El 22 de julio de 1990 moría Manuel Puig. Compartimos las palabras con las que, dos años antes, Néstor Perlongher, ensayaba un homenaje a su obra.
Viernes 22 de julio de 2016
A la tentación de recorrer, armada de afilado lápiz (un homenaje a Puig debe necesariamente ser hecho en femenino), de escuadra como escualo, las obras y los escritos sobre las obras, las notas y las notas a las notas, a la tentación, en una palabra, del aparato crítico (tierra de saberes anteojudos por donde otras y otros se habrán de internar, itinerario de rayón, con más donaire o más incerteza), me ha parecido preferible anticipar -para que el homenaje no perdiese el sabor acre del mate, para que el agua no se enfríe en la frialdad de la distancia- una experiencia de lectora distraída, de chica de Flores o, como lo diría Puig, de puto de barrio. Territorios de barrio, un tanto añejos, esmalte de celuloide nacarado, superficies de fumées, álbumes sepia enmarcados por la estridencia machacona de la radio, charlas canyengues, charlas infinitas: catarata (cascada) de imágenes y ruidos familiares, como un living de entrecasa, al mismo tiempo traspasados por un sutil extrañamiento que los vuelca y vacía: vacuidad.
Vacuidad ambigua del cosmético, la “letra de mujer” de Manuel Puig traza (¿o circunda?), con arabescos planos, algo así como una estética de la banalidad. Arte mimética, en su manera de no sobrecargar los circuloquios del día a día, sino de dejarlos fluir en su linealidad apenas aparente, les sorprende (o les brinda: ambages del creador) el encanto de una estética profana, de una belleza que se ha caído, acaso para siempre, de las rodillas del artista y rueda acochambrada las hendiduras del parquet, una beldad despretenciosa, periférica. Insisto en lo de la banalidad, para liberar de todo atisbo de sorna la fijeza de ese “estado de cosas”, y recurro a una idea de Michel Maffesoli sobre la socialidad de lo cotidiano. En el arrastre sin sentido aparente de esas conversaciones sin rumbro, a la sombra del parral, se estaría anundando -de una manera que sin ser secreta precisa de cierta atención para captársela- la íntima consistencia de la vida; consistencia que no tendría otro “sentido” que ese de dejarse estar, qe ese “estar juntos”, que ese vivir presente. Toda una estética de la banalidad, decíamos, puesto que esa experiencia de estarse no puede desprenderse de una forma. Y aquí, una vuelta de tuerca: puesto que en ese estarse sin ton ni son, en ese hablar por hablar, en ese vivir por vivir, se vislumbra toda una fuerza dionisíaca, impulso de agregación y, al mismo tiempo, de desestructuración, de desgarramiento, de éxtasis.
Nada parece más alejado, a simple vista, de las obras de Puig, esta idea del éxtasis. Sim embargo, demos un rodeo: ¿en qué medida esas vidas barriales, o “barrializadas” (¿embarradas?), son un mero reflejo de la alineación, de las máquinas de sobrecodificación radiofónicas o cinematográficas, o guardan, en su aferrarse a esa temblorosa vacuidad, en su plegarse y doblarse sobre sí, una iridiscencia irreductible, un brillito de grillos, el recoveco de un peinado banana, el bretel de un rodete? Por eso me animaré a llamar -a un a riesgo de que parezca intempestivo- dionisíaco a ese fulgor sexual que recorre, caso de reojo, la escritura de Puig, y que le da esa sutil torsión de extrañamiento de que hablaba.
De otro modo, podría parecer incomprensible que una obra anclada en esa “estética de la banalidad” (permítaseme la incómoda insistencia) pueda haber despertado, en un país, ya que hiposnsual, hipersensible, el furor de los censores y, más allá de ello, cierto encogimiento de hombros, un no sé qué de desconocimiento, un qué de “no nos concierne”. Yo diría que nos concierne demasiado de cerca y en ello reside su valor y su fuerza.
