El reconocido historiador militar británico publicó un voluminoso libro sobre la Revolución Rusa, comprendiendo los años entre la Revolución de Febrero de 1917 y la guerra civil que se extendió hasta 1921. En esta reseña polemizamos con sus principales afirmaciones, calumnias y mitos contra la revolución y los bolcheviques.
En las últimas dos décadas, Antony Beevor se posicionó como un “best seller” con libros sobre batallas de la Primera y Segunda Guerra Mundial, más un volúmen sobre la Guerra Civil Española, traducidos a 34 idiomas y con 8 millones de ejemplares vendidos. Beevor asienta sus investigaciones históricas en los conocimientos adquiridos en la Royal Military Academy de Sandhurst. [1] Este año publicó su último libro Rusia: revolución y guerra civil, 1917-1921 (Crítica, 680 p.), donde analiza la caída del zarismo, la Revolución de Octubre y los diversos episodios de la guerra civil emprendida por el Ejército Blanco y 14 ejércitos extranjeros contra el naciente Estado obrero.
La Revolución Rusa fue uno de los hechos que moldeó al Siglo XX –"época de crisis, guerras y revoluciones", según definió Lenin– y su estudio sigue desatando polémicas sobre la vigencia para nuestro tiempo. En el contexto actual, las “nuevas derechas” no escatiman en expresiones burdas contra las ideas socialistas. Si bien no es correcto poner un signo igual entre la extrema derecha y la historiografía liberal, no es menos cierto que gran parte de esta –podemos citar los trabajos de Richard Pipes y Robert Service– sirven de insumo para las diatribas sobre “el fracaso del comunismo”. Desde el espectro liberal, el libro de Beevor interviene en este último sentido, agregando entrevistas y reseñas en la prensa del establishment que sustentan las posiciones de la OTAN contra Rusia. [2] Por ello es inevitable polemizar con sus principales tesis que combinan hechos históricos con lecturas erradas, calumnias y mitología contra la Revolución Rusa.
Muchas de las ideas de Beevor tienen origen en el mismo 1917, por lo que fueron debatidas y desbaratadas por León Trotsky, como parte de su tarea por clarificar las lecciones de Octubre. Este objetivo fue cumplido extraordinariamente en Historia de la Revolución Rusa, al margen de otros trabajos. Si bien Trotsky no llegó a escribir una historia de la guerra civil, como había proyectado, sus escritos militares de esos años fueron publicados por el Estado soviético en cinco tomos, de los cuales el CEIP León Trotsky y Ediciones IPS editaron una selección titulada Cómo se armó la revolución. Desde estas ideas elaboraremos un contrapunto con los ejes principales del libro de Beevor.
Una revolución narrada desde arriba
La primera parte del trabajo de Beevor está dedicada al año 1917, con un breve repaso de los primeros años de la Primera Guerra Mundial. Con leer los primeros capítulos alrededor de la Revolución de Febrero que derrocó al zar Nicolás II y puso fin a la autocracia, es claro que el historiador británico tomó la decisión de reconstruir la historia de la Revolución Rusa desde arriba, dando prioridad a las discusiones y acciones del zar y la familia Romanov, y luego sobre el Gobierno Provisional. Esta decisión puede ser válida para un historiador, incluso produciendo un aporte a la historiografía, pero en el caso de Beevor refleja su profunda incomprensión de lo que es una revolución.
