Un grupo de reconocidos intelectuales, votantes de las diversas listas que se presentan a las elecciones de octubre, publicó esta semana una declaración que presenta un diagnóstico del escenario político actual señalando que, a partir del triunfo de Milei en las PASO, asistimos a “una conmoción de los fundamentos del pacto democrático instituido en 1983”. Ello se fundamenta en que, por primera vez en “40 años de democracia”, podrían ganar las elecciones “candidatos con discursos que promueven la violencia social y política, el desconocimiento de toda idea de equidad y, muy especialmente, la reivindicación de la dictadura militar”.
Más recientemente se ha publicado otra declaración, en este caso “Por un frente de la cultura en defensa de la democracia”, con un pronunciamiento más parcial que se limita a un repudio a Javier Milei, sin referirse a los ataques que está llevando adelante en la actualidad el gobierno de Unión por la Patria con Sergio Massa a la cabeza, en su doble rol de ministro y candidato. Se limita a alertar sobre una posible desestabilización del “proyecto democrático que la sociedad argentina restableció hace cuarenta años” sin ninguna crítica a la realidad del mismo. Aunque se trata de declaraciones diferentes que no pretendemos equiparar, subsiste la discusión de fondo sobre la valoración del régimen político de los últimos 40 años.
La primera declaración que mencionábamos profundiza estos términos, con lo cual nos vamos a remitir a ella especialmente. Luego de criticar a los bloques mayoritarios y al mismo tiempo señalar que en su interior hay “sectores democráticos, recursos sociales y memoria de los derechos que les impedirían –sea cual fuere la política que llevasen adelante– caer en la barbarie con la que nos amenaza la fuerza que ha surgido”, la declaración señala un “doble agotamiento de la grieta”, porque la gente que votó a Milei se siente por fuera de ambos polos y porque la mayoría de la sociedad habría quedado estancada en ella, de modo tal que “le resulta imposible hacer valer esa mayoría en un acuerdo democrático para frenar la amenaza que este crecimiento implica”.
Frente a este panorama, proponen una convergencia multisectorial para llevar a cabo “una campaña pública de defensa de los valores democráticos y los derechos humanos”, que “toda la ciudadanía democrática concurra a votar a sus diferentes opciones políticas en la primera vuelta”, porque eso dificultaría un triunfo de la fórmula Milei/Villarruel y, por último, proponen “un compromiso explícito de Unión por la Patria, Juntos por el Cambio, el Frente de Izquierda y Hacemos por Nuestro País, asegurando que en la segunda vuelta, en caso de ser Milei uno de los candidatos finalistas, llamarán a votar a quien lo enfrente, quienquiera que sea”.
Este posicionamiento se puede debatir desde varios puntos de vista. Desde un ángulo político-ideológico general, se podría señalar que “el pacto democrático instituido en 1983” no existe como tal. La restauración del orden constitucional fue producto, en primer lugar, de una relación de fuerzas, en la que –además de la derrota de Malvinas– incidió decisivamente la resistencia obrera y popular a la dictadura, con las Madres de Plaza de Mayo como su emblema. Pensada desde una perspectiva histórica más amplia, la vuelta al régimen constitucional se asentó sobre la base de la derrota de las luchas de masas de los años ‘70, con una construcción discursiva centrada en la teoría de los dos demonios y más en general en una idea de que la movilización de masas no debía sobrepasar ciertos límites porque podía generar inestabilidad institucional. De allí que tuviéramos el Juicio a las Juntas, pero también la Obediencia Debida y el Punto Final y posteriormente los indultos, todos ellos anulados por el gobierno de Néstor Kirchner luego de la rebelión popular de diciembre de 2001 que obligó a renunciar a Fernando De la Rúa y huir en helicóptero. Aquel 2001 fue una muestra del poder constituyente, verdaderamente democrático, de las mayorías populares frente a la tiranía del FMI y sus cómplices locales. El gobierno de Alianza, en el que algunos firmantes de la declaración cumplieron un papel protagónico, no se retiró de la escena sin antes desatar una brutal represión callejera asesinando a decenas de manifestantes.
