hijras en la cultura India, lxs dos-espíritu (two spirits) en los pueblos nativos en el norte del continente americano, lxs bakla en Filipinas, y lxs mahu en la Polinesia son ejemplos que dan cuenta de que las transgresiones al binarismo de género han existido desde hace varios siglos en distintas culturas y sociedades compuestas por más de dos géneros.

Siguiendo al investigador Toby Beauchaump, antes de los procesos de colonización de otros continentes que trajo consigo el crecimiento y expansión del capitalismo entre los siglos XV y XIX, habrían existido otras formas de comprender la relación entre identidad social generizada y cuerpo en donde lo primero no estaba atado fuertemente a marcadores corporales específicos, y en cambio existían otras maneras, más flexibles, de configurar la identidad social de género con relativa independencia del tipo de cuerpo. Sería la colonización del mundo por el capitalismo junto a su moral anclada en los valores de la Iglesia Católica y el cristianismo la que, mediante el adoctrinamiento y la matanza literal de pueblos y culturas, impondría una única manera de comprender la relación entre identidad social generizada y cuerpo (a determinada genitalidad le correspondería una posición social de género) mediante la instauración de sociedades basadas en el binarismo de género hombre-mujer como una “verdad natural” y orden divino.

La llegada de los europeos a América trajo consigo la identificación, persecusión, disciplinamiento, control y asesinato de aquellos cuerpos indígenas que se desviaban de sus normas sexuales y de género. Como parte de un proceso de asimilación y borramiento de las sexualidades no normativas se implementaron leyes que buscaban la adopción forzada de comportamientos de género por parte de lxs niñxs indígenas. Por ejemplo, de acuerdo con una exposición que pude visitar en la ciudad de Québec en Canadá en el año 2023, en Canadá en 1876 el gobierno canadiense implementó el Acta India la cual separaba a lxs niñxs indígenas de sus familias y culturas para ser enviados a escuelas residenciales en donde además de aprender inglés y francés se les forzaba a adoptar roles estereotípicos asociados

con la masculinidad y la feminidad occidental, y se les obligaba a aprender formas de vestimenta y peinados “propios” de cada género. Todo esto como parte de un proceso colonial de pérdida identitaria.

Igualmente, señalaba Laura Fornell en el año 2020, en la India la colonización por parte de Gran Bretaña llevó a que en 1871 los británicos implementaran la Ley de Tribus Criminales la cual buscaba criminalizar a las hijras y clasificarlas como delincuentes como parte de una campaña que buscaba eliminarlas de la vida pública y lanzarlas a la clandestinidad debido a que las consideraban una amenaza a su moral. Aunque esta ley fue derogada en 1949 luego de los procesos independentistas de la India, el lugar social de las hijras anterior a estas campañas no regresó ya que dejó como resabio una cultura cisheterosexista que aún genera estigma y marginación social y que sigue pesando sobre la vida de las hijras. De acuerdo con le filósofe Judith Butler algo similar ocurriría en Uganda donde el régimen capitalista colonial, también por parte de Gran Bretaña, mantendría en la ilegalidad la homosexualidad y el lesbianismo hasta 1962. Asimismo, de acuerdo con la historiadora Susan Stryker, en la colonia de Massachusetts el imperio británico aprobó en 1690 por primera vez leyes contra el travestismo por considerarlo contrario a la moral con la que debían regirse hombres y mujeres. Es debido a esto que distintas teóricas han dicho que el binarismo de género se universalizó como parte de una implantación capitalista colonial, un pasado que Donald Trump oculta y al mismo tiempo legitima cuando sugiere que el reconocimiento de dos géneros por parte del gobierno federal en Estados Unidos forma parte del “sentido común”.

Esta faceta colonial del género de una u otra manera sigue presente en nuestro mundo “poscolonial” ya que la imposición de la heteronormatividad, la homofobia y la transfobia por parte de las potencias imperialistas sobre países semicoloniales no ha dejado de existir. Butler ha señalado que sectores de la derecha y empresariales de Estados Unidos, como iglesias cristianas ultraconservadoras y la propia administración de George Bush, han participado de la financiación de políticas conservadoras antiLGBT y centradas en el matrimonio en países de África como Uganda, los cuales dada su dependencia y subordinación económica tienen que ajustar sus políticas sobre género y sexualidad a la agenda establecida por los países imperialistas que otorgan financiación. El señalamiento de África como una región “atrasada”, “conservadora” y “antiLGBT” ha sido más una consecuencia del imperialismo que, al mantener a los pueblos africanos oprimidos y atacar a las organizaciones LGBT locales, le ha resultado benéfico para justificar su intervencionismo en nombre de los valores “progresistas” de occidente así como aplicar desde el Fondo Monetario Internacional políticas de presión económica en nombre de la diversidad sexual. Algo similar comienza a hacerse más evidente en América Latina con la llegada de Trump a la segunda presidencia de Estados Unidos: está habiendo una mayor subordinación a sus políticas económicas, militares y sociales de las cuales aquellas antiLGBT y antigénero están siendo encabezadas por los gobiernos de Javier Milei en Argentina, pero que ya se venían dando con Nayib Bukele en El Salvador, y en su momento por Jair Bolsonaro en Brasil.

Lo trans en el siglo XX

A diferencia de esta perspectiva que ve lo trans como un fenómeno de transgresión del binarismo de género extendido histórica y geográficamente entre distintas sociedades y culturas, existe otra corriente historiográfica que señala que lo trans en el capitalismo tiene una historia específica surgida de un paradigma particular del mundo occidental sobre la relación entre identidad social generizada y cuerpo. Este paradigma sostiene que las identidades de género en la sociedad occidental están profundamente ligadas a marcadores corporales (en términos de morfologías corporales, vestimentas y comportamientos), por lo que las transgresiones de género suelen ir acompañadas de transgresiones a nivel del cuerpo.

Esto sería el caso de las personas trans cuando al transitar de un género a otro adoptan algunos marcadores corporales para hacerse experiencias legibles en la manera que de facto funcionan las identidades sociales de género en nuestra sociedad. Pero esto no es privativo de las personas trans ya que las personas cisgénero —dado que se estructuran a partir del mismo marco de comprensión socialmente compartido— también dependen de marcadores corporales que les brindan pertenencia y legibilidad dentro de las identidades sociales de género. Pensemos en la manera que la ausencia o presencia de determinadas características corporales se vuelven cruciales en las personas cisgénero para construir un sentido social de pertenencia al grupo de los “hombres” o las “mujeres”, y ser identificadas socialmente como parte de alguno de estos.

Desde los chistes machistas sobre el tamaño del pene que supuestamente sería un marcador de “qué tan hombre se es”, hasta la altura, la forma del cuerpo, el volumen de masa corporal en determinadas zonas del cuerpo, el tamaño de caracteres sexuales como los senos o las caderas, la presencia de vello corporal, la presencia de capacidades reproductivas, la forma de la nariz y el rostro, patrones de distribución de grasa corporal, el arreglo del cabello, el tono de voz y la forma de comportarse; todo esto formaría parte de la dimensión corporal que también da sostén a las personas cisgénero, y razón por la cual también llevan a cabo modificaciones corporales sobre estas mismas características con el objetivo de alinearse a ideales de género que rigen la sociedad en la que vivimos.

