Cuando los socialistas decimos que no queremos “repartir la escasez”, no decimos que solo los países ricos –que en este capitalismo en que vivimos son las potencias imperialistas– tengan la alternativa de construirlo mientras los países más pobres tengan que esperar que derrame la abundancia. Tampoco que estos últimos necesariamente tengan que seguir el mismo desarrollo que tuvieron esas potencias, que de hecho avanzaron expoliando a otras zonas del planeta. Por eso sostenemos que cualquiera sea el lugar donde comience triunfando la revolución obrera –con las particularidades, ventajas y desventajas que deba afrontar–, es obligación de los revolucionarios buscar desarrollar y extender internacionalmente, como una misma lucha, la liberación de todos los pueblos de las garras del imperialismo y la lucha anticapitalista. El capitalismo es un sistema global, y los males capitalistas se extienden internacionalmente; la lucha por terminar con ellos debe ser, entonces, internacionalista.
A menudo, en la medida en que hablamos de igualdad, de socializar, de colectivizar, los abogados del capitalismo nos achacan a los socialistas querer “repartir la escasez”, “igualar hacia abajo”. Pero el socialismo no se basa en la escasez generalizada, sino en el desarrollo de las fuerzas productivas que permitan satisfacer las necesidades sociales y relacionarnos armónicamente con la naturaleza. Tampoco es cierto, como se apuran a acotar otros tantos críticos, que para los marxistas todos los países deban reproducir el mismo camino que recorrieron los países en que se desarrolló el capitalismo originalmente. De hecho, la existencia de condiciones relativamente mejores de vida en determinados países imperialistas –por ejemplo los europeos respecto a los africanos o latinoamericanos–, están estrechamente relacionadas las unas con las otras. El capitalismo no apareció simultáneamente en todos lados; tuvo su centro en Europa y desde allí se expandió y se impuso en culturas y sociedades preexistentes. Aquellos países nunca representaron realmente un modelo de desarrollo del capitalismo para el resto de las sociedades. Al contrario, el “modelo” de la extensión planetaria del modo de producción capitalista hizo que, azotados por el látigo de las necesidades materiales, los países atrasados se vieran obligados a avanzar a saltos. Esto dio y da lugar a un tipo de desarrollo caracterizado por la amalgama y el contraste de formas arcaicas y modernas, países donde lo más avanzado de la tecnología convive con formas de producción que emulan a las de décadas o siglos previos –lo que el revolucionario ruso León Trotsky llamó “desarrollo desigual y combinado”–.
Sin el saqueo colonial en África, América Latina y Asia, el capitalismo de los países centrales no se hubiera desarrollado como lo hizo. Para finales del siglo XIX, un puñado de grandes potencias ya se habían “repartido” el conjunto del planeta para expoliarlo. En este marco y con la primacía del capital financiero empieza lo que los marxistas llamamos la época imperialista. Las burguesías de países como Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania, etc., terminarían peleando por extender y/o conservar sus zonas de influencia en todo el mundo. Producto de esta lucha la humanidad llegó a vivir, entre otras, dos guerras mundiales que representaron las mayores matanzas masivas de la historia con decenas de millones de muertes, incluidas las bombas atómicas lanzadas por el ejército norteamericano sobre las poblaciones civiles de Hiroshima y Nagasaki. No son solo recuerdos de un pasado lejano: a partir de la guerra en Ucrania y el enfrentamiento entre Estados Unidos y China, vemos que el guerrerismo imperialista vuelve a las primeras planas.
Los socialistas somos antiimperialistas, luchamos por la liberación de todos los pueblos oprimidos del mundo. Esta opresión es la que posibilita que el capital financiero internacional haga y deshaga a su gusto en los países dependientes, semicoloniales y coloniales. Para eso también tienen sus instituciones “globales” como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, etc. que se arrogan el derecho de conducir la política económica de estos países. Nos exprimen hasta la última gota de sangre hasta dejarnos en crisis que se traducen en enormes padecimientos para las grandes mayorías, provocando verdaderas catástrofes humanitarias de las que, obviamente, los grandes capitalistas siempre se benefician.
