“Tenemos que decir sin rodeos, como Catón el Viejo: ‘Y además soy de la opinión de que este Estado debe ser destruido’”. (Rosa Luxemburg, discurso al Congreso de Stuttgart del Partido Socialdemócrata alemán, 4/10/1898)
Unas reflexiones a partir de Pierre Broué, Revolución en Alemania (1917-1923), Tomo 1.
Ediciones IPS acaba de publicar, a fines de 2019, el tomo 1 de Revolución en Alemania (1917-1923) de Pierre Broué, mientras que este año va a publicar el tomo 2. Aprovechando este gran acontecimiento, haremos algunos apuntes con reflexiones que se disparan a partir de la primera parte, que abarca desde los primeros impulsos que llevan a la revolución (la huelga de los trabajadores de las industrias de guerra de 1917), pasando por la revolución de 1918-19 misma, hasta mediados de 1921 (el tercer congreso de la Internacional Comunista).
Combate por la historia
El período revolucionario en Alemania, 1917-1923, fue parte de la ola expansiva de la revolución rusa triunfante. Despertó las mayores esperanzas de los revolucionarios de aquella época porque mudaba el teatro de operaciones de la revolución, desde un país atrasado y periférico como Rusia, al centro mismo del imperialismo, en un país avanzado. La revolución no podía ser exactamente igual que en Rusia; la experiencia del bolchevismo debía ser “traducida” a Occidente.
A pesar de esta importancia, es llamativo que, en castellano, apenas haya bibliografía sobre la revolución alemana. De la propia obra de Broué sobre el tema a la cual nos estamos refiriendo, apenas se había publicado un volumen que contenía la cuarta parte del total (la mitad del tomo 1 que acaba de publicar Ediciones IPS), así como la apretada síntesis que hace el historiador comunista francés Gilbert Badia en su Historia de la Alemania contemporánea (1917-1962), su compilación documental en dos tomos, Los espartaquistas, o la sucinta pero muy recomendable La revolución alemana de Sebastian Haffner (también conocida, en algunas ediciones, por su elocuente título original en alemán, Der Verrat –“La traición”-), además de alguna que otra introducción o monografía, todas añejas ediciones relegadas a las librerías “de viejo”.
En la lengua original de Pierre Broué, el francés, su obra sobre el tema también se destaca casi en soledad. Por el contrario, hay una profusa producción sobre el tema en inglés y, naturalmente, en alemán. Pero la obra de Broué destaca sobre todas ellas por su enorme alcance (más de mil páginas en total entre los dos tomos), pero además por ser una de las pocas que combina erudición académica con un compromiso con el marxismo revolucionario, una obra partisana sin descuidar la elaboración científica y el trabajo con las fuentes.
Precisamente por esto, es toda una “confesión” que la obra magna de Broué, sobre Alemania, hasta el día de hoy jamás haya sido publicada en lengua alemana… Alemania tiene una relación traumática con su revolución del 9 de noviembre de 1918, ni más ni menos que con aquella que vio nacer su primera república. Se trata de un hecho que prácticamente está desaparecido de la conciencia colectiva, oscurecido por otros tres hechos que también tuvieron lugar el mismo día en otros años: el putsch de Múnich de Hitler en 1923, la noche de los cristales rotos de los nazis en 1938 y, sobre todo, la caída del Muro de Berlín en 1989. Desde los años de la república de Weimar, fue una revolución “no querida” [1]. Sebastian Haffner tiene una hipótesis al respecto: que hablar de la “Revolución de Noviembre” sí o sí implica tener que llegar a la guerra civil de 1919, según él, el hecho definitorio de toda la historia del país en el siglo XX, donde incluso los vencedores de esa guerra civil se avergüenzan:
“Formaron una coalición peculiar; una coalición entre socialdemócratas y… nazis. Y ambos socios de esta coalición antinatural luego no tuvieron ninguna gana de admitir lo que habían hecho. Los socialdemócratas, porque reclutaron a los predecesores y modelos de lo que posteriormente fueron las SA y SS y porque dieron rienda suelta a los futuros nazis; los nazis, porque se dejaron emplear por los socialdemócratas y porque aprendieron a saborear la sangre bajo su patronato. La historia va a silenciar completamente aquello de lo que todos sus participantes se avergüenzan” [2].
Tempranamente, ya en 1924-25 aparece lo que podríamos considerar como la primera “historia marxista” de la Revolución de 1918: la obra en tres tomos que escribió Richard Müller [3], uno de los protagonistas de la revolución y de la historia de Broué, obrero metalúrgico y dirigente de la corriente de los Delegados Revolucionarios, del Partido Socialdemócrata Independiente (USPD) y, entre 1920 y 1925 miembro del Partido Comunista. Luego, la revolución de Noviembre fue objeto de diferentes interpretaciones en la Alemania de posguerra dividida en dos Estados.