De este paradigma sobre la relación entre identidad social de género y cuerpo es que en el siglo XX se desprendería una manera específica de comprender la transgresión de género que daría lugar a la experiencia trans ya no como algo externo y ajeno sino como algo interno a la sociedad capitalista moderna. La posibilidad de que las personas podían transgredir su género y llegar a vivir legítimamente desde otra identidad social de género —algo que ya vislumbraban algunas personas mediante el travestismo entre los siglos XVIII y XIX— habría sido posible en el siglo XX luego de cambios sociopolíticos, científicos y tecnológicos.

La experiencia trans surgiría entonces como un hecho sociológico al menos por cuatro razones: i) en el imaginario social las relaciones entre los géneros y sus posiciones sociales ya no se veían como eternas e inmutables debido a los cambios generados por el feminismo, el movimiento de mujeres, y los efectos de la primera y la segunda guerra mundial, ii) la diferencia sexual entre machos y hembras, mujeres y hombres, dejó de ser vista por la ciencia como una diferencia absoluta —en parte como influencia de los cambios sociales—, y en cambio pasó a ser vista como un gradiente dado por la mezcla de elementos biológicos masculinos y femeninos, subyacentes en ambos cuerpos, iii) la generalización de tecnologías hormonales y quirúrgicas permitieron llevar a cabo modificaciones sobre la diferencia sexual, yendo más allá de las modificaciones en la vestimenta que había imperado en los siglos anteriores y iv) la industrialización, la proletarización y el crecimiento de las ciudades había propiciado que surgieran comunidades de sexualidades disidentes como personas homosexuales, lesbianas y travestis en donde, además de construir una identidad colectiva, se circulaba información sobre las posibilidades de modificar el cuerpo con determinadas tecnologías.

La lectura más común y dominante suele rastrear el surgimiento de lo trans a la formulación de la categoría médica-psiquiátrica “transexual”, y al modelo médico asociado, en Estados Unidos durante la segunda posguerra. Entre 1940 y 1950 la transexualidad fue definida de manera conservadora por sexólogos, psiquiatras y endocrinólogos como una enfermedad mental caracterizada por un odio al propio cuerpo que lleva a la mutilación del mismo. Los tratamientos médicos, y en particular la cirugía de “cambio de sexo”, eran vistos como una especie de cura para “ajustar” el cuerpo a la mente, ante la imposibilidad de una “cura psicológica” que ajustara la mente al cuerpo.

De esta manera la transgresión de género, el vivir en un género distinto al nacer, inicialmente quedó codificada dentro de un modelo patologizante y medicalizante en donde la modificación del género y el cuerpo estaba sujeta a la inspección y vigilancia psiquiátrica, y a los estándares médicos que solamente otorgaban estos tratamientos de forma extrema a quienes no pudieran vivir sin un “cambio de sexo”, es decir sin someterse a una cirugía genital, y se plantearan un proyecto de vida heteronormativo. Cualquier otra vivencia del género y uso de las tecnologías médicas que no implicara la modificación genital quedaba descartado. Las historiadoras Joanne Meyerowitz y Jules Gill Peterson sostienen que para evitar más casos de “transexualismo” los médicos, muchos dentro de programas en universidades, crearon clínicas y programas de género en distintas partes de Estados Unidos entre las décadas de 1950 hasta 1990 con el fin de eliminar toda sexualidad no normativa desde la infancia mediante la vigilancia de psicólogos,

médicos y padres de familia que se encargarían de inculcar la cisheteronormatividad a les niñes.

Este modelo, que en su momento fue presentado como “humanitario” en parte debido a la propaganda de Estados Unidos tras la segunda Guerra Mundial de presentarse como el centro y vanguardia científica en todo el mundo, además de despolitizar la sexualidad en realidad ocultaba que la patologización y medicalización de la transexualidad era una manera conservadora de contener a las sexualidades y cuerpos no normativos que durante las primeras décadas del siglo XX habían comenzado a cuestionar las relaciones y límites entre los géneros y los cuerpos sexuados como algo fijo e inmutable, y que como parte de ese cuestionamiento demandaban la modificación de las características sexuales del cuerpo conforme al propio deseo. A las personas transexuales que lograban acceder a tratamientos médicos se les inculcaba borrar su pasado, asimilarse y pasar como cuerpos desapercibidos en la sociedad heteronormativa, la cual seguía haciendo lo posible por eliminar y mantener en la periferia a las sexualidades no normativas. Es esto lo que criticó Sandy Stone en su Manifiesto Posttransexual en 1987. Este modelo patologizante y despolitizado de lo trans se volvería hegemónico en todo el mundo al ser exportado desde Estados Unidos durante la década de los setenta y ser colocado en los manuales internacionales de enfermedades como una guía para diagnosticar y abordar médicamente la transexualidad. Esta patologización explícita iba a estar presente en todo el mundo por casi cuarenta años hasta el año 2018.

Una segunda posible lectura de lo trans que plantea continuidades con la primera, pero que también presenta rupturas políticas profundas, la encontramos en las primeras décadas del siglo XX en Alemania en los trabajos de Magnus Hirschfeld. Hirschfeld era un médico homosexual judío y socialista que se había recibido como médico en la Universidad de Berlín en 1892, y que había fundado en esa misma ciudad el Instituto para la Ciencia Sexual. Hirschfeld, considerado uno de los arquitectos de la sexología del siglo XX, se había vuelto el centro y vanguardia de la ciencia sexual de su época no solamente por los estudios y prácticas avanzadas que se realizaban en su instituto sino también porque sus ideas sobre la sexualidad humana tenían un fuerte y explícito compromiso político.

Para Hirschfeld la sexualidad humana era una expresión de la biología, y sus distintas manifestaciones eran variaciones benignas de la naturaleza en vez de patologías. Su concepto sobre las “sexualidades intermedias” sostenía que los sexos macho y hembra eran abstracciones y polarizaciones que no tenían una existencia real, y que en cambio en cada organismo se daba una mezcla de elementos masculinos y femeninos que resultaban en cuerpos y sexualidades específicas.

De acuerdo con Stryker y con Meyerowitz sus elaboraciones teóricas estaban fuertemente influidas por su compromiso político de remover todo obstáculo legal y médico en contra de las minorías sexuales. Hirschfeld —quien formó parte del Partido Socialdemócrata de Alemania y apoyó la revolución bolchevique en Rusia en 1917— en 1897 participó de la fundación del Comité Científico Humanitario, la primera organización en todo el mundo que buscaba una reforma social a favor de las minorías sexuales, y se volvió presidente fundador de la Liga Mundial para la Reforma Sexual en 1928. En esta última confluían marxistas revolucionarios y reformistas, y tenía como uno de sus principales objetivos el luchar en contra del párrafo 175 del Código Penal alemán que proscribía los actos sexuales entre hombres, y el cual fue modificado y ampliado por el régimen nazi para volverlo más estricto y perseguir a una mayor cantidad de hombres, además de incluir a las mujeres lesbianas.

Como parte de su estudio de las “sexualidades intermedias” Hirschfeld había acuñado el término “transvesti” (transvestite) en 1910 para referir al grupo de individuos que deseaban y gustaban de portar prendas del género opuesto, lo cual les diferenciaba de la homosexualidad. Algunas personas transvestis no solo vestían prendas del género opuesto sino que también solicitaban intervenciones quirúrgicas y preparaciones médicas sobre sus cuerpos para remover las mamas y hacer crecer el vello facial, en el caso de los transvestis de mujer a hombre; caso opuesto a las transvestis de hombre a mujer que buscaban eliminar el vello facial, remover los testículos y la implantación de ovarios, así como aparatos para hacer los pechos más grandes.

