Este artículo fue publicado originalmente en la revista española Nuestra Historia N° 17. Lo reproducimos aquí con algunas pequeñas modificaciones. El 2 de junio de este año falleció el filósofo argentino Oscar del Barco. Coincidentemente, hace pocos meses también se reeditó su obra Esbozo de crítica de la teoría y la práctica leninistas, publicada originalmente por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México, en 1980, posteriormente dentro del volumen Oscar del Barco, Escrituras. Filosofía, Biblioteca Nacional, 2011 (Buenos Aires) y este año nuevamente como un libro aparte por la editorial Tercero Incluido (Barcelona), marcando también el centenario de la muerte de Lenin. En este artículo analizamos esta obra, así como sus otros escritos relacionados con Lenin aparecidos en revistas mexicanas entre 1978 y 1980, en el contexto del exilio de una considerable cantidad de intelectuales y militantes argentinos hacia México. Los trabajos que analizamos pueden considerarse un momento bisagra en el camino hacia la controversia que inició en el corriente siglo y que le hizo volver a cobrar notoriedad, el llamado “Debate No Matarás” (2004-2007).
El filósofo argentino Oscar del Barco (Bell Ville, Provincia de Córdoba, 1928 - Ciudad de Córdoba, 2024) tiene una profusa producción intelectual. Militante del Partido Comunista argentino (PCA) hasta 1963, formó parte del grupo de intelectuales comunistas disidentes cordobeses, de inspiración gramsciana, junto a José Aricó y otros, que pusieron en pie la experiencia político-editorial de la revista Pasado y Presente, y que fueron expulsados del partido inmediatamente después de la publicación de su primer número. Paralelamente, desarrolló vínculos con una de las primeras organizaciones guerrilleras de inspiración guevarista de Argentina, el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) de Ricardo Massetti, en la segunda mitad de la década de 1960. También fue animador de otros emprendimientos editoriales, participando de la revista Los Libros (con Ricardo Piglia, Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano, entre otros) y de la editorial Caldén, en el contexto del proceso revolucionario que se estaba viviendo en Argentina a partir de la semi-insurrección obrera y popular del 29 de mayo de 1969 en la ciudad de Córdoba, en el contexto de la dictadura militar encabezada por Juan Carlos Onganía bajo el nombre de “Revolución Argentina”, con el partido peronista proscripto y su líder exiliado en España desde 1955, y el ascenso obrero y popular, con varias semi insurrecciones locales, tomas de fábricas, movilización estudiantil y enorme crecimiento de las organizaciones de izquierda tanto peronistas como del arco que se reivindicaba marxista, incluyendo guerrillas urbanas. Es en este contexto que florecieron también las iniciativas político-culturales como Pasado y Presente y aquellas en las que luego de involucró Del Barco, enmarcadas en la llamada “nueva izquierda”, es decir, aquella que se consideraba revolucionaria y era independiente de la “izquierda tradicional”, nombre con el cual se designaba principalmente al PCA, tal vez el partido comunista que más dócilmente seguía las directivas de la URSS en Latinoamérica y con un perfil que todo el arco político, de derecha a izquierda, reconocía como el de un clásico partido reformista.
Derrota y exilio del “setentismo” argentino: ¿comienzo de un balance? La crítica a Lenin
Establecido en México desde 1976, como muchos otros militantes e intelectuales argentinos, a partir del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 y del ahogamiento en sangre del ascenso revolucionario previo, Del Barco y otros de sus compañeros, como José Aricó y Juan Carlos Portantiero, intervienen en los debates de la comunidad de exiliados y en la vida pública mexicana, publicando en revistas y enseñando en universidades. Así, desde 1978, Del Barco empieza una serie de reflexiones críticas sobre Lenin en distintas revistas mexicanas y en su libro [1].
Previamente, en su etapa en Argentina, había aparecido en uno de los Cuadernos de Pasado y Presente una obra del comunista consejista neerlandés Anton Pannekoek, titulada Lenin filósofo, una crítica al pensamiento de Lenin desde la llamada izquierda comunista alemana y neerlandesa. El prólogo a ese volumen, firmado por el colectivo editorial, según Ignacio Barbeito, especialista en la obra de Oscar del Barco, muy posiblemente haya sido escrito por el filósofo cordobés, por las marcas de estilo y referencias teóricas que exhibe [2]. En ese texto se polemiza a dos bandas con Pannekoek y con Louis Althusser, dando una visión positiva de Lenin. En los textos posteriores, del exilio mexicano, esa visión va a cambiar. No está planteado explícitamente, pero dado el clima de época, es muy lícito conjeturar que la crítica a Lenin tiene de fondo un primer ejercicio de balance y autocrítica de por qué el proceso revolucionario desarrollado en Argentina entre 1969 y 1976 fue derrotado, y qué responsabilidad les cupo a errores cometidos por los sectores que se consideraban revolucionarios. La elección de focalizar en la crítica a Lenin, además, puede haberse visto influida por la por entonces llamada “crisis del marxismo”, a partir del surgimiento de la corriente autodenominada “eurocomunista”, que buscaba romper lazos con el Partido Comunista de la URSS, que se expresó, entre otras cosas, en el abandono en el programa del PC francés del objetivo estratégico de la “dictadura del proletariado”, y en una crítica en clave reformista y socialdemocratizante a Lenin. Por otra parte, en Argentina, Lenin era una figura reivindicada como propia por casi toda la izquierda, incluyendo también sectores de la izquierda peronista y de las organizaciones guerrilleras.
Empecemos con el principal de esos textos, el libro Esbozo de crítica. Del Barco parte de plantear la derrota de la Revolución Rusa respecto a su proyecto originario, evidenciada más palmariamente en la consolidación de la burocracia estalinista en la Unión Soviética y sus crímenes. No obstante, el autor cordobés plantea que hay que buscar las raíces de la práctica estalinista en la teoría de Lenin, en su teoría de la revolución y en cómo esta se llevó a la práctica principalmente en el período posterior a la Revolución de Octubre entre noviembre de 1917 y la muerte de Lenin (enero de 1924).
Para Del Barco, la principal característica del pensamiento de Lenin es la de abrevar en la ciencia burguesa, esencia del pensamiento burgués, donde, a pesar de la superación hecha por Marx, Lenin habría recaído en la inversión idealista que hace Hegel de los términos de la actividad humana, donde la Idea sería el sujeto activo y el ser humano apenas su predicado.
