La Curia de la que Jorge Bergoglio es fiel heredero tiene un largo historial de participación en crímenes contra el pueblo trabajador y los sectores oprimidos. Aquí un catálogo atroz, bien remunerado por el Estado.
No es un hallazgo afirmar que entre las postales más destacadas de la Iglesia católica argentina actual se encuentran la militancia incansable en favor del aborto clandestino, un sistema aceitado de encubrimiento de abusos sexuales sobre niñas, niños y adolescentes y fortunas recibidas, sin culpa, de parte del Estado para sostener templos y enriquecer obispos.
Te puede interesar: "Documental No abusarás. El mandamiento negado en la Iglesia de Francisco"
Sin embargo, moldeados por la pedagogía de la Sagrada Inquisición, los máximos referentes de la institución comandada desde Roma tienen un largo historial de aval, acompañamiento y hasta ejecución de secuestros, robos, torturas, asesinatos, desapariciones y algunos genocidios. Siempre en nombre de Dios, la moral y las buenas costumbres.
La densa (aunque incompleta) recapitulación que sigue toma solo hechos del último siglo y medio. No porque antes no hayan existido crímenes semejantes o aún peores, sino por mera necesidad de corte a los fines de un artículo periodístico.
Un desierto lleno de almas despreciables
El 7 de diciembre de 1876 el Arzobispo de Buenos Aires Federico Aneiros le escribió una carta al cacique mapuche Manuel Namuncurá, padre de Ceferino (convertido un siglo después en santo católico) y uno de los interlocutores predilectos de la Iglesia con las comunidades indígenas de la Patagonia.
En esa carta Aneiros le decía a Namuncurá que las desgracias del pueblo mapuche en la guerra con el Estado argentino eran responsabilidad directa de los propios mapuches. “Debo decirle con franqueza que no apruebo la guerra y que Ustedes deben hacer todo esfuerzo por cortarla. Persuádanse que el Gobierno debe ser respetado y no oponérsele con las armas. Si él toma posesión de algún terreno es para establecer allí el orden, y para hacer el bien de todos Ustedes”, aconsejaba el embajador del Vaticano a quienes llevaban siglos viviendo en esos territorios.
“Ustedes se equivocan al resistir con la fuerza. El Gobierno entonces tiene que hacer uso de las armas y no habrá más que desgracias. Crea lo que digo Sr. Cacique. Dejen las armas, no peleen y no los han de pelear a Ustedes, y en cambio Tendrán muchos bienes. Yo sé que hay muchos malos cristianos y creo que les han hecho a Ustedes muchas injusticias y maldades. Pero se equivocan Ustedes, si no hacen buenos arreglos lo han de perder todo”, amenazaba de forma directa en nombre de Dios.
Y finalizaba la carta diciendo que él deseaba “que no haya guerra y que Ustedes sean felices. Creo que lo serían siguiendo los consejos de la Religión, le suplico que, una vez por fin, se entregue con entera confianza a Dios y a sus ministros, ofreciéndole mi voluntad de hacer cuanto fuere posible por Ustedes”.
Tres años después, con la Conquista del Desierto en marcha, Aneiros designó a los capellanes que acompañaron desde Buenos Aires a las tropas de Julio Argentino Roca. Cuenta la historia que mientras subían el tren rumbo al sur, los soldados roquistas eran despedidos por las campanadas de las iglesias porteñas.
Uno de los clérigos subidos a ese tren por el Arzobispado de Buenos Aires fue el salesiano Santiago Costamagna, quien en un intercambio con su jefe espiritual Juan Bosco aseguraría que los indígenas deberían adaptarse a los planes evangelizadores “por amor o por la fuerza. En esta circunstancia la cruz tiene que ir detrás la espada. ¡Paciencia!”.
En tres décadas furiosas, las últimas del siglo XIX, a sangre, fuego y cruz no más de dos mil terratenientes entre “patricios” e ingleses se repartieron casi 42 millones de hectáreas de las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, San Luis y La Pampa.