En Alemania Oriental regía desde un comienzo, a la fuerza, la interpretación canónica de Stalin que figuraba en su manual sobre la historia del Partido Comunista de la URSS: “…Sin embargo, la revolución en Alemania fue burguesa y no socialista, y los consejos fueron los instrumentos sumisos del parlamento burgués” [4]. Recién luego de la muerte de Stalin y del XX Congreso del PCUS, que oficialmente lo repudia, en 1957-58 se empieza a discutir esta afirmación en la RDA. Un sector de los historiadores oficiales empieza a plantear que hace falta una valoración distinta, más positiva, de los consejos obreros alemanes, en base a la potencialidad que podrían haber tenido para hacer que triunfara una revolución socialista, y definiendo a la Revolución de Noviembre como “obrera” [5]. Esta discusión finalmente se cierra con la intervención de Walter Ulbricht (secretario general del gobernante SED y máxima autoridad del país) [6] que elabora un trabajo donde se plantea una rehabilitación de la tesis de Stalin sobre la “revolución burguesa” (entendida en el marco teórico de la revolución por etapas), aunque llevada a cabo “parcialmente por medios proletarios”, y de un rechazo rotundo a los consejos obreros. Se plantea que el único resultado importante de la Revolución de Noviembre fue la fundación del Partido Comunista alemán (KPD) [7].
El sentido de esta intervención era doble: por un lado, desalentar toda tentación “consejista” en un país donde, a partir de 1945, se había expropiado al capitalismo pero dominaba la dictadura de una enorme burocracia (que ya había sido cuestionada por el levantamiento antiburocrático del 17 de junio de 1953, que había ensayado formas consejistas) [8] y, por el otro legitimar como el factor decisivo del carácter “socialista” del Estado al SED, que se consideraba sucesor directo del partido fundado el 1° de enero de 1919 por Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht. No obstante, en la RDA se desarrolló una importante producción historiográfica sobre el tema, aunque dentro de los límites de la vigilancia “ortodoxa” del régimen estalinista de ese país, y solo en sus últimos años, en la década de los ’80, se volvió a estudiar el tema de los consejos obreros y de otras corrientes como la de los Delegados Revolucionarios.
Por el lado de Alemania Occidental, al comienzo, desde la década del ’50, la corriente predominante de la historia de la revolución estaba influenciada por la socialdemocracia, funcionando como una apología del SPD y su traición a la revolución en búsqueda de evitar el peligro de una “dictadura de los consejos”, amalgamando a los revolucionarios de 1919 con el fenómeno, posterior, del estalinismo de la URSS. No obstante, desde fines de la década de 1950, surgió una nueva corriente de historiadores que, aunque también cercana a la socialdemocracia, fueron pioneros en el estudio del rol de los consejos obreros (como Eberhard Kolb y Peter von Oertzen), con el objetivo de tratar de vislumbrar la posibilidad de si una colaboración entre los consejos y el SPD, en vez de su enfrentamiento, podría haber ayudado a desarrollar mayores reformas sociales y evitar la caída de la República de Weimar a manos de los nazis en 1933.
Hay que decir que, además, las tradiciones “consejistas” perduraron en las dos Alemanias de posguerra: En la RFA, debido al dominio férreo de la burocracia socialdemócrata, en los ‘60 y ‘70 se desarrollaron fuertes huelgas salvajes conducidas por delegados y consejos de fábrica (Betriebsräte) y tanto ellos como el movimiento estudiantil radicalizado de la SDS (Liga de estudiantes socialistas) que dirigió el “68 alemán” se declaraban inspirados en la Rätedemokratie (“democracia de los consejos”) [9]. Por otro lado, en Alemania Oriental, además de las formas consejistas de la rebelión de 1953, en las protestas de 1989, en sus comienzos (antes de su derrota y capitalización por la reunificación capitalista), se expresó todavía una idea difusa de un cierto “socialismo democrático” también bajo formas que remitían a la tradición de los consejos [10].
La obra de Broué, situada también en el contexto de la Guerra Fría y contemporánea de las dos grandes orientaciones de la historiografía alemana, se ubica claramente por encima de ellas y las supera, siendo la tesis que le posibilitó obtener su doctorado en historia y publicada como libro en francés por primera vez en 1971. Muchos de los trabajos que se desarrollaron posteriormente se basan en ella.
La “democracia” burguesa como último bastión frente a la revolución obrera
El primer período de la revolución, el de los dos meses que comienzan el 9 de noviembre de 1918 y se cierra con el llamado “levantamiento espartaquista” de los primeros días de enero de 1919, es llamado por Broué “el período de las ilusiones democráticas”. Es lo que Sebastian Haffner también designa como “una revolución socialdemócrata traicionada por los dirigentes socialdemócratas”. Los consejos obreros alemanes tienen su prehistoria en el aprendizaje que va haciendo la vanguardia obrera desde que la socialdemocracia impone la “paz civil” durante la guerra, colaborando con el gobierno imperial. En un comienzo no había un canal donde se pudiera expresar y visualizar alguna oposición obrera a la guerra, porque el movimiento obrero alemán estaba fuertemente encuadrado en el movimiento socialdemócrata, con su pesado aparato, que incluía tanto al partido como a los sindicatos y era prácticamente imposible una expresión de disidencia autónoma. Esta falta de disidencia abierta por no haber canales de expresión fue utilizada después en forma cínica por Kautsky para justificar su capitulación al imperialismo como algo “que las bases pedían”. La organización de la oposición obrera a la guerra recayó entonces en una corriente nacida durante la misma, la red de “Delegados Revolucionarios”, militantes socialdemócratas de izquierda dirigentes de las grandes fábricas de Berlín (en el interior del país surgieron también varias redes siguiendo el mismo modelo) que tenían una forma de organización secreta y conspirativa que se basaba en la absoluta confianza y estrecha relación con su base, que les posibilitaba organizarse clandestinamente con eficacia. Los espartaquistas, que eran una corriente pequeña con poca inserción en el movimiento obrero pero con los dos dirigentes políticos más conocidos del país, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, se relacionaban con ellos proveyéndoles orientaciones y formación política. La experiencia de las dos huelgas metalúrgicas de fines de la guerra, la de 1917 y junio de 1918, fueron una escuela para la vanguardia, que se organizó en comités de huelga que excedían a los sindicatos y fueron precursores de los consejos, mientras hacían una experiencia con sus dirigentes políticos que los traicionaron en las negociaciones con el gobierno en la primera huelga, y con la burocracia sindical, que los traicionó en la segunda. Ambas experiencias reforzaron la idea de la necesidad de una especie de un inicial “doble poder” en las fábricas (influido explícitamente por el ejemplo ruso), que era un paso más allá de la tradición socialdemócrata en cuanto a organización sindical.
