Desde las primeras organizaciones del movimiento obrero inglés, que pelearon por la jornada laboral de 10 horas, pasando por las huelgas de Chicago de 1886, que lograron el establecimiento de las ocho horas de trabajo, hasta las experiencias más recientes del siglo XX, la historia de la pelea por la reducción de la jornada laboral comparte un núcleo: la disputa sobre el tiempo.
El surgimiento del capitalismo trastocó estructuralmente el conjunto de las relaciones humanas, y junto con ello, las nociones sobre el tiempo y el trabajo. Para Thompson [1] las sociedades preindustriales, campesinas y artesanas, se organizaban en torno a una concepción del tiempo con “orientación al quehacer”, es decir, una forma de trabajo determinada por las tareas que “parecen revelarse ante los ojos del labrador por la lógica de la necesidad”. A su vez, el capitalismo introdujo no solo la novedad de las máquinas y de la industria sino que colocó la lucha por las horas de trabajo en el centro de una disputa más general entre capitalistas y obreros.
Marx afirma que la jornada laboral será “el producto de una guerra civil prolongada y más o menos encubierta entre la clase capitalista y la clase obrera” [2]. Entonces, establecer los límites temporales de la explotación no será solo una puja por poner límites a la ganancia capitalista a costa del robo de trabajo ajeno, sino también una disputa por conquistar para el conjunto de la población lo que Marx denominó el ocio productivo, y que ese no sea solo un privilegio de las clases dominantes. Con esto nos referimos al desarrollo de cultura, la ciencia, el arte y de todas aquellas actividades que constituyen “la esencia humana como tal”.
Sobre la jornada laboral en los orígenes del capitalismo
El capitalismo fue el primer régimen del mundo que estableció las bases materiales para liberar a la humanidad de la carga del trabajo. El desarrollo de las fuerzas productivas, el progreso técnico y científico, redujeron notablemente el tiempo necesario para garantizar la reproducción de la sociedad de conjunto.
Pero como contracara de esto, el potencial emancipatorio de este proceso es puesto en función de la valorización del capital bajo el régimen de la propiedad privada. Esto lleva a que “…el tiempo durante el cual trabaja el obrero es el tiempo durante el cual el capitalista consume la fuerza de trabajo que ha adquirido. Si el obrero consume para sí mismo el tiempo a su disposición, roba al capitalista” [3].
Lo que para el trabajador aparece como “gasto excedentario de fuerza de trabajo”, es decir trabajo no pago, para el capitalista aparece como “valorización del capital”.
En sus orígenes, la joven e inexperta clase obrera debió asumir sobre sus espaldas toda la carga del desarrollo de las fuerzas productivas. Esto implicaba jornadas que llegaban incluso más allá de las barreras físicas, donde se les quitaba a los niños tiempo vital de consumo de aire fresco y luz solar, se limitaba todo lo posible los tiempos de comida en los establecimientos laborales, y los trabajadores dejaban la vida en las fábricas. La sustracción del control del tiempo actuó para reforzar esta tendencia, los patrones en las primeras industrias eran los únicos que tenían acceso a los relojes, una herramienta central en la medición del tiempo de trabajo. Los primeros patrones adelantaban las horas de los almuerzos o de la entrada y atrasaban la hora de la salida para extender la jornada laboral. Será Marx quien denuncie que detrás de estas extensísimas jornadas laborales lo que se jugaba era el margen de la ganancia capitalista.
La jornada laboral no es, por tanto, una magnitud constante sino variable. Una de sus partes, ciertamente, se halla determinada por el tiempo de trabajo requerido para la reproducción constante del obrero mismo, pero su magnitud global varía con la extensión o duración del plustrabajo [4].
Del hecho de que la jornada laboral sea indeterminada surge la discusión sobre su duración, una discusión que abarca a las clases antagónicas de la sociedad: el burgués buscará sacarle el máximo usufructo posible a la mercancía que ha adquirido (la fuerza de trabajo) y el obrero intentará reducir la jornada laboral:
Tiene lugar aquí, pues, una antinomia: derecho contra derecho, signados ambos de manera uniforme por la ley del intercambio mercantil. Entre derechos iguales decide la fuerza, y de esta suerte, en la historia de la producción capitalista la reglamentación de la jornada laboral se presenta como lucha en torno a los límites de dicha jornada, una lucha entre el capitalista colectivo, esto es, la clase de los capitalistas, y el obrero colectivo, o la clase obrera [5].