Ningún relato, sea de la historiografía oficial o de los testimonios de las víctimas, deja de afirmar que los curas participaron de la campaña criminal junto al Ejército, acompañando con plegarias y misas el exterminio o el sometimiento de miles y miles de personas mapuches, ranqueles y tehuelches. A los pocos sobrevivientes que iban quedando se los transformaba en propiedad privada y se los “convertía” al catolicismo.
El 6 de marzo de 1879 Jacinto Segundo Puelpán le escribió una carta a su esposa Juana. Allí le contaba que desde hacía tres meses estaba en la Isla Martín García (en el Río de la Plata) a donde había sido llevado por el Ejército. “El señor arzobispo ha enviado acá dos padres misioneros para consolarnos, ya nos han enseñado la doctrina cristiana, ya sabemos algo y tenemos toda la intención de cristianarnos por las fiestas de Pascuas de Resurrección”, escribió. Era uno de los miles de indígenas prisioneros llevados desde la Patagonia al campo de concentración cercano a Buenos Aires. La carta de Jacinto nunca le llegó a Juana. La Armada Argentina prefirió guardarla en su archivo histórico.
Semanas trágicas
La masiva inmigración obrera de finales del Siglo XIX y principios del XX cambió radicalmente la fisonomía de Buenos Aires y las grandes urbes argentinas. Las profundas desigualdades sociales se combinaban con las ideas anarquistas y socialistas de los migrantes y con las imágenes de un mundo en crisis, con una guerra mundial en curso y con revoluciones como la Rusa que trastocaban las cabezas de las masas y las llenaban de esperanzas libertarias.
Amenazada en su esencia conservadora y medieval, la Iglesia católica no escatimó esfuerzos en defender sus privilegios y riquezas. En 1919 los contingentes de la Liga Patriótica tendrían un rol protagónico en hechos de extrema violencia. Conducida por miembros de la jerarquía eclesiástica junto al “patriciado” nativo y a militares, esa agrupación parapolicial descargaba diariamente su furia contra la clase obrera, los inmigrantes y la comunidad judía.
A poco de terminada la Semana Trágica (enero de ese año), los obispos lanzaron un manifiesto titulado “los bárbaros están a las puertas de Roma”. Allí decían que estaban todos “en medio de un naufragio social, de una de las tempestades más horribles”, donde “las pasiones más bravas, las iras del populacho, el rencor de las masas obreras, la sed de venganza anarquista, el huracán de la revolución social, la loca ambición de ejercer la dictadura en nombre de las heces de la sociedad, todo un conjunto de fieros males −contra todos y cada uno de nosotros− nos amenaza”.
Una década después nacería en Buenos Aires la revista Criterio, dirigida y escrita por sabios de sotana y financiada por familias destacadas (terratenientes muchas de ellas) como los Pereyra Iraola, los Anchorena, los Unzué, los Grondona, los Martínez de Hoz y los Santamarina. Muchas de sus plumas participarían activamente del golpe de 1930 y hasta integrarían el gabinete del general Uriburu. Los influyentes monseñores Fortunato Devoto, Nicolás Fasolino, Santiago Copello y Emilio di Pascuo, los rectores de los colegios más importantes de la capital y varios superiores de órdenes religiosas llenaron sus páginas de columnas de opinión.
Uno de los primeros editoriales de Criterio, del 8 de marzo de 1928, legitimaba explícitamente la “justicia” por mano propia de los oligarcas y los explotadores contra la protesta obrera y popular. “Es de justicia estricta que las autoridades, cuya razón de ser es el mantenimiento del orden en la sociedad, sobre la cual imperan, opongan a aquella violencia una fuerza suficiente para restablecer el orden perturbado, quebrantar radicalmente la fuerza de los perturbadores e imponerles una sanción aleccionante”.