Te puede interesar: Oskar Hippe, Memorias de la revolución alemana.
A diferencia de Pierre Broué, la tradición de historiadores de Alemania Occidental que toma en cuenta a los consejos considera que no hubo preparación de la insurrección del 9 de noviembre y que fue esencialmente un movimiento espontáneo [11]. Broué claramente lo desmiente con datos en la mano, y muestra cómo los preparativos de los Delegados Revolucionarios, la izquierda del USPD y los espartaquistas fueron la fuerza impulsora de la caída del Kaiser, como continuación del trabajo del incipiente “doble poder” en las grandes fábricas desde la guerra.
¿Un “partido revolucionario de los consejos”?
La caída del Kaiser y el surgimiento del Consejo Ejecutivo de los Consejos del Gran Berlín (Vollzugsrat) dio lugar al comienzo de un período de doble poder a nivel político. No obstante, sería engañoso pensarlo en analogía con el período que va de Febrero a Octubre de 1917 en la Revolución Rusa, por dos motivos. El primero es que en Alemania, como país adelantado, existía una añeja tradición política en la clase obrera con sus organizaciones, tradiciones y cultura, sumado a una cultura de legalidad (desde la caída de Bismarck en 1890) e instituciones representativas como el Parlamento (aunque con sufragio solo masculino y calificado). Esto bosquejó una tendencia que el historiador Dieter Groh veía encarnada en el kautskismo y que denominó como “integración negativa y atentismo revolucionario” [12], es decir, una actitud pasiva de esperar a que la revolución alguna vez ocurriera sin prepararla ni prepararse para ella, lo que a la vez integraba a la socialdemocracia y a los sindicatos cada vez más al régimen del Segundo Reich, el imperio guillermino. Alemania carecía de la rica experiencia de las tres revoluciones rusas.
El segundo motivo es que no existía en Alemania un verdadero partido que luchara por un gobierno de los consejos como fue el Partido Bolchevique en Rusia.
El fuerte encuadramiento en las tradiciones de la socialdemocracia y el peso abrumador de sus aparatos va a atravesar a los consejos y hará que el doble poder sea débil, en comparación con la experiencia rusa. El SPD, por ejemplo, por su propio peso impone en la mayoría de los consejos, empezando por el de Berlín, que la dirección de los consejos no sea elegida en forma directa, sino mediante un acuerdo de “paridad” entre los dos partidos socialdemócratas en los lugares donde el SPD estaba en minoría (como, por ejemplo, en Berlín y los principales centros industriales, donde el USPD, reflejando una base militante más combativa, era mayoritario). Al mismo tiempo, en los lugares donde el SPD sí era mayoría, lograba asegurarse el monopolio de la representación sin dar lugar a ninguna cláusula de paridad que pudiera beneficiar a las demás fuerzas de izquierda, lo cual hacía que las reuniones de muchos consejos se asemejaran a los viejos congresos de la socialdemocracia y los sindicatos, con el peso de sus aparatos. Al mismo tiempo, estas maniobras del SPD hacían que una enorme cantidad de sus funcionarios rentados, que no trabajaban en las empresas o que hacía muchos años que habían dejado de hacerlo, se hicieran votar como representantes de las fábricas. Además de todo esto, la dinámica de la revolución modificaba la composición política de las clases, haciendo que estas maniobras fueran en desmedro de los batallones centrales de la clase obrera que abandonaban al SPD y se acercaban cada vez más a los independientes y a los espartaquistas, mientras, por el contrario, los campesinos conservadores y los sectores obreros menos concentrados, normalmente ajenos a la política y que despertaron gracias a la revolución, se acercaran al SPD, expresándose sobre todo en los soldados, que se volvieron la base de maniobra principal de este partido para contrapesar por derecha a los obreros. Todas estas distorsiones hacían que los mismos consejos como instituciones no reflejaran fielmente la relación con la base, sobre todo de los obreros, aunque, contradictoriamente, esta distorsión era aceptada en base al peso de la tradición socialdemócrata.
El propio Kautsky, cínicamente, en un célebre escrito a favor de la Asamblea Constituyente y contra un gobierno de los consejos, enumeraba todas estas debilidades para justificar su postura [13]. Apenas un mes después de la revolución, en las discusiones del 11 de diciembre en el Vollzugsrat de Berlín y luego desde el 16 de diciembre en el congreso nacional de los Consejos, que se pronuncia a favor del llamado a la Asamblea Constituyente y en rechazo a un gobierno consejista, debilita enormemente su capacidad de transformarse en un gobierno alternativo.