Hirschfeld, quien estudiaba y escuchaba los deseos de sus pacientes, accedía a estas solicitudes lo cual llevó a que el Instituto para la Ciencia Sexual se volviera uno de los centros pioneros en investigación sobre cambio de sexo durante la década de 1920 e inicios de 1930, siendo de los primeros lugares en todo el mundo donde se realizaron transformaciones genitales completas. Este lugar adquirió una fama aún mayor luego de que en 1930 el artista danés Einar Wegener visitara el instituto para comenzar una serie de operaciones para convertirse en Lili Elbe, historia representada en la película La chica danesa. Stryker narra que Hirschfeld no solo buscaba ayudar a sus pacientes en sus deseos sino que también intervenía para combatir el acoso y el arresto policial de las personas transvestis.

Sus estudios de vanguardia sobre la sexualidad humana y su posición política a favor de la liberación sexual, de acuerdo con el historiador Enzo Traverso, le valieron ser invitado a la Unión Soviética —en donde la revolución bolchevique había traído la despenalización de la homosexualidad aunque no su despatologización, y esta volvería a ser criminalizada en la década de 1930 tras la burocratización estalinista y el avance de las persecuciones y purgas antitrotskistas contra la oposición de izquierda— durante sus primeros años para impartir algunas conferencias en Moscú, en donde estableció contactos con el Comisariado del Pueblo de Salud Pública (CPSP). De acuerdo con Xavier Lizárraga, el director del CPSP, Gregorii Batkis, contribuía activamente con Hirschfeld para naturalizar la homosexualidad e influir en la lucha contra el párrafo 175 del código alemán. Sin embargo, estos mismos compromisos teóricos y políticos también le valieron fuertes enemigos y detractores con el auge del fascismo en Alemania; Hitler, señala Stryker, había declarado que Hirschfeld era “el judío más peligroso de Alemania”. En 1933, con la llegada del nazismo al poder, un grupo de fascistas atacaron y destrozaron el Instituto para la Ciencia Sexual en Berlín hasta el punto de quemar la biblioteca que contenía documentos e investigaciones sobre diversidad sexual. Hirschfeld moriría en el exilio en Francia en 1935.

El fascismo destruiría el proyecto científico políticamente más avanzado sobre la sexualidad que proponía otra manera de concebir lo trans, y la sexualidad humana en su conjunto, alejada de la patologización, la vigilancia psiquiátrica y de los estándares médicos cissexistas centrados en la cirugía genital. No volvería a surgir ningún proyecto así dentro de la medicina en el mundo. La medicina transexual que surgió en Estados Unidos entre la década de 1950 y 1960 tenía como base los experimentos médicos de Hirschfeld debido a la circulación de ideas de Alemania a Estados Unidos en la figura del endocrinólogo alemán Harry Benjamin que vivía en Nueva York y se había formado con Hirschfeld. Sin embargo, aunque Benjamin tenía una posición liberal desde la cual combatió el contexto conservador estadounidense poblado de psicoanalistas, psiquiatras y psicólogos que consideraban que no había que permitir que las personas trans modificaran sus cuerpos, Benjamin mismo compartía la idea de que lo trans era una suerte de enfermedad si no mental sí biológica que demandaba la intervención médica controlada.

Sería Benjamin quien en 1966 codificaría su propia mirada conservadora sobre lo trans con la publicación del libro The Transsexual Phenomenon (El Fenómeno Transexual) y en 1979, a pesar de la resistencia y críticas a su modelo médico patologizante y vigilante sobre la transexualidad por parte de los grupos trans más radicales, fundaría la Asociación Internacional para la Disforia de Género Harry Benjamin desde la cual se institucionalizaría el abordaje médico sobre lo transgénero y sentaría las bases para que en 1980 el Manual Estadístico y Diagnóstico de la Asociación Psiquiátrica Americana incluyera el “transexualismo” como un “desorden de la identidad de género”.

Lo trans, el neoliberalismo y los derechos sexuales y reproductivos

Hasta aquí queda claro que es imposible sostener que las personas trans hayamos surgido con el neoliberalismo, salvo que se busque tergiversar y distorsionar la historia para fines conservadores. Sin embargo, vale la pena preguntarnos de qué manera cambió lo trans desde la década de los setenta con la implantación del neoliberalismo.

Entre las décadas de 1950 y 1960 había aumentado la organización y politización trans en Estados Unidos. Esto se debía a un conjunto de factores dentro de los que estaban la crítica al modelo médico dominante que fiscalizaba y patologizaba el acceso a tratamientos médicos, la búsqueda del acceso a transiciones médicas y el reconocimiento social y legal, el enfrentamiento cotidiano con la policía, la denuncia de los transfeminicidios y crímenes de odio, y la crítica a las condiciones precarias en las que vivían la gran mayoría de las personas trans, especialmente las mujeres trans. Muchas de estas mujeres, en su mayoría latinas y afroamericanas, vivían en los ghettos de las grandes ciudades y tenían el trabajo sexual como única posibilidad para vivir.

Esta politización se radicalizaría con el estallido de los disturbios y enfrentamientos entre la policía y cientos de personas de la disidencia sexual en el bar Stonewall Inn en el barrio Greenwich Village en Nueva York. Según Stryker, desde inicios de la década de 1950 imperaba en todo el país una política de Estado homofóbica que, como parte de su lucha contra el comunismo en plena Guerra Fría, promovía los despidos de personas sospechosas de homosexualidad de los trabajos en el gobierno, los espacios educativos y la industria en general ya que se les consideraba “pervertidos” y con vidas de “dudosa moralidad”, lo que supuestamente los volvía una amenaza para los intereses del imperialismo estadounidense ya que podían ser una entrada para el comunismo. Esto se acompañaba de un clima represivo debido a las recurrentes redadas y detenciones policiales callejeras y en los espacios nocturnos de convivencia en contra de lesbianas, trans y homosexuales.

La noche del 28 de junio la policía llegó al bar Stonewall Inn arrestando a mujeres trans, hombres trans y transmasculinidades, lesbianas, drag queens y homosexuales como siempre solía hacerlo. Sin embargo, esa vez las detenciones se encontraron con una resistencia que se tradujo en un enfrentamiento directo con la policía. Mientras se pasaba de la resistencia corporal a ser arrestadxs, al lanzamiento de objetos como monedas, botellas y hasta cocteles molotov, al lugar arribaron alrededor de dos mil personas en su mayoría de la disidencia sexual de la zona y alrededores. Los enfrentamientos callejeros con la policía durarían hasta la noche siguiente conforme más disidencias se reunían en el lugar como forma de protesta y la policía buscaba dispersar a la multitud. En los días, semanas y meses siguientes se pondría en pie una ola de movimientos de las disidencias sexuales tanto en distintas ciudades de Estados Unidos como de todo el mundo que coincidía y en parte se alimentaba del movimiento contra la Guerra de Vietnam, el movimiento afro contra el racismo, los movimientos de mujeres y los movimientos estudiantiles y de trabajadorxs de 1968.

