Se hizo famoso en el mundo circense antes de la revolución del 1917. Luego colaboró con los experimentos secretos de la Academia Soviética de Ciencias.
Domingo 29 de julio de 2018 10:48
En los bordes del escenario circular gira un tren en miniatura conducido por una cabra maquinista que de ayudante tiene a un pato que suena un silbato de vapor con su pico. Por los vagones se asoman las cabezas de decenas de cobayos que ejecutan movimientos sincronizados mientras pasan de una ventana a la otra y una multitud de niños aplaude encandilada.
La orquesta arrecia y dos grandes lobas siberianas bailan en dos patas, marcan el ritmo dos perros minúsculos, Petit y Marte, vestidos como caballeros, que las llevan y las traen en un minuet canino. Y en el medio de aquel espectáculo un hombre va dando órdenes sólo con sus manos.
Todo es blanco en él menos sus enormes bigotes de cosaco, pintada de blanca la cara y blanco el holgadísimo overol del que cuelgan mil medallas de hojalata con una banda celeste que se vuelve capa. Lleva a un mono capuchino en el hombro con el que simula competir por dirigir la fiesta y la gente estalla en carcajadas y alegría.
Vladimir Duróv ya no es el payaso trapecista de su juventud. Tampoco el aristócrata de su niñez, cuando dejó un brillante futuro en las Centurias Negras (esa Triple A del zarismo, con los límites de tal comparación) que (dicen) había fundado su abuelo, cuando el apellido Duróv era tan noble y tan antiguo como los muros medievales de la ciudad de Riazán.
Hacía ya más de cuarenta años que él y su hermano Anatoly se habían ido de su casa y encontraron abrigo en la cultura circense rusa. Hasta que ellos llegaron, ese mundo estaba lleno de franceses e italianos que apenas carraspeaban el idioma ruso, y mucho menos eran capaces de contar un chiste. Ellos agregaron el monólogo y la presentación de las virtudes de cada uno de sus animales antes de cada acto.
A Vladimir se le daba mejor con los animales, le era algo natural que Anatoly no alcanzaba a descifrar. Pronto se fueron distanciando, se acusaron mutuamente de robarse las rutinas. Anatoly moriría de tifus en algún lugar de Ucrania en 1916. Vladimir se enteró muchísimo después, porque su hermano antes de morir le había hecho llegar una carta que sencillamente decía “aquí las cosas marchan fenomenal”. Estaba fechada un día antes de su muerte.
Cuando se asentó el nuevo régimen después de la Revolución, los talentos de Vladimir fueron publicitados como un éxito cultural que anunciaba la potencia de la nueva sociedad que se gestaba. Eran tiempos efervescentes en la Rusia Soviética.
Un sector importante del flamante Partido Comunista dedicaba parte de sus reflexiones hacia la pregunta de si era posible poner en pie, ya mismo, a un nuevo humanismo proletario. Vladimir no usaba el látigo ni el castigo del hambre para amansar a sus bestias.
Cuando los funcionarios soviéticos le preguntaron cómo hacía, él les respondía que si querían saber él andaba queriendo conseguir un hipopótamo. Le consiguieron dos, vaya a saber uno de dónde y cómo.
Así el show de Vladimir se fue llenando de las mas variadas criaturas recogidas en los cuatro rincones del mundo. Los funcionarios de la Academia Soviética de Ciencias le cumplían todos sus caprichos porque Vladimir los había convencido de que él usaba la telepatía con sus animales y que en algunos años más iba a poder ser capaz de legarles un método reproducible y sistemático para ser aplicado en el campo militar.
Quizás cuando estaba en su casa, solo, Vladimir reía.
Cuarenta años antes, poco más, poco menos, Vladimir había hecho un alto en su carrera circense. Mientras su hermano Anatoly partía hacia una gira por el Imperio Austro-Húngaro y por Italia, él retomó sus estudios.
Volvió a su Riazán natal, donde intentó estudiar fisiología y neuro reflexología sin aburrirse. Tomó clases con un tal Iván Séchenov, un psicólogo formado en Leipzig cuyos estudios sentaron las bases del conductismo y también formaron a otro fisiólogo: a Iván Pávlov, el del famoso perro y su campanita.
La Guerra Mundial y la Revolución hicieron difícil rastrear su sospechoso currículo del telépata.
Vladimir moriría en 1936 luego de haber realizado más de mil trescientos experimentos supervisados por los científicos soviéticos y una brillante carrera en los escenarios del mundo entero.
Aunque se lograron importantes avances, como trasplantar la cabeza de un perro al cuerpo de otro y que las dos cabezas manifestaran una “conciencia” independiente, la investigación no llegó al descubrimiento del arma definitiva.
Después de la Segunda Guerra Mundial y en el auge del tráfico de carpetas entre los espías, los norteamericanos se harían con las investigaciones telepáticas abandonadas por los soviéticos y darían la voz de alarma.
Esto tampoco es broma: el Pentágono lanzó un programa donde sentó a hombres a mirar fijamente a unas cabras, basándose en las anotaciones rusas al método de Vladimir, para ver si estos podían detenerles el corazón a esos pobres animalitos en plena Guerra Fría.