Impunidad para las empresas y ataque a los derechos laborales. Intervención judicial en los sindicatos y traición de los dirigentes. Lo que el peronismo de Cristina y Néstor nos dejó.
Domingo 9 de julio de 2017 00:34
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En 1947, cuando el capitalismo vivía los primeros años del llamado boom de posguerra en los países centrales, en la pequeña estación de Mont Pélerin, en Suiza, Friedrich Hayek ofició de anfitrión de un reducido concilio. Allí, según relata Perry Anderson, se sentaron allí las bases ideológicas de lo que, décadas después, sería el neoliberalismo.
En el cónclave se registraron nombres de peso, como el de Milton Friedman, Karl Popper, Michael Polanyi y Salvador de Madariaga, entre otros. La autodenominada Sociedad de Mont Pélerin proponía sentar las bases de un capitalismo libre de reglas.
Deberían pasar décadas, una fuerte crisis económica a nivel mundial y la derrota de uno de los ascensos revolucionarios más importantes del siglo XX, para que el neoliberalismo pudiera empezar a caminar como política estatal. Sus secuelas son harto más conocidas que sus orígenes.
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El Gobierno de Cambiemos asumió bajo los postulados del pragmatismo político. Pero en su núcleo ideológico duro anidan, fuertemente arraigados, los recetarios neoliberales. Los límites a la aplicación real de su programa están dados por la relación de fuerzas existentes. Relación de fuerzas que, antes de octubre de 2015, se refractaba en el terreno electoral. De allí que Macri, tal como Menem, haya debido ocultar su programa de gestión del Estado. “Si hubiera dicho lo que iba a hacer no me votaban” había dicho el riojano. La frase puede caber de cuerpo entero al actual presidente.
El bloque político y social que expresa Cambiemos intenta avanzar en imponer su programa de ajuste sobre las condiciones de vida de la clase trabajadora. Busca imponer, aún más, el despotismo patronal al interior de los lugares de trabajo. La oleada de despidos de las últimas semanas y el endurecimiento del discurso político gubernamental son componentes de ese plan.
Directamente entrelazado, se halla el objetivo de consagrar una impunidad mayor para el empresariado. El deseo del capital tiene que poder hacerse efectivo sin restricciones. Esta semana, poniendo en palabras ese programa, un economista de Cambiemos -al que Myriam Bregman dejó en ridículo en las redes sociales- pidió que PepsiCo pueda despedir sin trabas.
El argumento no es nuevo. Es el mismo con el que Macri vetó la ley antidespidos y con el que el ministro -autodenominado del Trabajo- Jorge Triaca respaldó a las patronales de AGR y PepsiCo.
El discurso que afirma que la voluntad empresarial de despedir está siempre justificada caería como un castillo de naipes si se ejecutara una mínima apertura de los registros contables, como propone el Frente de Izquierda. Allí quedaría evidenciado que, en la columna del debe, hay números más altos de aquellos que vocea cada patronal.
Que la voluntad de torcer la vara contra los derechos de la clase trabajadora corresponde al conjunto del régimen político, lo evidencia uno de los recientes fallos de la Corte Suprema. Aquel que dictamina que un trabajador debe pagar los costos de un juicio laboral perdido.
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La verdad, como afirmaba Walter Benjamin, está en los detalles. Poco importan los motivos por los que el trabajador no se presentó a las pericias. El detalle esencial está en el mensaje político. Atreverse a desafiar al capital, incluso en el estrado judicial, es un acto de rebelión que podrá ser fuertemente castigado en términos monetarios.
El mensaje de la Corte empalma, hace juego y potencia el permanente constructo discursivo del mismo Macri, que no pierde oportunidad de reclamar contra la “mafia” de los juicios laborales.
La casta judicial es uno de los actores centrales del nuevo esquema político-social. Es, cabe recordar, la misma Corte Suprema que falló en el caso Muiña a favor del 2x1. En aquella ocasión sintonizó con el relato negacionista de Cambiemos.
Los intentos de construir una agenda de impunidad para el gran capital tuvieron su pequeña farsa el pasado miércoles. Ese día, en la Cámara de Diputados de la Nación, el bloque de Cambiemos desató una ofensiva en defensa del artículo 37 de la ley de Responsabilidad penal para los empresarios. El artículo era una suerte de llave para la impunidad al empresariado, en este caso de la brasilera Odebrecht.