“La autoridad que no proceda en esa forma va contra su razón de ser, abdica de su función más elemental, y desde ese momento los particulares resumen el derecho que ella deja de ejercer, y pueden, lícitamente, en casos extremos, defenderse por sí mismos”, sentenciaba Criterio.
De San Perón a Cristo Vence
Institucional y doctrinariamente, Perón se había llevado de maravillas con la Iglesia hasta 1953. Tan es así que durante casi la totalidad de sus diez años de gobierno mantuvo vigente el decreto de obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, que había sido firmado en 1943 por el dictador Pedro Ramírez (de cuyo golpe de Estado fue partícipe Perón).
En febrero de 1946 ganó las elecciones con la promesa de mantener tanto la enseñanza religiosa como la “indisolubilidad del matrimonio”, es decir que no propiciaría una ley de divorcio. Por eso la gran parte de la Curia apoyó su candidatura. Y en 1947, incluso, hizo que aquel decreto se transformara en ley.
Vale decir que si, de un lado, la alianza peronista-eclesiástica significaba el mantenimiento de privilegios y estatus excepcional para la sucursal argentina del Vaticano, del otro lado significaba la apropiación de un “cuerpo teórico” (por ejemplo con la Doctrina Social de la Iglesia) que le servía a Perón para combatir al clasismo, al socialismo y al comunismo en el seno de la población trabajadora.
A finales de 1954, la creación del Partido Demócrata Cristiano significaría el comienzo del fin de la alianza consumada en los años previos. Dos elementos fueron claves en ese proceso: por un lado el aval del imperialismo estadounidense a la rebelión clerical para aglutinar en su entorno a todos los sectores reaccionarios argentinos; por otro la avanzada “competencia” entre el Gobierno y la jerarquía católica en áreas como la educación, el asistencialismo a los pobres y el manejo estatal de áreas que tradicionalmente habían estado en manos católicas.
A los planteos de la Curia Perón les haría planteos contrarios. Así, entre fines de 1954 y mediados de 1955 propició la derogación de la obligatoriedad de la enseñanza religiosa, la sanción del divorcio y la derogación de las exenciones impositivas para la Iglesia. Sería el comienzo de una ruptura que tendría alcances trágicos.
El mes de junio de 1955 quedó marcado en la historia por dos hechos donde la cruz y la espada (o las bombas) tuvieron un protagonismo central. El sábado 11 una masiva peregrinación de Corpus Christi marcharía desde Plaza de Mayo al Congreso y a su paso lanzaría pedradas contra diarios peronistas, quemaría banderas argentinas y levantaría la blancamarilla del Vaticano y hasta removería las placas colocadas en el Congreso en homenaje a Eva Perón.
El jueves 16 la Armada bombardearía con sus aviones la Plaza de Mayo. Era el mediodía de un día laboral. El saldo, nunca precisado en detalle, fue de más de 300 muertos y miles de heridos. El acompañamiento eclesiástico a la masacre fue evidente. Los aviones fueron preparados para el ataque con insignias que no dejaban lugar a dudas. La cruz sobre la letra ve corta: Cristo Vence.
Tres meses después, el 16 de septiembre, el militar nacionalista ultracatólico Eduardo Lonardi encabezaría el golpe de Estado autotitulado “Revolución Libertadora”.
Una de las disputas públicas de Perón sobre el final de su mandato la mantuvo con el entonces verborrágico cura de la diósesis de Corrientes, Victorio Bonamin. El sacerdote, de íntima relación con los círculos militares, a principios de los 60 sería ungido provicario castrense, segundo en la línea de representación del Vaticano dentro de las Fuerzas Armadas . El cargo lo mantendría hasta 1982, es decir que participó de las dictaduras de Onganía-Levingston-Lanusse (1966-1973) y de Videla-Viola-Galtieri-Bignone, además del tercer gobierno peronista de 1973-1976.
