Las revoluciones socialistas que durante el siglo XX recorrieron el mundo y con su fuerza abrieron nuevos horizontes fueron derrotadas por el desgaste y aislamiento que les impuso la resistencia del capital, permitiendo el desarrollo de la burocracia y de la contrarrevolución allí donde los pueblos le habían infringido una primera gran derrota al sistema. Pero no hubo en ello nada de inevitable. Revolucionarios en todo el mundo combatieron esas derivas y dejaron invaluables experiencias y lecciones para enfrentar los obstáculos y desafíos que presente un nuevo embate revolucionario en el siglo XXI. La única garantía que el capitalismo tiene para imponerse nuevamente es que elijamos resignarnos y no pelear por una oportunidad de construir una sociedad sobre nuevas bases.
Todos los enemigos del marxismo, después de la experiencia stalinista, acusan al socialismo de llevar inevitablemente a una dictadura. Quienes difunden esta idea desde la derecha muchas veces defienden, al mismo tiempo, todo tipo de dictaduras que son de su conveniencia; las atrocidades del capitalismo los tienen sin cuidado. Pero también están quienes, resignados al “no hay alternativa”, la utilizan para justificarse y asumen que las revoluciones siempre se “comen a sus hijos”. La conclusión es que mejor no apuntar tan alto y conformarse con lo que hay. Lo cierto es que el proyecto socialista ha sido bastardeado durante gran parte del siglo XX en manos del stalinismo, pretendiendo identificarlo con dictaduras parasitarias de los Estados donde se había expropiado a los capitalistas y con burocracias que terminaron pasándose con armas y bagajes al bando de la restauración del capitalismo en estos países.
Pero el stalinismo no fue el nombre de la revolución sino de la contrarrevolución. Originalmente la Revolución rusa puso en pie la primera república de los trabajadores de la historia. Las clases explotadas y oprimidas, despojadas del poder económico, del acceso a la cultura, se convirtieron en clases dominantes a través de los consejos de diputados obreros y campesinos (soviets), los cuales expresaban una inédita capacidad de autoorganización de las masas. El partido bolchevique, que agrupaba sus sectores más perspicaces y decididos, logró conducir con éxito la toma del poder, y aquellos consejos se constituyeron en el pilar de una democracia de otra clase, donde los desheredados ahora estaban llamados a definir no solo el rumbo político de la sociedad sino la planificación de la economía sobre la base de la propiedad estatal de los medios de producción.
La “Declaración de los derechos del pueblo trabajador y explotado”, convertida en texto constitucional de la nueva república soviética en 1918, proclamaba: “como misión esencial abolir toda explotación del hombre por el hombre”, “hacer triunfar el socialismo en todos los países”, declaraba “patrimonio de todo el pueblo trabajador toda la tierra”, ratificaba “el paso de todos los bancos a propiedad del Estado obrero y campesino”, planteaba la “completa ruptura con la bárbara política de la civilización burguesa, que basaba la prosperidad de los explotadores de unas pocas naciones elegidas en la esclavitud de centenares de millones de trabajadores” de todo el mundo. No eran solo palabras: si la Rusia zarista mantenía sojuzgados a cientos de otros pueblos en un territorio que abarcaba casi un continente, la revolución también estableció el derecho de estos a autodeterminarse si así lo decidían, además de garantizarles el respeto a su cultura, a su lengua, a sus tradiciones. A su vez, bajo la nueva unión de repúblicas, los derechos dejaron de ser de “el hombre”: se instauró la igualdad legal entre hombres y mujeres, se reconocieron las uniones de hecho, se estableció el derecho al divorcio y al aborto, se crearon guarderías, lavanderías y comedores comunitarios, se eliminó la criminalización de la homosexualidad y la persecución a las mujeres en situación de prostitución. Muchos de estos derechos, que ya se habían establecido en la Rusia revolucionaria, todavía los seguimos peleando un siglo después.