Pero para luchar consecuentemente contra el imperialismo no hay otra forma que ir contra el propio capitalismo, que está en la raíz de la forma en que se repartieron –a la fuerza– el mundo. El antiimperialismo, antes y hoy, va necesariamente de la mano con la lucha por el socialismo.
Las grandes revoluciones –empezando por la Revolución rusa– que han logrado triunfar durante el siglo pasado, lo han hecho en países atrasados, semicoloniales o coloniales. El siglo XX ya demostró la inviabilidad de la utopía reaccionaria de construir el “socialismo en un solo país”. La burocracia que se erigió por sobre la clase trabajadora en muchas de las revoluciones del siglo XX fue, en última instancia, producto de aquella política, del atraso y el aislamiento internacional. El comunismo propiamente dicho no puede surgir dentro de los límites de los países atrasados, porque no consiste en una mejor distribución de la escasez, lo que no haría más que reavivar la lucha por la subsistencia y el “todos contra todos” al que nos tiene acostumbrados el capitalismo.
Ahora bien, misteriosamente para el capitalismo que se ufana de ser la gran vía de “desarrollo”, solo dos países pasaron de aquella situación a estar entre las principales potencias mundiales en el siglo XX y lo que va del siglo XXI: Rusia y China, en los cuales casualmente hubo revoluciones que expropiaron los medios de producción a la burguesía. Dicho esto, podemos preguntarnos: si incluso bajo la bota de las burocracias stalinistas la sustitución de la propiedad privada y de la anarquía capitalista por la propiedad estatal de los medios de producción y la planificación (burocrática) de la economía permitieron a la URSS y a China pasar de ser países capitalistas atrasados con resabios semifeudales a convertirse en potencias mundiales, ¿cuán enormes son las posibilidades que se abrirían hoy para la construcción del socialismo si el aparato tecnológico y la enorme riqueza de países como Estados Unidos, Alemania o Japón fuesen tomados en sus manos por los trabajadores?
La historia muestra que en los países de la periferia es más fácil para la clase trabajadora y los oprimidos tomar el poder porque sus Estados son más débiles, pero es más difícil, luego de derrotar a la burguesía, avanzar hacia el socialismo producto del atraso de estas sociedades. En los países imperialistas es al revés: es más difícil tomar el poder porque se trata de Estados muy desarrollados, tanto en lo que hace a sus mecanismos de “consenso” como de represión, pero una vez logrado esto sería mucho más fácil avanzar hacia una perspectiva socialista porque sus fuerzas productivas están mucho más desarrolladas para poder satisfacer las necesidades sociales y porque, al ser estos países los que oprimen a otros pueblos, la clase trabajadora en el poder podría liberarlos inmediatamente. Es decir, la revolución socialista puede comenzar por la periferia pero necesita derrotar al capitalismo en sus centros imperialistas, porque solo así podrá apropiarse de lo más avanzado de la técnica actual para ponerla al servicio de la liberación del trabajo, de terminar con la opresión y la destrucción del planeta.
Muchos de estos aspectos fueron condensados por León Trotsky en su teoría-programa de la revolución permanente –en contraposición a la teoría del “socialismo en solo país” en todas sus variantes–. La misma no trata solamente de la mecánica de la revolución en los países atrasados, de la relación necesaria entre la revolución democrática (incluyendo la liberación del imperialismo) y la revolución socialista, sino que plantea una estrategia global que liga el comienzo de la revolución a escala nacional con el desarrollo de la revolución internacional y su coronamiento a nivel mundial, así como la conquista del poder por la clase trabajadora con las transformaciones en la economía, la ciencia y las costumbres, que conducen al objetivo fundamental que tenemos los socialistas: la conquista de una sociedad de “productores libres y asociados”, el comunismo.
Ver el folleto completo: ¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO DECIMOS SOCIALISMO? 14 preguntas y respuestas sobre la sociedad por la que luchamos
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