Concordato y genocidio
Entre las mayores conquistas de la Iglesia durante aquel período está el Concordato firmado entre el Vaticano y el gobierno de Juan Carlos Onganía el 10 de octubre de 1966. Un convenio que le aseguró a la Iglesia su más amplia libertad de acción, tanto en asuntos internos como en su relación con el Estado, al punto que le concedió tribunales propios para juzgar delitos comunes intramuros.
Te puede interesar: "Los decretos “sagrados” que Macri no quiere tocar: financiamiento estatal de la Iglesia"
Las negociaciones del Concordato se habían iniciado con el gobierno radical de Arturo Illia, pero finalmente se firmó en pleno onganiato. Por Argentina estampó su firma Nicanor Costa Méndez, el canciller que 16 años después, ocupando el mismo cargo en el gobierno de Galtieri, sería una de las caras visibles de la derrota militar en Malvinas.
El involucramiento estrecho de la jerarquía eclesiástica en el genocidio perpetrado entre la segunda mitad de la década del 70 y principios de la del 80 es harto conocido. Innumerables relatos de sobrevivientes de los centros de exterminio mencionan, una y mil veces, a las sotanas como parte del paisaje del terror.
Los representantes eclesiásticos cometieron en aquel entonces las más variadas atrocidades. Algunos, incluso, no tuvieron nada que envidiarles a los militares, policías, agentes penitenciarios y de inteligencia hacedores del plan sistemático de desaparición y muerte. Incluso no llegaron a dudar en avalar el asesinato (cumpliendo en algunos casos el rol de entregadores) de curas y seminaristas pertenecientes a la propia estructura eclesiástica.
Dentro de los centros clandestinos de detención indujeron a muchas víctimas a dar “confesiones” que se convertían en fuentes de información privilegiada para los verdugos. A través de obispos y de ONG como el Movimiento Familiar Cristiano fueron cómplices directos del robo de bebés, amparando la sustracción de sus identidades en beneficio de represores o familias amigas, todas muy católicas, por cierto.
Organizaron eventos públicos alabando el accionar de las Fuerzas Armadas. Y se negaron a la más mínima colaboración con familiares desesperados para que al menos supieran algo del paradero de sus sus hijos, hijas, nietas y nietos.
Estela de la Cuadra, hija de una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo, hermana de desaparecidos y tía de una nieta recuperada en 2014, relató en una entrevista a este diario varios ejemplos de esa relación abyecta de la Iglesia con la dictadura. Entre otros, las reuniones realizadas en 1975 en las bases navales, en las que se explicaba a los militares cómo la Iglesia había aportado la “solución” para el “problema” de qué tipo de represión llevar adelante. Dicen que fueron los mismos obispos castrenses los que sugirieron el método de arrojar a los secuestrados al mar, ya que era “lo más cristiano que hay”.
De la Cuadra también recuerda que en la desaparición y sustracción de identidad de su sobrina Ana Libertad jugó un rol destacado nada menos que Jorge Mario Bergoglio, quien aparentó “interceder” entre los secuestradores y la familia de las víctimas pero nunca hizo nada. Un modus operandi que obispos, vicarios y demás monseñores repitieron a lo largo y ancho de Argentina, quedando eternamente impunes.
Te puede interesar: "Bergoglio: el más conservador de los reformadores"
En 1977, a las órdenes de Monseñor Adolfo Tórtolo (vicario castrense y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina), el mismo Bonamin que despotricaba en 1954 contra Perón decía que “si pudiera hablar con el gobierno le diría que debemos permanecer firmes en las posiciones que estamos tomando: hay que desestimar las denuncias extranjeras sobre desapariciones”.
Conversos sin culpa
La Iglesia de los monseñores Tórtolo, Bonamin, Aramburu, Pironio, Plaza, Quarrachino, Bergoglio, Aguer y compañía, una vez terminada la dictadura creyó que alcanzaba y sobraba con acomodar un poco el discurso a la nueva época y dedicarse a hablar “en nombre” de las personas pobres, humildes y excluidas.
