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SUPLEMENTO

A 50 años de su muerte: el peronismo a la sombra del último Perón

Eduardo Castilla

A 50 años de su muerte: el peronismo a la sombra del último Perón

Eduardo Castilla

Ideas de Izquierda

La historia, afirmó Christopher Hill, tiene que ser reescrita en cada generación. Ese compromiso lo impone un presente que -en cambio constante- abre nuevos interrogantes hacia y sobre el pasado. La muerte de Perón, hecho de excesiva trascendencia histórica, habilita volver la mirada atrás; repensar al peronismo como movimiento político central en la historia nacional; repasar su biografía, o parte de ella, para razonar su presente de crisis, divisiones y traiciones.

El último Perón

Cinco décadas atrás, sintiendo el fin de sus días, Perón enunció un testamento político. Frente a la multitud reunida en Plaza de Mayo, definió al pueblo como “su único heredero”. Como tantas otras cosas en su vida, su última aparición en el balcón de Casa Rosada fue un acto político.
Julio Godio reseñó que

«Dada la crisis política existente se hacía imprescindible un operativo personal. Necesitaba dar un golpe político que simultáneamente afectase a la conspiración derechista y aportase un freno al proceso de huelgas y movilizaciones que se desarrollaban al margen de la CGT. Tenía que jugar su liderazgo para salvaguardar la estabilidad del mismo gobierno [1]

En aquel país agudamente tensionado, la amenaza de una renuncia presidencial había sonado horas antes de la concentración. Se presentaba como un chantaje; como una advertencia: el caos o yo, decía el debilitado presidente. “Yo” era su programa económico y político; el Pacto Social.
La CGT apareció en escena y

«...asumió la responsabilidad de hacer conocer la posibilidad de la renuncia. Decretó paro. Llamó a Plaza de Mayo para las 18 horas. Ese día, marcharon a la plaza miles de obreros. Adelante un grupo compacto de unas 10.000 personas adictas a los dirigentes cegetistas. Atrás unas 70.000 que permanecían silenciosas, esperando la llegada de Perón [2]

La izquierda peronista faltó al cónclave. Había sido expulsada del mismo lugar cinco semanas antes, al grito furioso de “estúpidos imberbes”. Era paria en su propio movimiento; ya sentía en sus huesos el duro “tronar del escarmiento” que el líder había enunciado el 1° de Mayo. La Triple A y la derecha peronista desplegaban su violencia asesina.

En aquel último “baño de masas”, Perón confirmó una estrategia y un programa económico. Ratificó a la CGT como garante burocrática del Pacto Social. Certificó su defensa del inestable capitalismo nacional, asolado por multiplicidad de tensiones, internas y externas.

Aquél “ultimo” Perón fue el de la Triple A y el Navarrazo, golpe policial lanzado contra el Gobierno peronista de Córdoba. El de López Rega e Isabel. Fue, también, el impulsor de una reforma al Código Penal destinada a castigar crudamente los reclamos obreros. Fue aquel “león herbívoro” que tendió puentes con la oposición patronal que había avalado su exilio forzado por casi dos décadas.

Peronismo verdadero y peronismo empírico

Hace algunas décadas, Carlos Altamirano escribió que

«el tiempo de la expectativa -el del retorno o el rescate- y el del pasado son los dos dominios temporales del peronismo verdadero. El presente es el tiempo que consume el peronismo empírico, cuyo reinado, aunque contingente, impide que la verdad del peronismo se consume [3]

En este par conceptual, el peronismo empírico aparece como negación del peronismo verdadero. Desafiando un apotegma esencial del movimiento, la verdad deja de ser la “única realidad” para presentarse como su opuesto. Profesada en palabras y discursos, la primera remite incesantemente al terreno de la memoria; a un tiempo idílico de conquistas. La segunda opera como territorio del presente y el desencanto.

Si “lo verdadero es el todo” (Hegel), sondear en la verdad del peronismo (o en sus verdades) podría ser buscar la bisagra que articule esas dos dimensiones. Acercarse al puente que vincule lo que se ofrece al mundo como promesa con aquello otro que se despliega como decepción. El último Perón, aquel que retornó definitivamente en junio de 1973, enlazaba esos mundos. En tanto peronismo verdadero, se anunciaba como esperanza de una etérea “patria socialista” y reparación de dos décadas de proscripción. En tanto peronismo empírico, arribó al país en medio de la Masacre de Ezeiza, proponiendo un orden que debía sostenerse a balazos.