Transcurrirá un tiempo prolongado desde el surgimiento de la clase obrera como clase social diferenciada y la conformación de esta como movimiento que pelea por sus derechos. Recién a fines del siglo XVIII será la clase obrera inglesa la que comience a mover sus músculos e impulsar la lucha por la reducción de la jornada laboral a 10 horas.
La pelea por la jornada laboral de 8 horas
Hacia finales del siglo XIX la mayoría de los países capitalistas avanzados ya contaban con legislaciones que limitaban la jornada laboral en un tope de 8 o 10 horas.
La industrialización era especialmente despiadada en aquellos rubros que eran centrales para el despegue capitalista. La contienda por las horas de trabajo fue especialmente intensa en aquellas ramas, como la textil y la mecánica, en donde la avaricia capitalista de aumentar el plustrabajo se presentaba bajo una forma particularmente intensa.
Junto a los sindicatos ingleses, fue la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT-Primera Internacional) la primera en reconocer en su manifiesto inaugural [6] la jornada laboral de 10 horas como una de las mayores conquistas de la clase obrera hasta el momento, la cual, luego de las revoluciones de 1848 debió ser aceptada por la mayoría de los gobiernos del continente europeo a lo largo del transcurso de la segunda mitad del XIX.
“Nosotros, los obreros de Dunkirk, declaramos que la duración del tiempo de trabajo requerida bajo el actual sistema es demasiado grande y que lejos de dejar al obrero tiempo para el reposo y la educación, lo sume en una condición de servidumbre que es poco mejor que la esclavitud. Por eso decimos que 8 horas son suficientes para una jornada laboral”, fue una de las resoluciones que adoptó el Congreso Internacional de la Asociación Internacional de los Trabajadores de Ginebra en 1886.
En la década de 1880 se desenvolvió en Chicago, uno de los principales centros industriales de Estados Unidos, una dura lucha por la jornada laboral de 8 horas. Esta llevó a que el 4 de mayo de 1886, punto álgido de una serie de protestas que habían sido iniciadas el 1º de mayo, un infiltrado arrojara una bomba a la policía. Producto de esto 8 de los más importantes activistas del movimiento serán enjuiciados y 5 de ellos condenados a muerte. De aquí en adelante estos luchadores se convertirán en grandes mártires de la clase obrera en la pelea por la jornada de 8 horas, y pasará a considerarse el 1º de mayo como el Día internacional de los trabajadores.
Esta lucha se trasladó rápidamente a otros países. La II Internacional se hizo eco rápidamente de los hechos y al igual que su antecesora adoptó el derecho a la jornada laboral de ocho horas como una de las principales resoluciones de su congreso fundacional en París, que coincidió con los 100 años de la Revolución francesa.
El primer congreso instó a los trabajadores que “emplacen a los poderes públicos ante la obligación de reducir legalmente a ocho horas la jornada de trabajo y de aplicar las demás resoluciones del Congreso Internacional de París” [7]. La fecha de la movilización quedó determinada para el 1° de Mayo de 1890. En Francia hubo huelgas en más de 180 ciudades y unos cien mil obreros se reunieron en París. En el resto de Europa las manifestaciones enfrentaron a la policía. En Londres se reunieron más 300.000 obreros y en el resto de las principales capitales europeas sucedió lo mismo. Se levantó con fuerza el lema de los “Tres ochos” (ocho horas de trabajo, ocho de sueño y ocho de ocio), como también el del derecho al voto.
La adopción de la legislación laboral en cada uno de los países fue el resultado central de la puja entre el Estado y las clases dominantes contra la acción del movimiento obrero organizado. En España, luego de una huelga de 44 días, que tuvo su epicentro en Barcelona en 1919, se conquistó la jornada laboral de 8 horas y la legalización de los sindicatos. La huelga había comenzado por el despido de ocho trabajadores de la Barcelona Traction Light and Power Company, luego de haber sido descubierta su filiación con la CNT. La ciudad de Barcelona pronto se quedó casi sin suministro de electricidad y la industria fue paralizada. Pronto la huelga se extendió al conjunto de los trabajadores y se convirtió en huelga general, y tras más de un mes de paralización absoluta de la ciudad el 3 de abril de 1919 fue aprobado el decreto en toda España que reglamentaba la jornada de ocho horas de trabajo.
