¿Qué pasa cuando un hombre vuelve a su pueblo natal después de 15 años? Un cuento breve y oscuro, de Facundo Tisera.
Facundo Tisera @facu.tisera.11
Sábado 14 de diciembre de 2019 00:00
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Vio sus ojos apagarse de a poco. El lunar en el costado izquierdo de la nariz se mostró absoluto cuando la cabeza se desplomó hacia la derecha. El sol golpeaba seco en su piel blanca. No había una sola nube que atravesara el cielo celeste de las sierras. Hacía mucho que Hernández no volvía. Había perdido la cuenta: serían quince años, veinte quizá. Lo más difícil de vivir en Buenos Aires era la humedad, tan agobiante en comparación con el paisaje de su pueblo cordobés. En cuanto recibió el llamado, tres días antes, terminó unos trabajos pendientes y se tomó el primer ómnibus que pudo. El viaje le resultó cansador y eterno, quizás por urgencia o reticencia. El velorio, por otro lado, fue escueto y obtuso. Terminado el papeleo y el entierro caminó sin rumbo. Le pareció que todo era más chiquito y rasposo. Las sierras del horizonte, sin embargo, seguían pareciéndole inmensas; infinitas. Las personas lo saludaban según la costumbre, aunque tuvo la extraña sensación de no reconocer a nadie. Muchos años fuera del pueblo, pensó. Cruzó distraído la plaza central y se alejó unas cuadras hacia las afueras. Caminó cerca de un kilómetro hasta llegar al río. Seguía siendo dulce y cristalino. La imagen que le pintaban sus retinas era exacta y reconfortante. Respiró hondo como si volviese el murmullo de los chapoteos en verano y los primeros besos, el mate y la adolescencia perdida. Se acercó a la orilla. Inclinó su cuerpo para descubrir el canto rodado del fondo. El agua estaba calma y el sol de las dos se reflejaba en la superficie. Se topó con la imagen de su cara. La observó en detalle y sin pensar largo rato. Vio cómo sus ojos se ponían blancos, llenándose de nada. Vio el lunar en el costado derecho de su nariz y el vacío. Era la segunda vez que moría ese día.
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