Esto informaría la concepción de partido de Lenin expuesta en su obra ¿Qué hacer? (1902) (de ahora en adelante, QH), respecto a que el socialismo es una teoría que no nace espontáneamente de la práctica de la lucha económica de la clase obrera, sino que es introducida desde afuera por los intelectuales socialistas, de origen burgués o pequeñoburgués, forjando una teoría completamente independiente de la clase obrera. Lenin dijo que el QH estaba determinado por una pelea política coyuntural, pero Del Barco plantea que esto no habría sido así, sino que más bien hay una lógica permanente que es la que llevó al autoritarismo del régimen instalado tras el triunfo de la revolución.
Entonces, para Del Barco, no sirve decir que las posiciones de Lenin estuvieron determinadas por las circunstancias sino que obedecían a un trasplante de las ideas de la socialdemocracia occidental, sobre todo alemana, a Rusia, inventando un capitalismo en desarrollo que no era real y su consecuencia de una clase obrera como sujeto, para seguir el dogma. Eso llevó a forzar los procesos de forma autoritaria, de manera que la política bolchevique no se correspondía con la realidad y pisoteaba la autoactividad de las masas.
Siguiendo este pensamiento, el de Lenin no sería un “pensamiento de clase”, por lo menos no de la clase obrera, porque no sería el autodesarrollo del pensamiento a través de la experiencia de la clase como sujeto histórico que se autolibera, como era para Marx, sino que sería la teoría sería una pura propiedad de los intelectuales. Por eso el “desde afuera” no sería algo circunstancial del QH sino la principal idea que recorrería a todo el pensamiento de Lenin, que así sería depositario del saber y del deber-ser de la clase, con el partido solo como correa de transmisión, como ciencia del proletariado, en una función esencialmente mentora y pedagógica. Esa “gran idea” leninista se transformó en la fundamentación del despotismo más despiadado mediante la posesión de la verdad de la clase desde el exterior, desde la autoproclamada “vanguardia” que estaría compuesta puramente de intelectuales que se ubican en el lugar de actividad que le correspondería al proletariado. Del Barco, entonces, discute el apotegma de Lenin, “sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario”, y esa relación entre teoría y movimiento es lo que va a criticar muy fuerte más adelante.
Hacia el final de su vida Lenin se quejó de que el Estado obrero ruso era una mescolanza de elementos del zarismo vestidos de rojo. Lo lamentaba amargamente, pero para Del Barco era una consecuencia inevitable de su pensamiento. Lenin quería aplicar la eficiencia de la técnica del Estado alemán al soviético. En un tema que se repite como una obsesión a lo largo de casi todas las páginas de los textos de Del Barco, en el marco de este “eficientismo” los técnicos debían dirigir dictatorialmente las fábricas. Los técnicos, los burgueses, los antiguos enemigos de clase se habrían apoderado de la revolución. Del Barco se adelanta a sus críticos y dice que al que quiera desmentirlo con citas, lo remite “a los hechos” y punto.
No obstante, Del Barco concede que el “leninismo” como ideología de la nueva capa burocrática estalinista tenía como fin algo distinto a la teleología original de Lenin, y su objetivo pasó a ser el socialismo en un solo país. Lo trágico es que esto se hizo en el nombre de una teoría crítica de todo eso e invocando los mejores ideales de la humanidad.
Así, para Del Barco, errores teóricos de Lenin se transformaron en callejones sin salida y en soluciones administrativas que terminaron sirviendo de apoyo a la burocracia. Se terminó transformando en un Estado que oprimía a quienes deberían haber sido los verdaderos sujetos de la revolución. Lenin se dio cuenta hacia el final de su vida de todo esto y trató de remediarlo. Pero Del Barco se pregunta hasta qué punto su teoría no fue responsable de lo que quería remediar, y plantea que no sería para abandonar el proyecto de la revolución ni del socialismo, sino todo lo contrario, que habría que criticar a Lenin.
Hay un problema con el esquema de Del Barco, que es que toma las ideas respecto a la organización partidaria tanto de Marx como de Lenin como siempre fijas e inmutables, como si la historia que las recorre y sus cambios no existieran. Por ejemplo, la idea de partido en Marx no es tan simple como decir que solamente pensó ese tipo de organización en un “sentido amplio”, como clase = partido. La formulación del Manifiesto Comunista, por ejemplo, es un poco más compleja [3]. Esta postula, por un lado a los comunistas como una vanguardia, palabra defenestrada por Del Barco, pero “no forman un partido aparte”. De hecho, la propia Primera Internacional no era puramente marxista sino que agrupaba a todas las tendencias del movimiento obrero. Pero ya en vida de Marx eso terminó volviéndose insostenible debido que lo que define a los partidos es la práctica, y las prácticas de las distintas tendencias teóricas se habían vuelto incompatibles entre sí, lo cual estuvo en la raíz de parte de los motivos de la disolución de la Asociación Internacional de los Trabajadores tras la Comuna de París.
Sumado a eso, la época de Marx configuraba todavía una era relativamente “heroica” del movimiento obrero, donde las diferencias teóricas aún no implicaban diferencias políticas sobre la base de principios incompatibles, como sí ocurrió a partir de comienzos del siglo XX, cuando la burguesía empieza a tener una política de corromper a parte del movimiento obrero formando burocracias y aristocracias obreras, con sus partidos reformistas correspondientes, por lo cual se reforzaba la imposibilidad de construir un “partido obrero” en general con distintas tendencias en su interior.
Tampoco la concepción de Lenin respecto al partido fue siempre la misma, ya que no siempre hubo un “Partido Bolchevique de vanguardia”, sino que también tuvo distintas políticas de unidad con los mencheviques en un partido común en distintos momentos, e incluso disolviendo su propia fracción. Para alguien como Del Barco, que pretende meterse en las peculiaridades de la historia rusa, de los momentos de la revolución, saltearse así esos “detalles” muestra superficialidad. Es por esto que los desarrollos del marxismo “leninista” alrededor del partido no pretenden ser una receta válida para todo momento y lugar.