Innumerables ideólogos de la burguesía plantearon que la burocratización del Estado soviético era inevitable. Pero la misma no se puede entender sin las penurias que impusieron años de guerra civil en los cuales los revolucionarios tuvieron que enfrentar a 14 ejércitos imperialistas coaligados con las fuerzas contrarrevolucionarias de la vieja sociedad. Tampoco es comprensible sin la derrota de la oleada revolucionaria internacional que desató la simpatía por la Revolución rusa, la cual tuvo como uno de sus principales centros la Revolución alemana, donde grandes líderes revolucionarios como Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht fueron asesinados a instancias de la socialdemocracia bajo la bandera de supuestos “valores” democráticos. La derrota del largo proceso de la revolución alemana, que duró muchos años, solo pudo llegar definitivamente de la mano de Hitler en 1933.
El aislamiento internacional producto de esta derrota fue un duro revés para la República de los Soviets. El socialismo propiamente dicho, como decíamos, no consiste en una mejor distribución de la escasez. El ascenso de la burocracia stalinista fue, en última instancia, hijo de aquella lucha por la subsistencia producto del atraso y el aislamiento. El triunfo de nuevas revoluciones hubiera podido ahorrarle a la humanidad la barbarie de los campos de concentración y de trabajos forzados del fascismo y del stalinismo, y evitar la masacre a gran escala que tuvo lugar con la Segunda Guerra Mundial. Pero el capitalismo, para desgracia de la humanidad, sobrevivió. Las nuevas revoluciones triunfantes luego de la guerra serían expropiadas políticamente por diferentes variantes del stalinismo, burocracias que se valieron del control de los nuevos Estados y cuyos intereses nacionales chocaron permanentemente con el desarrollo internacional de la revolución socialista.
Nada de esto era un resultado predeterminado de la Historia con mayúscula. Fue el resultado de enormes luchas protagonizadas por millones de trabajadores y campesinos en diversos puntos del globo que fueron derrotadas. En la propia URSS, Lenin había dedicado los últimos tiempos de su vida a la lucha contra la burocracia que comenzaba a enquistarse en el Estado de los soviets y el partido bolchevique. Trotsky continuará esta pelea. Su biografía va a quedar asociada a la lucha sin cuartel contra el stalinismo para recuperar el poder para los soviets en Rusia y extender la revolución a nivel internacional. Contra la ilusión de homogeneidad totalitaria, sostuvo la necesidad de una “revolución política” al interior de la URSS que, defendiendo las conquistas de la Revolución de Octubre, derrocara a la burocracia para recuperar la democracia de los soviets reemplazando el régimen de “partido único” por un pluripartidismo soviético (es decir, la libertad de todas las tendencias obreras que defiendan la revolución de intervenir en los organismos de poder de las masas), donde los trabajadores se hagan con el gobierno y reformulen la planificación económica en beneficio de las mayorías. Múltiples procesos de “revolución política” tuvieron lugar en la segunda mitad del siglo, desde la insurrección de Berlín en 1953, Hungría y Polonia en 1956, pasando por la Primavera de Praga en 1968, hasta el proceso polaco de 1980-1981. El súbito colapso de la URSS en 1989-1991 y su devenir capitalista es inentendible sin la derrota de todos estos procesos.
Para estos combates, Trotsky y muchos otros revolucionarios conformarán a lo largo de las décadas diversos agrupamientos, desde la primera Oposición de Izquierda hasta, finalmente, la fundación de la IV Internacional en 1938. El socialismo revolucionario por el que luchamos en el siglo XXI es continuidad de estas peleas por la perspectiva de la liberación de la clase trabajadora y, con ella, del conjunto de los oprimidos.
La experiencia del siglo XX no ha sido en vano. Solo hace falta algo de imaginación histórica para proyectar, con el actual estado de la ciencia, de la tecnología y de las fuerzas productivas, una idea aproximada de la potencialidad para liberar las facultades creadoras del ser humano, de los mecanismos democráticos que se podrían implementar en la actualidad con los medios de los que disponemos y para conquistar una relación más armónica con la naturaleza. Esto es lo que hace actual la perspectiva internacionalista de la revolución socialista.
Ver el folleto completo: ¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO DECIMOS SOCIALISMO? 14 preguntas y respuestas sobre la sociedad por la que luchamos
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