Sin hacer pública una mínima autocrítica oficial por la comprobada complicidad con los genocidas y sin (menos aún) haber abierto nunca los abultados archivos eclesiásticos que podría arrojar luz sobre miles de desapariciones y cientos de apropiaciones de niñas y niños, el episcopado argentino se camufló en las colectas “más por menos” de Cáritas al tiempo que controló de cerca que nadie desde el Estado osara tocarle uno solo de sus privilegios.
La oposición de la jerarquía católica al debate, tratamiento y votación de las leyes de divorcio vincular, de matrimonio igualitario, de identidad de género, de educación sexual integral y de interrupción voluntaria del embarazo, pese al paso de las décadas, nunca dejó de ser férrea. Las coyunturas de cada momento histórico determinaron que, según el caso, esa oposición se tradujera en mayor o menor movilización callejera y en más o menos capacidad de hacer lobby en los palacios del poder político y judicial.
El hilo conductor de esas oposiciones siempre fue el mismo: la amenaza latente de que determinados cambios normativos produjeran una pérdida de los “valores” occidentales y cristianos en franjas sociales cada vez mayores y, con ello, una aceleración de la decadencia de la Iglesia como rectora de la vida social.
Destrucción de la familia (“¡célula vital de la sociedad!”), irrespeto del orden natural de las cosas (“¡así lo hizo y quiso Dios!”) e incorporación de disvalores importados por cierta incultura antinacional (“¡eso no es lo que quiere el argentino auténtico!”), fueron y son los “argumentos” más utilizados para intentar impedir esos avances sociales y esas conquistas de derechos elementales.
En tres décadas y media de “democracia”, esas campañas en pos de una sociedad “como Dios manda” no dejaron de sucederse. Y mientras se llenaron la boca hablando de la vida, la humanidad, el amor y la solidaridad, no hubo un solo cardenal u obispo que haya hecho algo contra la impunidad de los crímenes pasados y por evitar los crímenes presentes.
Si el mismo Jorge Bergoglio, cuando declaró como testigo en la causa ESMA, se hizo el distraído y negó haber sabido de las apropiaciones de bebés durante la dictadura hasta mucho tiempo después de concluida (“supe de eso hace poco, hará diez años”, dijo en ¡2010!), ¿qué nivel de apego a la verdad y a la justicia se puede esperar de quienes estuvieron y están bajo sus órdenes?
En consecuencia ¿cómo pretender que desde adentro de la Curia salga algún viso de dignidad para desterrar los sistemáticos abusos sexuales a niñas, niños y adolescentes consumados en parroquias, colegios e institutos confesionales? ¿O cómo imaginar a algún alto prelado preocupado por evitar los corruptos negociados inmobiliarios que se pergeñan en las tesorerías eclesiásticas?
¿Se hacen algunas de estas preguntas las y los progresistas que hoy, alegremente, difunden sus selfies desde el Vaticano con Bergoglio o participan del banquete celestial en Luján de cara a formar un frente político opositor con Dios y María Santísima? Parece que no.
En casi un siglo y medio la alta jerarquía católica argentina no hizo público ningún documento en el que se haya pedido oficialmente perdón por los crímenes más atroces de los que formó parte. A lo sumo alguna que otra tímida alusión a hechos puntuales en alguna homilía íntima.
Mucho menos tuvieron el gesto (que igual no cambiaría nada) de excomulgar a ninguno de los protagonistas de esos crímenes.
Mientras tanto, el Estado nacional y los estados provinciales siguen sosteniendo el culto católico, apostólico y romano, tal como lo suplica el artículo 2 de la Constitución Nacional. Un artículo vigente desde 1853 y sobre el que se apoya el financiamiento multimillonario de la Iglesia hasta el día de hoy.
COMENTARIOS