El que va solo a una tribuna rival lo hace en la confianza de que va a poder y saber contenerse; más tarde, con el transcurrir del partido, o de pronto, con un penal sobre la hora, viene a descubrir que no.
Sábado 11 de junio de 2016
“Primero degollarme que desnudarme”, clama el unitario en el final de “El matadero”. No parece que lo diga por pudor. Y tal vez no lo diga siquiera por temor a una violación, que al fin de cuentas no existe en el cuento sino por efecto de la lectura que David Viñas hizo canónica. Lo dice porque, tusado y desnudado, despojado de la barba en U y de las prendas que lo identifican, no habrá ya signo político alguno en él: se volverá insignificante en el sentido literal de la expresión.
No hay visión de mayor desvalimiento que la de un cuerpo completamente desnudo, o desnudado a decir verdad, a merced de agresores numerosos (y vestidos). A la desproporción del ataque en patota, a la brutal asimetría del todos contra uno, se agrega así la fragilidad extrema del cuerpo descubierto e inerme, de la persona que ya no es más que un cuerpo.
La otra tarde, en la cancha de Platense, se vivió una escena así. La asombrosa imprudencia de un infiltrado (ese aislado hincha de Atlanta que se inmiscuyó en tribuna ajena) y la feroz reacción de eliminación (por expulsión colectiva del intruso) se combinaron dramáticamente. Y terminaron justamente así: la víctima reducida a la desnudez, en medio de un hostigamiento incontable.
El que va solo a una tribuna rival lo hace en la confianza de que va a poder y saber contenerse; más tarde, con el transcurrir del partido, o de pronto, con un penal sobre la hora, viene a descubrir que no. De esos herederos de la horda primitiva que dan en llamarse barras bravas, no se espera, en cambio, ninguna contención, lo suyo es siempre el desborde. Tenemos entonces al que no pudo contenerse (y exclamó: ¡penal!) y tenemos a los que ni siquiera lo intentaron (le dieron flor de paliza y lo sacaron desnudo a la calle).
La total indefensión de ese hincha en Vicente López se debió a dos circunstancias concretas: la completa impasibilidad policial y la falta de hinchada propia. De lo primero no hay mucho para agregar a lo que es usual y consabido: la policía en general no se mete o se mete para reprimir a mansalva. De lo segundo hay algo que puntualizar: la tan repudiada y repudiable violencia de las barras bravas sirve siempre a la agresión aberrante, pero a veces sirve también a la protección (protección frente a las otras barras, frente al raterismo tribunero, frente a la propia policía). Pasando esto por alto, la persistencia de las barras bravas (esto es, su utilidad) no termina de comprenderse. Y el propósito de su erradicación sigue tan estancado como siempre, en medio de los lugares comunes que se repiten en estos casos sin que sirvan para nada.
Los responsables de la seguridad deportiva hace tiempo que han admitido (¿de qué modo? Prohibiendo la concurrencia a las canchas de los hinchas visitantes) que no están capacitados para cumplir con su función. No obstante ello, no renuncian a sus cargos ni a sus sueldos.
Martín Kohan
Escritor, ensayista y docente. Entre sus últimos libros publicados de ficción está Fuera de lugar, y entre sus ensayos, 1917.