Los avances de la robotización y la inteligencia artificial dieron nuevo vigor al planteo del “fin de trabajo” en los últimos años. Casi todas las semanas vemos en los medios notas sobre los millones (o hasta decenas de millones) de empleos que desaparecerán en los próximos años como consecuencia de su avance. Por eso, si bien los fantasmas sobre el fin del trabajo vienen desde antes –en 1995 salió el libro de Jeremy Rifkin El fin del trabajo y ya en los años ‘80 el teórico crítico André Gorz señaló las mutaciones en el mundo de la producción que ponían en crisis el rol del trabajo– ahora se ha vuelto una perspectiva más cercana, o al menos así lo parecería según los pronósticos más alarmistas. El año pasado, el Foro Económico Mundial que se reúne todos los eneros en Davos presentó estimaciones que proyectan una caída dramática de la cantidad de asalariados por introducción de nuevas tecnologías. Todos estos estudios tienen mucho de alarmista; como muestra Paula Bach en este dossier, la amenaza de la robotización resulta exagerada a la luz de las tendencias actuales de la acumulación de capital. Similares conclusiones expone Michel Husson en “El gran bluff de la robotización”. Sin embargo, por otra parte, la crisis mundial desatada por la quiebra de Lehman Brothers, que tuvo sus efectos más perdurables en las economías más ricas de Europa y los EE. UU., complicó aún más el panorama del empleo. Aún en EE. UU., el país imperialista en el que el empleo se recuperó más desde el crack de 2008, los trabajos creados son mayormente en los servicios y el comercio mal remunerados.
En este contexto, poner en discusión la reducción de la jornada de trabajo a 6 horas, parecería más que razonable. Si es cierto que disminuye el volumen de trabajo a realizar, tanto por factores estructurales de largo plazo –porque la automatización creciente de los procesos productivos hace que se pueda producir lo mismo con menos tiempo de trabajo humano– como por razones más coyunturales pero igual de poderosas –el crecimiento débil que parecería haber llegado para quedarse en las economías más ricas– ¿por qué no repartir el trabajo social entre todas las manos disponibles?
A contramano del “fin del trabajo”
Un planteo como este no es del agrado del ejército de especialistas abocados a la modernización” de las relaciones laborales para favorecer las ganancias empresarias. Su rechazo es lógico: la cuestión del tiempo de trabajo en la sociedad capitalista no es algo que pueda ser tomado a la ligera. Por mucho empeño que la economía mainstream haya puesto en los últimos 150 años en tratar de refutar a Karl Marx y a economistas clásicos como David Ricardo y Adam Smith que reconocían en el trabajo la fuente única del valor –y por lo tanto de la ganancia– a la hora de la verdad los dueños de los medios de producción y sus gerentes saben que cada segundo cuenta. Obtener más trabajo por el salario que se paga es una de las claves para incrementar la tasa de rentabilidad.
No sorprende entonces que a pesar de las posibilidades técnicas planteadas por el incremento de la productividad, en el siglo XXI se trabaje tanto –o más– que en el siglo XX. Por tomar un ejemplo, en los EE. UU. la productividad se duplicó entre 1979 y 2016 según el U.S. Bureau of Labor Statistics (y se triplicó desde 1957). Sin embargo, si al comienzo de este período las horas trabajadas a la semana en la ocupación principal en los EE. UU. eran de 37,8, en 2016 fueron de 38,6. Se trabaja más, y no menos, que hace 40 años.
La situación no es muy distinta en otros países imperialistas. En Francia, que en el 2000 introdujo la semana corta de 35 horas laborales, estas ya casi no se aplican, entre horas extras y días de vacaciones. El ataque comenzó tempranamente, en 2003 con la ley Fillon (por el entonces ministro François Fillon, hoy candidato de la derecha para las elecciones presidenciales), que cambió las horas extraordinarias aceptadas desde 130 a 200 al año, y mantuvo la posibilidad de que las empresas impongan horas extras. En 2015-2016 la ley Macron (también ahora candidato “independiente” para estas elecciones) estableció la obligación de trabajar el domingo en el comercio, igualó el trabajo nocturno con el trabajo por la tarde y extendió el tiempo de la jornada laboral hasta 12 horas diarias y 60 semanales. La decisión posterior del Senado para reintroducir las 39 horas en lugar de 35, fue un paso más en el camino de avalar la eliminación de todas las barreras legales a la libertad de los empresarios para explotar el trabajo. Según Eurostat en Francia trabajan 40,5 horas a la semana. El hoy alicaído candidato Fillon quiere pasar a 39 horas semanales, pero pagar solo 37, “para ganar competitividad” (planteo que parece salido de la boca de algún CEOcrata argentino).