Si León Trotsky afirmó que una revolución es la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos, Beevor solo las toma en consideración cuando se vuelven ineludibles. El resurgimiento de los soviets sin dudas es un hecho histórico que vislumbra un elemento diferencial en el proceso revolucionario, reflejando el protagonismo de las masas. Sin embargo, Beevor, por ejemplo, caracteriza a las sesiones del Soviet de Petrogrado como “sumamente caóticas” con “debates confusos” y agrega:
Algunos observadores compararon las sesiones plenarias con las asambleas de pueblo en las que cualquiera podía tomar la palabra y decir lo que se le antojara. Aquí el público estaba formado por una masa apretada de soldados y trabajadores, que o bien enrollaba tabaco humilde en recortes de periódicos y octavillas, o bien masticaban pipas de girasol y escupían las cáscaras sobre los magníficos suelos de mármol del príncipe Potiomkin. Los votos podían resultar en cualquier cosa y en realidad daba igual. Los líderes socialistas del Comité Ejecutivo no prestaban la más mínima atención a lo que se decía; se limitaban a proseguir con sus propios planes para hacerse con el poder. [3]
Esta valoración despectiva del soviet oculta su carácter novedoso y el lugar ganado en la Historia. Surgidos en 1905, a raíz de las huelgas obreras contra la autocracia, se transformaron en experiencias de autoorganización democrática de las masas explotadas y oprimidas. Aunque los más conocidos fueron los de Petrogrado y Moscú, los soviets surgieron previamente en otras ciudades de concentración obrera. Tanto en 1905 como en 1917, la vanguardia reunida en el soviet organizaba a las masas obreras, campesinas y también a los soldados, dirigía huelgas y manifestaciones, armaba a los obreros y protegía a la población contra los ataques reaccionarios, asumía tareas organización y control de la producción, además de estar ligados a demandas como la jornada laboral de 8 horas hasta el fin de la guerra. Más adelante se desarrollará cómo los soviets fueron órganos de la insurrección, bases del Estado Obrero y también sustento del futuro Ejército Rojo.
La operación de Beevor también abarca a la relación que establecen los partidos políticos con este organismo de masas que era la contracara del Gobierno Provisional en los meses de doble poder. La idea de una masa amorfa, casi hasta presentada como “inculta”, habilita a una lectura donde se vuelven una base de maniobra para los planes bolcheviques. Además señala que los soviets serían “marionetas de los líderes bolcheviques” y que la consigna ‘Todo el poder a los soviets’ sólo fue aceptada por Lenin “desde el momento en que vio la posibilidad de infiltrarse en los comités y dominarlos para acceder al poder”. Para desmentir estas afirmaciones, que además despolitizan todo el proceso para abonar la idea de “un golpe de estado”, conviene detenerse en dos momentos del pensamiento de Lenin y también en la evolución de los soviets durante 1917.
Frente a la visión instrumental que Beevor quiere atribuirle, ya en 1905 Lenin planteó que de ninguna manera el soviet y el partido revolucionario eran algo que se contraponen, sino que la cuestión era cómo repartir las tareas en la unión de las luchas económicas y la lucha política, pensando en cómo extender la hegemonía del soviet de diputados obreros hacia los campesinos, soldados y marinos, y la intelectualidad. [4]
Respecto a 1917, luego de la Revolución de Febrero que derrocó al zarismo e instauró un Gobierno Provisional encabezado por Kerensky, los soviets estaban en manos de dos partidos que buscaban conciliar con la burguesía, los socialistas revolucionarios y los mencheviques, mientras los bolcheviques eran una pequeña minoría. Esta realidad fue producto de la paradoja de la Revolución de Febrero, como la denominó Trotsky, donde las masas (con una vanguardia forjada por los bolcheviques) habían protagonizado la insurrección sin que ningún partido la preparara. Y en los hechos el poder lo tenían los soviets, pero al estar dirigidos por partidos conciliadores, le entregaron el poder a la burguesía. Así, surgieron dos instituciones de características muy distintas: el Gobierno Provisional, el órgano político de la burguesía y los terratenientes, y los soviets, órganos de gobierno de obreros, campesinos y soldados. En esta situación de “dualidad de poder” –dos poderes irreconciliables, como los intereses de las clases a las que representaban– se desarrollaron los acontecimientos hasta octubre.
Los eseristas (conocidos también como socialrevolucionarios o con las siglas SR) y mencheviques tenían la estrategia de subordinar a los soviets al poder burgués buscando una alianza con la burguesía liberal, mientras la dirección bolchevique, entre ellos Stalin y Kamenev, tenía una política de apoyo crítico al Gobierno Provisional. El regreso de Lenin a Petrogrado en abril cambió el rumbo de los bolcheviques al plantear que había que enfrentar al Gobierno Provisional y conquistar la mayoría de la clase obrera y los soviets. La dualidad de poderes no era algo que iba a sostener por mucho tiempo, entonces se trataba de pelear para que los soviets rompan con su dirección conciliadora y retiren su confianza en el Gobierno Provisional. Solo así los soviets serían no sólo organismos de autoorganización, sino “la única forma posible de gobierno revolucionario” y la base para construir un nuevo Estado. Ese giro clave quedó plasmado en las Tesis de abril, que burdamente Beevor menciona como "sermoneo".