Sin embargo, todo esto no evitaba que la dirigencia del SPD viera, aún en estos consejos con sus debilidades, un terreno peligrosísimo donde la izquierda revolucionaria podía fortalecerse y podía llevarlos a volverse un contragobierno, resolviendo el doble poder en un gobierno de los consejos al estilo de la Rusia Soviética. Por lo pronto, el período de las ilusiones democráticas se corresponde precisamente con el del de descomposición de las fuerzas armadas: incluso el congreso nacional de los consejos del 16 de noviembre, con una muy cómoda mayoría socialdemócrata, vota por abrumadora mayoría los llamados “Puntos de Hamburgo”, que consistían en una democratización radical del ejército, algo que el Estado Mayor jamás iba a aceptar. Para poder prepararse para la guerra civil contra la clase obrera, el gobierno de Ebert tuvo que prácticamente disolver las fuerzas armadas y crear nuevas basadas en los cuerpos de voluntarios protofascistas, originalmente paramilitares, a comienzos de 1919. El SPD, que cogobernaba en alianza secreta con el Estado Mayor del General Groener, veía únicamente peligro a su izquierda, nunca a su derecha. Es así que Hermann Müller, varios años después canciller, llegó a decir: “ni por un momento tuve jamás miedo de un golpe por derecha”.
Como dijimos más arriba, una de las debilidades del doble poder alemán, en comparación con Rusia, residía en la virtual inexistencia de un verdadero partido revolucionario independiente con peso. En la extrema izquierda alemana se situaban los Delegados Revolucionarios y la Liga Espartaco, estando ambas corrientes dentro del USPD (los espartaquistas hasta el 31 de diciembre de 1918, cuando deciden romper y fundar el KPD).
Los Delegados Revolucionarios tenían una concepción confusa. Por un lado, estaba la idea de Richard Müller y Ernst Däumig de impulsar un gobierno de un “sistema puro de consejos”, inspirado en el modelo soviético, sobre el cual el primero, a comienzos de 1919, escribió un folleto [14]. Sin embargo, al mismo tiempo, vacilaban en torno al problema de la Asamblea Constituyente, mientras que Müller, como presidente del Consejo Ejecutivo de Berlín, durante los primeros dos meses de la revolución, se opuso a las tendencias que surgían de la base a favor de la socialización (expropiación) inmediata de las industrias y tendió a conciliar el doble poder sindical que existía en las fábricas entre los consejos de empresa, por un lado, y la representación sindical burocrática, por el otro, diluyendo a los primeros a favor de la segunda, cediendo a la presión de la derecha de su partido y del SPD, que utilizaban el cuco de la “desorganización” y el “caos”. Por otra parte, veía a su propia corriente como un factor para presionar por izquierda al USPD, mientras rivalizaba crecientemente con los espartaquistas [15].
La Liga Espartaco, por su parte, tampoco formó un partido independiente hasta el fin de año de 1918. Esto fue motivo de enfrentamientos, desde 1914, entre Lenin y Rosa Luxemburg. Esta última rehusó romper organizativamente con el SPD, y desde 1917 con el USPD, sobre la base de que consideraba que eso implicaría transformarse en una secta. No obstante, a pesar de esto, la Liga Espartaco llegó muy débil a la Revolución de Noviembre. Solo en Berlín la Liga Espartaco contaba con apenas 600 militantes, frente a los 200.000 del USPD. Rosa Luxemburg conservaba, aún después de 1914, para Alemania, una idea de la relación entre partido y vanguardia muy distinta a la de Lenin, por la cual no se debían construir un partido revolucionario sino una tendencia revolucionaria en un partido obrero de masas, donde había un signo igual entre este último y el movimiento obrero en general, y donde el rol de los socialdemócratas consistía solo en esclarecer y coordinar la lucha obrera. La concepción de Rosa había sido válida y era aceptada universalmente durante el momento de ascenso de la organización del movimiento obrero entre la caída de Bismarck y la revolución de 1905, la época dorada del Programa de Erfurt y de las directrices de Engels en su famoso prólogo de 1895 a Las luchas de clases en Francia de Marx, en el período heroico del movimiento socialista en que la aristocracia obrera y los aparatos conservadores sindicales y políticos de la socialdemocracia aún no estaban del todo consolidados, pero se volvía un bagaje ideológico innecesario, que se sobrevivía y que no servía para la reorientación de la izquierda luego del estallido de la Primera Guerra Mundial (y mucho menos sirve hoy en día desde que, luego de 1945, la burocratización de las instituciones del movimiento obrero y sus grandes mediaciones han crecido exponencialmente). En la revolución, el peso de la burocracia conservadora socialdemócrata fue un factor objetivo que actuaba en detrimento del avance de la conciencia y que limitaba enormemente una perspectiva que devaluaba tanto el peso del partido revolucionario como la de Rosa.
