Las bajas expectativas que instaló el macrismo y que explota el gobierno actual no dejan de sorprender. Esta semana que pasó vimos espectáculos sumamente curiosos como militantes “populistas” de Twitter defendiendo a los bancos contra las personas que tomaron créditos UVA, mientras el gobernador de la provincia de Buenos Aires terminó cediendo ante los fondos buitres en una pulseada que se anunció pero ni siquiera ocurrió.
Entre los que apoyaron al Frente de Todos “por izquierda” es un secreto a voces que el gobierno lleva adelante un ajuste, basado en privilegiar el pago de la deuda (con más o menos tironeo en la negociación, cuestión que por ahora no se conoce con exactitud). Sus primeras medidas, como el achatamiento de la escala de las jubilaciones o los planteos de que no tiene que haber “cláusula gatillo” en las paritarias, la asociación ideológica de aumento de salario e inflación y de “privilegio” con jubilación superior a los 20 mil pesos, completan el cuadro.
La capacidad de metamorfosis ideológica del kirchnerismo ha resultado notable. “La solidaridad tiene que doler, sino es beneficencia” dijo Carlos Heller, citando a su “maestro” Floreal Gorini. “No les pedimos que no ganen, solamente que ganen un poco menos” dijo Gabriela Cerrutti. Planteos que no van dirigidos ni a los bancos ni a las grandes empresas, sino a los sectores de la clase trabajadora que apenas sobrepasan los ingresos más bajos y que vienen de perder entre un 20 y 30 % de poder adquisitivo en los últimos años.
Realpolitik de la resignación
La realpolitik dicta que lo que está haciendo el gobierno “es lo que se puede hacer”, porque no hay alternativas a la vista. Además de la deshonrosa coincidencia con los diputados y senadores macristas al respecto, este tipo de enfoques implica que la “gestión política” consiste en hacer lo que permitan los poderes fácticos. Desde el punto de vista ideológico, es un gran llamado a la resignación cuyo presupuesto es que las cosas no se pueden cambiar salvo en cuestiones muy mínimas y por poco tiempo. Y sobre todo que no hay que hacer nada para que cambien, a contramano de lo que hacen la juventud en Chile y la clase trabajadora en Francia. Pero también hace a una ubicación en uno de los polos de la lucha de clases.
La dinámica regresiva de los reformismos en las crisis
Durante muchos años se discutió entre el kirchnerismo y la izquierda si las medidas redistribucionistas que tomaron algunos de los gobiernos latinoamericanos durante el ciclo anterior fueron producto de una voluntad política o consecuencia del auge de los precios de las materias primas. Planteada en esos términos la cuestión era muy difícil pensar lo que estaba pasando. Mientras unos veían la pura voluntad y otros el puro economicismo, otros dijimos que había una combinación de circunstancias y una relación de fuerzas que incidió de manera decisiva en los procesos políticos. Concretamente, sin el ciclo de luchas de la zona andina, sin la crisis de los partidos tradicionales en Venezuela, sin el 2001 en la Argentina, no hubiera habido “progresismo” para restaurar el “orden”. Ahora que la situación económica es muy difícil, la economía mundial está estancada, Trump trata de rediseñar a las trompadas el mapa del comercio internacional y Bolsonaro le hace la segunda, el “populismo” convoca a “redistribuir” entre jubilados que ganan más de 20 mil pesos y jubilados que ganan menos. Fuerza es reconocer que esto no es un mérito de Alberto Fernández exclusivamente.