Esa dualidad puede rastrearse en su génesis. Nacido en tiempos de trastocamientos violentos y hegemonías irresueltas (Horowicz), el peronismo emerge como intento de sutura política en un país fraccionado. Como propuesta de armonía social, construida desde la cúspide estatal en base a ciudadanizar a las clases subalternas.

Perón adivina una necesidad del poder: la clase trabajadora requiere una organicidad de otro tipo que aleje los fantasmas de la revolución y el socialismo. Ese mundo espectral se nutre de retazos del PC; del sindicalismo (antes revolucionario); de las sombras del anarquismo.
En agosto de 1944 recita ante la creme de la clase dominante:

«...las masas obreras que no han sido organizadas presentan un panorama peligroso, porque la masa más peligrosa es sin duda la inorgánica (…) un cataclismo social en la República Argentina haría inútil cualquier posesión de bien (…) Siendo la tranquilidad social la base sobre la cual ha de dilucidarse cualquier problema, un objetivo inmediato del gobierno ha de ser asegurar la tranquilidad social del país, evitando por todos los medios un posible cataclismo de esta naturaleza [4]

“Cataclismo social”; borroso concepto para atemorizar a la clase dominante. Para hacerle sentir el peligro que siente la Europa capitalista, que asiste al fin de la guerra más cruenta mientras emerge la insurgencia revolucionaria en Francia, Italia y Grecia.

Perón viene a proponer otra forma de dominio: alimentar la conciliación de clases a costa de ceder una fracción de la riqueza que el capital le roba a su verdadera productora; la clase trabajadora. Alejandro Horowicz define el intento político:

«En lugar de la Ley 4.144, Ley de Residencia, en lugar de la Semana Trágica, en lugar de la represión brutal y desembozada, la parlamentarización de la lucha de clases [5]

Esa parlamentarización de la lucha de clases no tiene nada de propiamente “argentino”. Desde tiempo atrás -con particularidades nacionales- el mundo ejecuta la misma operación. Ampliando funciones, el Estado capitalista asume la labor de regimentar la conflictividad social. Estrecha lazos con las organizaciones sindicales; las integra a un esquema que permita ralentizar o congelar la lucha de clases; hace crecer potentes burocracias destinadas a ahogar toda rebeldía salvaje en la base obrera. El Estado ampliado o Estado integral (Gramsci) deviene dispositivo de poder en países centrales y parte importante de la periferia capitalista.

Aquella política estatal encontró campo fértil en una fracción del movimiento obrero, donde anidaban tendencias conciliadoras en corrientes como el sindicalismo, el socialismo reformista y el mismo PC. En un clásico que se tituló Estudios sobre los orígenes del peronismo, Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero reseñaron que

«...que en el proceso de génesis del peronismo tuvieron una intensa participación dirigentes y organizaciones gremiales viejas, participación que llegó a ser fundamental a nivel de los sindicatos y de la Confederación General de Trabajo y muy importante en el Partido Laborista [6]»

En esa Argentina, la prepotencia burguesa habilitó el despliegue de la nueva configuración que proponía el entonces secretario de Trabajo y Previsión. Encerrando a Perón en la isla Martín García, forzó aquello que pasará a la historia como Día de la Lealtad. El 17 de octubre emergió como contragolpe controlado del abajo. Y definió la anatomía de una nueva criatura política: el caudillo como líder del movimiento; el movimiento como soporte del caudillo que fricciona con los viejos poderes. Cabeza y columna vertebral.

Integrar a la clase trabajadora suponía su reconocimiento. Daniel James graficó:

«El éxito de Perón con los trabajadores se explicó, más bien, por su capacidad para refundir el problema total de la ciudadanía en un molde nuevo, de carácter social (…) esto se reflejó en la declamación de una democracia que incluyera derechos y reformas sociales [7]

Política y social, esa nueva ciudadanía dual se niega al afirmarse. Es política a condición de que la política se ejerza en los limitados marcos del peronismo y el Estado que este administra. Es social, en tanto lo social se limite a lo tolerable dentro de las relaciones de producción capitalistas. Reconocimiento con límites; ciudadanía retaceada. La peronización de la clase trabajadora equivale a una delimitación de medios y fines. A su regimentación dentro de los marcos de ese particular tipo de Estado.

