Manuel Belgrano, tal como aparece en el nuevo billete de diez pesos de curso legal, no parece Manuel Belgrano.
Sábado 14 de mayo de 2016
Lo primero que hay que decir, a mi entender, de Manuel Belgrano, tal como aparece en el nuevo billete de diez pesos de curso legal, es que no parece Manuel Belgrano. No parece o se parece de lejos, funciona menos como una figuración que como una evocación, es más lo que nos lo recuerda que lo que nos lo da a ver. Claro que, cuando decimos Manuel Belgrano, cuando nos referimos a su apariencia, ¿de qué hablamos exactamente? Hablamos siempre de representaciones ambiciosas de semejanza, porque ver nunca lo vimos y porque de fotos no disponemos (de San Martín, en cambio, sí: un daguerrotipo en su ancianidad). Deberíamos especificar, entonces, en todo caso, que a quien no se parece más que someramente este flamante Manuel Belgrano, el del nuevo billete de diez pesos, es a su inmediato predecesor, el Manuel Belgrano del viejo billete. Este de ahora tiene la cara más ancha, los ojos más grandes, las cejas más juntas, la oreja más rara, la boca más imperfecta, menos mentón; es menos helénico, luce menos templado, la nariz se le moderó. Y en lugar de la vestimenta civil, que exhibía aquel, el del billete previo, este otro, el recién estrenado, encasqueta malamente el cogote en el rígido encorsetamiento del uniforme militar.
¿Importa esto? A mí, sí: muchísimo. Porque un héroe nacional, como lo es Manuel Belgrano, sostiene decisivamente los dispositivos de la identidad: es uno de sus artífices, y al mismo tiempo uno de sus emblemas. ¿Qué nos queda por decir, entonces, qué tenemos que pensar, por ende, cuando un héroe de la identidad no es idéntico a sí mismo? ¿Cómo puede la certeza inconmovible de su yo proyectarse y consolidar la identidad colectiva de un nosotros, si ese yo ya no coincide consigo mismo; si es yo de una forma, en un billete, y luego es yo de otra forma, en el otro? La figura de Manuel Belgrano emite, desde cada uno de los tantos billetes, una clave de identidad; de billete en billete, sin embargo, del viejo al nuevo, no produce sino diferencia.
¿No es esto lo que hay que entender, y luego encomiar? Que no hay identidad en la fijeza ni en la mismidad más estable, sino en la deriva insondable, en la discontinuidad, el devenir. Saludemos, pues, a este Manuel Belgrano mutante, o a este Manuel Belgrano mutado, que lo que viene a decirnos, como héroe argentino, es que el “ser nacional” no existe. Porque si existiera, esencial y trascendente, sería inalterable, como lo son siempre las esencias, como lo es lo trascendente. Y aquí está, en cambio, Belgrano, visiblemente alterado, apenas reconocible, aquí están los dos Belgranos, tan distintos entre sí.
¿Y si damos vuelta el billete? Consultemos, si cabe, su envés. El viejo billete exhibía una imagen del Monumento a la Bandera de Rosario. Imagen actual, visión de una ciudad moderna, el monumento del ’57 se erige en un entorno de edificios contemporáneos (puro escenario, porque personas no hay: espacios vacíos de gente, según señalara magistralmente David Viñas, al igual que la Plaza de Mayo en el billete de cincuenta o el Museo Mitre en el billete de dos. En el de cien, que evoca la así llamada Campaña del Desierto, lo que vemos no es un espacio vacío, sino el vaciamiento de un espacio).
El nuevo billete de diez pesos, en su contracara, reemplaza al monumento de homenaje por el hecho mismo que el monumento homenajea: allí se ve, ahora, la escena sagrada de la creación de la bandera a orillas del Paraná. En vez del presente, el pasado. Belgrano nos resulta aun menos reconocible en esta imagen, y hay algo que parece no estar funcionando del todo bien en lo que va de su torso a su brazo (compárese esta imagen ecuestre con la de la estatua que lo honra en la Plaza de Mayo, y que se reproduce, por cierto, en formato bien pequeño, en la cara anterior del billete: aquel brazo, firme y erguido, aquí queda corto, medio mocho; el caballo gloriosamente encabritado en el bronce, se entristece en este cuadro al mostrarse cabizbajo).
El nuevo billete tiene colores. Se verifica así el salto crucial de la monocromía a la policromía, que antes supieron dar el cine, la televisión, los diarios. La bandera celeste y blanca se ve así: celeste y blanca. Belgrano la crea y la saluda. Y sus gloriosos soldados (la formación es castrense) la honran también: uno la iza, dos tocan trompetas, otro alza el sable, etc. Junto a ellos, pero en primer plano, vemos a una mujer: es Juana Azurduy, “la flor del Alto Perú”. Mejor definida, desde el punto de vista visual, y mucho mejor lograda, desde el punto de vista de las efigies heroicas, es la figura fundamental de la escena. De una escena en la que no estuvo, en la realidad del tiempo pasado, pero de la que forma parte ahora, en esta conjugación de presente, y con un protagonismo total. Los trece hombres de la imagen, pendientes por completo de la bandera, no parecen notar su presencia (en los hechos, sabemos, no estuvo; pero en el billete sí que está. ¿Y ellos? En otra). El brazo derecho de Juana Azurduy es más robusto que el de Manuel Belgrano, se alza con mucha mayor confianza. ¿Y la espada? La tiene notoriamente más grande. La tiene más grande que todos esos tipos, incluido el propio Belgrano.
Addenda: La escena transcurre en Rosario, como es bien conocido. Por eso es que no puedo pasar por alto que, en las aguas del Paraná, tal y como el nuevo billete las plasma, se alternan las franjas azules (a pesar de que ese río es marrón) con franjas amarillas de refulgencia solar. Los hinchas de Newel’s Old Boys algo tendrán que decir al respecto, fuera de dudas.
Martín Kohan
Escritor, ensayista y docente. Entre sus últimos libros publicados de ficción está Fuera de lugar, y entre sus ensayos, 1917.