En contraposición al punto de vista de Beevor y la historiografía liberal de unas masas pasivas, podemos retomar los planteos que el historiador Enzo Traverso realizó en su último libro sobre la Historia de la Revolución de Rusa de León Trotsky:
Los sujetos centrales de su relato son las masas revolucionarias. Estas no tienen nada que ver con las multitudes sumisas, manipuladas, disciplinadas, controladas y desempoderadas de las concentraciones fascistas y nazis. No son las masas "ornamentales" que llenan el escenario del totalitarismo moderno. Trotski se ocupó en otras obras de las raíces del fascismo. Las masas revolucionarias que describe en su libro son actores conscientes de la historia. Son las clases subalternas que, en circunstancias históricas extraordinarias, derrocan a un poder ya no abrumador e inexpugnable, y toman su destino en sus manos, reconstruyendo así la sociedad sobre nuevos cimientos. La revolución es un acto colectivo mediante el cual los seres humanos se liberan de siglos de opresión y dominación. [5]
La negación de Beevor sobre la autoactividad de las masas en los soviets y la relación de su vanguardia con los bolcheviques tiene otras expresiones a lo largo del libro. Así, afirma:
En una época en que las masas apenas tenían formación política, una de las grandes ventajas de los bolcheviques era que sus oradores no intentaban convencer a la audiencia mediante argumentos, sino por la simple repetición de los eslóganes. [6]
Como se advierte, es Beevor quien no entiende el significado profundo para las masas de “eslóganes” como “Pan, paz y tierra”. “Pan”, significaba garantizar el alimento para toda la población a través del control de la producción y la distribución por parte de los soviets y los sindicatos. “Paz”, una paz inmediata para acabar con la carnicería de la guerra sin anexiones. “Tierra”, representaba el reparto inmediato de las propiedades del zar y los terratenientes a los campesinos pobres. Por la pelea dada en torno a esas consignas, los bolcheviques fueron ganan influencia en los soviets.
Resta agregar que cada mención a Lenin está acompañada de un adjetivo negativo o de una descripción descalificativa –la mayoría sin citar documentación, por lo que es una valoración del autor– para una deliberada demonización. [7] En su nuevo libro Beevor paradójicamente atrasa 100 años al recurrir a la mitología de Lenin como agente del káiser Guillermo II, financiado por el imperialismo alemán. Esta calumnia de Lenin como agente al servicio del Estado alemán data desde el mismo proceso revolucionario y sigue siendo tan falsa como hace un siglo. [8]
Como resultado, el desarrollo de la Revolución de Octubre –que nuestro autor se empecina en definir como un “golpe de estado”– y la pelea del bando revolucionario en la guerra civil serán analizados por Beevor con un lente distorsionado.
¿Golpe de Estado o revolución social?
El camino de Beevor hacia Octubre tiene otras imprecisiones históricas pero por razones de jerarquía es necesario abordar una idea que cuestiona la naturaleza misma de la Revolución de Octubre al definirla como un golpe de Estado minoritario. [9]
Aquí comienza a cerrarse el círculo iniciado con sus apreciaciones peyorativas sobre las masas y los soviets, y sobre el liderazgo de Lenin y la influencia bolchevique. La intención política es también empezar a construir un bando sanguinario que en la guerra civil (1918-1921) combatía para defender la dictadura de minoría mientras enfrente se ubica un bando que buscaba una Asamblea Constituyente y el establecimiento de un régimen democrático.
