El movimiento del 68 no puede deslindarse una lectura histórica que en las postrimerías del siglo XX en México conceptualizó la historia del país desde la Revolución como la de una prolongada “transición a la democracia”. A contrapelo de una lectura que pretende institucionalizar el movimiento, cabría situar la del filósofo mexicano-ecuatoriano Bolívar Echeverría que exploramos aquí.
¿Es posible una sociedad moderna y al mismo tiempo no capitalista? Esto es quizá a lo que apuntaban los jóvenes del 68, saliendo por encima de este periodo de la llamada “reconstrucción de la democracia” en México. Y la posibilidad de decir “¡no!” al conjunto del sistema, de no acomodarse dentro del destino capitalista de la modernidad, es una posibilidad actual. La enseñanza del 68 es la de que ese “¡no!” de resistencia es posible decirlo incluso allí donde todo implica que no decir “sí” es una locura.
— Bolívar Echeverría
Existe una peculiar conciencia progresista de la historia que, al nublar la comprensión de lo singular histórico, impide captar la impronta de un suceso como el movimiento estudiantil de 1968 en México. Para ésta, los acontecimientos se despliegan en un horizonte plagado de una negatividad constitutiva que, no obstante, puede conjurar dialécticamente la catástrofe. Desde esta perspectiva, 1968 sería el memorial de una derrota, cuyas ruinas no dejan de redimirse por un presente que ha realizado, en un proceso de largo aliento y de manera incompleta, lo que en dicho movimiento sólo podía aparecer de manera inmediata: la democracia. Es fácil percatarse que dicho discurso está en la base de la mayoría de las conmemoraciones actuales, que parecieran no buscar más que la institucionalización –política y filosófica– del sentido de dicho movimiento. [1]
A contrapelo de dicha lectura, cabría situar la del filósofo mexicano-ecuatoriano Bolívar Echeverría que exploramos aquí. Participó en la efervescencia estudiantil en Berlín durante los años sesenta y fue testigo del movimiento estudiantil en México a donde llegó a mediados de julio de 1968. [2] Esta mirada internacional es, quizá, lo que permite elaborar su postura crítica respecto a esa “fiesta de la democracia” tan elogiada en cada aniversario del movimiento. Aporta elementos para lo que podría ser una comprensión marxista del movimiento del 68 en México y a nivel mundial. Las líneas que se desarrollan a continuación abordan tres aspectos: la “americanización” de la modernidad capitalista como contexto de emergencia del movimiento, la particularidad de éste en México y los límites de la política burguesa para los tiempos que vienen.
Americanización
La “americanización” de la modernidad capitalista, como aspecto determinante del siglo XX, marca los ritmos históricos dentro de los cuales el filósofo Bolívar Echeverría sitúa la emergencia internacional del movimiento del 68. Consiste en un fenómeno de grandes magnitudes, no circunscrito geográficamente a Norteamérica –su lugar de gestación– sino extendido, hoy en día, a las regiones más remotas del planeta. Dicha americanización definiría los rasgos con que se habría concretado y actualizado la modernidad capitalista de forma dominante [3] a partir de la posguerra, pero encuentra sus raíces en un proceso de mucha mayor duración. Sería una de las líneas de bifurcación en que ésta, a partir del siglo XVII, se separa en una modernidad protestante y otra católica; definiéndose, cada una de ellas, en relación con el grado en que se cristianizó la vida cotidiana. Mientras que la vertiente católica –fundamentalmente mediterránea y, posteriormente, latinoamericana– hizo grandes concesiones a las formas tradicionales de vida que la preexistían, la protestante pudo sobreponerse a ellas sin problema. Dichas vertientes influyeron, de manera profunda, la manera en que el capitalismo, como modo de producción, pudo concretarse en cada caso.
