La historia muestra lo contrario: los principales derechos que se conquistaron siempre fueron producto directo o indirecto de grandes revoluciones. No hay acumulación evolutiva de reformas, el neoliberalismo está aquí para demostrarlo. El capitalismo es crisis, es desigualdad, es destrucción del planeta, es guerras. La izquierda que se dice “realista” siempre termina administrando los negocios del capital. Lo más “realista” para lograr una existencia digna y ampliar derechos es cuestionar la propiedad privada burguesa.
No es poco común que a los revolucionarios nos acerquen el “consejo bienintencionado” de abandonar cualquier perspectiva de lucha revolucionaria y apostar a la acumulación de reformas graduales en nombre de la sensatez y el “realismo”. Lo primero que habría que decir es que la mayor parte de las reformas que han conquistado la clase trabajadora y los oprimidos se ha conseguido como subproducto de grandes luchas. La jornada laboral de 8 horas de trabajo, por ejemplo, implicó un gran movimiento internacional que arrancó en el siglo XIX; de hecho, los primeros de mayo recordamos a los “mártires de Chicago” que fueron ejecutados por el Estado norteamericano por llevar adelante esta pelea. En países como Alemania y Rusia, la jornada de 8 horas solo se conquistó luego de enormes revoluciones y recién después se fue generalizando a otros países. Uno de los momentos de mayores reformas bajo el capitalismo se dio luego de la gran matanza de la Segunda Guerra Mundial, cuando el capitalismo estuvo al borde del colapso: como mencionamos, lo que se llamó Estado de bienestar fue la política de la burguesía ampliando ciertos derechos sociales por miedo al avance del “comunismo” en el marco de que se había expropiado a los capitalistas en un tercio del planeta. Lo mismo podemos decir del llamado proceso de “descolonización” que se dio por aquella época, cuando varios países, especialmente en África, lograron la independencia gracias a grandes procesos de lucha revolucionarios. Efectivamente, la historia muestra que los capitalistas solo “aceptan” reformas cuando se ven ante el abismo de perderlo todo. Podríamos establecer como regla que cuanto más lejos está la revolución, más lejos estamos de cualquier reforma sustancial.
Por otro lado, si hay algo que mostró la ofensiva neoliberal es que toda reforma que se conquista no puede ser más que provisoria mientras exista el capitalismo. Por eso, cuando la burguesía logró restaurar el dominio de la propiedad privada en los países donde había sido expropiada, como en Rusia o China, se sintió confiada para desmantelar una a una las reformas que establecieron ciertos derechos sociales durante la posguerra y volver a ajustar las cadenas de opresión de los países de la periferia con la implementación de las políticas neoliberales. Los ataques a las viejas conquistas siguen hasta el día de hoy: las manifestaciones contra la extensión de la jornada laboral en Grecia o la gran lucha de la clase trabajadora francesa contra la reforma previsional de Macron son ejemplos de esto –si fuera por los capitalistas tendríamos que trabajar hasta morir para que ellos puedan seguir amasando sus ganancias–.
No hay avance evolutivo a través de la acumulación de reformas porque toda conquista parcial es, como dijimos, provisoria. Pero eso no quiere decir que no peleemos por ellas con toda la fuerza. Estamos y estaremos en la primera fila de las luchas por toda demanda justa que le podamos arrancar al capitalismo y por la defensa de cada derecho que nos quieran arrebatar. Sabemos que el único camino es la movilización porque el capitalismo nunca otorgó graciosamente ninguna conquista. Así lo demuestra un ejemplo reciente: el movimiento de mujeres, con su lucha, logró torcer el brazo de un Estado como el argentino para arrancar derechos como la interrupción voluntaria del embarazo. Pero sabemos que hay que mantenerse en guardia: también vimos cómo atacaban ese mismo derecho en Estados Unidos, donde había sido conquistado hacía décadas.
Esto no es una excepción sino la norma: derechos como la jornada de 8 horas hoy son un recuerdo del pasado para la gran mayoría de la clase trabajadora precarizada. Los capitalistas, como decía Rosa Luxemburg, nos quieren condenar a un trabajo de Sísifo –aquel personaje mitológico condenado a cargar una y otra vez una piedra hasta una cima para verla caer justo antes de llegar–, donde periódicamente tenemos que conquistar de nuevo los mismos derechos.
Nos dicen que si limitáramos nuestras demandas a cuestiones que se puedan lograr en los marcos del capitalismo seríamos más “realistas”. Pero es esta lógica la que se ha demostrado como pura fantasía: basta repasar los últimos años para ver que con este enfoque se han conquistado pocas o nulas reformas sustanciales, a pesar de que en muchos países desde el 2010 a esta parte hubo procesos muy importantes de movilización –como en Egipto, en Túnez, en Grecia, en Francia, en EE. UU., en Chile, en Perú, en Colombia, entre otros–. Es la realidad la que ha demostrado que es insoslayable el vínculo entre demandas básicas –relacionadas con derechos democráticos, con el derecho al trabajo y a una existencia digna–, y el cuestionamiento a la propiedad privada para su realización efectiva frente a un capitalismo en crisis cada vez más rapaz, que es una máquina de producir desigualdad, de destruir el planeta, de provocar nuevas guerras.
