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Red Internacional
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Relato. V. C. está encantador

El escritor y cartero Alejandro Noguera nos lleva a recorrer el barrio de la mano de Fede, el Peruano, el pibe de Almandoz y la Pillona. De fondo suena “el Pepo al taco”, mezclado con gritos y sirenas de la policía.

Sábado 31 de agosto de 2019 00:00

Ilustración de Mancor, historietista de La Plata

Ilustración de Mancor, historietista de La Plata

El guacho intentó arrancar la moto, pero no pudo. Era flaco, huesudo, de patas largas y chuecas. El sol de las tres de la tarde pegaba duro sobre su gorra; no había un árbol en la cuadra, casi ninguno en el barrio. El pibe de Almandoz salió a increparlo.

—Eh, guacho, rajá de acá con eso.

Estaba enfrente de su casa.

—Pará, gato, que no la puedo arrancar, ¿no ves?

—Rajá, pícatela que saco el fierro.

También en este número: "Un mes de LIDteratura, 30 mil visitas y unos tips de Baudelaire

El hijo de Almandoz se fue para adentro. El guacho continuaba pateando la moto; su nariz ya estaba acostumbrada al olor putrefacto de las zanjas. Algunos pibes le tiraban perdigones a un farol, otros jugaban con una pelota desgajada. Una casilla más allá, sonaba el Pepo al taco.

“…No nos importa nada y arrancamos caravana y encima pintó la carcajada…”

Volvió a patear la moto. La transpiración le bajaba por la frente. Escuchó la puerta de la casa de Almandoz, luego unos pasos.

—¡Rajá de acá, guacho!

Tres detonaciones sonaron después de las palabras. El hijo de Almandoz le disparó un tiro en cada rodilla y se volvió a meter. El guacho quedó tirado, gritando de dolor. Los pibes se guardaron, la música se cortó. El aire se vistió de pólvora. Quedó el silencio de algunos pájaros roto por la súplica del guacho. La sangre de sus piernas se esparcía, voraz, por el asfalto. No llamó a la policía ni a la ambulancia; como pudo, arrastrándose, fue hasta su casa. De ahí, lo llevaron hasta el hospital. La moto quedó abandonada.

La lluvia llegó al atardecer del otro día y barrió con todo. El agua violenta limpió la sangre seca en el asfalto. Las zanjas se desbordaron. Los sapos salieron a la superficie; las ranas retozaron de felicidad. Algunos cables se cortaron. Los rayos y truenos invadieron el cielo; el techo de algunas casillas levantó un vuelo imperfecto. La tormenta fue implacable durante una noche. A la tarde siguiente, Fede volvió del trabajo y se puso a limpiar la zanja de su casa; más tarde juntó la basura que el ventarrón había abandonado en su patio y volvió a colocar las canaletas que se habían desprendido. También reconectó el cable de la electricidad. En eso estaba cuando vio a la policía irrumpir en el barrio, para estacionar tres patrulleros en la puerta de la casa de su vecino, Almandoz. Fede bajó la escalera de madera, cruzó el patio barroso y el portón de madera para hablar con los oficiales.

—Pero tienen que tener dos testigos para allanar.

El Peruano escuchaba atento la historia de su amigo. Estaba enterado del incidente entre el Rana y el hijo de Almandoz, pero no de esos detalles.

—Sí, tenían un flaquito con una cara de susto, así que me ofrecí.

Fede bebió un trago de la Quilmes que había traído el Peruano.

—Más que nada porque lo conozco al padre y no quería que le armen quilombo o le metan alguna cosa.

—¿No había nadie?

—No, no. No sabés el bardo que hicieron, levantaron los colchones, daban vuelta los cajones, la ropa, las bolsas que había las destrozaban, dejaron todo dado vuelta.

—Igual no encontraron nada.

—No, si este seguro tiró el arma por ahí y se rajó a la mierda.

—¿Y esto fue recién?

—Cinco minutos antes de que vos llegues. Se fueron y cinco minutos después llegaste vos.

—Está loco el pibe ese.

—Sí, sí, ya había tenido bardo con el de 4, que le tiroteó el portón, viste, porque acá todos cacarean, pero este loco pela el fierro, no tiene problema.

—No, es un sacado, a mi me contó el Tato, no lo podía creer.

—Yo me enteré cuando volví del laburo, estaba tirada la moto todavía, la gorda me contó.