La teoría como la gran Idea o el sujeto intelectual
Para Del Barco, la exterioridad leninista de la teoría frente a la clase tiene raíz en el populismo ruso y su jacobinismo, su occidentalismo y su forma de sobrevalorar la teoría y minusvalorar a las masas. “El pueblo no estará en condiciones de realizar la revolución social por sí solo ni hoy ni nunca”, habrían sostenido los populistas o naródniki. Se trataba, así, de privilegiar al héroe para despertar la consciencia. Pero habría dos tendencias contradictorias en el narodnikismo. Una rusa y anti occidental, y otra occidental influida por Marx y Bakunin. Plejánov, quien tenía origen populista, reflejaría esa corriente pro occidental que estaría en contra de los complots y de suplantar al pueblo, viendo la insurrección como un hecho espontáneo de masas y no como un asunto de “amos” (p. 119), tesis que le va a oponer al QH de Lenin como sustitucionista. Para Plejánov, algo que habría aprendido luego del fracaso de “ir al pueblo” y de apostar a la acción política estaría relacionado con la necesidad de dejar de pasar “de un tutor a otro”, así ese tutor fuera “socialista”. Pero el nuevo partido populista volvería a la idea de “hacer la revolución en favor del pueblo”. Aquí empiezan algunas contradicciones de Del Barco, quien por un lado adscribe el pensamiento de Lenin más al populismo previo a la socialdemocracia rusa y a la influencia europea, pero contradictoriamente también le adjudica al revolucionario ruso una implantación artificial del modelo socialdemócrata europeo al país de los zares. Al contrario de Marx, que simpatizaba con un sector de los populistas, Lenin adheriría a la tesis “modernizadora” de Plejánov, de la necesidad para la revolución del pasaje por la etapa previa del desarrollo capitalista.
A partir de ahí, Del Barco pasa a contraponer Marx a Lenin según cómo ambos caracterizaban a Rusia. Marx veía que el socialismo podía desarrollarse directamente a partir de la comuna rural, coincidiendo así más con los populistas que con los primeros marxistas (incluyendo a Plejánov a quien Del Barco cita aprobatoriamente). Entonces Lenin, quien por un lado, según Del Barco, sigue a los naródniki en cuanto al elitismo “jacobino”, por el otro lado también seguiría la teoría modernizante de Plejánov y los primeros marxistas y socialdemócratas que pretendían leer a Rusia con anteojeras occidentales, ver un capitalismo ruso incipiente que no existiría, y de ahí deducir un sujeto proletario en forma “ortodoxa” en un país de campesinos. De esta manera, en la genealogía de Del Barco, Lenin es a la vez un mal marxista, una suerte de cosmopolita desnacionalizado que seguía la teoría, no de Marx, sino de la socialdemocracia alemana, mientras que, al mismo tiempo, sería un heredero de la corriente populista fóbica a Occidente. Es decir, por un lado Lenin seguiría una concepción lineal y evolutiva de una sucesión necesaria de etapas de desarrollo iguales y en el mismo orden en todas partes del mundo, lo cual lo alinearía con la socialdemocracia alemana en contra del Marx maduro y, al mismo tiempo, Del Barco reivindica como contrapuesta a Lenin una idea que adjudica a los populistas occidentalistas, según los cuales Rusia no sería una excepción sino parte de la norma de la marcha hacia el socialismo “a consecuencia de la diversidad de sus tiempos de movimiento”:
Tanto en Tkachov como en el Plejánov de la primera época, vale decir en el Plejánov populista, e incluso en cierta medida en el Plejánov marxista, puede verse la emergencia de un problema contradictorio y, en cierta medida, insoluble: la disfunción entre la realidad agraria rusa y la teoría propia de otra formación económico-social. El primero combinaba de manera harto singular su idea evolucionista (es imposible saltearse etapas) y su idea del salto histórico (es posible escapar a la lógica de la historia instalándose en otro principio económico) sobre la base de postulados marxistas y jacobinos. De allí su insistente y apremiante llamado a la acción inmediata, pues debía impedirse que la burguesía empezara su ciclo, ya que, en este caso, sería imposible derrotarla; en otras palabras, había que saltarla como forma histórica sin darle posibilidad a que naciera e iniciara su evolución (pp. 124-125).
En esta disyuntiva, Plejánov finalmente se habría definido por la idea evolucionista, que formaría la matriz del pensamiento de Lenin, combinada con una teoría naródnik y jacobina de la organización. De esta manera, al negar Lenin la posibilidad de que la burguesía rusa fuera la clase dirigente de la revolución democrático-burguesa, persistiría una cierta idea de un salto histórico de forma voluntarista al plantear que el proletariado debería ser el sujeto de esa revolución, a diferencia de la concepción que luego desarrollarían Plejánov y los mencheviques. Del Barco construye así este relato para mostrar cómo Lenin habría forjado sus ideas a partir de importar lo peor del marxismo de cuño alemán, junto con la peor versión mesiánica anti-occidental del populismo ruso. El punto de partida metodológico de toda la “Gran Teoría” de Lenin, antes que el QH, sería entonces su libro de 1893, El desarrollo del capitalismo en Rusia, partiendo de esta base del marxismo de Plejánov. En las discusiones sobre el grado de madurez de Rusia para una revolución socialista, el criterio tradicional que predominaba tanto entre los bolcheviques como entre los mencheviques era el de partir únicamente del grado de desarrollo nacional relativo de las fuerzas productivas. Resulta interesante que Del Barco en ningún momento se refiera a la teoría del desarrollo desigual y combinado de León Trotsky, la cual partía de un punto distinto al de Plejánov y Lenin, desde la realidad del capitalismo como un sistema mundial que integra a los Estados en la división internacional del trabajo y, desde ese punto de vista, la revolución en Rusia plantearía la resolución de tareas democrático-burguesas propias de un país atrasado pero que, bajo un gobierno obrero revolucionario, se combinaría sin ninguna etapa intermedia con las primeras tareas socialistas. En este punto, podría decirse que la visión de Trotsky se acercaba más a la visión del Marx maduro de las Cartas a Vera Zasulich. Del Barco elige obviar esto y generalizar en todos los marxistas rusos esta concepción “modernizante”.
Para el autor cordobés, la teoría de Lenin de un capitalismo desarrollado lo habría llevado a exagerar el peso de los obreros, y como “piensa la realidad desde la teoría, desde afuera hacia adentro”, se hadía ilusiones de que el proletariado, por un lado, habría tomado el poder en Octubre de 1917 y de que hegemonizaba a los campesinos. Del Barco responde que no ocurrió ni una cosa ni la otra: el poder lo tomó el Partido y no hubo hegemonía obrera en la toma del poder porque los campesinos aún votaban en su mayoría a los eseristas. Con esto obvia el problema de los soviets y de que la hegemonía implicó que los eseristas de izquierda formaran un bloque obrero-campesino con los bolcheviques.