A pesar de que muchos países contaban con legislaciones laborales sobre los límites de la jornada laboral su implementación dependía en buena parte de aquella “guerra civil prolongada y más o menos encubierta” que describía Marx.
A principios del siglo XX se destacan otro ciclo de huelgas por la jornada laboral de ocho horas. En países de América Latina la legislación laboral tardó varios años más en implementarse. En 1906 estalla la huelga de Cananea, en el estado de Sonora en México. La huelga tuvo como protagonistas a los mineros de la Canenea Consolitates Copper Company, propiedad del estadounidense Willian C. Greene. Finalmente será el artículo 123 de la Constitución mexicana de 1917 el que decrete la jornada laboral de 8 horas. En el resto del continente la legislación sobre la jornada laboral de 8 horas tardará aún más en ser conquistada, en Argentina esto recién sucederá en 1929.
La Revolución rusa tuvo un lugar central en la lucha por las 8 horas. Tanto en la Revolución derrotada de 1905, en la que durante la huelga general de octubre el Soviet de Petrogrado las impuso llevando a un enfrentamiento fundamental con las patronales que dejo planteado el problema de la insurrección, hasta la triunfante de 1917, que estableció las 8 horas e incluso las redujo, dando lugar a un desarrollo singular que escapa a este artículo.
La jornada laboral en tiempos de guerra
Las guerras mundiales colocaron nuevamente en el centro de la disputa al problema de la disciplina de trabajo en las fábricas. La necesidad de la intensificación del trabajo que implica la economía de guerra condujo a la necesidad de elevar la productividad del trabajo y ello a la discusión sobre el tiempo. Las organizaciones obreras resistieron este embate y el control obrero sobre el trabajo se resignificó en el marco de un período signado por el enfrentamiento abierto entre las organizaciones obreras y el fascismo.
Los trabajadores alemanes arrancaron con la Revolución de Noviembre la jornada laboral de ocho horas, el sábado libre, e importantes concesiones salariales en el marco de la ola expansiva de la Revolución rusa. Tras la Primera Guerra Mundial se desataron una serie de rebeliones obreras contra los intentos de intensificar la productividad del trabajo. Para los empresarios alemanes, en su afán de racionalizar el proceso productivo, el punto decisivo de las concesiones era el de la jornada laboral de ocho horas. Los intentos en la década del 20 para intensificar la explotación laboral y para intentar elevar a diez las horas de trabajo, concluyeron en fracasos rotundos.
Desde 1926 se extendieron nuevas formas de lucha contra el mando capitalista. El epicentro de estas luchas se colocó justamente allí donde más había avanzado la mecanización del trabajo: en la construcción de vehículos, en los sectores mecanizados de los grandes consorcios electrotécnicos y en aquellas secciones donde dominaba la producción en cadena.
Solo el ascenso del nazismo podrá vencer la resistencia obrera. A través del descabezamiento de las organizaciones obreras la clase capitalista avanzó hacia una nueva ofensiva contra el trabajo. Los nazis pagaron el esfuerzo de la maquinaria de guerra con la sobreexplotación obrera. En los primeros años de la década del treinta,
…los salarios relativos descendieron entre 1933 y 1935 un 38 %, y en los dos años siguientes hasta el 12 %. A este “control salarial”, asegurado por el Estado, le acompañaba al mismo tiempo un aumento de la jornada de trabajo, que entre 1933 y 1939 subió de media entre cuatro y cinco horas [8].
También quedó anulada la limitación temporal del trabajo para los hombres; para las mujeres y los jóvenes en situación de emergencia, se introdujo la jornada laboral de diez horas.
Pero la amenaza no solo era fascista, sino que respondía a una necesidad del capital de reestructurarse de conjunto. En Francia tras de que el gobierno del Frente Popular decretará el 7 de junio de 1936 que la jornada laboral se reduciría a 40 horas semanales tras una oleada de huelgas y ocupaciones de fábricas que empiezan el 26 de mayo del mismo año, que tuvieron su gran epicentro en el norte del país con más de 800 empresas en huelga. A partir de 1938, al asomo de la Segunda Guerra Mundial, se permitió que la jornada laboral sea superior a la máxima legal estableciéndose entre 45 y 48 horas semanales.