Sentados bajo el fresno del patio de Fede, la noche le iba ganando colores al atardecer. La cerveza se entibiaba apoyada sobre la mesa de cemento. La botella estaba casi vacía, al igual que los vasos. Una brisa fresca corría a través de ellos.

—Anda a buscar dos más— le ordenó Fede, dándole un billete de 50— ya me pegó.

El Peruano tomó la plata, dos envases y salió para el kiosco de la Mary. Fede se quedó saboreando el último trago. El Toto pasó caminando por el medio de la calle.

—Fede.

—¿Qué hacés, Toto? ¿jugamos mañana?

—Supongo que sí, ya habrá secado un poco.

—Igual va a estar rápida la cancha, sabes cómo voy a barrer, van a tener que saltar.

Fede largó una risotada.

—Sí, encima jugamos contra el equipo de Ariel, esos pendejos pesan quince kilos mojados, ni con una soga los agarrás.

—Vos quedate tranquilo que alguna le vamos a dar. Nos vemos, Toto.

—Chau, che.

El Peruano venía caminando con una botella en cada mano y hablando con Julián.

—Tené cuidado que éste se te hace el amigo y se quiere voltear a tu hermana— le gritó Fede.

Julián se rió, mientras continuó caminando por la calle.

—Lo está esperando.

El Peruano sonreía, en tanto dejaba una de las Quilmes escarchada sobre la mesa y llevaba la otra adentro. Fede la abrió con el cuchillo, sirvió cada vaso hasta el tope.

—Qué desastre fue la tormenta, allá por 13, se cayeron un montón de árboles, cables, autos todos rotos.

—Granizó, me parece.

—Sí, sí, cayó piedra.

—Acá también. Se cortaron los cables de luz, yo subí y lo conecté, ya fue, si voy a esperar a que vengan…

—No, ni entra acá la cuadrilla, la última vez que vinieron quisieron cortarle a los de Martínez, que estaban colgados, y los cagaron a piedrazos.

—Claro, pero también donde se van a meter.

Fede sintió el sabor amargo y helado de la cerveza caerle por la garganta; cuando apoyó el vaso sobre la mesa, el Peruano le volvió a servir. Una moto de baja cilindrada, con dos pibes encima, pasó echando humo.

—Estos van ahí, ¿no? —curioseó el Peruano.

—Sí, sí, ya de temprano empiezan a pasar, hoy viernes peor.

—Y este encima la rebaja con cualquier cosa.

—Sí, este le pica yeso, vidrio, de todo, lo que venga y estos cabeza de ropi se mandan el saque y les queda todo duro, se comen el re viaje.

El Peruano sonrió.

—Son unos mandibuleros.

—Acá llamaron un par de veces preguntando si vendían tuercas, los mandé a la mierda.

—Qué risa.

Un nene rubio, con mejillas sucias, flaco, con ropa ancha y manchada, pelo ceniciento y en ojotas cruzó el portón de madera y se acercó a donde estaban ellos.

—¿Qué haces, piaco? —le dijo a Fede, dándole la mano.

—¿Cómo andas, amigo?

Después le dio la mano al Peruano.

—Todo liso, ¿vos?

—Bien, acá, tomando una birra con el Gusti.

—Yo vengo de entrenar, hoy metí dos penaltis.

—Ah, pero sos re grosso vos.

El nene se rió y después se sentó al lado de ellos.

—Están quemados por la falopa —comentó Fede, retomando la charla— el otro día vino un loco, medio descerebrado y me ofreció una Play 3 a 300. Una Play 3 a 300.

—Sí, si habían rastreado una casa en 10 y estaban vendiendo las cosas.

—No la compré porque es para quilombo. Dudé en un momento, pero al final no.

—Sí, igual no te los sacás más de encima si les comprás.

—Más que nada por eso, al final la compró el flaco de acá la vuelta por 200.

—Iban bajando.

El Peruano tomó el último trago de cerveza y sintió una paz oxidada en el pecho.

—Igual pasa de todo por acá, alta gama, todo.

—Sí, sí, tienen biyuya muchos de los narigones, también.

El nene los miraba en silencio, con los ojos un poco idos.

—En cualquier momento empiezo a los gritos —dijo Fede y después se dirigió al nene— andá adentro, que está la gorda, y decile que te haga un pan con manteca. Y tráete la birra que está en la heladera.

El nene se paró y fue raudo.

—¿Este es de acá al lado?

—Sí, la argolluda está no les da ni bola, los tiene todo sucios, así nomás, al hermanito también.

—Se lo ve, es una rama el guachín.