En el resumen de las ideas expuestas en el QH, Del Barco curiosamente no menciona un punto central como el problema de la hegemonía, sino el de la exterioridad de la teoría socialista frente a la clase obrera. Le contrapone la corriente economicista con la que polemizaban los iskristas de Lenin como más cercanos a Marx, mostrándolos como partidarios del autodesarrollo de la clase y de su consciencia. Entonces, para Del Barco, Kautsky es el maestro de Lenin, ya que ambos tendrían en común que el punto de partida del socialismo no podría ser la indignación moral sino la ciencia. Aquí es donde Del Barco va más lejos y llega a hacer una genealogía extraña para demostrar su visión de que Lenin es una mala implantación de la socialdemocracia alemana en suelo ruso. Esta genealogía une a Bernstein, Kautsky y Lenin. A pesar de sus notorias diferencias, y a pertenecer a fracciones distintas y durante gran parte del tiempo enfrentadas de la socialdemocracia internacional, las tres figuras tendrían en común “la separación de ciencia y clase”. Entre Lenin y Kautsky, durante el tiempo en que coincidieron en la defensa de la teoría marxista contra el revisionismo, justamente había en común la idea de que el socialismo provenía desde fuera de la clase obrera, mientras que lo que uniría al revisionista Bernstein con ellos sería su rechazo en considerar a la ciencia como aplicable a la política. Se trata de otra pirueta conceptual muy importante. Sin embargo, a pesar de la superficial coincidencia entre Kautsky y Lenin, en realidad ambos pensaban cosas distintas. Para Lenin, la exterioridad de la teoría socialista respecto a la lucha económica de la clase trabajadora no significaba una exterioridad física, sino que de la pelea por el valor de venta de la fuerza de trabajo en los marcos del capitalismo no surge automáticamente la consciencia de la necesidad de trascender el conjunto del sistema para cambiarlo por otro donde el móvil no la acumulación de capital por un pequeño número de dueños de los medios de producción sino una sociedad de productores libremente asociados. Hace falta una visión del sistema capitalista como una totalidad, algo que la experiencia cotidiana de la lucha económica tiende a oscurecer, y es justamente el partido revolucionario y sus intelectuales el que aporta esa visión y las herramientas teóricas. Para Del Barco, con su acento irracionalista, precisamente esta necesidad de una concepción del capitalismo como una totalidad es solo una prueba más del elitismo bolchevique, que le exigiría a los trabajadores elevarse a un nivel de consciencia que su experiencia cotidiana de explotación les tiene vedada y que, por supuesto, solo puede ser una cuestión de intelectuales inasequible a los obreros, por más que se intente “inocularla” desde fuera… Todo esto lleva a Del Barco a sostener que Lenin concibe a la teoría como algo absolutamente ajeno a la práctica política de la clase obrera, como una teoría creada ex nihilo en un gabinete por intelectuales, rechazando como irrelevantes los momentos en que Lenin enuncia, y no pocas veces, exactamente lo contrario. Entonces, así, los intelectuales “leninistas” ejercen el monopolio de la consciencia obrera, y la pretendida fusión del movimiento obrero con los intelectuales socialistas sería en realidad una sumisión del primero a los segundos. La paradoja de Del Barco es que esta lógica lo empujaría a tener que recaer en una visión demagógica que reivindica la realidad parcial y unilateral asequible a la experiencia cotidiana del trabajador “en sí” bajo el capitalismo, mediada por la alienación. Como ha pasado muchas veces en la historia, este tipo de “sensibilidades” antiintelectuales van en sentido opuesto a cualquier pretensión de autoliberación de los trabajadores, al no reconocer, de alguna manera, que la consciencia parcializada del mundo de las amplias masas y la división entre trabajo manual e intelectual son problemas de la división de la sociedad en clases que el comunismo, como nueva sociedad, debe superar. De esta manera, la idea de los “revolucionarios profesionales” para Del Barco es una profundización de la idea de un partido conspirativo clandestino, reducido, centralizador, de “especialistas”, jacobino y naródnik, capacitado para ejercer un rol manipulador.
En este punto, Del Barco cita a Roy Medvédev, historiador y antiguo disidente soviético de la posguerra, simpatizante de las ideas de Bujarin. Medvédev, como seguidor de Lenin, estaría repitiendo una afirmación falsa según la cual la insurrección de Octubre estaría totalmente separada de la Revolución de Febrero, ya que la primera sería un evento totalmente planificado desde arriba e incruento, con nula espontaneidad, mientras que la segunda justamente estaría marcada por esta última y por su carácter de masas. Del Barco, entonces, niega esta separación y dice que Octubre se enmarca en el proceso abierto por Febrero, pero lo hace para salir con una afirmación un tanto extravagante: Octubre “… fue posible no por la genialidad de Lenin sino por la propia situación (según los datos mencionados (…) los bolcheviques presuntamente podían dirigir 300.000 hombres armados y el gobierno 30.000, por lo cual no hacía falta mucha genialidad revolucionaria ni excesivos planes para apoderarse del poder…)” (p. 138). Es decir, la insurrección fue incruenta porque estuvo pensada y planificada en función de llevar a un puñado de hombres, por no decir uno solo, Lenin, para que gobiernen dictatorialmente por sobre las cabezas de las masas pero, al mismo tiempo, en la generación de las condiciones políticas necesarias para darle jaque mate al Gobierno Provisional estaría prohibido ver algún tipo de mérito por parte de Lenin, ya que todo habría sido obra de… la situación objetiva creada a partir de la Revolución de Febrero. Vale decir, para Del Barco cualquiera puede ser Lenin si “la situación objetiva”, en la que supuestamente Lenin no tuvo nada que ver, le puso a su disposición tres centenas de miles de hombres dispuestos a dar la vida. O Lenin es un dictador hasta el final, un “dirigente” total que borra de la política a las masas y es pasible de ser acusado de un consumado subjetivismo, parece decir primero el filósofo cordobés, o es simplemente alguien que corre detrás de una “realidad objetiva” ajena, que le da todo, gracias a la cual “cualquiera puede ser un dirigente” y su único mérito es haber sabido aprovechar la oportunidad; es decir, el proceso se explica por un objetivismo completo, parece afirmar, contradictoriamente y a renglón seguido, nuestro autor. En ambos casos, Lenin siempre queda parado en el peor de los mundos.