Junto a las necesidades coyunturales que empujan a mostrar la corrupción kirchnerista y ocultar la propia, la norma otorgaba al Gobierno la potestad de garantizar a la multinacional que el cobro de sobornos pudiera tener escasas o nulas implicancias legales. El hecho de que hasta notables amigos de las grandes patronales como Sergio Massa se hayan opuesto, muestra lo escandaloso del asunto.
El macrismo, como gestión directa del capital, centra su batalla en cambiar la relación de fuerzas. Lo hace dando golpes para intentar imponer nuevos niveles de explotación. Su programa, condicionado por los cambios de las últimas décadas, es similar al que Friedrich Hayek, hace 70 años, propusiera en un pequeño pueblo suizo.
La herencia kirchnerista
El teórico Karl Von Clausewitz, a inicios del siglo XIX, definió que la esencia de la guerra estaba en el duelo. “La guerra no es más que un duelo en una escala más amplia” sentenció. El mismo teórico alemán, profundizando su análisis diría que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”.
Lenin y Trotsky, dirigentes de la revolución rusa, definieron a la política como la expresión concentrada de las contradicciones económicas, es decir de las tensiones y luchas entre las clases sociales.
En la Argentina actual, el gran empresariado y el Gobierno de la CEOcracia macrista se proponen avanzar en sucesivas batallas contra la clase trabajadora. En ese duelo la dirección de la clase trabajadora es una de sus principales debilidades para enfrentar los ataques del capital.
La dirección oficial del llamado Movimiento Obrero Organizado (MOO) es la burocracia sindical peronista. Como dirección de la clase trabajadora, lejos de avanzar hacia la batalla, rehúye constantemente el choque, mientras debilita las fuerzas propias.
La intervención judicial en el sindicato de Canillitas no puede desligarse de este contexto de ofensiva anti-obrera generalizado. La respuesta de la dirigencia, de todos modos, es una catarata de lamentos sin solución de continuidad. Las amenazas de movilización o paro no asustan ya ni siquiera a los ingenuos.
La burocracia sindical peronista cumple uno de sus papeles históricamente más reaccionarios. Lo hace sosteniendo un acuerdo con el empresariado y el Gobierno de Macri, por el cual no solo no enfrenta los ataques en curso, sino que se vuelve cómplice de los mismos. Los casos de PepsiCo y Hutchinson lo ponen en evidencia. Allí, empresa y cúpula sindical negocian y acuerdan los despidos.
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Pero ese lugar de abierta traición no es un súbito brote, como nació Atenea de la cabeza de Zeus en la antigua mitología griega. Por el contrario, es la resultante necesaria de un proceso de extendida burocratización que lleva décadas.
A esa continuidad el kirchnerismo no fue ajeno. Por el contrario, durante la llamada “década ganada”, más allá de los roces y tensiones parciales, el peronismo de Néstor y Cristina fortaleció a esa burocracia. Ejemplos sobran. Solo basta recordar ahora la amistosa llamada entre el ministro de Trabajo Carlos Tomada y el responsable del asesinato de Mariano Ferreyra, José Pedraza.
Tal vez aquí, en la realidad actual de esa burocracia domesticada por el macrismo, se evidencia de manera expresa cuan poco y nada combatió el kirchnerismo a lo que llamó “corporaciones”.
De esa “herencia”, la CEOcracia gobernante no tiene más que alegrarse. El peronismo kirchnerista llenó las listas de 2015 de “traidores” –como Diego Bossio- que dieron un aval legislativo constante a la agenda neoliberal de Cambiemos. Pero además, legó el poder de una burocracia corrompida hasta la médula, que hoy traiciona abiertamente al conjunto de la clase obrera.
Aunque para algunos pueda sonar reiterativo, resulta evidente que una alternativa política para la clase trabajadora, tanto en el terreno electoral como más allá del mismo, solo puede venir del Frente de Izquierda. Es decir de la corriente que combate en los sindicatos a esa traidora casta sindical y pelea políticamente por una expresión independiente de los explotados y oprimidos.
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Eduardo Castilla
Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.