La superficie “con” la que se trabaja es, digámoslo rápidamente, la de los medios. Ecos de telenovela, radionovela, fotonovela, modernas (?) versiones de folletín, o modernas solo en el sentido cronológico, casi intactas o repujadas por la vertiginosa velocidad de la transmisión, de la contaminación, del contagio. Molaridad “institucional” del agenciamiento, tal vez, pero agenciamiento al fin: polifónico, hundiéndose en la molecularidad de los lapsos, en la microscopía del entrelazado pueril.
Pero si esta superficialidad cosmética de la escritura pueril trabaja con la superficie discursiva de los medios, y, más acá, con lenguaje de todos los días, no deja de agarrar, si no más bien lo contrario, los grandes temas o conflictos sociales. Solo que los agarra -y esto puede confundir al desatento- por el lado de la massmediatización” o de su banalización en el entredecir doméstico, cotidiano. Dicho de otra manera, los agarra por el lado del mito. No obstante, explora (¡y cómo!), aún desde el lugar de la sutura, del sulfilar, del entrehilado, los puntos de ruptura en sus lugares más sensibles.
Trivialidad del limo, banalidad del ano. El limo azul en que los personajes de El beso de la mujer araña, y con ellos la gran pasión de la política, se hunden, en los avatares del esfínter, ¿no evoca, aunque sea de lejos, cierto clima lamborghiano, cierto fiord, irreductible, si bien decorado, como un living-room kitsch, con las pavadas de todos los días? Como si el peso (grasa ñoña) de la pueril socialidad cotidiana redujese o codificase flojamente, como una cofia a crochet, la rutilancia de un abismo que -repitamos- no debe verse, debe de haber lo menos posible para que lo indique. En esa constelación o punto de bifurcación de los posibles, toma Puig - podría decirse- la peor parte: la parte de la nadidad, natación de la nada, globo de la vacuola del rulero caído pero digno; es este vacío peculiar -contra lo que algunos podrían suponer- nada falta. Es como si el tul de celuloide, por alguna ignición de calefón, se metiese dentro, debajo de la piel, y en esa superficie se inscribiese.
Maestría de la hilacha, jamás perder la hilacha, nada escapa al ojo minucioso del detalle, exceso de detalle, detallismo del naif, como el prolijo kitsch de una salón saavedrense que guarda -muy disimulado sí, muy en el fondo- un dejo de desteñido de barroco. No exactamente un barroco de la forma, áureo, para nada, sino apenas un dejo que quiere disiparse pero n, en la microscopía del detalle, tan femenino, tan de costurera de barrio; me hace acordar, a lo lejos, a una frase de la mulata protagonista de Gestos, de Sarduy: “Lo primero para hacer la revolución es ir bien vestida”.
Insistencia en la estética -la estética del bretel- que aquí se liga.
Piruja minoritaria, los onduleos del bretel, el banlon del saquito, arrastra esparce por la polvareda barrial o pueblerina. Voz de mujer, lengua de mujer, decir menor, un entretejido de “lugares comunes” -trama de la linaza, estraza strass- deja de sentir, como al trasluz, la fina agudeza de la vocecilla impertinente, dejando dicho lo que no decir. Encuentro de los marginados -el pederasta y el revolucionario- en el beso arañento de la chata. Revuelta de la chatura de la lengua común, para hacer surgir el resplandor del hiato o del aullido, recamado en lamé, rehogado en sepias o en saberes otros -cúmulo de la bibliografía necrosa, necrológica, estante del archivo muerto -que constan al pie.
Un bretel tosco, sin retoques. Un homenaje a Puig conclama purpurinas, banderolas de banlon, cornalina de tul enmarcada de satén, siempre enmarcada. Donde colgar, como un calendario de misses suburbanas, estas guirnaldas lamparinas.
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*El ensayo fue leído en un encuentro académico sobre la obra de Manuel Puig. Se publicó en Babel Nº6 en noviembre de 1988.