En la discusión de 1902, Del Barco reivindica la posición de los economistas y sus críticas a Lenin como consistentes con la idea de la organización partidaria en Marx. Subraya las críticas de estos en cuanto a la demarcación entre clase y partido. Entonces, a la imagen que construye de Lenin como un teoricista, alguien externo al movimiento obrero y que le sirve a este último la teoría como un plato elaborado por intelectuales, le contrapone “la existencia de un movimiento socialista en curso, independiente de Marx y al cual este se incorpora, y la importancia del punto de vista de clase para la constitución de la teoría”. La supuesta ajenidad total de Lenin llevaría entonces a que su punto de vista no sea el de la clase obrera, y a una visión de que el programa socialista precede al movimiento real. Del Barco desarrolla su perspectiva de las discusiones del II Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (POSDR) de 1903, ubicándose desde la oposición a Lenin. Aquí es donde nuestro autor incorpora a Trotsky y su oposición inicial en términos de rechazo al jacobinismo. Estos fueron argumentos similares a los de Rosa Luxemburg y su discusión respecto a que los socialistas no formaban parte del movimiento obrero sino que eran el movimiento obrero mismo, pero lo hace para introducir, más adelante, la idea de que el futuro dirigente de la Oposición de Izquierda, al abrazar plenamente las ideas de Lenin a partir de 1917, terminaría en la paradoja de ser él mismo quien cumpliera, durante la guerra civil rusa, su profecía de un Estado autoritario, para terminar siendo víctima de un estalinismo que, para Del Barco, tiene sus raíces en la teoría de Lenin. Hace falta hacer una digresión sobre la idea de partido en sentido amplio de Marx y el problema de la burocracia, algo que Del Barco soslaya para concentrarse solo en el tema de las condiciones de clandestinidad en Rusia.
Para Rosa Luxemburg, la dictadura del proletariado debería ser la de toda la clase, no la dictadura del partido. Entonces Del Barco agrega que en Marx, así como en Rosa Luxemburg, la teoría debía ser la expresión de la propia clase, surgir espontáneamente de ella. Esta idea en Del Barco adquiere el carácter místico que recorre todo su texto, una suerte de “asalto a la razón”: un enfrentamiento con la teoría en la forma en que la entendía Lenin, que no tenía nada que ver con la construcción de Del Barco, sino que partía de determinadas generalizaciones desde las lecciones de la práctica de décadas de lucha de la clase trabajadora. Para nuestro autor, la teoría surgiría de alguna manera de forma inmanente al movimiento obrero mismo, automáticamente desde dentro de su práctica. No obstante esto, en el caso de Rusia, Del Barco además se ubica en una posición “campesinista” que fundamenta tanto en el hecho de ser el campesinado la mayoría de la población como en lo que considera un aval del Marx maduro a la estrategia de los populistas. Veremos más adelante a qué conclusión lógica lleva al filósofo cordobés. La reiterada oposición a la “especialización” y a los teóricos es parte de este giro irracionalista todavía algo matizado por el predominio de la referencia teórica de Marx, pero más tarde saldría a velas desplegadas, cuando consume su repudio completo, no ya contra Lenin y a favor de Marx, sino también contra el marxismo tout court.
Hasta aquí, Del Barco desarrolla los argumentos de la mitad de su trabajo: la de la conformación de lo que considera como la teoría leninista, que para él abarca principalmente la actividad bolchevique hasta la toma del poder en octubre de 1917. A continuación, desarrolla cómo esta se vio volcada en la práctica bolchevique, concepto en el que abarca más que nada la acción bolchevique posterior a la insurrección de Octubre, principalmente la Guerra Civil Rusa, hasta los primeros debates sobre la burocratización del Estado cerca de la muerte de Lenin.
La práctica como una suerte de pragmatismo autoritario
En rol hegemónico de la clase obrera en una alianza con los campesinos es visto por Del Barco como el pre-requisito teórico para la colectivización forzosa estalinista con sus millones de muertos, hacia fines de la década de 1920 (p. 171). Todo esto a pesar de la alianza que permitió la conquista del poder a partir de la adopción por los bolcheviques del programa de reparto de tierras puesto en práctica por los campesinos mismos, adscripto al programa de los eseristas, y originalmente ajeno al de los bolcheviques, que favorecían la nacionalización y colectivización de las tierras, medida impracticable en lo inmediato.
Aquí, Del Barco introduce una de las cuestiones de más peso en el libro, la de las discusiones alrededor del comunismo de guerra, los sindicatos y los campesinos, especialmente en torno al año 1920, en la cual hay que detenerse.
Del Barco acusa a Lenin de pretender solucionar la tensión entre el campo y la ciudad “por medio del desarrollo de las fuerzas productivas” (p. 176), algo que para el filósofo cordobés es imposible debido a que según él se trata de un problema cultural, y más aún, de un sector social como el campesinado al que Lenin era completamente ajeno. Efectivamente, importantes sectores campesinos se levantaron contra el gobierno soviético durante la guerra civil, tanto pasándose al campo de los blancos, como pasando a formar parte de los ejércitos verdes, que ocupaban una posición intermedia entre rojos y blancos, buscando la autonomía total del campo frente a la ciudad y la posibilidad de comerciar libremente su grano a pesar de la hambruna de las ciudades. Para estos sectores, la revolución debía tener un contenido pequeñoburgués, la posibilidad del desarrollo de una economía capitalista campesina enraizada en la parcela individual, separándola de las ciudades y de la población obrera. Lo que disuadió a la mayoría de estos sectores campesinos levantiscos de pasarse al lado de los blancos, es que estos representaban los intereses de los antiguos terratenientes que buscaban también arrebatarles las tierras que la revolución les dio, por lo cual los ejércitos verdes, con su difusa prédica “anarquista” mezclada con elementos antisemitas y conservadores, les pareció una mejor opción. El régimen llamado de “comunismo de guerra”, que confiscaba los excedentes de granos de los campesinos para alimentar a la población obrera de las ciudades y a los soldados del Ejército Rojo en la guerra civil, no era una virtud de ninguna economía “socialista” sino una desesperada necesidad de un muy débil Estado obrero asediado y no consolidado en todo el territorio del país. La Nueva Política Económica (NEP) se implementó a partir de marzo de 1921, luego del 10° congreso del Partido Bolchevique y luego del motín de Kronstadt, meses después de que terminara la guerra civil, pero mientras el gobierno soviético aún no giraba y seguía implementando el comunismo de guerra, que ya había perdido su sentido y que se mostraba disfuncional y perjudicial en el objetivo de reconstruir la alianza obrero-campesina que había sido severamente dañada. La NEP, mediante el restablecimiento de la comercialización de granos y de concesiones a la reimplantación controlada de espacios de mercado, estaba pensada para ayudar a construir un régimen de transición al socialismo que, mientras seguía apostando a una política exterior de fomentar la revolución socialista internacional por medio de la Internacional Comunista que permitiera sacar a la Rusia Soviética del aislamiento que eran las causas de su enorme atraso y de sus contradicciones. Del Barco examina toda esta etapa desde un prisma en el cual el bolchevismo llevaría al extremo una sensibilidad que le sería intrínseca desde su nacimiento a partir de la teoría leninista: la exterioridad completa a la clase obrera y a las masas en general y una concepción completamente dirigista, autoritaria y burocrática. Esta se traduciría en la idea, para él presente en toda su historia, de la idea del bolchevismo como “partido educador”, contraria a la idea de la autoliberación de la clase trabajadora de Marx. Sin embargo, contrario a la visión de Del Barco del bolchevismo como una especie de técnica manipuladora para gobernar un país “socialista” aislado, digamos que para Lenin la esperanza no estaba cifrada en tal o cual medida de gobierno o en impulsos autoritarios en sí mismos, sino en fomentar la revolución internacional, que era lo único que podía aliviar las tremendas tensiones internas y las contradicciones entre el gobierno soviético, los campesinos y gran parte de lo que quedaba de una clase obrera exhausta, desangrada y en gran medida desarticulada por la guerra.