Las movilizaciones del 2001-2002 fueron las que marcaron la crisis del régimen bipartidista y pusieron en cuestión, desde el punto de vista de una verdadera soberanía popular democrática, aquel “pacto democrático” surgido en el ‘83, planteándole al Estado el desafío de recomponer su autoridad con un discurso de centroizquierda que se separaba de la teoría de los dos demonios, cooptando a un sector de los organismos de derechos humanos, aunque sin abrir los archivos del Estado y encubriendo o como mínimo obstaculizando la trama de la segunda desaparición de Jorge Julio López. El macrismo inició la discusión pública (al menos con cierta masividad) contra “el curro de los derechos humanos”, abriendo el camino a sectores más abiertamente negacionistas como los que forman parte del partido de Milei, que no casualmente ha ganado peso frente a la decadencia del peronismo. La apelación a la imagen del “pacto” difumina que las libertades democráticas se conquistaron con resistencia y lucha.
De hecho, todavía muchos pilares del entramado institucional actual se remontan a la dictadura genocida. Hay más de 400 leyes aún vigentes, muchas de ellas claves que “modelan” el Estado argentino luego del “pacto democrático instituido en 1983”. Todo el saqueo sistemático que realizan empresarios, terratenientes y el capital financiero internacional cuenta con el paraguas legal de la Ley de entidades financieras de 1977, que tiene por pilares: la desregulación de la tasa de interés, cuya fijación pasa a ser potestad de los bancos; el incentivo al ingreso del mayor número de instituciones financieras para fomentar un mercado supuestamente “competitivo”; y la liberalización de la entrada y salida de capitales. También la Ley de inversiones extranjeras para beneficiar a los capitales imperialistas equipándolos a los locales y sin ninguna obligación de reinvertir. Otro pilar es el Código Aduanero que se remonta a 1981 que regula nada menos que el comercio exterior. Y la lista sigue, por ejemplo, con toda otra serie de leyes contra la separación entre la Iglesia y el Estado, financiando con fondos públicos sueldos eclesiásticos y hasta jubilaciones.
Desde un punto de vista político-sustantivo, la declaración omite que los 40 años de régimen constitucional en Argentina arrojan un balance altamente negativo desde el punto de vista de los indicadores económico-sociales. El poder de compra del salario promedio es hoy alrededor de la mitad del que había alcanzado en 1974, con la diferencia no menor de que un tercio de los asalariados se encuentra en la informalidad, situación que décadas atrás afectaba a no más del 10 % de la fuerza de trabajo asalariada. A esto debemos sumar aquellos sectores “autoempleados” que viven de changas y otros rebusques, otro 15 % o más de la Población Económicamente Activa, lo que arroja la fuerza laboral en situación de informalidad es más que los trabajadores asalariados registrados formalmente. A esto se suma un dato novedoso que es un nivel alto de desempleo estructural (hoy llega a 1,7 millones de personas). La pobreza, que en los momentos de mayor crecimiento económico y a pesar de medidas como la AUH tuvo un piso que nunca perforó el 25 % en las dos décadas pos 2001, hoy ronda el 40 %. Esto mientras florecen los negocios de los grandes capitalistas, que supieron amasar y girar fortunas al exterior con el agronegocio, Vaca Muerta, el litio, y especular con los papeles de la deuda, que generosamente esta y todas las administraciones pagaron, dilapidando en eso los dólares del superávit del comercio exterior y ajustando todo lo que fuera necesario. Los pagos realizados por los gobiernos democráticos superan la friolera de USD 600 mil millones de dólares, más que el PBI, a pesar de lo cual la hipoteca no para de crecer, con el FMI instalado nuevamente desde 2018 como auditor de la política económica. En la declaración se hace referencia a las múltiples razones de quienes votaron a Milei. Estos datos que nombramos deben contarse sin duda entre ellas. Pero, yendo más allá de la coyuntura, resulta muy difícil separar este balance en el plano de las condiciones de vida del pueblo respecto de la percepción que este puede tener sobre las ventajas y desventajas de la democracia burguesa. Sostener que la gente tiene que mantener un imaginario marcado por los “valores democráticos”, independientemente de la circunstancia de que se vive cada vez peor, sugiere un cierto grado de desconexión con la realidad. Aquí se muestran, una vez más, los límites de la “alegría gastada de la democracia argentina”, según la perspicaz expresión de Pedro Karczmarczyk.