Durante la década de 1970, década en que el neoliberalismo se implantaría a lo largo del mundo, el avance político y organizativo de lo trans en Estados Unidos pasaría por una especie de retroceso caracterizado por un aislamiento, despolitización y domesticación que asentaría una serie de tendencias respecto a lo trans en todo el mundo que llegan hasta la actualidad. Esto se enmarcaba dentro del reflujo y retroceso generalizado que atravesaban los movimientos revolucionarios y radicales que habían tenido su auge a mediados y finales de 1960: estos comenzaron a ser desactivados de distintas maneras mediante la represión directa de los Estados burgueses y el estalinismo, se implementaron estrategias de contrainsurgencia con grupos paramilitares, hubo la penetración e intervención de los mismos movimientos para quebrarlos y desgastarlos desde adentro, y en otros casos fueron desviados de sus demandas más radicales otorgándoles lo mínimo y solo a algunos sectores.

En este contexto los grupos trans más radicales surgidos en 1970 como la Organización de Acción Travesti-Transexual, las Revolucionarias de Acción Travesti Callejera, las Reinas Radicales, las Travestis y Transexuales y las Fems contra el Sexismo veían con desconfianza que los sectores trans liberales y moderados —que eran la minoría— en su búsqueda por conseguir atención médica privilegiaran como su actuar político el establecer alianzas con los profesionales de la psicología, la medicina y programas médicos que promovían una mirada patologizante y tutelada de lo trans. Asimismo criticaban que los medios de comunicación espectacularizaran lo trans y lo redujeran a un cuerpo modificado e intervenido médicamente —por entonces la mirada exotizante y morbosa de la transición centrada en la belleza en donde un hombre de clase media y alta se volvía una mujer hermosa y despampanante tomaba fuerza, tal como ya había ocurrido la década anterior con la famosa Christine Jorgensen que había pasado de ser militar de guerra a vedette— cuando existían problemas más importantes como la violencia transfóbica, los crímenes de odio, la precarización y la marginalización de la amplia mayoría de las mujeres trans.

Esto no solo despolitizaba lo trans y las transiciones, sino que al mismo tiempo contribuía a mantener una mirada domesticada y conservadora sobre lo trans alentada por la mirada patologizante y tutelada de la medicina la cual en el fondo más que ayudar a las personas trans en realidad permitía mantener un orden de sexo-género cisheterosexista en donde las personas trans se mantenían socialmente borradas e invisibles: la famosa lógica del “passing”, ser un cuerpo y una vida trans que pase como cisgénero sin ser identificada como trans. La disidencia de género e inconformidad con un sistema opresivo se despolitizaba al volverla patología, y la singularidad en las trayectorias de las propias transiciones y modificaciones corporales quedaban homogeneizadas por un modelo médico que estandarizaba una narrativa bajo el discurso del “cuerpo equivocado” e indicaba el curso de modificaciones que habían de seguirse en una serie de pasos para alcanzar el “passing”, sin atender a los deseos de las propias personas trans.

Por otro lado, mientras ocurría esta despolitización y domesticación de lo trans, el aislamiento se debería a la fragmentación que traería el surgimiento de lógicas conservadoras en sectores tanto del movimiento gay como del feminismo. Siguiendo a Stryker, mientras que en 1973 tanto el movimiento gay como el movimiento feminista avanzaban consiguiendo la despatologización de la homosexualidad y el derecho al aborto, las personas trans veían el avance de un modelo médico problemático que era comprendido de manera estigmatizante por el movimiento gay y feminista, y que insititucionalizaría a nivel internacional la patologización trans en 1980. En los sectores más conservadores de estos movimientos la demanda de modificación corporal no era vista como parte de la lucha por la liberación de la sexualidad y el cuerpo, la autodeterminación, y la autonomía corporal sino como una incapacidad política para liberarse auténticamente del poder e ideología de la medicina y como un intento patriarcal de emular a las mujeres cisgénero, respectivamente. Por entonces comenzaba a crecer en los espacios gays una homonormatividad que rechazaba la feminidad y reivindicaba la masculinidad como vía para asimilarse a la sociedad heteronormativa y alcanzar el respeto, y en el feminismo la vertiente transfóbica y transexcluyente (encabezada por Janice Raymond, Sheila Jeffreys y Mary Daly) desacreditaba y descalificaba toda feminidad en cuerpos masculinos por considerarla patriarcal y una parodia misógina de las mujeres cis.

En este contexto político adverso se volverían marginales las posiciones políticas de las organizaciones radicales. En 1971 el boletín Trans Liberation Newsletter demandaba: i) la abolición de las leyes que criminalizaban el travestismo y la vestimenta, ii) el alto a la discriminación en el mundo gay, iii) el alto a las prácticas explotadoras de los médicos para con las personas travestis y transexuales, iv) la gratuidad de tratamientos hormonales y quirúrgicos según lo demandara cada paciente por fuera de los estándares médicos, v) la creación de centros de asistencia a personas trans en todas las ciudades en donde las propias personas trans participaran de la supervisión de estos espacios, vi) derechos plenos en todos los ámbitos de la vida y voz en las distintas luchas sociales, vii) liberación inmediata de las personas recluidas en instituciones psiquiátricas y cárceles por travestismo o transexualidad, viii) y acceso a documentación oficial de acuerdo con el nuevo género sin dificultad alguna, y sin que se les exigiera llevar una identificación especial que las señalara como transexuales. Para estos grupos la lucha por la liberación trans no era algo aislado del resto de las luchas sociales, y en cambio no abogaban por una política centrada en la identidad sino una lucha por un cambio social de conjunto sobre la base de alianzas con otros sectores sociales entre los cuales estaba el feminismo, el movimiento gay, pero también personas heterosexuales y luchas por la justicia económica; es por eso que la lucha por mejores condiciones de vida para los explotados y oprimidos formaba parte de la lucha trans.

En 1980 se afianzaría la reacción contra lo trans con su integración en el Manual Estadístico y Diagnóstico de la Asociación Psiquiátrica Americana para codificarlo como una enfermedad mental y desorden. Durante las primeras tres décadas del neoliberalismo se internacionalizaría en muchos países centrales esta percepción domesticada, despolitizada y conservadora sobre lo trans. Mientras varias personas trans llevaban vidas ocultas —muchas veces con temor a ser descubiertas— en la sociedad cissexual, y otras pocas más podían ganarse la vida alimentando el morbo y la exotización con la que lucraban medios de comunicación y programas de televisión, la gran mayoría de las poblaciones trans se veían afectadas por las condiciones de precariedad generadas por el neoliberalismo: el desempleo y la pobreza aumentaron brutalmente volviéndose el nuevo rostro del capitalismo. Sumado a esto aumentó la privatización de la vida la cual asfixiaba toda posibilidad de servicios de salud públicos y gratuitos que gestionaran la pandemia del VIH de manera efectiva, además de los efectos del uso indiscriminado de hormonas y aceites modelantes en la búsqueda de ideales de feminidad inalcanzables. De acuerdo con el portal NYC LGBT Historic Sites Project, la organización internacional Act Up (Coalición del Sida para desatar el poder, por sus siglas en inglés), formada a finales de 1980 y la cual tenía dentro de sus miembros a personas trans, tenía como uno de sus objetivos el denunciar a las empresas farmacéuticas y a la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés) de mercantilizar medicamentos que no podían comprar la mayoría de los enfermos en fase de sida, y de no desarrollar investigaciones que apuntaran a la cura o mejores tratamientos, poniendo sus intereses económicos por encima de la salud. Asimismo, en este periodo se profundizó la criminalización de quienes ejercían el trabajo sexual, al tiempo que la violencia transfóbica no solo mantenía en la marginalidad y exclusión familiar y laboral sino que cobraba muchas vidas con transfeminicidios y crímenes de odio.