La nueva identidad política arrastra contradicciones. Adelanta tensiones futuras; presenta crisis en germen. Adolfo Gilly define:

«Antes de que se estableciera y se afirmara esa nueva relación con el Estado, la clase obrera tuvo la extraordinaria experiencia de haber sido ella, con su movilización y su huelga general del 17 de octubre de 1945, uno de los elementos fundamentales -no el único, ciertamente- para decidir el destino político del país para toda la época sucesiva (…) su primera irrupción determinante como clase en las grandes decisiones políticas nacionales la hizo como peronista: nada tiene de extraño la persistencia tenaz de esa identidad política, la primera con la cual pudo pesar como clase en la vida política nacional, y no sólo en sus intereses económicos... [8]

Esa tensión desciende hacia el proceso productivo. La ciudadanización es, también, ratificación de poder social. Emerge un abajo proletario que se asume desafiante ante el capital en el lugar de trabajo. El mismo Gilly define esa tensión como una anomalía

«...ubicada en el núcleo de la dominación celular cuya sede es el ámbito de la producción, el lugar donde se produce y se extrae el plusproducto, el punto de contacto y fricción permanente entre capital y trabajo asalariado en la sociedad capitalista (…) no sólo obra en defensa de sus intereses económicos dentro del sistema de dominación —es decir, dentro de la relación salarial donde se engendra el plusvalor—, sino que tiende permanentemente a cuestionar (potencial y también efectivamente) esa misma dominación celular, la extracción del plusproducto y su distribución y, en consecuencia, por lo bajo el modo de acumulación y por lo alto el modo de dominación específicos cuyo garante es el Estado”. [9]»

La definición exige una problematización más aguda. No la haremos aquí. Da cuenta, sin embargo, de una tensión. El peronismo asoma al mundo como identidad social obrera atada políticamente a un programa de conciliación de clases. Vocero político de la clase trabajadora, funge, en simultáneo, como dispositivo de control sobre la misma.

Arrastrando ese ADN, el peronismo no puede ser nunca partido de la revolución social. Puede oficiar de partido de la (más que limitada) reforma social en tiempos económicamente favorables. Es, al mismo tiempo, partido del orden social en tiempos de crisis y tensiones sociales agudas.

Cansado, con el rostro endurecido por los años del exilio, el último Perón trajo del exilio esa dualidad. Volvió al país como el vehículo de la contención social. Como única herramienta del poder para contener un vertiginoso ciclo de movilización revolucionaria que disparó mayo de 1969, en una Córdoba plagada de barricadas y fogatas. Arribó como garante de un orden: el capitalista. Ese orden solo podía imponerse sobre la represión y la contención a la lucha de clases. En tanto peronismo verdadero, habitaba el mundo de las ilusiones; en tanto peronismo empírico, se presentaba como instrumento político de un sistema que requería, necesitaba, del Pacto Social y la Triple A.

Sombras del último Perón

El primer peronismo alumbró la tensión contradictoria entre una clase obrera socialmente potente, pero políticamente subordinada a una estrategia de conciliación de clases. El violento golpe militar de 1955 prolongó esa identidad política; la tradujo en medio de resistencia a un régimen de ajuste y represión. Proscripción mediante, la clase trabajadora y el pueblo pobre habitaron por casi dos décadas la temporalidad del peronismo verdadero.

El año 1973 trajo del exilio al peronismo empírico. Una nueva clase obrera, forjada en la tórrida fragua del Cordobazo, enfrentó a un Gobierno que pretendía oficiar de garante del orden social. Peronismo verdadero y peronismo empírico friccionaron al infinito. Osvaldo Soriano lo ilustró en esa memorable novela que fue No habrá más penas ni olvido. Aquella crisis identitaria fue clausurada por el terror genocida desatado en marzo de 1976.

Bajo la democracia de la derrota el peronismo fue, esencialmente, peronismo empírico. Asumiendo el poder estatal, Menem reconfiguró el país acorde a las exigencias del capital financiero internacional. La inmensa mayoría del movimiento acompañó. La fracción política ofició de activa promotora en esa labor de entrega y sometimiento. La fracción sindical se entregó a la traición descarada, permitiendo infinidad de derrotas que habilitaron un nuevo tiempo en las relaciones laborales.