Las dinámicas regresivas en momentos de crisis son un rasgo común de los llamados “reformismos” y “progresismos”, de las que hay ejemplos a lo largo de la historia y en muchos países. Mencionemos algunos, comenzando por el menos conocido. Francia, 1936. La burguesía fuga gran parte de los depósitos en oro durante abril y junio (coincidiendo con la oleada de huelgas y ocupaciones de fábrica que pasó a la historia como uno de los principales eventos de la lucha del movimiento obrero francés). El gobierno del Frente Popular, integrado por el PC, el PS y el partido radical francés y encabezado por el socialista León Blum, determinado a no enfrentar a los bancos, aplica una devaluación del 37 % de la moneda en octubre del mismo año y posteriormente en marzo de 1937 vuelve a ceder ante la oposición de los bancos de pagar un impuesto que compensara sus ganancias por la devaluación, restableciendo el mercado libre del oro. Cuando los banqueros hacen un “golpe financiero” en junio de 1937 retirando los depósitos de oro, Blum dimite por primera vez y apoya en diciembre del mismo año la reintroducción de las 40 horas de trabajo semanales, avanzando sobre las conquistas salariales y sindicales de la clase trabajadora, incluso reprimiendo huelgas y ocupaciones como la de la fábrica Goodrich en diciembre de 1937 [1]. Más conocida en nuestra realidad austral es la política de productividad promovida por el gobierno de Perón desde 1952 en acuerdo con la CGE y que tuvo en el Congreso de Productividad de marzo de 1955 su cristalización institucional [2]. Mucho más cerca, la “sintonía fina” que intentó pero no pudo imponer hasta el final el gobierno de Cristina Kirchner en 2012, ante una clase trabajadora con muchas más expectativas que las que tiene en la actualidad después de cuatro años de desastre macrista, contentándose con administrar un casi estancamiento económico (con caídas más pronunciadas como después de la devaluación de enero de 2014), dejando servido en bandeja el ajuste a su sucesor. Sea del reformismo obrero tradicional, de los nacionalismos burgueses con base obrera o de los peronismos reciclados de las últimas décadas, que tienen bases sociales heterogéneas y superpuestas, el patrón de conducta es el mismo: políticas “redistributivas” cuando hay auge económico o la gente está muy cabrera, políticas de austeridad o ajuste cuando la economía está en crisis.
¿Quiénes son los funcionales?
“No la troskees” es el mantra de ciertos círculos que apoyan al gobierno. Al margen de que evidencia una cierta concepción autoritaria de que cualquiera que hace alguna crítica se transforma automáticamente en trotskista (lo cual por supuesto sería algo muy malo), la suposición de que por no hacer críticas las medidas dejan de ser lo que son es una pavada. La críticia al “trosko funcional a la derecha” cuando la derecha les vota (y felicita por) las medidas económicas, indica el cinismo de algunos y la impotencia de otros, empeñados en seguir al peronismo más allá de la puerta del cementerio. Si alguna corriente fue “funcional” en los últimos años, claramente ha sido el kirchnerismo (otras ramas del PJ, directamente, le votaron todo a Macri). Primero se sentaron arriba de las movilizaciones masivas de diciembre de 2017 al grito de “Hay 2019”, promoviendo la desmovilización y reivindicando que Macri “llegue hasta el último día” (con los desastres consiguientes). Después pusieron un candidato “de centro” que había rechazado de plano las medidas y retóricas que consideraban constitutivas de su identidad política y ahora forman parte del gobierno y votan sin chistar todas sus medidas. Hay que reconocer, con todo, una cierta coherencia en esta conducta: una progresión conservadora cada vez más clara, asumida conscientemente, al menos por sus dirigentes.
De la "razón populista" al “neoliberalismo light”
En este contexto, no sorprende que el “populismo” se haya transformado en una categoría menguante en el debate político argentino. Quienes durante años estuvieron machacando con la construcción discursiva del pueblo a partir de la distinción de un “Ellos” y un “Nosotros” que dicotomiza el escenario político más allá de la división izquierda/derecha y el consiguiente liderazgo carismático, ahora están mucho menos exultantes. El “Laclau para principiantes” dejó su lugar a una versión “solidaria” de la “teoría del derrame” en la que “el país tiene que crecer” (y pagar la deuda) antes de dar un aumento de salarios. Es un neoliberalismo light ya que no adopta el conjunto de planteos y políticas neoliberales, pero sí comparte algunos de sus presupuestos fundamentales, empezando por bajar el “costo” de las jubilaciones, que es el berretín N° 1 del FMI. De todos modos, hoy sería muy difícil crear una mística en torno a slogans como “Patria o Buitres” cuando desde el propio gobierno se ensaya un discurso tendiente a despolarizar y postular una negociación que “le convenga” a las dos partes.
Aunque sería un disparate echarle a Laclau la culpa de lo que hacen Alberto Fernández y sus ex-acólitos, quizás este tránsito hacia el conservadurismo esté relacionado con ciertas “ausencias presentes” de la teoría de Laclau: la falta de una integración de los problemas de la economía en su concepción de la hegemonía [3] y el rol del Estado como agente no siempre reconocido de la articulación discursiva, con su consiguiente dinámica desmovilizadora.