En América Latina el escenario sería algo distinto ya que durante ese periodo no hubo una domesticación de lo trans por parte del Estado sino un ataque directo para eliminarlo. En México entre 1965 y 1990, en plena expansión del neoliberalismo, se llevó a cabo la llamada Guerra Sucia; una política implementada desde el Estado con apoyo del imperialismo estadounidense para exterminar toda disidencia política y social de izquierda: el ataque y desactivación de los grupos guerrilleros, la masacre de lxs estudiantes en Tlatelolco en 1968, el halconazo en 1971 y el ataque a líderes sindicales y movimientos de trabajadorxs serían parte de esta política de contrainsurgencia. En los últimos años ha salido a la luz que las disidencias sexuales también formaron parte de las minorías sobre las que actuó sistemáticamente esta política autoritaria durante los gobiernos del Partido de la Revolución Institucional (PRI). El periodista Carlos Maldonado narra que las mujeres trans, junto con disidencias sexuales y de género en general, fueron sistemáticamente detenidas por agentes y policías a cargo de Arturo Durazo Moreno, el Negro Durazo, para ser enviadas a la División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), popularmente conocida como Tlaxcoaque, un centro de tortura en Ciudad de México donde eran golpeadas, violadas, humilladas, algunas asesinadas y otras más desaparecidas.

Esta historia en común de persecución de la extrema izquierda y las mujeres trans llevó a que en algunos casos se dieran alianzas entre disidencias sexuales y una parte de la izquierda —específicamente el trotskismo— que combatía la homofobia que solía caracterizar a la gran mayoría de la izquierda de la época. Como señala la filósofa Siobhan Guerrero por entonces imperaba entre la izquierda un discurso en el que la homosexualidad era vista “como una pústula del imperialismo yanqui” o “una expresión de la decadencia del capitalismo”, e incluso en el caso del trotskismo mexicano que representaba el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) —que veía con entusiasmo el acercamiento entre la extrema izquierda y los grupos de disidencias sexuales— existía un sectarismo cis-sexista que veía los “concursos travestitas” como opuestos al “método proletario de lucha”. El estalinismo hoy rechaza y niega toda asociación de la extrema izquierda con las mujeres trans, tal como quedó patente cuando en uno de los actos de memoria alrededor de Tlaxcoaque miembros del Partido Comunista y algunos ex-líderes estudiantiles del 68 se negaran a compartir espacio con las mujeres trans asistentes al evento. Sin embargo, aunque nuestra presencia les pese, forma parte de la historia que —tal como lo narra Lizárraga y Guerrero— la primera aparición pública de un contingente de homosexuales y trans en México se dio un 26 de julio de 1978 en una marcha por el aniversario de la revolución cubana. Había sido el Frente Homosexual de Acción Revolucionaria (FHAR) el que había organizado ese contingente y, junto con el Grupo Lambda de Liberación Homosexual y Oikabeth, volverían a aparecer en el aniversario de la matanza de Tlatelolco del 2 de octubre de ese año. No obstante esto, el vínculo entre la extrema izquierda y los grupos de las disidencias sexuales se desvanecerían muy pronto.

En el resto del continente en el Cono Sur, específicamente en Chile, Argentina, Brasil y Uruguay, en donde la implementación del neoliberalismo implicó abiertamente la instauración de dictaduras militares, también se tradujo en décadas de violencia y persecución sistemática para las personas trans, en particular mujeres trans y travestis. Las travestis, que reivindicaban existencias que no necesariamente implicaban la medicalización del cuerpo, solían ser fácilmente identificables y mayormente castigadas por el Estado, a diferencia de las mujeres transexuales.

En medio de este complejo contexto entre las décadas de 1980 y 1990 los movimientos, ya no de liberación homosexual, sino LGBT y feminista tendrían un desplazamiento hacia su institucionalización. Diferentes partidos políticos, las recién formadas ONG y distintas organizaciones de estos movimientos sociales tendrían una política que las desplazaría de las calles a las instituciones, de la lucha por una transformación social y económica profunda a la asimilación dentro del capitalismo, de la revolución sexual a la incorporación dentro de nichos de mercado rosa y rainbow que colocarían como la cumbre de la libertad sexual el consumismo LGBT friendly, la representación y el reconocimiento por parte de marcas y empresas, y el alcanzar formas de vida enmarcadas dentro de la moral burguesa, como la realización amorosa dentro de las instituciones del matrimonio y la monogamia. Este desvío institucional domesticó y pasivizó al movimiento LGBT+ y feminista, alejándolo de toda radicalización anticapitalista y revolucionaria, colocándolo dentro de la lógica de ganar derechos democráticos de a poco dentro de un capitalismo con aspiraciones a adquirir un rostro humano, un capitalismo rainbow. Al mismo tiempo la caída de la URSS y el golpe ideológico que asentó el neoliberalismo con el supuesto “fin de la historia” y “fin de las ideologías”, resultaría en que la revolución social y sexual quedaría borrada del imaginario social.

La izquierda internacional quedaría fragmentada entre aquella que abandonaría la perspectiva revolucionaria y se abocaría al reformismo mediante la búsqueda de derechos democráticos sin pretender derrocar al capitalismo, mientras que por otro lado gran parte de aquella que seguía levantando las banderas de la revolución miraba con recelo, escepticismo y sectarismo a los movimientos LGBT+ y feminista, y su proceso de asimilación al capitalismo. Este sectarismo se haría patente en las caracterizaciones hostiles que constantemente definían la elaboración teórica LGBT+ y feminista como anclada exclusivamente en el terreno de lo cultural, “posmoderna”, o identitaria divorciada del materialismo, el marxismo, y la lucha contra el sistema económico. Décadas más tarde estos tropos sectarios serían cooptados por los neoconservadurismos y el movimiento antigénero para construir un discurso y un sentido común antitrans acusando a las personas trans de “negar la realidad social y la materialidad del cuerpo” y de ser un producto del “posmodernismo neoliberal”.

A finales de la década del 2000 volvería a haber un nuevo auge del movimiento trans en distintas partes del mundo que se extendería hasta mediados de la década del 2010 —hasta fundirse con el auge global del movimiento feminista entre 2016 y 2017 y prologarse hasta el 2019— teniendo como su motor principal la lucha contra la despatologización, el reconocimiento legal de la identidad de género para adultos y menores de edad, y el acceso a servicios médicos relacionados con la salud transicional. Esta repolitización estaba influida intelectualmente por las críticas desarrolladas entre finales de la década de 1980 y durante la década de 1990 —que básicamente darían forma al transfeminismo— a la alianza existente entre la institución médica y el Estado para regular y controlar los cuerpos trans. Se cuestionaba la patologización como mecanismo social de control y segregación de las disidencias sexogenéricas, al tiempo que se criticaban los términos médicos y normativos como “transexualidad” y “disforia de género” y se reivindicaba la autonomía corporal respecto a las maneras de llevar a cabo transiciones ya fuera médicamente o no: había una celebración de las mujeres con pene y los hombres con vulva y se rechazaba que el passing, la heterosexualidad y la feminidad hegemónica fuera la meta de las transiciones. El binarismo de género, supuestamente sostenido por un binarismo sexual, era fuertemente criticado como una imposición social y colonial al servicio de la heteronormatividad en vez de la expresión de un orden de la naturaleza; las subjetividades e identidades no binarias reclamaban su legítima existencia.