Es en esta fase donde el texto de Del Barco más reincide en una de sus obsesiones: la discusión sobre los “especialistas”. ¿De qué se trata? Que durante la guerra civil, los bolcheviques desarrollaron una política, dictada por la más absoluta necesidad, de tener que utilizar cuadros técnicos de empresas, así como también oficiales militares, para dirigir, respectivamente, tanto las empresas como el Ejército Rojo. Estos cuadros, llamados “especialistas”, provenían de la antigua intelligentsia burguesa, en algunos casos se trataba de viejos patrones, y, en el caso del ejército, de antiguos oficiales del ejército zarista. Este personal, con su origen de clase a cuestas, no tenía vía libre absoluta para disponer de la economía y de los asuntos militares, sino que era controlado por un sistema de comisarios políticos, cuadros revolucionarios, generalmente miembros del Partido Bolchevique pero en muchos casos también de otras tendencias de izquierda que estaban a favor de la revolución (los hubo incluso anarquistas, por caso), que lo controlaban. Debido a que la Rusia Soviética se encontraba en una guerra civil con ejércitos de la propia clase social de la cual estos especialistas provenían, se trataba de una táctica extremadamente riesgosa pero dictada por una base enteramente materialista: no se puede construir un Estado de los trabajadores que apunte a una transición socialista sin una base cultural suficiente, sin una clase obrera educada y avanzada que pudiera administrar por sí sola los resortes de ese Estado. Y efectivamente, esa clase obrera, en las tremendas condiciones de atraso heredadas por la revolución, no existía en Rusia, por lo cual la clase debía aprender y elevarse durante la revolución y la guerra civil misma, echando mano de la ciencia burguesa heredada en la persona de sus representantes. El riesgo de traición de los especialistas existió y hubo casos en los que se llevó a cabo y tuvo consecuencias, por lo cual el Estado obrero frecuentemente tuvo que recurrir a la coerción física sobre esta intelligentsia, ya fuera tomando de rehenes a sus familias y a ellos mismos y bajo amenaza de muerte en caso de traición.
No obstante, para Del Barco, este recurso a los especialistas no fue una circunstancia excepcional sino enteramente consistente con su visión del bolchevismo como una suerte de partido revolucionario burgués extremo, que quiere hacer una revolución burguesa en una país que casi no tiene burguesía, mucho menos revolucionaria, pero que por una cuestión dogmática tiene que trasvestir esa revolución burguesa de rojo: una suerte de vía comunista al desarrollo y la modernidad capitalista. Si esto es así, entonces naturalmente ese “partido burgués sin burguesía” tiene que tener como sujeto práctico real no a las masas trabajadoras, sino a una intelligentsia, una élite que recela de las masas y que las tutela. Para Del Barco, esta orientación de expresa todo el tiempo en la guerra civil. Y llega a la conclusión de que la vía práctica, según él, por la cual el estalinismo es un producto del bolchevismo, es el entronizamiento en el poder de esa nueva burguesía “especialista”, que en realidad sería la vieja burguesía, que se reconstruye como clase para dar origen a la burocracia estalinista (p. 187-188).
Posteriormente, Del Barco retoma la teoría del Estado expuesta en la obra de Lenin, El Estado y la revolución, y la compara con la práctica estatal bolchevique posterior a la toma del poder. Del Barco lo considera el texto más “plebeyo” del revolucionario ruso, en el sentido de oposición a lo que él percibe como anomalía en medio de una lógica constantemente elitista. En él, junto con la crítica del Estado capitalista, Lenin planteaba como necesidad un Estado de los trabajadores como herramienta de transición hacia el socialismo, pero que, a diferencia de los Estados hasta ese momento existente, sería desde el comienzo un “semi-Estado” destinado a desaparecer y ser reabsorbido dentro de la sociedad, en la medida en que se avanzara hacia una sociedad sin clases. Por otro lado, este Estado transicional estaría basado en una organización tal que, quitando el poder de la burocracia como un parásito adherido y viviendo por encima de la sociedad, sería un “Estado barato” donde “cada cocinero puede gobernar”, es decir, donde los trabajadores, desde la base y con representantes con mandatos revocables, asumieran las riendas de la administración, eliminando la barrera entre dirigentes y dirigidos característica de la organización estatal. El libro, escrito al fragor del año revolucionario de 1917, solo fue publicado tras la toma del poder, a mediados de 1918, manteniendo en blanco el capítulo sobre los soviets en la Revolución Rusa ya que, según la famosa frase de Lenin, “es más grato hacer la revolución que escribir sobre ella”, por lo cual la urgencia de las tareas le impidió completar esa parte. Como se sabe, tras la toma del poder y con el desarrollo de la guerra civil rusa, el Estado revolucionario que se instauró no siguió el camino que preveía Lenin en su libro. Aquí Del Barco toma esto como otra muestra más del elitismo autoritario de Lenin, empeorado por lo que considera simplemente una promesa falsa. Del Barco señala medidas excepcionales de la época de la guerra civil que tomó el gobierno soviético como la abolición del control obrero de las empresas, llegando a la dirección unipersonal, la ilegalización de partidos políticos, el no funcionamiento de los soviets, así como la discusión sobre la militarización del trabajo y la “cuestión sindical” de 1920, a las que nos referiremos en un instante. Son todas cuestiones complejas que Del Barco quiere resolver rápidamente y que excede la capacidad del presente artículo tratar a fondo. Pero señalemos que el tipo de Estado transicional que Lenin concebía, basado en las lecciones de la Comuna de París, eran los lineamientos generales de un Estado obrero para la transición al socialismo, que no era lo que estaba ocurriendo en la Rusia de la guerra civil, donde más bien estaba luchando por imponerse y sobrevivir frente a la intervención de los ejércitos de 14 países. Pero, aun así, en el contexto de la guerra civil el aspecto del Estado soviético no fue únicamente el de una despótica “máquina de guerra” de la lucha de clases del proletariado, para citar palabras de Lenin de su libro. A instancias de Lenin, e incluso contra la oposición de una parte de los bolcheviques, se tomaron medidas democráticas inéditas como la concesión de la autodeterminación a las nacionalidades oprimidas por Rusia y el propio reparto de la tierra entre los campesinos, así como una enorme ampliación de derechos que transformaron a la Rusia Soviética en vanguardia, como por ejemplo ser el primer Estado en legalizar el aborto, en despenalizar la homosexualidad, llevar a cabo una revolución educativa y cultural sin precedentes, etc. Todo esto no es tenido en cuenta por Del Barco, para quien el legado del bolchevismo en el poder previo al ascenso de la burocracia estalinista no es más que violencia y elitismo. El tremendo atraso cultural, económico y material del Estado, llegando a la necesidad, como ya