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6 ¿Puede el Estado controlar al capitalismo?

SOCIALISMO
Ilustraciones: Cor_gan

6 ¿Puede el Estado controlar al capitalismo?

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No, porque el Estado no es neutral, es el que garantiza los negocios de los capitalistas. Por eso los ajustes y recortes de derechos siempre recaen sobre el pueblo trabajador. Solo cuando la burguesía vio amenazada su dominación hizo concesiones, pero para luego quitarlas pasado el peligro. Por eso los socialistas luchamos por una revolución que ponga en pie un Estado de los trabajadores, que sea capaz de extinguirse a medida que avancemos en el camino de una sociedad sin clases.

Para algunos críticos de la situación actual pero defensores del capitalismo como algo “mejorable”, los excesos capitalistas deberían regularse desde un Estado que ponga impuestos redistributivos, que tome medidas legales contra las maniobras de los poderosos y que proteja a los más débiles; un Estado considerado una especie de árbitro neutral que asegure el “juego limpio”. Para otros, se trata de reducir al Estado a su mínima expresión para dejar jugar sin intervención a las impersonales “leyes del mercado” (salvo, claro, cuando se trata de las fuerzas de seguridad que defiendan su propiedad privada o del aparato administrativo que garantice sus negocios cuando necesitan salvar bancos y corporaciones en crisis).

Para los socialistas, en cambio, el Estado no es un jugador neutral que pueda conciliar con más o menos ímpetu los intereses de clases enfrentadas. El Estado burgués es el garante de la cancha inclinada o, como dijeran Marx y Engels, “el consejo administrativo que rige los negocios de la clase dominante”. Por eso la identificación entre socialismo y estatalismo es interesada: o bien se usa para justificar la defensa de un “Estado fuerte” o bien para denostarlo utilizando muchas veces la identificación del socialismo o del comunismo con la deriva burocrática de la URSS.

Eso no quiere decir que los socialistas no diferenciemos sectores a veces enfrentados en las clases dominantes o las posibles tensiones entre los distintos Estados burgueses: en la medida en que el sistema basado en la explotación implica también la competencia entre capitales, esas tensiones existen y de hecho pueden llevar a crisis y enfrentamientos (guerras incluidas) como los que hemos visto crecer en los últimos años. También sabemos que, para seguir dominando, la burguesía no se apoya solo en la represión de las voces disidentes, sino que intenta, en la medida en que se lo permiten sus negocios, mantener cierta hegemonía hacia los dominados, utilizando los medios de comunicación que manejan o instituciones –como las iglesias– para presentar sus valores particulares como universales y “naturales”, u otorgando concesiones ante la amenaza de perderlo todo: tal es el caso, como decíamos, del Estado de Bienestar instaurado en muchos países a la salida de la Segunda Guerra Mundial. Pero sabemos que todos estos derechos o garantías son lo primero a ajustar, recortar o poner en caja ni bien lo exija una nueva crisis o una nueva oportunidad de sacar una mejor tajada –ese fue el motor de las llamadas “reformas neoliberales” en todo el mundo–.

Lo que sí creemos los socialistas es que una revolución socialista debe poner en pie otra clase de Estado. Es decir, no se trata de que la clase trabajadora “ocupe” el Estado tal como lo ha construido la burguesía para garantizar su dominación sobre su propia población y sobre otras –como en el caso de las potencias imperialistas–, sino construir un Estado de otra clase en que pueda ejercer el poder una amplísima mayoría de la población definiendo sus prioridades, su plan económico, el manejo de los recursos, sus formas de representación.

Al revés de quienes dicen que el Estado capitalista es el que puede controlar al mercado, lo que necesitamos es un Estado de la clase trabajadora, de los explotados y los oprimidos que, a partir de disponer de los medios de producción, pueda planificar racionalmente la economía en función de las necesidades de las mayorías.