Asimismo este auge surgía como un combate a la transfobia histórica de sectores del feminismo, como el feminismo radical trans excluyente (TERF), y abogaba por un feminismo interseccional y de alianzas, dentro de las cuales estaban las trabajadoras sexuales (muchas de las cuales eran y continúan siendo mujeres trans), las personas intersexuales, y las familias que apoyaban las transiciones de las infancias trans. De igual manera se criticaba la representación mediática de lo trans y se la señalaba como cómplice de la marginación y exclusión. En países latinoamericanos la denuncia de la violencia transfeminicida se volvió central debido a las décadas de violencia física contra las mujeres trans, llegando a formar parte de las masivas movilizaciones que reclamaban “Ni Una Menos”. En suma, este auge fue una respuesta sintomática ante décadas de malestar con el lugar de exclusión, marginalidad y opresión que le había sido socialmente asignado a las personas trans durante las primeras décadas de neoliberalismo.

En muchas ciudades de varios países, aunque no siempre en países completos, se comenzó a conseguir el acceso legal a la identidad de género y a algunos servicios médicos, y en espacios educativos —principalmente universidades— lo trans fue introducido gradualmente como un tópico a ser abordado, muchas veces dentro de los programas de estudios de género y no sin resistencias que implicaban discutir a la par los argumentos terf. En el año 2018 la Organización Mundial de la Salud dejaría de considerar lo trans como una enfermedad mental, aunque todavía la enmarcaría de manera conservadora como una “incongruencia de género” y algo a ser diagnosticado. Estos logros, aunque bastante mínimos, habrían sido conseguidos como concesiones democráticas tardías alcanzadas en muchos casos gracias a la presión de grupos trans que denunciaban las lógicas electorales y partidistas con las que se otorgaban algunas demandas; pero muchos cambios más vendrían como una ola generalizada en distintos países y en la OMS luego de la fusión y confluencia del movimiento trans con el auge del movimiento feminista a nivel internacional entre el 2016 y el 2020.

No obstante esta potencia política, toda perspectiva de plantear la lucha por la liberación trans como parte de una lucha social y política amplia en contra del capitalismo y las condiciones de explotación y opresión, mismas que mantienen la transfobia y al mismo tiempo se benefician de ella, no formó parte de este nuevo auge trans. Las alianzas amplias con otros sectores sociales más allá de los del feminismo que implicaran la coordinación con luchas por mejores condiciones laborales, acceso a la vivienda, acceso a la jubilación, a la educación para todxs y a un seguro médico universal no fue una reflexión política amplia. Incluso la despatologización radical como la pensaba Hirschfeld, o las demandas radicales de los grupos trans de la década de 1960 e inicios de 1970 (instalación de centros de asistencia trans en todas las ciudades, acceso a tratamientos hormonales y quirúrgicos de forma gratuita y conforme lo demande cada paciente, y el acceso a documentación oficial de forma sencilla para todas las personas trans) difícilmente fueron enarboladas como demandas políticas conjuntas a ser conseguidas de manera amplia para todo un país. La fragmentación identitaria de la lucha, así como la fragmentación de los movimientos a nivel local que ya no demandaban en un movimiento a nivel nacional, y una incomprensión de los límites de la lucha trans dentro del capitalismo fue abundante. Al mismo tiempo fue escasa la reflexión política sobre el vínculo entre la liberación trans y la lucha contra el sistema económico actual.

En cambio, a partir de los años 2000 el pequeño avance político logrado por parte del movimiento trans sería empleado por el mercado para producir nuevas representaciones despolitizadas y domesticadas del cuerpo trans y la transición, las cuales buscarían vender la liberación trans como un acto de consumo dentro de un capitalismo supuestamente incluyente que bombardea constantemente con ideales cis-sexistas e inalcanzables de belleza, masculinidad y feminidad. El neoliberalismo aprovecharía el desmantelamiento de servicios de salud provistos por el Estado, y la inexistencia de atención específica para población trans, para volver las necesidades médicas de la población trans una mercancía a ser comprada a las empresas médicas que lucran con la salud, algo que ya ocurría de manera local e incipiente en 1970 cuando algunos médicos veían en la necesidad médica de las poblaciones trans una oportunidad para hacer dinero. La salud trans y el acceso a la modificación corporal en los últimos veinticinco años se volvería un privilegio para unas cuantas personas trans que pudieran pagarlo, mientras una amplia mayoría precarizada solo sueña con que la autonomía corporal sea una realidad material y no solo una formalidad legal o un principio ético. En el caso específico de México, ante la falta de acompañamiento del Estado, un sector del mercado ha buscado aprovecharse de nuestras necesidades para desarrollar un modelo de negocios de la salud trans de bajo presupuesto inspirado en el de las farmacias y los genéricos.

Al mismo tiempo, mientras una parte de las empresas han continuado explotando la exotización y el morbo cis-sexista al reducirnos a las personas trans a cuerpos intervenidos médicamente que alcanzan estándares de belleza impensables para alguien trans, otra parte del capitalismo ha visto en el cuerpo trans y nuestras historias de vida un producto a ser consumido en películas, series de televisión, documentales, libros, influencers en redes sociales, producciones porno, y plataformas de trabajo sexual; en muchos casos promoviendo estereotipos transfóbicos y racistas como recientemente ha ocurrido con la película francesa de Emilia Pérez. La utilización de la bandera trans ha sido la estrategia de marketing de transnacionales y empresas tecnológicas que solo nos recuerdan durante el mes del orgullo lucrando con nuestras esperanzas y deseos de un mundo libre de transfobia; para los partidos políticos burgueses desde los demócratas en Estados Unidos hasta los gobiernos progresistas en América Latina y Europa solo hemos sido un botín político: los gobiernos progresistas/posneoliberales en muchos lados otorgaron de manera formal y mínima algunas demandas sin realmente transformar la realidad trans, y en muchos casos continuaron ligados a grupos conservadores y antiderechos, tal como sucede actualmente con el Morena en México; para los países imperialistas lo trans ha sido una buena vía para justificar su intervencionismo y sus guerras en África y Medio Oriente, tal como el enclave imperialista del Estado de Israel ha justificado el genocidio de palestines en la franja de Gaza en nombre del “progreso LGBT” de occidente.

El capitalismo “transincluyente” ha hecho del cuerpo y la vida trans un producto a ser monetizado mediante el consumo de amplios sectores sociales cisgénero mientras la cisheteronormatividad en la cotidianidad de la sociedad continúa atrincherada de manera profunda. Nuestras vidas, nuestros cuerpos y nuestras banderas ha sido explotadas en los últimos quince años sin que eso realmente haya cambiado radicalmente la realidad de las amplias mayorías de las personas trans, las cuales continúan enfrentando las consecuencias más devastadoras del neoliberalismo como la precarización, la marginalidad y la discriminación, la inestabilidad laboral y exclusión de muchos trabajos, problemas de salud mental, la imposibilidad para acceder dignamente a la vivienda, a la cultura, a la educación, al amor, a la sexualidad, a la justicia y a servicios de salud transicional.

¿Por qué se dice que somos una consecuencia nociva del neoliberalismo?