hemos mencionado, de la utilización de los “especialistas”, sumado a la destrucción de la guerra, llevó a que Lenin reconociera tempranamente, desde fines de 1920, que el Estado obrero soviético adolecía de deformaciones burocráticas, producto de, más que haber destruido la maquinaria del viejo Estado zarista, verse obligado a heredar gran parte de ella. El tipo de “semi-Estado” de folleto de Lenin, basado en la destrucción de la maquinaria estatal de la clase anteriormente dominante, era algo que la clase trabajadora aún no estaba en condiciones de poner en pie. En su crítica a Lenin, el filósofo cordobés parece exigirle al revolucionario ruso una creación ex nihilo, idealista. El “asalto a la razón”, como llamábamos más arriba al enfoque de Del Barco, continúa aquí por una senda de un socialismo que no se basa en las condiciones materiales sino en un imperativo ideal, que prescinda de la técnica y de la cultura: lo que llama un “socialismo pobre”, como veremos más abajo. Es por esto que Del Barco le adjudica a Lenin una indemostrable concepción “instrumentalista” del Estado, similar a los planteos entonces contemporáneos de Nicos Poulantzas en su famoso debate con Ralph Miliband, es decir, de concebirlo como una maquinaria neutra que puede ser tomada y utilizada por cualquier clase, y ligado a esto una supuesta visión igualmente instrumental sobre la técnica, dos cosas sencillamente indemostrables en un análisis textual del revolucionario ruso. Lejos de eso, Lenin sobriamente reconocía esta herencia porque era la única manera de encarar el problema y de entender el origen de las deformaciones burocráticas.
Del Barco pasa a la “cuestión sindical” de 1920: el debate entre Lenin, Trotsky y la Oposición Obrera. Hacia mediados de ese año, a medida que se vislumbraba el final de la guerra civil, en el 9° Congreso del Partido Bolchevique empieza discutirse el rol de los sindicatos en el Estado obrero, a partir de lo cual surgen tres posiciones distintas. La de Trotsky, quien considera que en un Estado obrero el papel de los sindicatos ya no puede ser defenderse de su propio Estado, y debían ser un apéndice de él para organizar la economía y como “escuelas de socialismo”. En el extremo opuesto, la fracción del Partido Bolchevique conocida como “Oposición Obrera”, organizada en torno a Shliápnikov, postulaba que, por el contrario, los sindicatos debían ser independientes, y una vuelta al control obrero de la economía sobre la base de las organizaciones gremiales. Lenin adoptó una posición intermedia, que fue la que se impuso en el bolchevismo, que postulaba la necesidad de la independencia de los sindicatos para defenderse “incluso de su propio Estado”, ya que la Rusia Soviética no se trataba de un Estado obrero normal sino “de un Estado obrero y campesino con deformaciones burocráticas”. Aquí es donde Lenin plantea sin ambages el problema de la burocracia, que luego marcó toda su lucha hasta su muerte. Sin embargo, la conclusión de Del Barco es que la posición de Lenin al respecto, lejos de pretender buscar una forma de combatir la burocracia apelando a la base obrera, sería simplemente una reiteración de lo que considera como el idiosincrático elitismo del revolucionario ruso, ya que, lejos de buscar en los sindicatos una suerte de contrapeso contra la máquina estatal para no ser absorbidos por ella, en realidad no se trataría más que de asignarle a las organizaciones gremiales meras funciones económicas despolitizadas, reservando para los “especialistas” la gestión de la política. En la misma línea, Del Barco plantea, contra toda evidencia documental, que la consigna del control obrero de los medios de producción, tal como la ha planteado la tradición bolchevique y de los primeros años de la Internacional Comunista, sería simplemente papel mojado:
No se trataba por consiguiente del poder obrero en la fábrica, en la empresa, como matriz de un poder que hegemonizara a la sociedad y tendiera a destruir el poder del Estado, sino de un Estado obrero que funcionaba por arriba, fundado en el partido que fundaba en la “ciencia”, y que delegaba ciertas formas de control administrativo en las fábricas. (p. 199)
Para Del Barco, la dirección correcta debería haber sido la de entender el control obrero como la plena disposición de los obreros de cada empresa a producir qué, cómo y cuánto de la manera en que quisieran. Podríamos decir que, si se procediera de la manera en que Del Barco entiende cómo debería funcionar un Estado obrero transicional, entonces no existiría tal Estado. Es que incluso bajo el capitalismo la producción tiene un carácter social, aunque mediado y distorsionado por la ley del valor y la competencia. El mercado, a su manera, y a medida que avanza la tendencia a la concentración de la propiedad de los medios de producción, ejerce una forma muy limitada de “planificación” y de asignación de los recursos sociales, pero que, al estar organizadas en función de la obtención de la ganancia capitalista, no puede desarrollar su potencial hasta el final. Un Estado obrero organizado en base a la democracia obrera, en la medida en que debería tender a concentrar la propiedad de los medios de producción en sus manos en vez de en los capitalistas privados, tiene la posibilidad de organizar la producción mediante una planificación racional según las necesidades sociales. La solución de Del Barco, por el contrario, recae en una especie de anarquismo desorganizador, donde cada colectivo de trabajadores produce sin tener en cuenta las necesidades del conjunto de la sociedad aunque, eso sí, bajo su control directo. Eso, lejos de llevar al socialismo, en las condiciones de una revolución triunfante en un país tremendamente atrasado como Rusia no podía sino llevar a revivir justamente la anarquía capitalista bajo una forma “comunista libertaria”. En este punto es donde aparece más pronunciado el costado “anarquista” de la crítica de Del Barco:
…[N]o se trataba de la oposición entre el proletariado ‘como un todo’ y el interés de ‘pequeños grupos de trabajadores’, sino de una fuerte tendencia histórica del movimiento obrero hacia la autogestión, hacia la autoliberación (que necesariamente debía surgir de la fábrica), por una parte, y de las necesidades del Estado por la otra, el que aparecía representando a “toda” la clase, y sabemos bien que la idea de representación es la clave de toda articulación ideal, pues bajo el manto ideológico de una falsa legitimación se oculta el poder despótico sobre los representados. (p. 200)
Relacionado con esto, Del Barco también elige omitir cómo otro “bolchevique leninista”, justamente León Trotsky en la década de 1930, en su obra La revolución traicionada reflexionó sobre el problema de la transición y planteó que la norma del Estado obrero debía ser la de la adopción de la pluralidad de partidos sobre la base de los soviets, a la par de concebir a la democracia soviética como una necesidad absoluta de un régimen de transición al socialismo. Esta reflexión implicaba, claramente, una mirada autocrítica sobre aspectos de la experiencia de la guerra civil a partir del primer ensayo en la historia de un Estado obrero.