La característica fundamental de la rama protestante, que encuentra su última actualización en su versión americana, es la de constituir un modo de comportamiento –un ethos– “capaz de dar una respuesta positiva, “realista”, aquiescente y dócil, al “espíritu del capitalismo” (Max Weber), a la solicitación que éste hace de un cierto tipo de ser humano capaz de ser funcional con la acción que subsume la vida humana al capital”. [4] Los valores de uso, y el mundo cualitativo de la vida, en la versión americana y exacerbada de este ethos realista, son proyectados desde una subsunción casi completa de la forma natural de la reproducción social por la valorización del valor. [5]
La reconstrucción europea después de la segunda guerra mundial, signada por el Plan Marshall, según Echeverría, está marcada por una reconfiguración que implicó la sustitución de la modernidad capitalista europea por su versión americana. Ello significó, entre otras cosas, una transformación de “sus esquemas de autocomprensión, sus escalas de prioridades, sus gustos y valores”. [6] Un crecimiento económico sustentado en la industria bélica se establece con el trasfondo de la Guerra Fría que reconfiguró las necesidades del capitalismo. De acuerdo con Echeverría, el surgimiento de la juventud, como estrato diferenciado y reconocido, sólo puede entenderse al ver que la sociedad de ese entonces precisaba de sus características –su irreverencia, su rebeldía– como un modo instrumentalizado de perfeccionar la vida burguesa así establecida, de mantenerla intacta. Precisamente, es contra eso que se rebelan los jóvenes alrededor del mundo, pues “perciben que esta tolerancia de sus padres, de la sociedad burguesa, este permitirles que vivan su vida libremente, no es otra cosa que una “tolerancia represiva”. [7] Esto ayuda a entender el carácter inesperado del movimiento, su emergencia en una situación de estabilidad económica y su carácter, eminentemente, lúdico.
El 68 en México y su ciudad
1968, en México, habría de pensarse dentro del contexto previamente descrito. No obstante, posee una peculiaridad que lo distingue de los movimientos estudiantiles en Alemania o Francia. Echeverría comenta que la movilización sólo podía desarrollarse en los marcos de un Estado autoritario. En Europa occidental, los Estados constituidos en la posguerra tenían un margen de maniobra mucho más amplio; es decir, podían recurrir a métodos de contención y desvíos “democráticos” que no implicasen la aniquilación del movimiento. En el caso de Francia, la burocracia sindical de la CGT y el Partido Comunista consolidaron dicho trabajo levantando la huelga. [8]
En México, el movimiento no pudo desarrollarse tanto. El presidencialismo y el férreo control del PRI sobre todos los ámbitos de la política significaba que, cualquier reivindicación democrática que trascendiese en lo inmediato de dichos límites (como lo fue el pliego petitorio), chocase con la negativa del régimen priista para resolverlas. Al enarbolar consignas elementales como la de la eliminación del artículo 145 de disolución social, los estudiantes se toparon pronto con una feroz represión que terminó por diezmar al movimiento a punta de bayoneta incluso antes de que pudiera expandirse hacia otros sectores de la sociedad. Echeverría brinda la siguiente definición: “El poder del movimiento del 68 fuera de México es más simbólico que real; en México es más real que simbólico […] Lo que en Europa fue una reprimenda severa y brutal a los jóvenes, en México fue una represión y una aniquilación sangrientas”. [9] El movimiento estudiantil mexicano cuestionó, de manera frontal, a un régimen que se mostraba como estable y cuyas olimpiadas de ese año habrían de publicitar como tal; no obstante, carecía de la legitimidad necesaria para contenerlo por otras vías.
La situación contradictoria de dicho régimen –que en el contexto de la americanización se expresó, en México, como un proceso de crecimiento económico del país sustentado en la brutal represión a los movimientos independientes– se percibe por las transformaciones a las que fue sometida la Ciudad de México en dicho periodo. Las analiza Echeverría en su interrelación con el movimiento del 68. Escribe que “la ciudad percibe que hay alguna relación de afinidad entre sus propios sueños, deseos o incluso resentimientos y anhelos de venganza, y lo que están haciendo los jóvenes”. [10] En esos años puede apreciarse un proceso de “haussmanización”, encabezado por el jefe de gobierno, Ernesto Uruchurtu quien modificó, permanentemente con sus obras, el trazo de la ciudad erigiendo avenidas en posibles sitios de resistencia.