La Revolución de Octubre fue el punto culminante de uno de los más profundos movimientos de masas jamás conocido y las fuentes históricas no dejan duda alguna en cuanto a la representatividad de los bolcheviques en la vanguardia organizada en los soviets, que a su vez organizaban a las masas. Esta relación se fue consolidando en los meses de la dualidad de poderes –que incluso tuvo momentos críticos cómo las jornadas de junio y julio y el intento de golpe de Kornilov. De esto dan testimonio hasta los adversarios honestos de los bolcheviques. En la historia escrita por N. N. Sujánov, miembro de los socialistas-revolucionarios (S-R), señaló que:
Para las masas, los bolcheviques se habían convertido en elementos de su propia comunidad, porque siempre estaban presentes, tomando la iniciativa tanto en los más mínimos detalles como en los asuntos más importantes. (...) Las masas vivían y respiraban de común acuerdo con los bolcheviques. Estaban en manos del partido de Lenin y Trotsky. [10]
Tanto Lenin como Trotsky siguieron el desarrollo de los acontecimientos y los preparativos para la toma del poder, midiendo el pulso de las masas a través de los soviets. Así los soviets fueron los órganos de la insurrección triunfante, preparándose con la creación del Comité Militar Revolucionario del Soviet de Petrogrado, dirigido por Trotsky. Una muestra de la riqueza de su pensamiento estratégico, que Beevor nuevamente pasa por alto pese a ser historiador militar. No obstante hay trabajos como el del coronel estadounidense Harold Walter Nelson, insospechado de trotskismo, que resalta de Trotsky que:
sus experiencias en 1905 lo habían llevado a desarrollar algunas conclusiones bastante originales sobre la inevitabilidad del choque armado […] el desarrollo del Soviet parecía tener implicaciones importantes en el ámbito del uso organizado del poder por parte de las masas revolucionarias […] Este poder era el único poder con verdadera legitimidad durante el período de levantamiento revolucionario y le otorgaba al Soviet el derecho a organizar un Ejército. [11]
Como muestra de la “legalidad soviética” hay que recordar que en el II Congreso de los Soviets, los partidarios de la consigna ‘Todo el poder a los soviets’ obtuvieron el 69,6 % de los mandatos. En el Congreso Panruso de Diputados Campesinos, que se realizó del 9 al 25 de diciembre de 1917, hubo una ligera mayoría (bolcheviques y los eseristas de izquierda como aliados) a favor del poder de los soviets.
Con sus querellas sobre un golpe de Estado de una minoría Beevor no comprende, o no quiere comprender, cómo los soviets constituyeron el pilar de una democracia de otra clase. Y que así como fueron los órganos de la insurrección ahora estaban llamados a definir no solo el rumbo político de la sociedad sino también el de una economía planificada basada en la propiedad estatal de los medios de producción. ¿Acaso hay un mayor acto democrático que el nacimiento de la primera república de los trabajadores de la historia? La “Declaración de los derechos del pueblo trabajador y explotado”, convertida en texto constitucional en 1918, es expresión del profundo cambio radical que significó Octubre para millones de trabajadores y campesinos. Sobre esa base social, la naciente república soviética enfrentará el esfuerzo de la guerra civil.
Como último intento, Beevor recurre al argumento de la convocatoria a la Asamblea Constituyente como el camino a la democracia que el golpe de Estado bolchevique aplastó. La consigna de Asamblea Constituyente evocaba a la forma institucional más democrática que habían surgido de las revoluciones burguesas anteriores y en el desarrollo de 1917 tuvo diferentes intencionalidades políticas. Para las direcciones conciliadores de los mencheviques y eseristas (S-R) era un objetivo como parte de su estrategia de una revolución democrática dirigida por la burguesía, mientras que para el Gobierno Provisional tenía por finalidad limar el poder de los soviets y por eso fue posponiendo su fecha de realización.
Para los bolcheviques era una consigna que ayudaba a dialogar y acelerar la experiencia de las masas, sobre todo las campesinas, con la burguesía. Los bolcheviques tenían claro que la espera para la realización de la Asamblea Constituyente en enero de 1918 era desperdiciar la oportunidad de la toma del poder. Luego de la insurrección triunfante de octubre, la convocatoria se mantuvo pero sus listas fueron confeccionadas antes de Octubre y su composición reflejaba la correlación de fuerzas existente en el período anterior. Por eso se produjo un choque entre los intereses mayoritarios del gobierno de los soviets y el de los intereses defendidos por los mencheviques, los eseristas de derecha e incluso de los liberales del partido kadete. Debido a que la Asamblea Constituyente se negó a aceptar la “Declaración de los derechos del pueblo trabajador y explotado” y ratificar los decretos del II Congreso de los Soviets de la paz, de la tierra y del paso del poder a los soviets, fue disuelta.