Conclusión
El costado más programático de los textos de Del Barco críticos de Lenin son, paradójicamente los que tienen una visión más romántica, en el pleno sentido de una suerte de anticapitalismo pero hacia atrás, hacia un pasado pobre idealizado:
Tal vez más allá del sueño despótico de una ‘izquierda’ fascinada por la ‘ciencia’ y el Saber, por la técnica y la producción, debemos pensar en un socialismo pobre y no competitivo, cuyas bases y cuyos proyectos sean fundamentalmente espirituales (…) Volver, pues, a los orígenes, dejando que la comunidad, cada una y todas las comunidades, se asuman a sí mismas en su sociedad, sin que ningún Estado, Partido o Jefe –ser idea que, por lo común, termina imponiéndose mediante la fuerza, llevando a los simples individuos ya sea a la cárcel, a los hospicios o a la tumba-, situándose por sobre ella, la obligue a un deber. (p. 248)
El romanticismo político, surgido en el siglo XIX como una respuesta a la modernidad y a los valores de la sociedad capitalista en desarrollo, e idealizando un pasado pre-capitalista donde los valores comunitarios habrían llevado la voz cantante, aunque adosados a sociedades patriarcales atrasadas y rígidas, tuvo por lo general una expresión mayoritariamente reaccionaria. No obstante esto, en los albores del siglo XX y al calor de la Revolución Rusa, una parte minoritaria de la intelligentsia romántica en Europa se pasó a las filas del comunismo (el ejemplo más famoso es el György Lukács). En el caso de Oscar del Barco, no obstante, se produjo el proceso inverso, desde el marxismo hacia el romanticismo, al calor del comienzo de una era reaccionaria como la de la derrota del último ciclo de revoluciones (1967-1981) en Argentina y en el mundo, y el comienzo de la reacción política e intelectual abierta con el reaganismo-thatcherismo y llevada al paroxismo tras la caída del Muro de Berlín. La crítica del filósofo cordobés a Lenin en estos textos tiene como punto de partida nominal un cierto “marxismo crítico” que buscaba, en principio, ajustar cuentas con el estalinismo (en el que el propio Del Barco había militado durante años). No obstante, el recurso al romanticismo político y el progresivo alejamiento del marxismo llevaron a Del Barco cada vez más a ir “descubriendo” una suerte de esencia maligna en todo pensamiento emancipador, comenzando por tratar de encontrar en Lenin las raíces del estalinismo, para terminar concluyendo que el problema era el pensamiento marxista per se. Del Barco consideraba que Lenin, en su teoría del partido, del Estado y de la revolución, estaba reproduciendo especularmente todas las lógicas autoritarias del capitalismo. La revolución, para Lenin, tenía una doble faz, por un lado era “un festival de los oprimidos”, que fomentaba la autoactividad y la autoliberación del proletariado. Pero, por el otro, al enfrentarse al poder despótico del capital y su “banda de hombres armados” o su “comité ejecutivo de los intereses comunes de las clases dominantes” que era el Estado capitalista, también tenía un costado de prepotencia y autoritarismo plebeyo, en la medida en que los explotados estaban obligados a utilizar un estado mayor centralizado, un Estado obrero, como una despótica máquina de guerra contra el capital. Si todo esto, para Del Barco, no es más que una simple engañifa para traficar otra forma despótica de dominación de clase, queda la siguiente conclusión respecto al tipo de revolución o de “socialismo pobre” que proponía el autor cordobés: o la revolución en la que piensa es puramente ideal o moral, sin sustento material, sobre una base idealista, o más bien se trata de una renuncia completa a la revolución y a todo intento de emancipación social en la medida en la que esta involucra la violencia de los oprimidos. Nos parece que ese fue el trayecto que fue haciendo Del Barco: tirar junto al agua sucia del estalinismo, con todos sus crímenes, también al niño del pensamiento revolucionario previo a la burocratización de la Internacional Comunista. Así es como dice en su carta “No Matarás”, con la que inició el debate de 2004 sobre la violencia revolucionaria de los ’70 en Argentina:
Los llamados revolucionarios se convirtieron en asesinos seriales, desde Lenin, Trotzky, Stalin y Mao, hasta Fidel Castro y Ernesto Guevara. No sé si es posible construir una nueva sociedad, pero sé que no es posible construirla sobre el crimen y los campos de exterminio [4].
Con esto hemos querido fundamentar que, buscando conjurar el fantasma de Lenin, Del Barco iba en la dirección de tratar de correr la página de toda la generación revolucionaria de los ’70 en Argentina. La derrota no solo ya física, sino también ideológica de una parte de la generación “setentista” argentina se vio amargamente en la adaptación a la democracia burguesa a partir de los años ’80, ya que, a pesar de criticar “toda forma de representación”, Del Barco terminó abrazando el “no hay alternativa” de la democracia “realmente existente”. Otra parte de sus antiguos compañeros de la revista Pasado y Presente, como José Aricó y Juan Carlos Portantiero, también cedieron a ese espíritu de época, pero, a diferencia del autor que nos ocupa en este artículo, no lo hicieron a partir de un giro filosófico cuasi “místico” e ideológicamente más reaccionario, sino plegados a la oleada socialdemócrata que, a partir de los triunfos de François Mitterand en Francia y de Felipe González en España a comienzos de los ’80, en Argentina se expresó en el auge del alfonsinismo durante la transición post-dictadura. En el caso de Del Barco, esta nueva defensa de la “teoría de los dos demonios” apareció a contramano del momento histórico, precisamente cuando una nueva juventud, en las postrimerías de las jornadas de diciembre de 2001 en Argentina, empezaba a cuestionarse la ideología de lo que Alejandro Horowicz dio en llamar “la democracia de la derrota”.
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