Tomemos solamente un ejemplo, central para el sistema y a su vez vital para la clase trabajadora: el problema del trabajo. Alrededor de la mitad de la clase trabajadora mundial se encuentra en condiciones de precarización laboral. Así tenemos, por un lado, un sector sometido a trabajo intensivo con jornadas que superan ampliamente las 8 horas; otro sector, en tanto, sufre subocupación, empleo temporario y desempleo. Frente a esta problemática, las respuestas que se plantean en la actualidad pueden reducirse esencialmente a tres. La primera, enarbolada por el gran capital, es utilizar las consecuencias de las crisis (e incluso la amenaza de “desempleo tecnológico”) como elemento disciplinador para profundizar la ofensiva contra los trabajadores. Esta perspectiva se expresa en toda la serie de “reformas laborales” impulsadas por diversos gobiernos para flexibilizar y precarizar aún más el trabajo. La segunda, que podríamos denominar “reformista”, es la llamada “renta básica universal” o “salario ciudadano”, que consiste en que toda persona tenga un ingreso otorgado por el Estado, independientemente de su trabajo o de la falta de él. Descartando la apelación utópica a la buena voluntad de la burguesía, esta política implicaría dos opciones. La primera es que estemos hablando de una variante (aumentada y/o mejorada) de “universalización” de la política de subsidios y planes sociales que el Banco Mundial recomendó en el mundo semicolonial para mitigar las consecuencias de la rapacidad capitalista y poder continuarla –con el resultado de convertir a grandes masas de la población en una especie de “clientela” del Estado–. Más allá de los discursos que quieren presentar un mundo idílico de la pobreza como “economía popular”, esto significa naturalizar la fragmentación de la clase trabajadora que es funcional a que los capitalistas sigan amasando sus grandes fortunas. La segunda opción sería que estemos hablando de un salario propiamente dicho, suficiente para cubrir las necesidades. Pero esto último iría en detrimento de los capitalistas: nadie se sometería a trabajar obligado para que otro se lleve las ganancias si tiene todas sus necesidades garantizadas. Es decir que para imponer un salario real y no un magro paliativo sería necesario enfrentar a los capitalistas ahí donde está su razón de ser. En ese caso, la pregunta sería por qué deberíamos detenernos allí y dejar en manos de la burguesía los medios de producción.
La tercera variante es la que proponemos los socialistas: el reparto de horas de trabajo y la escala móvil de salarios. Es decir, que el trabajo actualmente existente se distribuya en forma igualitaria entre todos los trabajadores y de esta forma solucionar tanto el desempleo y el subempleo en un polo, como las jornadas extendidas en el otro. Junto con esto, establecer un salario acorde a las necesidades sociales que siga automáticamente el movimiento de los precios, y así terminar con el fenómeno masivo de los “trabajadores pobres”. Desde luego que estas medidas implican avanzar consciente y decisivamente contra el derecho sagrado a la propiedad privada capitalista en la medida en que parten de considerar a los medios de producción y al trabajo como herramientas de satisfacción de las necesidades sociales y no como mera ocasión de ganancias de unos pocos. Pero se trata de la única solución real a la problemática del trabajo a favor de las grandes mayorías, capaz de contraponerse seriamente a la ofensiva capitalista.
En suma, al tiempo que peleamos por cada una de las demandas parciales que surgen como necesidad en las distintas luchas, buscamos ligarlas a una solución de fondo que vaya más allá de la miseria capitalista, que apunte a la planificación racional del conjunto de la producción bajo el gobierno de los trabajadores, en la perspectiva de reorganizar la sociedad sobre bases socialistas. A eso es a lo que llamamos un programa transicional, cuyas demandas sirvan de puente entre la conciencia actual de los sectores que salen a la lucha y las necesidades reales de terminar con este sistema.
El reparto de las horas de trabajo y la disminución de la jornada laboral constituyen, a su vez, solo un primer paso en el objetivo de reducir al mínimo el trabajo necesario a partir de los desarrollos de la ciencia y de la técnica, hasta que represente una porción insignificante de las ocupaciones de los seres humanos y, en su lugar, que las personas puedan dedicar sus energías al ocio creativo de la ciencia, al arte o a lo que más les guste, desplegando así todas las capacidades humanas y estableciendo una relación más armónica con la naturaleza.
Ver el folleto completo: ¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO DECIMOS SOCIALISMO? 14 preguntas y respuestas sobre la sociedad por la que luchamos
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