La disolución de la Asamblea Constituyente no fue sin polémica en el interior y exterior. En su crítica escrita en la cárcel Rosa Luxemburg lo marcó como un punto de diferencia con los bolcheviques, aunque luego su posición cambió tras salir de prisión y con la Asamblea Nacional durante la Revolución Alemana. Aún en el error, Luxemburg hacía una crítica honesta desde la defensa de la revolución, no así personajes como Karl Kautsky y Rudolf Hilferding que tomaron la disolución de la Asamblea Constituyente como un punto de ataque. Interiormente se abrió una crisis en la alianza de los eseristas de izquierda, algunos rompiendo y sumándose a los bolcheviques, otros iniciando un derrotero reaccionario. Como los mencheviques, los eseristas buscaron alianzas con los kadetes liberales como en Samara en pos de una defensa de la Asamblea Constituyente. Esa posición los fue ubicando a la par de quienes iniciaron las tropas blancas contra los soviets y así se desdibujaron en su papel histórico. Los eseristas dieron un salto en su degradación recurriendo a los métodos terroristas ¡contra los bolcheviques!, llevando adelante un atentado para matar a Lenin.
Cuando la Asamblea Constituyente tuvo lugar y fue disuelta, ya estaba claro para las masas la representatividad de los soviets y del programa que defendía. Sobre esa base social, la naciente república soviética enfrentará el esfuerzo de la guerra civil.
Defender la revolución
Beevor dedica a la guerra civil el resto del libro, agrupando los capítulos según los años. La segunda parte abarca al año 1918, con la firma del Tratado de Brest-Litovsk, el surgimiento del bando blanco y la injerencia de 14 ejércitos imperialistas, las primeras derrotas del gobierno de los soviets, la conformación del Ejército Rojo y sus primeros logros. La tercera parte corresponde a 1919, con los sucesivos avances y retrocesos del Ejército Rojo más los problemas en los planes de generales blancos como Kornilov, Kolchack, Denikin y Wrangel y el de potencias como Estados Unidos y Gran Bretaña. La cuarta parte, dedicada a 1920, ya cubre el punto culminante del Ejército Blanco, el triunfo definitivo de los bolcheviques hacia 1921, aunque quedan vestigios de rebeliones parciales como la de Kronstadt, con la que se finaliza el libro. Las conclusiones sobre el periodo en su conjunto abarcan apenas unas páginas.
La elección de Beevor de realizar capítulos cortos en torno a zonas o campañas específicas posibilita una lectura fluida. Siguiendo la lógica de la primera parte, en la reconstrucción de los hechos tienen más peso las visiones del bando contrarrevolucionario. Hay que remarcar que en la guerra civil, el gobierno de los soviets tiene que defender su revolución del Ejército Blanco –compuesto por la oficialidad que permanecía leal al zarismo y apoyado por burgueses y terratenientes– y de los ataques imperialistas de Gran Bretaña, Francia, Alemania, Estados Unidos, Japón, Italia, Austria-Hungría, Canadá, Australia, Rumania, Grecia, Polonia, China y Suecia, para los cuales países que había integrado el Imperio Rusos (como Finlandia, Ucrania, Estonia, Letonia y Georgia) fueron puntos de apoyo.
La primacía de los puntos de vista del bando blanco y de las potencias es interesante para ver sus tensiones, tanto en los planteos tácticos como estratégicos. En un primer momento, la alianza contra los bolcheviques estaba bajo la mascarada de una supuesta convocatoria a una Asamblea Constituyente pero generales brutales como Denikin y Kolchack estaban lejos de intenciones democráticas y eran más cercanos a volver a unificar lo que había sido el Imperio Zarista. Esto iba contra el derecho a la autodeterminación para los pueblos que alentaban los bolcheviques y sobre el final de la guerra civil era opuesto a los planes geopolíticos de las principales potencias imperialistas, especialmente Gran Bretaña y Estados Unidos, respecto a avanzar en sus propias posiciones tras la I Guerra Mundial. Cómo veremos, también entraron en profunda contradicción los intereses materiales que defendía cada bando.
El frente interno se inició a gran escala el 25 de mayo de 1918 con el alzamiento de la Legión Checoslovaca, el primer caso de tropas al interior de Rusia apoyadas directamente por una potencia imperialista, en este caso Francia. Los legionarios checos estaban constituidos por prisioneros de guerra del régimen zarista, a quienes el gobierno soviético les concedió la libertad y la posibilidad de volver a sus hogares. Pero previamente hubo una ofensiva alemana y se habían abierto combates en todos los frentes: el 3 de abril tropas japonesas desembarcaron en Vladivostock; el 4 de abril los turcos se apoderaron de Batum, sobre el Mar Negro; a fines de abril los alemanes ocuparon Karkov y gran parte de Ucrania; el 12 de mayo, en Finlandia fueron derrotadas y expulsadas las tropas rojas. La sublevación de la Legión Checoslovaca apoyada por los franceses actuó como centro de reorganización para avanzar sobre Moscú desde el Volga y había que sumar que el 1 de agosto las unidades inglesas se habían adueñado de Arcángel en el Norte y Bakú en el Sur. En cuestión de semanas quedó mucho más claro para el gobierno de los soviets y las masas en general la necesidad de defender la revolución con las armas.