En Alemania, apelando al chantaje de la deslocalización del trabajo hacia el Este, Siemens impuso en abril de 2004 a los trabajadores de la fábrica en Bocholt un acuerdo que se consideró “una ruptura de época en la historia económica de la República Federal”: el regreso de 35 a 40 horas sin ningún tipo de aumento de los salarios. En el mismo año Opel obligó a los trabajadores y al sindicato a acordar una semana de trabajo de 47 horas a cambio de una promesa –incumplida– de no despedir. Las estadísticas hablan por sí solas: en Alemania la proporción de trabajadores de sexo masculino que trabajan entre 35 y 39 horas ha caído de 55 % en 1995 al 24,5 % en 2015; la proporción de los que trabajan 40 horas o más aumentó en el mismo período del 41 % a 64 %. Tomando el total de trabajadores, hombres y mujeres, el primer rango cayó de 45 % a 20,8 %, mientras el segundo ascendió de 32,7 % a 46 %.
Cambiar… para peor
Sin embargo, las relaciones laborales actuales no se ajustan a las necesidades de las empresas que apuntan hacia una mayor flexibilidad, entendida esta siempre como menos derechos para los trabajadores y menos obligaciones para los empleadores. Hoy, una de las principales impugnaciones a la tradicional jornada de 8 horas viene por parte de las propias empresas. Y no precisamente porque busquen liberar a los asalariados de la pesada carga del trabajo.
Más aún, es la propia relación salarial lo que se reformula: empresas como Uber construyen grandes emporios contando con una plantilla laboral mínima, mientras el servicio que define a la empresa es llevado a cabo por trabajadores “independientes”. Esto, que ha dado en llamarse la “economía gig”, viene acompañado de nuevas técnicas de persuasión o coerción para arrancar más trabajo de estos trabajadores independientes. “Les mostramos a los conductores áreas de alta demanda o los incentivamos para que conduzcan más”, admite un portavoz de Uber [1]. En el caso de Amazon, una investigación de la BBC mostró que los conductores encargados de su reparto, en Gran Bretaña, estaban forzados a trabajar 11 horas o más, e incluso hacer sus necesidades dentro de sus vehículos para poder cumplir con las exigentes metas de entregas de la compañía, que podían llegar hasta 200 paquetes diarios. Incluso así, a pesar de lograrlo, en muchos casos apenas cubrían el equivalente a un salario mínimo, ya que debían hacerse cargo de los costos de alquiler del vehículo (o mantenimiento si era propio) y seguro [2]. Sí, es la misma Amazon que inauguró un local sin cajeros en Seattle, mostrando acá un rostro bastante menos amable y vanguardista: el de la economía “gig” como un salto más en la extensión del “precariado”. ¿Qué tienen en común un caso y el otro, y los de muchísimas empresas similares en todo el mundo? Que sus “colaboradores” son contratistas independientes, que carecen por tanto de la mayoría de las protecciones asociadas con el empleo.
Hay también otras propuestas de cambios en la jornada. Carlos Slim, el magnate mexicano de las telecomunicaciones, ha planteado que su método para “repartir” el trabajo: jornadas de 3 días a la semana… ¡11 horas por día! A cambio, “la gente se jubilaría a los 75”. Trabajar menos días, aunque en jornadas interminables… y por mucho más tiempo de la vida. Una propuesta que, al menos en este último aspecto, puede resultar del agrado del gobierno de Macri, que tiene en carpeta el aumento de la edad jubilatoria, plan que empezará –de lograr sus objetivos– por igualar la edad de retiro de los hombres y las mujeres, extendiendo la de estas últimas a 65 años.