Un nuevo ciclo de militancia obrera
La disputa por la jornada laboral y su reducción tuvo un nuevo resurgir al calor del ciclo abierto por el surgimiento de una nueva militancia obrera en los países centrales, fundamentalmente en Francia e Italia.
Con el mayo del ‘68 una nueva militancia obrera amenaza el poder de los capitalistas en las fábricas y en el camino se enfrentan con las organizaciones anquilosadas de los sindicatos y del Partido Comunista. Previamente se había sucedido el estallido de una serie de huelgas por la reducción de la jornada laboral con reducción de los sueldos como en Rhodiaceta en marzo de 1967 y el de la fábrica de Sud-Aviation en Bouguenais en abril de 1968. Surge desde el corazón de las tomas de fábricas una consigna clara en mayo del ‘68: jornada laboral de 40 sin reducción salarial.
En Italia las huelgas de la Fiat y del Otoño Caliente ponen en el centro también la disputa por el tiempo de trabajo. Sostenía Montaldi en un artículo publicado por aquellos años:
El trabajador industrial que llega a la ciudad por la mañana desde Bergamasco, consume entre quince y dieciocho horas diarias entre viajes y trabajo, de una forma que no es en absoluto distinta a la del tejedor de 1830; el obrero que vive en Codogno se levanta a las cuatro y media de la mañana pero esta vez para estar a tiempo en el taller o delante de los portones de la fábrica. El amanecer de la ciudad comienza a muchos kilómetros de distancia con el despertar de las masas [9].
Pronto Italia se convertirá en el escenario de la insubordinación obrera que a lo largo de la década del ‘70 se alzó contra las transformaciones del proceso productivo y de la jornada laboral puesta en marcha por la reestructuración capitalista de posguerra. La demanda por una jornada laboral semanal de 40 horas se convirtió en una demanda motora del movimiento obrero, no solo contra la explotación laboral adentro de la fábrica sino también por el derecho al tiempo libre y al ocio.
La derrota del ciclo de lucha de clases abierta hacia finales de la década del ‘70 y ‘80 significó un nuevo ataque capitalista sobre la jornada de trabajo. Jornadas a tiempo parciales, cambios de turnos, tiempos de trabajo concentrados según la demanda como en los servicios, horas extras obligatorias: toda una ofensiva del capital para valorizarse a través de nuevas cuotas de robo del trabajo ajeno.
La introducción de nuevas tecnologías y el aumento de la productividad lejos de reducir la jornada laboral, aumentó su duración. Las postales de las condiciones laborales en países como China o India, o de América Latina recuerdan los retratos de las fábricas inglesas del siglo XIX figurados por Marx y por Engels. El capitalismo logró que todos estos avances estén al servicio de aumentar las arcas de los empresarios, a costa de que millones de trabajadores dejen su vida en los lugares de trabajo.
Mientras que, en Estados Unidos, la proporción de trabajadores que trabaja 40 horas entre 1970 y el 2000 disminuyó del 48 % al 41 %, la proporción de los que trabajan más de 50 horas semanales se incrementó en un 27 % para el mismo período. En Francia la proporción que trabaja más de 40 horas semanales aumentó en un 35 % hacia el 2008 a pesar de contar con una ley que limita en 35 horas semanales la jornada laboral. Ni hablar de los países latinoamericanos o gigantes como China o la India donde las jornadas de 8 horas es una realidad lejana.
La combinación de flexibilización laboral, la conquista de nuevos mercados de trabajo y la ofensiva patronal, arrojó a millones a la desocupación mientras ató más al hombre a la necesidad del trabajo. Tal cual nos muestra la historia y en contra de lo que sostienen las patronales y sus gobiernos, este estado de situación no es “natural” y mucho menos necesario. La pelea por la reducción de la jornada laboral debe estar hoy en día más presente que nunca, el único límite para su aplicabilidad, límite que se presenta como infranqueable para los gobiernos burgueses, es la ganancia de los empresarios. En el mundo de crisis social y reacción capitalista contemporáneo, esta no puede pensarse sino es estrechamente ligada a la lucha contra el capitalismo y el imperialismo.
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