Diciembre de 2001 mediante, el kirchnerismo aceptó esa herencia. La administró casi sin objetarla, dejando en pie lo esencial del entramado neoliberal. Su peronismo verdadero se redujo a la discursividad sobre el “Estado presente”. Lubricó esa épica estatalista con los dólares que la exportación de soja derramaba sobre el país. Cuando el mundo desató vientos en contra, inició un declive que extendió, quejoso, por años.

El Frente de Todos, el peronismo de Alberto, Cristina y Massa, habitó una versión farsesca de la dualidad entre peronismo verdadero y peronismo empírico. Presentado como tardía remembranza de las primeras gestiones kirchneristas, se ofreció como continuidad del ajuste macrista. Su realidad fue la crisis, la inflación y la precarización de la vida. Bajo la tutela del FMI, hundiendo a millones en la pobreza y la desesperanza, abrió la puerta al caótico y brutal experimento libertario.

Hoy el peronismo transita los pasillos de la oposición a la sombra del último Perón. Sentenciado por la derrota electoral, apuesta a la moderación discursiva y al conservadurismo social. El peronismo empírico moldea al peronismo verdadero: no hay promesa redentora ni pasado épico al cuál retornar. Aún en tensión permanente, sus múltiples fracciones comparten un supuesto básico: la estructura económica dirigida por el FMI resulta inobjetable. En el terreno político, el fiel de la balanza se inclina, indefectiblemente, a derecha. Renegando de la discursividad pasada, se entonan loas a oficialistas de segunda marca como Miguel Ángel Pichetto. A distancia, el papa Francisco oficia de guía político a esta orientación. Papismo y peronismo, siameses políticos.

Esa situación no tiene nada de coyuntural; no obedece a la desorientación nacida de la derrota electoral. Es la forma actual que asume la declinación histórico-estructural de una fuerza política que se edificó como dispositivo de control sobre “las masas obreras que no han sido organizadas”. Certifica una verdad: en su todo, el verdadero peronismo es el peronismo empírico. Aquel que administra y gestiona el declinante capitalismo nacional. Que garantiza -aun con tensiones- la continuidad de la dominación social del gran empresariado. Que restringe y coacciona -burocracias sindicales y sociales mediante- la capacidad combativa de la clase trabajadora, el pueblo pobre, el movimiento de mujeres o la juventud.

En esa crisis estructural del peronismo anida una potencialidad: la del despliegue y construcción de una nueva fuerza social y política que apueste estratégicamente a superar la decadencia infinita del capitalismo. Que luche permanentemente por ganar a la clase trabajadora o fracciones de ella para una perspectiva socialista, revolucionaria e internacionalista. Que apueste al despliegue de la autoorganización como insumo esencial para desarrollar toda la potencialidad de lucha del abajo. Que se proponga un horizonte de transformaciones estructurales profundas que abran el camino hacia una sociedad libre de explotación y opresión. Hacia una sociedad comunista que, a escala mundial, deje atrás el mundo gris oscuro y miserable que ofrece la actual dominación capitalista.


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NOTAS AL PIE

[1Godio, Julio, Perón: regreso, soledad y muerte (1973-1974), Buenos Aires, Hyspamérica, 1986, p.205.

[2Ídem, p. 207.

[3Altamirano, Carlos, Peronismo y cultura de izquierda, Buenos Aires, Siglo XXI, 2011, p. 133.

[4Peña, Milcíades, Historia del pueblo argentino, Buenos Aires, Emecé, 2012, pp. 485-486.

[5Horowicz, Alejandro, Los cuatro peronismos, Buenos Aires, Edhasa, 2011, p. 80.

[6Portantiero, Juan Carlos y Murmis, Miguel, Estudios sobre los orígenes del peronismo, Buenos Aires, p. 132.

[7James, Daniel, Resistencia e integración, Buenos Aires, Siglo XXI, 2010, pp. 29-30.

[8Gilly, Adolfo, La anomalía argentina, en Cuadernos del Sur, N°4, marzo-mayo de 1986, p.18.

[9Ídem, p. 20.
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Eduardo Castilla

X: @castillaeduardo
Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.