Sean felices y produzcan más
Por si hicieran falta más indicadores de que algo está pasando –y algo tiene que cambiar– con la duración de la jornada de trabajo, está el hecho de que hay varios casos de empresas que han comenzado a acortar la jornada, a pesar de que cada minuto de trabajo que sacrifican es un “costo de oportunidad” para los empresarios. Lo hacen, obviamente, no por ninguna vocación caritativa sino apuntando a lograr a cambio mayor productividad durante el tiempo que sus empleados están en el trabajo. Suecia puso a prueba una iniciativa en el sector público de la asistencia a los ancianos donde se redujo la jornada a 30 horas semanales (6 horas diarias). Según la evaluación realizada las enfermeras se declaraban más felices, mejor remuneradas (es como si la hora de trabajo se pagara un 33 % más) y su productividad aumentó. Aunque su trabajo le costó más caro a la administración de las empresas, y esto terminó determinando a comienzos de este año el abandono de esta experiencia, el cuidado de los pacientes mejoró ya que las enfermeras se cansaban menos.
La posibilidad de ganar en productividad es lo que impulsa a muchas empresas a experimentar también con la reducción de la jornada de trabajo, aunque se trata de experimentos limitados. Toyota (en su filial sueca) es una de las firmas que lo ha hecho, así como varias firmas del sector tecnología. En la mayoría de los casos, siguiendo con la tendencia que analizamos en los apartados previos, la contracara de la reducción del tiempo pasado en la oficina es el aprovechamiento de la mayor conectividad para hacer que los empleados sigan realizando tareas fuera del horario de trabajo.
Estas experiencias, aunque aisladas y sin marcar como vimos ninguna tendencia hacia la reducción de las horas trabajadas, desmienten la idea de que sea imposible avanzar hacia la reducción de la jornada. Muestran también que si del capital depende, esto solo podría ocurrir a cambio de mayor productividad (intensidad del trabajo) y sin que permita –al menos no del todo– que los que quedan desempleados puedan volver a obtener un trabajo, ya que cualquier reducción del tiempo de trabajo buscarán compensarla con mayor productividad (aunque las 35 horas en Francia generaron un aumento del empleo como consecuencia de la reducción de la jornada). Que sea de otra forma, es decir, que la reducción de la jornada vaya acompañada de un reparto de las horas de trabajo para asegurar que todos los que están en condiciones de trabajar puedan hacerlo ganando un salario acorde a la canasta familiar o superior, implica en cambio afectar la ganancia para asegurar el empleo.
Derecho contra derecho
En 1930, a un año de iniciada la Gran Depresión, el Lord John Maynard Keynes publicó “Las perspectivas económicas para nuestros nietos”, un texto en el que a pesar del penoso presente, se mostraba confiado sobre las perspectivas futuras que ofrecería en el futuro el desarrollo de la productividad. “Podría predecir que el nivel de vida en los países avanzados dentro de cien años será entre cuatro y ocho veces más alto de lo que es hoy”. Considerando esta perspectiva, confiaba en que “turnos de tres horas o semanas laborales de quince horas” serían más que suficientes para satisfacer las necesidades económicas. Como ya hemos visto, el aumento de la productividad le dio la razón a la previsión de Keynes en la mayor parte de los países ricos, pero no ocurrió lo mismo con las horas trabajadas.
Las posibilidades creadas por el desarrollo de la técnica, en manos del capital, se convierten en una pesadilla para los trabajadores. El auge de las comunicaciones y el abaratamiento de los costos de transporte de las últimas décadas no redujeron las horas de trabajo en los países industrializados, sino que disminuyeron la cantidad de trabajadores ocupados; en parte por la automatización de tareas en las actividades productivas que se siguen haciendo en las economías ricas, y en parte porque los empleos se relocalizaron en los países donde la fuerza de trabajo es más barata y donde se la puede hacer trabajar también más horas. La subsecuente degradación en las condiciones de empleo operó aún más en favor del capital, que ha podido imponer en todo el mundo un “arbitraje laboral”, haciendo que los trabajadores de los distintos países compitan cediendo en condiciones de trabajo y remuneración para asegurar el empleo, en una verdadera “carrera hacia el abismo”. Las fuerzas productivas hoy disponibles permitirían ampliamente ofrecer a toda la humanidad el acceso a los bienes y servicios fundamentales, al mismo tiempo que reducir para miles de millones de hombres y mujeres la carga del trabajo. Pero esto choca con las relaciones de producción capitalistas que dependen de la explotación de la fuerza de trabajo, arrancándole plustrabajo, para asegurar la ganancia que es el motor de esta sociedad.