El tratamiento que Beevor hace de la fundación del Ejército Rojo arrastra los límites mencionados y es resumido de manera unilateral. El historiador militar no encuadra los debates entre las diferentes alas del gobierno soviético en la dinámica de las clases sociales tras Octubre. La primera resistencia presentada por el bando revolucionario se basó en la acción voluntaria de los trabajadores de vanguardia, junto a cuadros bolcheviques y las guardias rojas; mientras el grueso de la base campesina que compuso el ejército zarista se desmovilizó y volvía de los frentes sin querer saber nada con la guerra.
En ese marco contradictorio, Trotsky es designado Comisario de Guerra con la misión de mejorar y asegurar la instrucción, claridad de objetivos revolucionarios y recursos, y esto ameritaba la construcción de un ejército regular. En un discurso del 22 de abril de 1918, Trotsky defiende la creación del Ejército Rojo y plantea la continuidad de la política en la guerra en los siguientes términos:
Una vez que la clase obrera ha tomado el poder en sus manos, debe crear, evidentemente, su ejército, su órgano armado capaz de protegerla completamente contra todo peligro. Pero también desde un punto de vista estrictamente militar, desde el punto de vista de la capacidad defensiva del país en las condiciones del régimen soviético, no hay más que una salida: construir el ejército sobre principios de clase. [12]
Las medidas presentadas por Trotsky fueron: instrucción general obligatoria, creación de cuadros militares de entre las filas de los combatientes, utilización de especialistas militares (oficiales y suboficiales del viejo ejército zarista) y la implementación de comisarios de guerra (comisarios políticos). Esto abrió una lucha política que Beevor caricaturiza posicionando a Lenin y Trotsky traicionando “su retórica de no confiar en los enemigos de clase” –al plantear la utilización de los especialistas militares– frente al dogmatismo de los sectores ultraizquierdistas que solo querían milicias irregulares en base a los guardias Rojos. La superficialidad de Beevor en este punto lo lleva a desconocer los escritos militares de Trotsky, donde estos temas son tratados desde el mismo centro de los acontecimientos y muestran a la política y teoría revolucionaria como elementos vivos frente a dificultades enormes.
De todas maneras, el desconocimiento de las elaboraciones militares de Trotsky no impiden que Beevor tenga que reconocer sus grandes capacidades de mando, jugando un rol fundamental para elevar la moral, recorriendo los frentes de punta a punta en su célebre tren blindado (del que se estima que viajó el equivalente a cerca de cinco vueltas al mundo) y en determinados casos liderar los combates, como retrató Larissa Reissner en su relato sobre Sviask y la recuperación de Kazán, primera victoria que consolidó al Ejército Rojo. No sin dificultades, el Ejército Rojo fue afianzándose y obteniendo triunfos en la segunda mitad de 1918 y 1919.
Otro de los puntos nodales en Beevor es el tratamiento del terror rojo y el terror blanco. El terror blanco fue el despliegue premeditado y sistemático de violencia atroz sobre los combatientes rojos y también sobre la población civil (se haya comprobado su simpatía o no con los soviets). Surgió de los mandos como Kornilov, general del viejo ejército imperial, incluyendo el fusilamiento de prisioneros, vejaciones de todo tipo, pogromos contra la población judía. Cuando los blancos triunfaban en un territorio, para los campesinos significaba el regreso de los terratenientes, que con su bandas se vengaban de la expropiación de las tierras. El autor brinda múltiples ejemplos pero convenientemente plantea que no importa cuándo se inició sino que afirma que los iniciadores fueron los bolcheviques, y lo justifica diciendo que quienes recurren al terror son los que se encuentran en desventaja. Lejos de las utopías pacifistas o “juicios morales” vale recordar la definición de Victor Serge: “No ha habido jamás guerra ni revolución sin terror. El terror ha sido siempre el arma predilecta de las clases posesoras, en todas las guerras de clases”.