Imposible, dicen algunos: como no habría forma de manejar las decisiones de millones de invidivuos en distintos lugares y con distintas necesidades y preferencias, lo más seguro es dejarlo en manos del mercado que regule esas relaciones siguiendo las leyes de oferta y demanda. Pero es una ilusión interesada: en el terreno de la circulación, ningún mercado funciona automáticamente, sino que se basa en legislaciones, espacios, normativas y demás intervenciones de manos no invisibles y mucho menos desinteresadas. Mucho menos cierto es en el terreno de la producción capitalista. Porque lo cierto es que las grandes empresas capitalistas cuentan con altos niveles de planificación en su producción –hoy más que nunca–. Gigantes multinacionales como Amazon o Walmart utilizan grandes cantidades de información, en base a las nuevas tecnologías, para estimar qué, cómo y cuánto de cada producto se va a vender, y sobre esa base organizan todo su stock, su logística, sus contrataciones.

¿Por qué entonces miles pueden morir de hambre en un sector mientras en otro se desecha comida porque no encuentra comprador? Porque esta planificación al interior de las empresas, esas regulaciones estatales que mantienen la cancha inclinada, están en función de garantizar la obtención de ganancias de los capitalista y no las necesidades o el bienestar del conjunto de la sociedad. Si la producción capitalista es anárquica, como definió Marx, no es porque produzca o comercie azarosamente o sin reglas, sino porque esas reglas están ligadas a la obtención de ganancias –donde juegan además todas las trampas con que los peces capitalistas más gordos se comen a los más chicos–. Es anárquica en tanto no tiene en cuenta las necesidades sociales, es anárquica en cuanto a que la misma competencia capitalista es la que lleva a sus propias crisis, que tratarán de resolver profundizándolas. Pero lo que no es azaroso es que mediante esta anarquía en la producción, en la que aparentemente todos seríamos sujetos actuando según nuestras capacidades e intereses –y por lo tanto sus efectos no serían responsabilidad de nadie–, los capitalistas de conjunto se apropian constantemente de la potencia de la cooperación de millones de trabajadores sin la cual la producción de la mayoría de las cosas que usamos sería imposible.

Para los socialistas, en cambio, se trata de hacer consciente y contar con esa cooperación que la “mano invisible” del mercado se encarga de ocultar y ponerla al servicio de otros objetivos, de impulsar formas más plenas y libres de desarrollo colectivo e individual, liberados de la lucha de todos contra todos por obtener lo necesario para nuestra existencia.

Hoy el desarrollo de las nuevas tecnologías facilitaría mucho la planificación racional de la economía en función de la satisfacción de las necesidades sociales. A su vez, un socialismo construido desde abajo posibilitaría que haya planes alternativos donde los trabajadores puedan definir democráticamente cuál adoptar teniendo en cuenta no solo a quienes intervienen en ellos sino su relación el medio ambiente –no como en la actualidad, donde los planes de las empresas, que tiene un amplio impacto social, lo definen arbitrariamente cada capitalista–.

Pero para todo esto se necesita un Estado de otra clase. La historia de la lucha de la clase obrera dejó valiosos ejemplos de cómo podría organizarse otro tipo de Estado: el primero fue el de la Comuna de París, donde la insurrección del pueblo trabajador logró reemplazar el ejército permanente y la policía por el pueblo armado; donde se estableció que todo funcionario político no podría ganar más que un obrero calificado y que podría ser revocable en cualquier momento por sus electores; y donde se unificaron las funciones legislativas y ejecutivas, para que el “deliberar” de los representantes electos no estuviera separado del “poner en práctica” ni fuera delegado en otra institución con poder de veto. Seguirían otros ejemplos, como en el caso de la Revolución rusa. Volveremos a ellos, pero señalemos aquí que el objetivo de este Estado, que por eso es transicional, es nada más y nada menos que la disolución misma del Estado, porque sin clases sociales –que es la sociedad a la que aspiramos–, no será necesario un Estado que arbitre entre ellas.

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