No debe olvidarse que la década de 1950 estuvo marcada por un descontento obrero cada vez mayor hacia el priato que, desde la huelga telegrafista hasta la ferrocarrilera, no deja de ser un elemento incómodo para el gobierno. [11] Precisamente, la ampliación del Paseo de la Reforma y la posterior construcción del moderno complejo de Tlatelolco, se efectuaron sobre predios que habían pertenecido a los ferrocarrileros y barrios proletarios aledaños. Además, por la misma época, se llevó a cabo la construcción de Ciudad Universitaria; lo cual permitió su desplazamiento desde el centro de la ciudad hacia la periferia bajo una concepción importada de los Estados Unidos que buscaba, justamente, separar la producción de conocimientos de toda conexión crítica con la sociedad. [12] De esta manera, cuando los estudiantes marchan de regreso a la ciudad, ésta los recibe y ve en ellos a los voceros de dichos agravios.
Los estudiantes logran enarbolar, a los ojos de los habitantes de la ciudad, el descontento por toda la represión ejercida sobre el movimiento obrero y su expresión encarnada en la reconfiguración urbanística de mediados del siglo XX. En una metrópoli que sustentaba su crecimiento con la exclusión de la población trabajadora –expulsándola a las grandes zonas conurbadas como Ciudad Neza, que surgen en esa época–, el movimiento del 68 también fue un cuestionamiento a dicho ordenamiento del espacio público. A tal punto es así, que no sorprende que la Plaza de las Tres Culturas fuese el lugar de su sangriento desenlace: en ella se confundían la memoria de las derrotas pasadas y la esperanza en su resarcimiento futuro.
Lo político
El movimiento del 68 –a nivel internacional y en México– es esclarecedor para el filósofo Echeverría no sólo respecto al contexto que lo vio emerger, sino respecto a los límites de la política en la modernidad capitalista. En este sentido, comenta que puede rastrearse una co-pertenencia entre el proceso de americanización de la modernidad y la crisis de las formas ilustradas de hacer política.
La revolución francesa habría inaugurado una política basada en la confrontación de ideas, en el discurso racional que se desplegó en el espacio público. Sin embargo, marcado tanto por la revolución como por la contrarrevolución, el siglo XX registró poco a poco el triunfo de esta última sobre la primera. Involucró un acotamiento del quehacer político al ámbito del estado burgués en los marcos de un predominio cada vez más afincando de la valorización del valor sobre la forma natural de reproducción social; esto es, una restricción que limita el ámbito de las decisiones políticas a las necesidades de un consenso capitalista pleno, sin posibilidad de impugnar el modo de producción existente. [13]
Por esta razón, no es posible entender al movimiento del 68 como un eslabón en la larga cadena del perfeccionamiento de la democracia y del estado liberal. Más bien, como dice Echeverría: “el movimiento juvenil del 68 impugna —tal vez ya tardíamente— esta autolimitación de la vida política que, bajo el nombre de “reconstrucción de la democracia”, la sociedad contemporánea viene sufriendo desde entonces”. [14] Lo que demostró, en una época que no tardaría en cerrarse bajo el signo de la contrarrevolución, no fueron “nuevas formas de hacer la misma política burguesa, sino de otras formas de hacer política que rebasan utópicamente el horizonte burgués”. [15] La interpretación dominante y progresista que se hace hoy de este acontecimiento queda presa, desde esta perspectiva, en el incesante elogio que la política contemporánea hace del capitalismo.
Quienes buscan, hoy, mediatizarlo y construir la idea de que abrió paso a la consecución de la democracia, único horizonte posible para la política del siglo XX, desfiguran precisamente lo siguiente: el movimiento fue, con su propia existencia en acto, un cuestionamiento a lo incuestionable en la democracia. Con su impronta reactualizó la posibilidad de imaginar y plantear una concreción no capitalista de las sociedades humanas. La tarea, por ende, de una lectura marxista de éste, no puede sino construirse desde la fractura de tal relato; es decir, en última instancia, de la negación de sociedad que lo sostiene y le brinda legitimidad. Ésa es la tarea que nos lega el movimiento del 68.
COMENTARIOS