Recapitulando lo dicho hasta ahora, las personas trans tenemos una historia que antecede al neoliberalismo y la realidad de las personas trans durante este ha estado caracterizada por la transfobia, la patologización y la exclusión para las amplias mayorías. Sin embargo, ¿entonces por qué es que hoy en día se nos señala como una consecuencia nociva del capitalismo neoliberal?

Existen dos argumentos que más se suelen extender por parte de la ultraderecha, pero los cuales también se encuentran en una parte de la izquierda centrista y de la extrema izquierda sectaria. El primero de estos sostiene que los cuerpos de las personas trans son la expresión neoliberal de un cuerpo que puede ser comprado en el mercado tal como se compra cualquier otro objeto-mercancía en el capitalismo, como si fuera un simple cambio de ropa. Dentro de este argumento la autonomía corporal es igualada a la libertad de mercado. Esto en realidad oculta tres cosas: i) que en el neoliberalismo todos los cuerpos (cisgénero y transgénero) hemos sido arrojados al mercado para satisfacer necesidades que el Estado tendría que satisfacer pero que se han privatizado para la ganancia capitalista, ii) que todo acto de modificación corporal forma parte de un ejercicio de nuestra agencia y autonomía corporal que caracteriza a la lucha por la liberación sexual y de género, pero que dentro del capitalismo esta autonomía corporal se ve desplazada por libertad de mercado cuando la única manera para ejercer algo que tendría que ser un derecho es mediante el privilegio del dinero. Aquello que debería ser un derecho universal se encuentra codificado en el capitalismo como una mercancía, a la cual las personas trans no suelen acceder por la transfobia y la precarización que promueve este sistema. La defensa de la agencia y autonomía corporal la comenzaron a forjar las personas trans junto con Hirschfeld hace cien años, aunque después nos sería arrebatada y negada por el fascismo, luego por los Estados de bienestar de la posguerra y ahora por la dictadura del dinero en la que nos mantiene el capitalismo neoliberal. Así como el embarazo y la maternidad no es el destino biológico de las mujeres cis, y tampoco la sexualidad heteronormativa es una obligación biológica, asimismo ninguna forma de vivir el cuerpo sexuado es el destino biológico de nadie. No defender la autonomía corporal de las personas trans es renunciar a todo principio de autonomía corporal para cualquier cuerpo, algo que busca la ultraderecha con sus políticas antiderechos.

Y la última cosa que se oculta cuando se esboza este argumento es que iii) las modificaciones corporales no suelen ser vividas como actos voluntaristas como sería el cambiarse de ropa. Una cosa es que exista un discurso neoliberal que presenta el cuerpo —todos los cuerpos, cis y trans— como un acto voluntarista, el cual es promovido por el mercado, y otra muy distinta que esa sea la realidad como se vive la experiencia corporal por parte de las personas trans. Por un lado toda persona que haya conocido a alguien trans de manera cercana sabe que nuestros cuerpos cuando son intervenidos médicamente no siempre cambian como lo desearíamos, por el simple hecho de que hay muchas dimensiones de la biología del cuerpo que exceden al control médico; pero incluso en quienes no llevan transiciones medicalizadas el vivirse de un género distinto al asignado al nacer dentro de una sociedad machista y transfóbica trae implicaciones sociales profundas que no pueden compararse ni reducirse a un simple “cambio de ropa”. Por otro lado, el movimiento trans lleva años discutiendo abiertamente y produciendo un discurso crítico, pero sin estigmatizar ni condenar la modificación del cuerpo, sobre la importancia de tener en cuenta las implicaciones médicas y de salud que rodean a las intervenciones corporales a las que recurrimos y las cuales, con tal de obtener dinero, muchas veces quedan ignoradas u ocultas por médicos, practicantes y empresas. Tomemos en cuenta que la discusión social y médica en torno a los efectos adversos de los aceites modelantes y biopolimeros ha sido encabezada públicamente por mujeres trans, a pesar de que es una práctica a la que también recurren muchas mujeres cisgénero, pero que por la vergüenza y el estigma social existente alrededor de la modificación del cuerpo es que estas últimas prefieren no involucrarse activamente.

El segundo argumento que se esboza para acusarnos a las personas trans de ser una consecuencia del neoliberalismo es aquel que dice que somos un producto nocivo del uso de la tecnología en el capitalismo. Esto suele ir acompañado de la afirmación de que fue la biotecnología que se desarrolló en la década de 1970, y la cual formó parte del proyecto neoliberal para encontrar nuevos espacios de acumulación de ganancia, la que produjo a los cuerpos trans. Esta acusación no solo ignora todo lo que hemos venido explicando hasta ahora sobre la historia del cuerpo trans, sino que igualmente se ancla en una concepción pesimista de la tecnología ya que se suele decir que las personas trans “violentamos” el cuerpo, la “naturaleza humana”, y la naturaleza misma al intervenir nuestros cuerpos con las tecnologías médicas, lo cual es igualado a la manera que el capitalismo ha devastado el planeta con la tecnología. Es verdad que la tecnología en manos del capitalismo ha producido la crisis ecológica que ahora vivimos, razón por la cual existen teóricxs que hoy defienden dejar de llamar a nuestra actual era climática Antropoceno y llamarla Capitaloceno, sin embargo esto ha sido por usos, aplicaciones y desarrollos específicos de la tecnología por parte de los capitalistas y no por la tecnología en sí misma. Las personas trans durante el neoliberalismo difícilmente hemos podido acceder al uso de tecnologías corporales mientras que las petroleras, empresas como Monsanto, y la industria tecnológica de las armas para la guerra han proliferado causando no solo devastación ambiental sino pauperización, daño y muertes humanas.

El pensamiento marxista históricamente ha criticado que en el capitalismo el desarrollo de la tecnología es puesto en función de la lógica de la ganancia capitalista para hacer que los artefactos que se produzcan favorezcan y permitan mayor explotación y opresión; esta crítica jamás ha implicado una tecnofobia y el compromiso con una concepción romántica y prístina de la naturaleza y los cuerpos en donde se rechaza su modificación. Desde Marx hasta lxs marxistas de la primera mitad del siglo XX, la tecnología también es una fuerza creativa que indudablemente en una sociedad socialista —en donde la lógica de la ganancia capitalista sea abolida— participará del proceso de liberación humana del trabajo al ser desarrollada y usada para dedicar menos tiempo al trabajo en vez de para enriquecer a los burgueses; pero no solo esto, para feministas marxistas de la segunda mitad del siglo XX como Donna Haraway la tecnología también es una fuente creativa para la liberación y transformación de las tareas domésticas en toda la sociedad, así como la oportunidad para explorar nuevas formas de vivir el cuerpo y la sexualidad que transgredan los estrechos límites del orden de género en el que vivimos. La expropiación y apropiación de la tecnología por parte de lxs explotadxs y oprimidxs forma parte integral del proyecto emancipatorio en contra del capitalismo. Recientemente Trump ha firmado una orden ejecutiva para eliminar todo uso de tecnologías médicas en jóvenes trans menores de 18 años mientras respalda a Elon Musk, Marck Zuckerberg y Sam Altman en el desarrollo de la Inteligencia Artificial que permita su aplicación en armas para la guerra, la vigilancia y para mayor extracción de plusvalía con la promesa de reemplazar el trabajo humano, trayendo más desempleo.