Plantear la reducción de la jornada de trabajo mediante el reparto de las horas de trabajo entre todas las manos disponibles, sin afectar el salario (garantizando para todos los ocupados un ingreso acorde a la canasta familiar), apunta a poner sobre el tapete que de ningún modo la única respuesta ante una crisis del empleo, que adopta diversas formas según los países, pasa por flexibilizar las condiciones de trabajo y bajar los salarios, que son las recetas que prescriben los “expertos” al servicio del empresariado. Respuesta que, además, nunca ha servido para que crezca significativamente el empleo (ni siquiera en muchos casos para que deje de caer); lo que logra es solamente degradar la calidad de los empleos existentes. Tampoco pasa, como ha sido propuesto bajo diversas modalidades, por ilusionarse con la posibilidad de que el Estado asegure un ingreso universal tanto para los empleados como para los que no lo están. Se trata de poner en cuestión cómo se produce y cómo se reparten los frutos de esa producción.
Llevar adelante esta exigencia, significaría además, poner en cuestión la naturalidad del “ejército industrial de reserva”, término con el que Marx caracteriza el rol que juega la fuerza de trabajo desempleada o semiempleada; su existencia es la que permite que los mecanismos de mercado operen en lo que respecta a los salarios de forma favorable al capital, limitando el crecimiento de los salarios en los momentos de auge y facilitando el descenso de los mismos en tiempos de crisis.
Si están creadas las condiciones para que todos trabajemos menos horas, pero en manos del capital y para asegurar una ganancia, esto significa que algunos deben seguir trabajando tantas horas como hace décadas –o incluso más– mientras una parte creciente de la población es transformada en “población obrera sobrante”, entonces lo que debe ser cuestionado es ese monopolio privado sobre los medios de producción, que choca cada vez más duramente con las necesidades de una mayoría. Vale recordar lo que a este respecto planteaba León Trotsky en El programa de transición:
Los propietarios y sus abogados demostrarán “la imposibilidad de realizar” estas reivindicaciones [de escala móvil de salarios y escala móvil de las horas de trabajo; N. de R.]. Los capitalistas de menor cuantía, sobre todo aquellos que marchan a la ruina, invocarán además sus libros de contabilidad. Los obreros rechazarán categóricamente esos argumentos y esas referencias. No se trata aquí del choque “normal” de intereses materiales opuestos. Se trata de preservar al proletariado de la decadencia, de la desmoralización y de la ruina. Se trata de la vida y de la muerte de la única clase creadora y progresiva y, por eso mismo, del porvenir de la humanidad. Si el capitalismo es incapaz de satisfacer las reivindicaciones que surgen infaliblemente de los males por él mismo engendrados, no le queda otra que morir. La “posibilidad” o la “imposibilidad” de realizar las reivindicaciones es, en el caso presente, una cuestión de relación de fuerzas que solo puede ser resuelta por la lucha. Sobre la base de esta lucha, cualesquiera que sean los éxitos prácticos inmediatos, los obreros comprenderán, en la mejor forma, la necesidad de liquidar la esclavitud capitalista.
La propuesta de trabajar menos horas para trabajar todos, sin afectar negativamente los salarios, pone en cuestión la naturalidad del “derecho” del empresariado a disponer de la fuerza de trabajo como le plazca en función de acrecentar sus ganancias, en tanto esta atribución –pilar fundamental para asentar las relaciones de producción capitalistas– requiere para perpetuarse un progresivo deterioro para una franja de asalariados. Se trata de un planteo que solo podría realizarse íntegramente por un gobierno de trabajadores que se proponga hacer saltar –a nivel internacional– a este sistema basado en la explotación social. Si el capitalismo ha creado posibilidades –de reducir el tiempo necesario para asegurar la reproducción de los bienes socialmente necesarios– que solo pueden llevarse a cabo cuestionando los mecanismos de explotación que sostienen a este modo de producción, “no le queda otra que morir”, para abrir paso a una organización de la producción articulada no en función de la ganancia privada sino de las necesidades del conjunto social.
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