Por lo demás, dentro de la Liga Espartaco había una contradicción entre la perspectiva estratégica coherente de sus principales dirigentes, y la heterogeneidad ideológica de muchos de sus nuevos adherentes, que se expresaba en una base mayoritariamente ultraizquierdista (algunas actitudes en ese sentido expresaron dirigentes como Karl Liebknecht y Wilhelm Pieck durante el levantamiento de enero de 1919) y con afinidades con la tradición del Syndikalismus, análoga a la del sindicalismo revolucionario francés y el anarcosindicalismo español. Los artículos de Rosa Luxemburg en Die Rote Fahne durante los dos últimos meses de su vida, que fueron también los dos primeros meses de la revolución (que Ediciones IPS va a publicar extensamente en una antología suya durante este año, la gran mayoría aún inéditos en castellano) son lo mejor que se ha escrito en cuanto a análisis de los eventos y perspectivas políticas. Para Rosa, la perspectiva estratégica pasaba por la conquista de una mayoría revolucionaria en los consejos, en vistas de un gobierno revolucionario de los consejos, rechazando en un comienzo la convocatoria y la participación en las elecciones a la Asamblea Constituyente como un intento contrarrevolucionario. Luego, en la medida en que los consejos en diciembre decidieron mayoritariamente apoyar la Asamblea y negarse a tomar el poder, abogar tácticamente por la participación en ella en la perspectiva de una pelea política por las masas que requeriría de tiempos más prolongados y de utilizar todos los escenarios disponibles, algo que la mayoría ultraizquierdista de los delegados al congreso de fundación del KPD no compartía.
No obstante, el punto débil de esta estrategia era el elemento subjetivo del partido revolucionario, fundado muy tardíamente, al comienzo de la etapa de la guerra civil y completamente marginal entre la vanguardia obrera de izquierda, ya que no lograron atraer a la fundación del Partido Comunista, por sectarismo, a la corriente de los Delegados Revolucionarios y la izquierda del USPD, que expresaba en forma confusa y centrista a esa vanguardia.
Hubo una tercera forma de concebir una corriente revolucionaria que luchara por el poder de los consejos: la tradición que en Alemania se conoce como Rätekommunismus, es decir, “comunismo de consejos”, como opuesta al Parteikommunismus, o “comunismo de partido” (el Partido Comunista). El Rätekommunismus de Anton Pannekoek y Hermann Gorter nació en 1920, con la fundación del KAPD (Partido Comunista Obrero de Alemania), y era una corriente semianarquista, sindicalista, que oponía los consejos al partido revolucionario en favor de los primeros. Era un enorme paso atrás respecto a la síntesis superadora de Lenin de 1905 de “partido + consejos” contra los viejos bolcheviques que oponían el primero a los segundos. El problema es que el Rätekommunismus imaginaba el surgimiento, en algún momento, de unos consejos puramente revolucionarios opuestos a todo tipo de partido, desistiendo de dar la pelea por una orientación revolucionaria dentro de los consejos reales, y limitándose a hacer una pura propaganda individual, desde afuera, “educativa”, escudándose en la diferencia de Occidente respecto a Rusia por el gran peso de la ideología burguesa, aunque combinado con acciones esporádicas ultraizquierdistas para “electrizar” a las masas y “acelerar” esa educación [16]. Conclusión: el “comunismo de consejos” o “anti-bolchevique”, si hay algo que no era, era ser consecuente con el “consejismo” [17].
¿La revolución alemana como modelo de una “socialdemocracia de lucha”?
En los últimos años hay una interpretación predominante en la izquierda sobre la revolución alemana que la transforma en el modelo de una nueva estrategia, en una suerte de tercera vía opuesta a la estrategia revolucionaria y a la socialdemócrata clásica. Esta “nueva” estrategia es llamada “socialdemocracia revolucionaria” o “reformismo revolucionario”, y tiene entre sus principales divulgadores a varios autores de la revista Jacobin que militan en el DSA (Democratic Socialists of America) de EE.UU. Aquí daremos cuenta de un trabajo reciente en el mismo sentido, un texto de Nicholas Vrousalis donde defiende esta estrategia bajo el nombre de “erfurtianismo consejista” [18]
Vrousalis, que en su texto se basa predominantemente como apoyo histórico en el libro de Pierre Broué que nos ocupa, plantea que la única estrategia revolucionaria plausible en la revolución alemana hubiera sido la combinación de la democracia parlamentaria con los consejos obreros, lo cual llama “el Programa de Erfurt más los consejos”. El programa de Erfurt de 1891, escrito por Kautsky, era el marco común de toda la socialdemocracia, incluido el USPD, con su división entre un programa de reivindicaciones mínimas y un programa máximo socialista, sin un nexo aparente entre ambos. Se consideraba, además, a la versión adulterada por Kautsky del prólogo del Engels de 1895 a La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850 de Marx como parte del horizonte estratégico de Erfurt, donde la clave, entre los años de fines del siglo XIX y comienzos del XX, pasaba no por la lucha revolucionaria inmediata, sino por la organización del movimiento obrero y las conquistas parciales en la perspectiva de un horizonte socialista y la revolución que aún se estimaban lejos. Ya en 1905-06, Rosa Luxemburg empieza a plantear que la perspectiva de Erfurt, luego de la primera revolución rusa de esos años y de las perspectivas de rearme europeo y la posibilidad creciente de una guerra mundial, quedaba perimida, y que había que reorientar al partido en una perspectiva menos mediata de conmociones revolucionarias, para lo cual había que aprender de la experiencia rusa de la huelga general política y la insurrección. El SPD en su mayoría se opone a la perspectiva de Rosa, y Kautsky para justificarlo acuña su famosa perspectiva de la “estrategia de desgaste” reformista contra una “estrategia de abatimiento” revolucionaria que expondría Rosa [19].