La verdadera consecuencia nociva en el neoliberalismo han sido los capitalistas que se enriquecieron con la bandera trans mientras la violencia transfóbica siguió cobrando nuestras vidas, y los discursos de odio se crecieron alimentados por el movimiento antigénero y la ultraderecha que han dispersado un pánico moral que vuelve a las personas trans chivos expiatorios frente a una sociedad desesperada por los problemas económicos, sociales y ecológicos causados por el capitalismo en el neoliberalismo. El pánico moral y la discriminación de Estado hacia las personas trans en países como Estados Unidos, Argentina, pero también Hungría e Italia, hoy resulta útil para el capitalismo no solo para desviar y canalizar el descontento social, tal como sucedía con lxs judíxs y el antisemitismo hace cien años, sino también para justificar recortes económicos a programas y proyectos sociales que daban sostén a derechos democráticos para la diversidad sexual y las mujeres en todo el mundo. Esto es lo que ha pasado con el ataque a la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos (USAID) por parte de Trump y Elon Musk, la cual destinaba algunos recursos económicos para la promoción de los derechos LGBT en distintos países, y la amenaza de recortes a la financiación mundial para combatir el VIH.

En el capitalismo cuando la transinclusión y proyección de una imagen democrática ha dejado de ser útil para extraer ganancias, entonces entra la transfobia, los valores de la familia tradicional y la patologización de la diversidad sexual como recursos autoritarios para gestionar la crisis. Lo vemos con Trump y sus intentos por desmontar toda política de acción afirmativa a favor de las minorías sexuales y raciales, pero también en Milei que en el Foro Económico en Davos calificó la homosexualidad como una enfermedad mental y sinónimo de pedofilia. Igualmente lo constatamos con los cambios realizados por Marck Zuckerberg a las políticas de Meta que ahora permiten calificar a la diversidad sexual como “enfermos mentales” mientras reivindica una cultura de la masculinidad como agresión.

La acusación de que las personas trans somos una consecuencia nociva del neoliberalismo en realidad es una estrategia discursiva para avanzar el odio y tergiversar la larga y profunda historia política, de lucha y resistencia que hemos atravesado las personas trans. No somos una consecuencia nociva del neoliberalismo, somos la resistencia sobreviviente a sus políticas capitalistas e imperialistas de muerte contra las disidencias sexuales que tiene dentro de sus filas los nombres de Amelio Robles, transmasculinidad que participó en la revolución mexicana, y Silvia Rivera y Marsha P. Johnson, transfeminidades racializadas y trabajadoras sexuales que encabezaron el movimiento de Stonewall.

Ante el auge del autoritarismo capitalista en Estados Unidos, Europa y América Latina, que amenaza con devorar nuestros derechos y nuestra existencia, el movimiento trans está volviendo a tomar las calles para combatir las políticas conservadoras y reaccionarias de la ultraderecha como ha quedado patente en Argentina, con la enorme movilización nacional del 1 de febrero que recibió la solidaridad internacional con movilizaciones simultáneas en distintos países para repudiar las políticas transfóbicas, homofóbicas y antifeministas de Milei, pero igualmente Estados Unidos en donde en ciudades como Nueva York han habido movilizaciones para repudiar la suspensión de servicios médicos para población trans joven tal como lo ha anunciado Trump. En estas movilizaciones ha comenzado a tejerse nuevamente una alianza explícita y en la práctica entre el movimiento trans y algunas organizaciones de la extrema izquierda que resulta potente y esperanzadora para construir un nuevo capítulo de la relación entre las disidencias sexuales y los grupos con una perspectiva revolucionaria.

En este escenario y nuevo contexto la única opción realista para las personas trans es volver a las lecciones políticas de los grupos radicales de la generación de los años sesenta: tomar las calles en amplia unidad y alianza con otros sectores en lucha como lxs migrantes, sindicatos de trabajadorxs y el movimiento estudiantil, pueblos indígenas en resistencia, combatiendo activa y categóricamente la transfobia y todo prejuicio transfóbico existente dentro de las organizaciones de la extrema izquierda y dentro de las filas de lxs explotadxs y oprimidxs (la revolución política está condenada al fracaso sin ideas revolucionarias sobre el cuerpo, el género y la sexualidad. “No hay libertad política si no hay libertad sexual”, gritaban las disidencias de los años ochenta en América Latina), con independencia política de los partidos empresariales, y en perspectiva revolucionaria de que la liberación trans de manera radical solo podrá ser alcanzada combatiendo al capitalismo —generador de políticas de odio hacia minorías raciales, étnicas y sexuales cada vez que tiene que afrontar sus crisis recurrentes— e imponiendo otro tipo de sociedad, una sociedad socialista. Como versa una imagen que circula por redes sociales: Stonewall fue una revuelta, lo que necesitamos ahora es una revolución.

Referencias:

Beauchamp, T. C. 2017. Transgender matters. En Gender: Matter. Macmillan Reference USA, 65-77.

Butler, J. (2024). Who’s afraid of gender?. Knopf Canada.

Feinberg, L. (2017). “Liberación transgénero: un movimiento cuyo tiempo ha llegado”, en Políticas trans: una antología de textos desde los estudios trans norteamericanos (pp. 67-103). Egales.

Fornell, L. (2020). Hijras o el tercer género, de la mitología a la marginación. El País. Disponible en: https://elpais.com/elpais/2020/09/07/planeta_futuro/1599488663_460336.html

Gill-Peterson, J. (2018). Histories of the transgender child. U of Minnesota Press.

Guerrero, F. (2015). Ciencia y contracultura: el movimiento de liberación homosexual y sus saberes. Ludus Vitalis, vol. XXIII, núm 43, pp. 195-221

Haraway, D. (2013). “A cyborg manifesto: Science, technology, and socialist-feminism in the late twentieth century”, en The transgender studies reader (pp. 103-118). Routledge.

Lizárraga, X. (2010). “Una mirada al devenir del activismo homosexual”, en: Muñoz, J. Homofobia: laberinto de la ignorancia. UNAM. pp. 33-46.

Maldonado, C. (2023). “El suplicio de ser trans en la Guerra Sucia de México: ‘Perdí los dientes, me rompieron los tímpanos, nos violaban y mataban’”. El País. Disponible en: https://elpais.com/mexico/2023-05-04/el-suplicio-de-ser-trans-en-la-guerra-sucia-de-mexico-perdi-los- dientes-me-rompieron-los-timpanos-nos-violaban-y-mataban.html

Meyerowitz, J. (2004). How sex changed: A history of transsexuality in the United States. Harvard University Press.

NYC LGBT Historic Sites Project. Act Up Demonstration on Wall Street. Disponible en: https://www.nyclgbtsites.org/site/act-up-demonstration-at-the-new-york-stock-exchange/

Stone, S. (2013). “The empire strikes back: A posttranssexual manifesto”, en The transgender studies reader (pp. 221-235). Routledge.

Stryker, S. (2017). Transgender history: The roots of today’s revolution. Hachette UK.

Traverso, E. (2023). Revolución: una historia intelectual. Fondo de Cultura Económica Argentina.


VER TODOS LOS ARTÍCULOS DE ESTA EDICIÓN
COMENTARIOS
CATEGORÍAS

[Trans]   /   [Bloque trans y disidente]   /   [Personas trans]   /   [Transfobia]   /   [LGTBIQ+]   /   [Historia]   /   [Géneros y Sexualidades]

Leah Muñoz

@leahdanmunoz