—Viene acá siempre y le damos algo de comer, mirá un rato de tele, que se yo —Fede bebió el último trago— el otro día se me sentó al lado y se me apoyó contra el pecho, yo lo abracé. Necesita cariño el gil.

—Sí, pero esta no le da ni pelota, anda de acá para allá con el macho, no sé para qué tienen hijos si no les dan…

El nene salió de la casa con un pan cargado de manteca y azúcar en cada mano, abrazando la botella. El Peruano se levantó rápido y le sacó la cerveza; el nene se sentó donde estaba antes y comenzó a comer con un placer desmedido, teñido de cierta desesperación.

—¿Mucho laburo?

—No, lo de siempre —el Peruano miró hacia la calle, pasó un nene a caballo— hoy fuimos a Berazategui a ver un hogar que tenía la cañería toda podrida, nos llevó todo el día hacer eso.

—Vos sí que la ganás fácil.

El Peruano sonrió.

—Ando con quilombos con el auto.

—¿Sí?

—Sí, le cuesta arrancar y después va haciendo como un ruido raro.

—Debe ser el burro.

—No sé, lo llevé al taller, que le enchufen la computadora.

—Uh, te arrancan la cabeza con eso.

—Me cobró 1500 por el diagnóstico. Al final, algo electrónico es, como 5000 sale.

—Y, cualquier boludez te matan, es lo que tienen los autos nuevos —Fede bebió un trago de cerveza— igual a vos no te molesta, si la tenés toda amarrocada.

—No, no, nada que ver.

La oscuridad ya había ganado casi todo el cielo del barrio. Un soplo fresco pasaba entre ellos para vigorizarles la piel agotada. Eran casi las ocho y la tarde se presentaba como un sueño. Enfrente sonaba Romeo Santos, a la izquierda El Retutu, más para la derecha Leo Mattioli; cada equipo llevaba al máximo su volumen, deformando el sonido, haciendo retumbar las paredes. Fede se levantó y fue adentro; el nene terminó de comer el último trozo de pan, le sonrió al Peruano y se fue rumbo al portón. Desde adentro comenzó a sonar “Ala delta” de Divididos cuando Fede volvía al patio.

—¿A dónde vas, gil? —le gritó al nene.

—Ahora vengo, amigo —le respondió, mientras se perdía en la calle.

Fede se sonrió.

—Es un personaje este.

—¿Qué le hacés la contra con la música?

—Sí, sí, a mí a enfermo no me van a ganar.

Continuaron en silencio. La música los atravesaba en el patio de tierra con manchones de pasto; eran dos sombras recortadas por el farol que les caía del poste. Las ramas apenas se movían. Cada uno sentado casi frente al otro. Abrazado a su vaso; la botella se vaciaba de a poco. El Peruano se sirvió el último trago.

—¿Voy a buscar dos más?

Eran cerca de las doce de la noche, cuando el Peruano se levantó de la silla. La música que lo atornillaba desde cuatro direcciones; le empastaba la cabeza y lo entusiasmaba. Su percepción de las distancias era difusa.

—¿Te vas a buscar a la María, ahora? —le dijo Fede, con un tono pícaro.

—No, nada que ver.

—Que no, me vas a decir que no.

El Peruano sonrió.

—No, no está hoy, se iba con el novio.

—Ah, ya tenés todo re fichado.

—Sí, sí, la Pillona me dijo que estaba sola hoy.

—Ah, te querés comer a la Pillona.

—No, esa fea no.

—Con toda la birra que tenés encima me vas a decir que no —Fede se tentó y rió mostrando todos los dientes desparejos— sabés como la pasás para el cuarto.