Vrousalis reivindica críticamente la estrategia kautskiana, que combinaba el parlamento con los consejos, donde el primero tendría preponderancia sobre los segundos, junto con la perspectiva de la socialización, pero sobre todo hace suya la propuesta del socialdemócrata austríaco Max Adler, donde la ecuación sería darle más peso a los consejos y menos al parlamento. Vrousalis, además, rechaza tajantemente a los espartaquistas y al KPD y lamenta la influencia de la Internacional Comunista. Resume su fórmula en “Ni Weimar ni Petrogrado”, es decir, ni parlamentarismo puro socialdemócrata ni gobierno puro de los consejos al estilo bolchevique; una combinación de los dos, pero donde para él la función de los consejos sería esencialmente ejercer el control obrero de las fábricas, es decir, una función puramente económica. Según su visión, la forma en que el “erfurtianismo consejista” podría haber triunfado hubiera sido que la izquierda del USPD y los Delegados Revolucionarios rechazaran desde el vamos toda colaboración con los espartaquistas y, por el contrario, hubieran vuelto al SPD para, desde adentro, izquierdizarlo y hacerlo “más amigable a los consejos”. Para Vrousalis, la necesidad de la existencia de instancias democráticas en una revolución es sinónimo, sí o sí, de la existencia de la democracia burguesa. El “erfurtianismo consejista” sería la institucionalización, la cristalización como una forma permanente de dominio, del doble poder entre proletariado y burguesía [20]. Pero la existencia de este doble poder, por su propia naturaleza, solo puede ser efímera, porque se basa en una polarización extrema de la sociedad, donde no hay el monopolio de la violencia que caracteriza a todo Estado normal. Por eso, toma el guante de este argumento: “El argumento de Trotsky sobre la inestabilidad es irrelevante; se necesitaron décadas –a veces siglos- para que la separación de poderes encontrara una expresión estable en las democracias burguesas. ¿Por qué debería ser distinto en las democracias socialistas?”. Porque, en el caso de estas últimas, no se trata de un doble poder entre dos clases sociales explotadoras –como fue entre las instituciones representativas de la burguesía en ascenso y las monarquías feudales en decadencia- sino que el doble poder entre proletariado y burguesía es una lucha a muerte entre una clase explotadora y una que no tiene a quién explotar, donde una necesariamente tiene que eliminar políticamente a la otra. Claramente la revolución se vuelve irreconocible aquí, porque en ningún momento tienen en cuenta que con la revolución necesariamente nace la contrarrevolución y la perspectiva de la guerra civil.
Este tipo de visiones, con variantes, es similar a la que predomina en los historiadores socialdemócratas críticos alemanes de los que hablamos más arriba y es “la última moda” en la izquierda, sobre todo anglosajona.
El problema de esta visión es que piensa un desarrollo contrafáctico de la revolución alemana como una larga disputa parlamentaria, sin guerra civil, en un camino pacífico al socialismo, de la misma manera que la gran mayoría de los historiadores se imagina la Revolución Rusa si no hubiera triunfado la “dictadura bolchevique” y se hubiera mantenido el régimen de la Revolución de Febrero.
Como Broué se encarga de demostrar, desde el día 1 de la revolución no existió tanto un cogobierno entre el SPD y los consejos sino más un cogobierno oculto entre el SPD y el Estado Mayor. Estos dos últimos, desde muy temprano y a pesar de las falencias de los consejos, se fueron preparando metódicamente para la guerra civil contra la vanguardia obrera que comenzó a partir de enero de 1919. Broué también demuestra cómo desde los monárquicos junker, el Estado Mayor, las organizaciones protofascistas de las Wehr- und Flottenvereine [21] y todos los principales partidos políticos hasta incluso Friedrich Ebert del SPD (que solo aspiraba a una monarquía constitucional y se opuso vehementemente a Phillipp Scheidemann cuando este proclamó la república desde el balcón del Reichstag), quienes fueron los más acérrimos enemigos de la democracia y la república, a partir del 9 de noviembre de 1918 súbitamente se transformaron en los mayores republicanos. La democracia burguesa se transformaba, así, dadas las circunstancias que imposibilitaban una salida contrarrevolucionaria militar inmediata, en el último baluarte en la lucha contra la revolución obrera. Es por esto que la mejor definición del carácter de la revolución alemana es la que da Trotsky: “En cuanto a la revolución alemana de 1918, no se trata de la consumación de la revolución burguesa; propiamente hablando, se trata de una contrarrevolución burguesa que, luego de su victoria sobre el proletariado, se vio obligada a asumir formas seudodemocráticas” [22].
De esta manera, el “erfurtianismo consejista” del que hablamos más arriba, en una revolución, es una variante de izquierda de la utilización de la democracia burguesa como arma contrarrevolucionaria, previa a la utilización de la guerra civil abierta contra la vanguardia como ocurrió a lo largo de 1919.