Aunque no lo sistematice como conclusión, Beevor muestra cómo con las matanzas sanguinarias y los pogroms, los blancos fueron habilitando la posibilidad para que los campesinos –los que permanecían neutrales o incluso contrariados con los bolcheviques por la economía de guerra–, y hasta desertores, se inclinen por el Ejército Rojo. Hay que sumar que tras el terror blanco retornaban los terratenientes y kulaks (campesinos ricos) a “recuperar” las tierras y especular con el hambre de las ciudades.
Serge señala que, aunque el terror está presente en cada guerra y revolución, el ejemplo más cercano era la Revolución Francesa y el Terror. Podemos agregar que también estaba como antecedente la Comuna de París que terminó con la masacre de 30.000 comuneros. Sin embargo, agrega que es algo “desconcertante la indulgencia de los vencedores para con los vencidos después de la caída de la autocracia, así como después de la insurrección de octubre”, ya que:
¡solo al cabo de diez meses de luchas cada vez más encarnizadas, de complots, de sabotajes, de hambre, de atentados, de intervención extranjera, del terror blanco en Helsinki, en Samara, en Bakú, en Ucrania, del atentado contra Lenin, la revolución se decide a descargar su hacha! ¡Y esto en un país en el que la autocracia había formado a las masas en la escuela de las persecuciones, de los latigazos, de la horca y de los fusilamientos en masa! [13]
El terror rojo en respuesta al blanco incluyó medidas como la confiscación de los granos de los kulaks y terratenientes, la quita de los privilegios a los burgueses, la toma de rehenes, hasta el establecimiento excepcional de fusilamientos para traidores, delatores o saboteadores del Ejército Rojo, la industria, las líneas férreas y otros puntos estratégicos. Al contrario de la hipótesis de Beevor, en la cuestión del terror también está atravesada por la lucha de clases. Por el desarrollo de la revolución, la clase reaccionaria que se niega a darse por vencida tiene que derramar más sangre para intentar torcer el cambio de raíz producido en la economía y la política. Como su reverso, el terror aplicado por una revolución de masas sobre las clases que se encuentran en minoría dentro de la sociedad tiene que ser por lo tanto menor y al mismo tiempo más eficaz.
¿Por qué venció el Ejército Rojo?
Sobre el final de la cuarta parte, Beevor comienza a ensayar una explicación de por qué el Ejército Rojo se impuso sobre los Blancos. Al repasar los últimos planes de Denikin, señala que tras rescatar la colaboración con “políticos de centro e incluso de centro-izquierda”, el general blanco “reconoce los errores pasados, como no haber ofrecido una reforma agraria a los campesinos, o no haber garantizado su compromiso con la Asamblea Constituyente”. El historiador militar agrega que, en todo caso, esas apreciaciones son tardías y que:
Se puso de manifiesto que el movimiento Blanco era incapaz de funcionar con efectividad ni como dictadura ni como coalición casi democrática. Sus facciones solo alcanzaban a ponerse de acuerdo en un punto negativo: el odio al bolchevismo. Los Rojos, en cambio, reunían todas las características necesarias para ganar una guerra civil en el país más extenso del mundo: las de una estructura absolutamente centralista e implacablemente autoritaria. Esto les permitió superar incluso la desastrosa incompetencia. [14]
Y luego en las dos breves páginas de conclusiones agrega:
Los Blancos perdieron la guerra civil, en gran medida, porque fueron inflexibles; por ejemplo, al negarse a contemplar una reforma agraria (hasta que era con mucho demasiado tarde) o a dotar de alguna autonomía a las nacionalidades del Imperio Zarista. Su administración civil era tan inútil que puede calificarse de inexistente. [15]
El juicio de Beevor merece un último análisis por sus medias verdades que contradicen algunas de sus afirmaciones previas. Lo primero que surge es la composición de clase y la base social en la que se asienta cada ejército, una continuidad de la ubicación de las clases respecto de la revolución. Como hemos visto, esto estaba muy presente para los bolcheviques durante la creación del Ejército Rojo y también será parte de sus conclusiones. En un texto de 1922 Trotsky ubicará en este eje las razones del triunfo:
La cohesión del ejército y su fe en sí mismo fueron fortaleciéndose continuamente. Al principio, sólo la reducidísima capa de proletarios abnegados procedió concientemente a la creación de las fuerzas armadas de la República soviética. (...) La masa campesina, disputada a la clase obrera por la contrarrevolución terrateniente-burguesa-intelectual, oscilaba constantemente de un lado a otro, pero a fin de cuentas apoyaba a la clase obrera. En las más atrasadas provincias, como Kursk y Voronej, donde se contaban por miles los que huían del servicio militar, la aparición en las fronteras provinciales de los generales blancos provocaba un cambio radical de actitud, y masas de desertores acudían a las filas del Ejército Rojo. El campesino apoyaba al obrero contra el terrateniente y el capitalista. En este hecho social se enraíza la causa más profunda de nuestras victorias. [16]
En esa relación entre lo político y lo militar, “la guerra civil no es más que la prolongación violenta de de la lucha de clases” [17]. Como tal toma relevancia la política revolucionaria que vimos desplegada y que incluía la abolición de la propiedad privada de la tierra, el control obrero y estatización de fábricas, talleres, minas, ferrocarriles y demás medios de producción, y una política por la autodeterminación de los pueblos y por el fin de la guerra. Esas conquistas revolucionarias son las que defienden los obreros y campesinos en el Ejército Rojo, que llega a reunir a cinco millones de soldados. Es un producto de la “preparación política” que Trotsky mencionará años después:
La guerra civil, hemos dicho siguiendo a Clausewitz, es la continuación de la política, pero por otros medios. Esto significa: el resultado de la guerra civil depende solo en 1/4 (por no decir 1/10), de la marcha de la propia guerra civil, de sus medios técnicos, de la dirección puramente militar, y en los restantes 3/4 (si no 9/10) de la preparación política. [18]
Es falaz afirmar que los generales blancos contemplaban una “reforma agraria”, o que deberían haberlo hecho, simplemente porque su papel histórico era defender el interés de los terratenientes y la burguesía. Es la joven república de los soviets la que da esa respuesta a millones de campesinos, y este hecho es uno de los más contundentes que termina con la mitología del golpe de Estado o la dictadura de una minoría. Lo mismo sucede respecto a las nacionalidades, ya que las intenciones de los generales era volver a reconstruir al viejo Imperio Zarista.
Luego Beevor habla de que los bolcheviques poseían “una estructura absolutamente centralista e implacablemente autoritaria”. Lo que el historiador distorsiona es la cohesión del Ejército Rojo que hemos mencionado, también producto de una dirección que supo plantear los virajes (reclutamiento obligatorio, disciplina, uso de los especialistas militares) en los momentos necesarios. Lejos de una “desastrosa incompetencia” se trató de un verdadero desafío en múltiples planos que la primera revolución proletaria de la historia logró transformar en victoria.
A modo de conclusión
El libro de Beevor viene a ocupar un lugar en la historiografía liberal contraria a la Revolución Rusa y aunque se puede mencionar como novedoso su eje en torno a la guerra civil, el abordaje no deja de reproducir los lugares comunes contra los bolcheviques. Esto va desde calumnias surgidas en el mismo proceso hasta interpretaciones, forzadas o falsas, para dar sustento al bando contrarrevolucionario. En ese sentido, no permite comprender el profundo proceso que implicó la movilización de masas, que tiraron abajo un régimen autocrático de siglos y luego organizadas en los soviets fueron la base de la primera república de los trabajadores de la historia. El papel del Partido Bolchevique como dirección junto al rol clave de Lenin y Trotsky, también son falsificados para poder reproducir el relato de un golpe de Estado minoritario, versión nada original que se replica desde hace un siglo.
Sin ese entendimiento entre la conjunción revolucionaria de las masas, la vanguardia y el partido, el abordaje de Beevor sobre la guerra civil da pasos en falso. Si la guerra es la continuación de la política por otros medios, en la guerra civil la defensa de la revolución y sus conquistas fueron motores claves para que los millones de obreros y campesinos que integraron el Ejército Rojo presenten batalla y venzan a los caudillos blancos y a 14 ejércitos imperialistas. Sobre esa profunda base social, más el liderazgo bolchevique, se asentó el triunfo. Aún desde el ejercicio de la polémica, el estudio de la Revolución Rusa permite revisitar y conocer un proceso rico de lecciones para nuestro tiempo, proyectar la vigencia de la revolución socialista y ejercitar la imaginación de que el fin del capitalismo es posible.
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