La pretensión de identificar los “valores democráticos” con el régimen político actual es una contradicción en los términos. La voluntad de las mayorías se encuentra hoy limitada por los más diversos mecanismos. Tanto Massa, como Bullrich y Milei se proponen gobernar en los marcos de los lineamientos impuestos por el FMI, en lo que representa una burla a cualquier voluntad popular soberana. Instituciones como el poder judicial, compuesto de funcionarios vitalicios privilegiados que no están sometidos a ninguna elección popular; el Senado, cuya elección no guarda ningún tipo de proporcionalidad y es el reducto de las oligarquías provinciales que oficia como especie de “cámara de control” para frenar cualquier iniciativa favorable a los intereses populares; la propia institución presidencial, que cuenta con poderes parecidos a los de un monarca, son todas instituciones para limitar, “filtrar” la voluntad popular permitiendo en los hechos el gobierno cotidiano de empresarios, banqueros y terratenientes, unidos por uno y mil lazos a todos los partidos tradicionales. Es una democracia de clase, una democracia para ricos, y eso es lo que dejan claro las últimas cuatro décadas que vieron desmoronarse las condiciones de vida de las grandes mayorías.
Desde el punto de vista de las relaciones de fuerzas al interior de la sociedad argentina actual, la reciente experiencia de Jujuy demostró que las mayorías electorales no son equivalentes a la conquista de relaciones de fuerzas políticas y sociales estables. De allí que ni el conjunto del programa de Milei, ni la instalación del negacionismo de Villarruel como discurso oficial del Estado, podrían imponerse por la simple conquista de un triunfo electoral. Por nombrar casos recientes, así como masivamente el 2x1 a los genocidas que ensayó el macrismo y su ley de reforma jubilatoria 2017 o la ya nombrada reforma constitucional reaccionaria de Morales (que luego de reprimir salvajemente al pueblo de Jujuy se candidateó de vice de Larreta en la interna de Juntos por el Cambio) que contó con el apoyo del PJ, ataques de tal magnitud –contrarios a las aspiraciones incluso de buena parte de los votantes de Milei– encontrarán una firme resistencia. Pero aquí debemos darle centralidad a algo que en la declaración que estamos comentando no existe: la lucha de clases y lucha popular en general. Más allá del enfoque teórico general que se defienda, desconocer su existencia material deja la sola posibilidad de la política desde arriba. Esta opción termina en el sinsentido de suponer que Patricia Bullrich (que reivindica el accionar de Gendarmería en el operativo que terminó en la desaparición y muerte de Santiago Maldonado y de la Prefectura que asesinó a Rafael Nahuel y habla del “terrorismo mapuche”) o Massa (que propuso utilizar al Ejército en tareas de seguridad interior y gobierna por mandato del FMI) podrían ser los garantes de la defensa de los derechos humanos contra Villarruel y Milei.
Si bien este posicionamiento se presenta como algo exclusivamente táctico y coyuntural, y sus firmantes no comparten exactamente los mismos pensamientos políticos en todos sus detalles, podemos suponer, como hemos argumentado, que remite a ciertas cuestiones de fondo: la incapacidad de buena parte de la intelectualidad de proponerse recrear un imaginario que vaya más allá de la “democracia de la derrota” y el “neoliberalismo progresista” en crisis. Como que los jueces sean electos por sufragio popular, que no haya instituciones como el Senado o la propia presidencia que “contrapesen” la voluntad popular, en la cual los mandatos puedan ser revocables por sus electores, donde ningún funcionario tenga privilegios y todos cobren lo mismo que un trabajador promedio; en suma, propuestas que vayan en el sentido de una democracia de otra clase donde las mayorías trabajadoras sean las verdaderas protagonistas que decidan tanto el rumbo político como la planificación de los recursos de la economía en pos de sus propios intereses y no de los capitalistas y el FMI. La ausencia de imaginarios más audaces va de la mano con el abandono de cualquier papel relevante para la lucha de clases en el análisis de la realidad y la vieja costumbre de optar por el “mal menor” como recurso de coyuntura en apariencia, pero como estrategia en los hechos.
Otro camino es posible: organizarse y luchar en las calles contra el gobierno actual y el que venga, que es la única garantía para defender lo conquistado y obtener los derechos de los que hoy está privada una significativa porción de la clase trabajadora. En la coyuntura electoral, votar al Frente de Izquierda y los Trabajadores-Unidad, que es la única lista en estas elecciones que representa esta perspectiva, con un programa de ruptura con el capitalismo y por una sociedad socialista.
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