El momento de la guerra civil
El mal llamado “levantamiento espartaquista” de enero de 1919, en el que fueron asesinados Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, fue en realidad una reedición alemana, con otro resultado, de las “Jornadas de Julio” de 1917 en Rusia, en la que la vanguardia obrera de Petrogrado, descolgándose del resto del país, pensaba en derrocar al gobierno provisional sin contar con las fuerza suficiente para ello. Así la definió Trotsky en un artículo llamado “Un lenta revolución” [23] en el que, precisamente, buscaba “desacelerar” el calendario revolucionario alemán, que para él debía ser de más larga duración que el ruso por la enorme cantidad de mediaciones que había.
Ya en el congreso fundacional del KPD el estado de ánimo ultraizquierdista contaba con la posibilidad de la toma del poder en pocas semanas. La lucha contra la expulsión del independiente de izquierda (y posteriormente comunista) Eichhorn de la jefatura de la policía prusiana, que derivó luego en la conformación de un Comité de acción revolucionario con la intención de producir una insurrección sin ningún tipo de plan ni preparativo, fue un “exceso en la defensa”. Liebknecht y Pieck entran a ese comité y pierden contacto con la dirección del KPD, actuando y decidiendo por cuenta propia y alentando la idea de la insurrección y la toma del poder. Como cuenta Broué, esta autonomización respecto al KPD generó una crisis enorme en su dirección y un gran debate. Sin embargo, la rueda de la tentativa de insurrección, con todos sus déficits y su falta de organización, se había echado a andar. Una parte de la dirección del KPD propone desautorizar públicamente a sus dirigentes Liebknecht y Pieck y dar marcha atrás con la insurrección ya iniciada. Rosa Luxemburg, opuesta también a esta insurrección prematura, tiene una convicción opuesta: siguiendo el ejemplo de Marx y la Comuna de París, aunque la insurrección parezca condenada al fracaso, si es emprendida por un gran sector de vanguardia, el deber de los revolucionarios es organizarla de la mejor manera posible. Mientras tanto, la verdadera dirección de la insurrección, los independientes de izquierda, muestran su carácter centrista y vacilan, entablando negociaciones con el gobierno en medio de la insurrección. Rosa Luxemburg, consecuente con su posición, escribe en “¿Qué hacen los dirigentes?”:
"¿Qué han hecho mientras tanto estos últimos, qué han decidido? ¿Qué medidas han tomado para asegurar la victoria de la revolución en la tensa situación en la que se decide su destino al menos para la siguiente etapa? ¡No vemos ni oímos nada! Es posible que los Delegados Revolucionarios estén deliberando en forma exhaustiva. Pero ahora es el momento de actuar. (…) ¡Acción! ¡Acción! Valiente, decidida, coherente: ese es el deber fundamental y la obligación de los Delegados Revolucionarios y de los dirigentes partidarios socialistas honestos. Desarmar la contrarrevolución, armar a las masas, ocupar todas las posiciones de poder. ¡Actuemos con celeridad! Es un deber hacia la revolución. Para la historia de la humanidad, sus horas valen como si fueran meses y sus días como si fueran años. ¡Que los órganos de la revolución sean conscientes de sus altos deberes!” [24]
El joven Partido Comunista va a pagar estas “Jornadas de Julio” derrotadas con la cabeza de sus principales dirigentes.
Te puede interesar:[Dossier] Cien años de la revolución alemana y del asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.
Todo el año 1919 está atravesado por una enorme intranquilidad política de la burguesía alemana, ya que al primer momento de las ilusiones democráticas de la revolución (1918) le sigue el de la guerra civil contra la vanguardia. Hay un texto teórico fundamental de Trotsky, "Informe sobre la crisis económica mundial y las nuevas tareas de la Internacional Comunista", un discurso pronunciado en el Tercer Congreso de la IC, el 23 de junio de 1921 [25] que es un gran antídoto contra el modo "catastrofista" de pensar, donde habla de las etapas de la revolución alemana y europea y plantea que, estando la burguesía con la soga de la revolución al cuello, en Alemania esta fue capaz de postergar la crisis económica de posguerra con tal de dar, durante 1919, concesiones democráticas y tibias reformas a las masas para desviar la revolución y separarla de su vanguardia golpeando a esta última para así, recién una vez pasado el peligro revolucionario inmediato en la segunda mitad de 1920, atacar y desmoralizar con despidos masivos, mientras las capas amplias de la clase obrera tienden a la apatía; este período coincide con la acusación de "pasividad" contra la Central del KPD y Paul Levi por parte de los dirigentes izquierdistas del "Pequeño buró" del Comité Ejecutivo de la IC. Contra la mecánica "teoría de la ofensiva", para la cual solo hay una radicalización creciente de la revolución y donde política y economía serían dos esferas inseparables donde el elemento catastrófico se acrecentaría por igual en ambas, Trotsky establece una visión mucho más mediada, donde las esferas política y económica guardian cierta autonomía relativa, con flujos y reflujos, situaciones transitorias o intemedias, y el análisis de cómo las distintas combinaciones de los elementos económicos, de lucha de clases y geopolíticos establecen tendencias hacia la construcción o hacia la desestabilización (con muchos grises en el medio) de equilibrios políticos inestables.