Aunque nuestro filósofo argentino de exportación (y reimportación) sea −con todas sus oscilaciones− “demasiado de izquierda” para la retórica oficial actual, posiblemente el “adiós a Laclau” que pone título a estas líneas sea discutible. Quizás sea solamente un “pase a la clandestinidad” circunstancial. Además de que van a continuar las interminables disquisiciones académicas sobre el legado de Don Ernesto (y la obra de Chantal Mouffe que sigue escribiendo), sus elaboraciones están ligadas a una serie de coordenadas que en ciertos aspectos siguen vigentes: declinación relativa del movimiento obrero tradicional, problemas para articular adhesión a discursos y adhesión activa a organizaciones sociales y políticas, constitución de mayorías circunstanciales a través de procesos electorales significativamente condicionados por los aportes económicos de las empresas y largo etcétera. Pero a 35 años de la publicación de Hegemonía y Estrategia socialista y 15 de La razón populista, podemos decir −dentro de los límites de este artículo− que las derivas de los “populismos” realmente existentes algo nos dicen de la tentativa laclausiana de poner en práctica políticas “transformadoras” aceptando como dados los marcos económicos del capitalismo.
Hay que volver a los grandes objetivos
Estos temas de debate guardan relación con problemas políticos e ideológicos que se constituyeron en las últimas décadas de “restauración burguesa”. Largas décadas de neoliberalismo impusieron un sentido común que tiene en la búsqueda del mal menor su marca registrada, ante la aceptación de que no hay alternativas por fuera del capitalismo. Esto tuvo expresión en el auge de los autonomismos que convocaban a crear “el comunismo aquí y ahora” o a “cambiar el mundo sin tomar el poder”, aceptando en algunos casos como progresistas las dinámicas del capitalismo expoliador y precarizador y por otro lado bloqueando las posibilidades de acción política más allá de ciertas resistencias focalizadas. El ciclo de “gobiernos progresistas” en América Latina reforzó el polo aparentemente contrario, poniendo al Estado como eje de algunas políticas básicas de redistribución que sus mismos partidarios hoy consideran casi utópicas. El sentido común de resignación se refuerza por ciertos “obstáculos epistemológicos”. La propaganda superabundante del triunfalismo capitalista posterior a la caída de la URSS fue mucho más creída por “las izquierdas” que por las derechas. La crisis del llamado “neoliberalismo progresista”, los nuevos “populismos de derecha”, el retorno de la lucha de clases a nivel internacional, incluso con protagonismo de sectores estratégicos de la clase obrera como en el caso de Francia, parecerían indicar que estamos ante el “ya no más” de la “restauración burguesa”, sin saber exactamente qué puede venir después. Pero para prepararnos para lo que pueda venir, necesitamos señalar con toda claridad cuál es la salida que tenemos que pelear desde la clase trabajadora y el pueblo. Es insólito que Trump se la pase hablando contra el socialismo, pero la izquierda no plantee con toda claridad sus objetivos de fondo y peor aún que el “progresismo” convoque a quedarnos quietitos para que no nos peguen tanto.
En “A propósito del eurocomunismo” (1977), Manuel Sacristán señalaba algunas ideas que pueden servir para reflexionar al respecto:
Lo científico es asegurarse de la posibilidad de un ideal, no el empeño irracional de demostrar su existencia futura. Y lo revolucionario es moverse en todo momento, incluso en situaciones de mera defensa de lo más elemental, del simple pan (como en la presente crisis económica), teniendo siempre consciencia de la meta y de su radical alteridad respecto de esta sociedad, en vez de mecerse en una ilusión de transición gradual que conduce a la aceptación de esta sociedad. […] Esa posición política tiene dos criterios: no engañarse y no desnaturalizarse. No engañarse con las cuentas de la lechera reformista ni con la fe izquierdista en la lotería histórica. No desnaturalizarse: no rebajar, no hacer programas deducidos de supuestas vías gradualistas al socialismo, sino atenerse a plataformas al hilo de la cotidiana lucha de las clases sociales y a tenor de la correlación de fuerzas de cada momento, pero sobre el fondo de un programa al que no vale la pena llamar máximo, porque es único: el comunismo [4].
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