El Peruano se limitó a sonreír apretando la boca y se fue, con paso lento y cuidadoso. Dobló en la esquina y encendió un cigarrillo. La calle estaba parcialmente iluminada por algunos faroles que colgaban; unos perros tercos le aullaban a la luna. Se encaminó a la casa de la Pillona. Él no fumaba habitualmente, pero se sentía demasiado borracho y necesitaba algo para cortarlo. Las calles eran angostas y no había veredas en el barrio; no quedaba otra que caminar sobre el asfalto. Había una sensación de impunidad a esas horas, como si se pudiera hacer cualquier cosa sin ser reprimido, atrapado, juzgado. Imaginó qué clase de delito podía cometer. Romper el vidrio de algún auto, patear a los gatos que merodeaban por allí, robar una bicicleta. Dobló otra esquina y la calle se convirtió en un túnel oscuro. Los guachines habían roto todas las luces de esa cuadra a perdigonazos. Una cumbia se escapaba de alguna casa perdida en la oscuridad. Estaba tranquilo, hasta que escuchó el sigiloso motor de un auto adentrarse en la calle. Venía detrás de él. El azul titilante le dio un tono ominoso a la cuadra. El patrullero avanzaba a paso de hombre. Él sabía que, en ese barrio, había que tenerle más miedo a la policía que a los ladrones. El cigarrillo se consumió en sus dedos; apretaba con tensión el filtro, no quería tirarlo, ni hacer ningún movimiento brusco. El auto pasó junto a él; los policías lo miraron con una sospecha violenta. Les sonrió y vio como se perdían en la lejanía. Su cuerpo se serenó de pronto. Un leve mareo le invadió la cabeza. Continuó caminando para doblar la calle y llegar a su destino. Se acercó a la tranquera negra y golpeó las manos. La Pillona salió del fondo, con aspecto cansado. Le decían así porque, de niña, se meaba encima y siempre apestaba a orín; el apodo surgió y se hizo carne entre los maliciosos del barrio. Ella se aproximó simulando su mejor sonrisa. Lo reconoció enseguida a Gustavo.

—¿Cómo andas, che?

—Bien, estaba tomando una birrita con el Fede, ahora me iba para casa, ¿vos?

—Acá, la acosté a Mili recién, estaba viendo tele.

—¿Ya te vas a dormir?

—Y, sí hoy trabajé, mañana trabajo.

El Peruano sonrió y se apoyó contra la tranquera cerrada.

—Pero la noche es joven todavía, amiga.

El barandazo de alcohol la ahogó un poco.

—¿Y qué querés que haga ahora?

—Tengo una birra en casa.

Yamila sonrió y miró al suelo.

—Mañana vamos a Recordando con mi mamá y María, si querés nos vemos allá.

—¿Para qué mañana si hoy estoy acá?

—En serio, Gus, estoy sola con la nena y mañana tengo que trabajar.

El Peruano sonrió y miró en dirección a la calle. Los grillos y los perros eran los únicos que hablaban a esa hora. La miró a la Pillona. “Para mañana consigo algo mejor, ni en pedo le pago un trago a esta fea” pensó.

—Bueno, mañana nos vemos, entonces.

—Dale, dale.

Ella le dio un beso y lo vio irse tambaleando por el medio del asfalto. Lo conocía desde hacía varios años; sabía que era un chico amable y cariñoso, pero esa noche no tenía ganas de eso. Volvió adentro y cerró la puerta con llave; fue hasta la pieza a verificar que su hija siguiera durmiendo. Después se sentó en una de las sillas de plástico a mirar la tele. Las paredes de la casa eran húmedas y estaban sin revocar. Escuchó una sirena de policía y algunos gritos que venían de afuera pero no le llamaron la atención. Continuó viendo la novela, que versaba sobre chicas pobres, empleadas domésticas que conocían al patrón o al hijo del patrón y, tras una serie de dramáticos y espectaculares enredos, terminaban juntos; claro que también algunas de ellas debían conformarse con el mayordomo o el jardinero pero no eran menos felices dado que, al fin y al cabo, estaban casadas y constituidas como mujer. Yamila miraba las últimas escenas del capítulo, mientras algunas imágenes del día se le cruzaban por la cabeza. Poniéndole el pintor a la hija, esa misma mañana; levantando cajones en la verdulería, un rato después. Luego, yendo a buscar a Milena al jardín o atendiendo gente en el negocio al atardecer. Gran parte del día se le iba caminando; de su casa al jardín, de ahí a la verdulería y de nuevo al jardín y, otra vez, a la verdulería. A veces Julián la alcanzaba con la bici, pero eran las menos. Algunas sombras atravesaron su mirada; se preguntó cuando había empezado todo. Recordó su embarazo y cambió de canal. Puso un programa de espectáculos en el que todos gritaban al unísono. La tele fue adormeciendo la angustia. Un rato después, sintió sueño, apagó el aparato y se fue a acostar. Mañana sería otro día largo.

Sobre el autor

Alejandro Noguera es de La Plata. Trabaja de cartero en el Correo Argentino desde hace diez años. Estudió la carrera de Cine durante cuatro años y de Letras durante tres, ambas en la UNLP. Es autor de la novela Un Dios Paranoico (Editorial Vuelta a Casa, 2017).