El divorcio entre comunistas y obreros revolucionarios
El gran problema que recorre el tomo de Broué es, precisamente, el de la forma de remontar la falencia fundamental de la Revolución de Noviembre: el del divorcio enorme entre la Internacional Comunista y la vanguardia revolucionaria alemana. Como dice Broué, las explosiones aisladas, intermitentes y descoordinadas de guerra civil que se dan en forma separada en todos los rincones del país entre enero y junio de 1919 son la única expresión posible de una vanguardia revolucionaria que rompió con el SPD pero no tiene un partido revolucionario que lo remplace. Los batallones revolucionarios de la clase obrera alemana se encuentran, en su abrumadora mayoría, por fuera del Partido Comunista: en el ala izquierda del USPD, conviviendo con su ala derecha en un partido que como norte, por defecto, sigue teniendo la “estrategia de desgaste” kautskiana.
Se plantea el problema de las vías de la construcción del partido revolucionario en tiempos convulsivos: ¿por medio del reclutamiento individual, gradual, de una pequeña organización de propaganda como el KPD? ¿O confluyendo por medio de rupturas y fusiones de grandes organizaciones centristas de masas, como el USPD? Este último partido, a lo largo de 1919, durante el período de la guerra civil abierta, expresa el giro a izquierda de las concentraciones obreras de los grandes centros industriales, como muestran las estadísticas electorales que da Broué, así como también se ve ese giro en la conquista de la dirección nacional de los sindicatos metalúrgico y gráfico, así como de la central obrera regional berlinesa. Lenin y Trotsky apuestan por el camino de confluir con los obreros que en forma centrista van en dirección hacia el comunismo dentro del USPD, lo cual finalmente logran conseguir con la fusión entre la mayoría del USPD [26] y el pequeño KPD, dando origen, a fines de 1920, a un Partido Comunista Unificado (VKPD), donde finalmente logran sumar a los Delegados Revolucionarios, principales protagonistas de la oposición a la guerra y luego animadores de los consejos obreros.
A partir de aquí, nacen dos orientaciones contradictorias. Por un lado, se reconoce que el relativo retroceso de la lucha de clases plantea que la lucha por el poder no está planteada en lo inmediato, pero sí dar pasos en la conquista de las masas. De allí surge la política de la Carta Abierta de enero de 1921, un llamado a los partidos obreros y las federaciones sindicales a luchar juntos por demandas parciales de defensa de la clase obrera muy sentidas. Nace así lo que luego la Tercera Internacional codificará como la táctica del Frente Único, que permitiera a los revolucionarios la posibilidad de efectuar grandes maniobras políticas de masas, y que llevada hasta su consecuencia lógica, su máxima forma, desembocaba en la formación de soviets o consejos obreros [27].
Pero, por el otro lado, nace también una concepción equivocada, ultraizquierdista, basada en la “teoría de la ofensiva”, que planteaba que la conquista de un partido comunista numeroso ya solucionaba el problema de la conquista de las “reservas estratégicas”, es decir, de la relación con las masas, y que por lo tanto un partido de semejante tamaño es un factor objetivo que habilita una lucha directa por el poder. Ese es el origen de la llamada “Acción de Marzo” de 1921, que termina en un verdadero desastre y hace retroceder varios casilleros los logros conseguidos con la formación del partido unificado.
Los debates fundamentales de la Tercera Internacional giran sobre todo en torno a la experiencia alemana. Hasta qué punto la revolución no se había cerrado lo demuestra la respuesta obrera ante el golpe estado de Kapp-von Lüttwitz de 1920, que algunos autores han llegado a llamar incluso “La revolución de marzo” [28] , y de la que se cumplirá su centenario dentro de dos meses. Se trató de la primera (y única hasta ahora) huelga general política de masas de la historia alemana, de 13 días de duración, que aplastó a los golpistas y dejó en el aire a todo el aparato estatal, que formó parte del golpe, y que Rosa Luxemburg, de haber vivido para verla, sin duda habría sumado como un ejemplo en sus reflexiones sobre la huelga de masas. Esta huelga planteó, como en las reflexiones marxistas clásicas sobre la huelga de masas, el problema de quién es el amo del país, aunque sin terminar de resolverlo por falta de una dirección revolucionaria. Quienes debían tratar de ocupar ese lugar, el Partido Comunista, con una dirección izquierdista, lejos de volcarse con todo a la huelga general contra los golpistas, oficialmente, en un principio, la boicoteó, con el argumento infantil y equivocado de que se trataría de una "pelea interburguesa". Sin embargo, la huelga de masas triunfó y el país quedó literalmente en manos del poder de los sindicatos, que por debilitamiento de los consejos obreros asumieron la lucha y plantearon, por primera vez, en la historia del movimiento obrero y en los debates del III Congreso la Internacional Comunista, la discusión sobre el “gobierno obrero” como una forma de transición hacia la dictadura del proletariado [29] problema que se manifestará crudamente en la revolución de 1923 y sobre la cual se extenderá el tomo 2 del trabajo de Pierre Broué.
Para finalizar, la obra de Broué sobre esta revolución derrotada nos deja pensando sobre la estrategia revolucionaria en la actualidad, en que el capitalismo ya no es “relativamente reciente” como hace un siglo y que por eso la complejidad “occidental” de la trama de instituciones, mediaciones, burocracias y tradiciones políticas conservadoras, incluso en muchos países del Tercer Mundo, guardan ciertas similitudes con la Alemania de aquél entonces, mucho más desarrollada que Rusia.
COMENTARIOS