Entretejidos entre el trabajo, la pandemia y el derecho al adiós.
Valeria Jasper @ValeriaMachluk
Viernes 28 de agosto de 2020 14:49
Conoció a Ángela hace siete años. Martín, su esposo, estaba muy enfermo y necesitaba cuidados en su domicilio que no podían pagar por sus propios medios. Así es que la entrevistó para iniciar el tránsito burocrático para recibir asistencia sin saber, las dos, que un camino entre ellas también se iniciaba.
Anteojos anchos cubrían sus ojos claros y una pequeña hebilla se perdía entre los blancos pliegues de su corta cabellera. Su andar no llevaba prisa, a pesar de que el tiempo le jugaba con más rapidez. Entre el desparramo de fotocopias, Ángela desplegó su vida. Su relato no llevaba puntos ni comas, parecía que el oxígeno se extinguiría de tantas palabras que salían de su cuerpo. Como si fuera algo vital dar a conocer su paso por el mundo, casi como un nacimiento. Al tiempo, su esposo murió y Ángela tuvo que acomodarse a los espacios vacíos que llenaban su casa, las habitaciones fueron ocupadas con recuerdos y viejos cacharros y , de a poco, fueron quedando cerradas. El silencio se construyó en una atmósfera pesada de digerir para ella...
La economía del país, que nunca fue muy benévola con el sector más viejo de la sociedad, los últimos años quedó en manos de un grupo de empresarios que la destrozó por completo. Así fue que la costura volvió a las manos de Ángela, la jubilación no era suficiente, nunca lo fue. Más que un valor por el reconocimiento de los años trabajados es una limosna por llegar a ser viejo. Enfermarse, endeudarse, ser hambreados por quienes administran, circunstancialmente, el país: envejecer nunca fue negocio.
Mientras el tiempo seguía correteando a su alrededor, ella mantenía algunos pasitos de ventaja. Dos veces por semana se propuso como tarea visitar a la señorita de la oficina y charlar sobre algún tema particular. Salía feliz al encuentro; era una tarea propuesta y también deseada. ¿o acaso alguien cree que el deseo va en detrimento de los años vividos? En absoluto, el deseo hace que levantemos la persiana todos los días y salgamos a cumplirlo. El deseo de Ángela era seguir siendo feliz, ni más ni menos.
Charlas sobre la escuela de señoritas a la que fue, las ganas de haber tenido algún trabajo que no sea la casa y los hijos. Leer más libros. Tips sobre cómo hilvanar de forma prolija los dobladillos fueron de la partida también. Algo que le quedó inconcluso: usar pantalones. “Antes la mujer no los podía usar, qué tontería, hubiera sido muy bueno en el invierno”, contó mientras reía. La muerte era tema de conversación, ella no temía, dejaba siempre en claro que moriría en su casa, su familia lo sabía. Deseos.
El tiempo fue avanzando varios casilleros. Las salidas se transformaron en visitas a la casa de Ángela, su salud andaba dando malas señales. Las conversaciones eran más espaciadas y cortas, el cansancio la invadió pero ella seguía combatiendo y deseando... nunca faltó el beso y la caricia al final.
El coronavirus impuso nuevas formas de vincularse, más virtuales, más distantes. El contacto físico con el otro quedó suspendido en tiempo y espacio, a la espera del retorno. Las nuevas modalidades de trabajo lo vuelven más agotador, más alienante; el tiempo laboral se esfumó, se duplicó, se precarizó.
Las charlas con Ángela por videollamada variaban según su estado de ánimo. Ya no podía levantarse de la cama y se cansaba con mucha facilidad. La vejez comenzó a pesarle demasiado. Hubo el tarareo de alguna canción, la lectura de un pequeño poema, el recuerdo de alguna anécdota de la infancia, incluso la preocupación por este virus, le contaba a la chica de la oficina que su hija se mudó con ella para cuidarla y que veía a todos por el aparato del teléfono. Hubo días en que las llamadas eran solo un monólogo, lo que sí nunca faltaba era su sonrisa.
La pandemia muestra el desprecio que los dueños del mundo tienen por la vida de quienes todos los días y desde hace miles de años hacen andar al mundo. Una vez más los viejos fueron elegidos como el material a desechar apresuradamente, en países del llamado primer mundo fueron los perdedores del sorteo entre la vida y la muerte. Morir por descarte y en absoluta soledad, sin el derecho a la despedida. Salvar a los que puedan seguir produciendo, a los que se pueda seguir escurriendo sudor y trabajo. La pandemia acelera los pasos de un sistema que destruye lo que no le sirve. Pero al mismo tiempo, trajo gritos de guerra milenarios que palpitan el cambio que se avecina, porque la revolución no es un sueño eterno.
La última llamada fue hecha por Ángela, quería decirle algo a la chica de la oficina. Se vieron por última vez a través de una pantalla, sin beso ni caricia. Fueron muy pocas palabras: “gracias por las llamadas, la quiero mucho”. A los pocos días murió, en su casa, donde quiso.
Ángela no les dio el gusto.