El acuerdo con el FMI y el ajuste por venir definen los contornos del nuevo tiempo.
“Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños”
Julio Cortázar, La noche boca arriba.
La gestión de Mauricio Macri despertó a la realidad en la mañana del 8 de mayo. La noche previa, la Casa Rosada había servido de decorado para una insípida conferencia de prensa que no logró calmar nada ni a nadie. Esa mañana, el presidente anunció el inicio de conversaciones con el Fondo Monetario Internacional. Horas más tarde, ante el periodismo, el ministro de Hacienda ensayaba una explicación que nada explicaba.
La única certeza de aquellas horas fue la del entierro final del llamado gradualismo. Un nuevo momento político iniciaba en la Argentina gestionada por la CEOcracia macrista. El acuerdo con el FMI y el ajuste por venir definen los contornos del nuevo tiempo.
Todo lo sólido se desvanece en el aire
Diciembre tiene ganado su lugar en la historia nacional como el mes en que las calles y la protesta social marcan la cadencia. Compite, exitosamente, con marzo.
En diciembre pasado hay que localizar el punto inicial del ciclo que ahora presenciamos. Fueron las masivas protestas –desafío a las fuerzas represivas incluido– contra la (mal) llamada reforma previsional las que mostraron un primer gran límite a la política de ajuste macrista.
Aquello que pomposamente fue bautizado como “reformismo permanente” se estrelló contra el descontento social y la movilización callejera. De ese test, que probó la relación de fuerzas social [1], el oficialismo nacional, a pesar del triunfo parlamentario, salió duramente golpeado.
El descontento social no dejó de expandirse en los meses siguientes. A pesar del credo gradualista que el presidente ofrendó ante la Asamblea Legislativa, las subas siderales de las tarifas despertaron un masivo rechazo. El mundo de las encuestas –que el macrismo pretendía interpretar como nadie– reveló un creciente descontento.
El malestar ascendió y se coló en la superestructura política, obligando al peronismo a una unidad opositora que no había mostrado en dos años de macrismo. De repente, emergiendo de entre las sombras, los dadores crónicos de gobernabilidad enarbolaron banderas de rebeldía.
El empantanamiento oficial en el Congreso alrededor de las tarifas puso al desnudo los límites para imponer su voluntad política de ajuste. Los tan mentados mercados olieron esa impotencia. La reciente crisis cambiaria de mayo –que el gobierno propone explicar solo a partir de factores internacionales– también hunde sus raíces en esa contradicción política.
El segundo semestre del 2018 está muy lejos del deseo oficial. Lo que se asoma es un gobierno debilitado y enfrentado a la compleja tarea de aplicar el ajuste fiscal que propagandiza.
El reciente veto a la ley que moderaba el tarifazo está lejos de revertir esa tendencia. Junto al acuerdo con el FMI, evidencia el carácter marcadamente antipopular de la gestión macrista.
Deseo y decepción (entre los CEO)
Las pérdidas también deben asentarse en la contabilidad ideológica de Cambiemos. Sus relatos hacen agua por los cuatro costados.
A fines de 2017 el sociólogo Gabriel Vommaro se interrogaba:
¿Pueden los managers dejar de lado sus intereses ligados al mundo de los negocios para representar al interés general o están, en cambio, condenados a ser los portavoces de esos intereses? (…) Una parte de la legitimidad de la promesa de Cambiemos se jugó en esas querellas morales [2].
Ese retazo de legitimidad pasó al olvido. La CEOcracia gobernante ha ilustrado –tal vez en exceso– la incapacidad para desprenderse de sus intereses mientras habita la cúpula del poder estatal.
Vale la pena detenerse en algunos ejemplos. Luis Caputo, titular de Finanzas, es investigado por su relación con empresas offshore en paraísos fiscales. Jorge Triaca, ministro de Trabajo, fue denunciado por su ex empleada… que estaba en negro. Juan José Aranguren y Nicolás Dujovne mantienen gran parte de su patrimonio radicado en el exterior.
En el vértice superior de esa pirámide se halla el presidente, quien tampoco halló reparos a la hora de utilizar el poder en esos términos. Por ejemplo, al firmar un decreto que permitía el ingreso de familiares de funcionarios al blanqueo. Su hermano, Gianfranco, agradeció.
De la ética gestionaría [3] de Cambiemos quedan solo briznas. Aquella constituía una dimensión central en la apuesta cambiemita. Venía a proponer la modernización del Estado y la sociedad de la mano de quienes habían conquistado el “éxito” en la esfera privada. El “cambio” no solo había vomitado consignas contra el kirchnerismo y la corrupción, sino también contra la “vieja política”.
El fracaso de la empresa ideológica cambiemita dice mucho, además, sobre los límites de su pregonada hegemonía.
Hegemonías…y no tanto
Hace pocos meses, José Natanson escribía:
Puede resultar incómodo, irritante y hasta doloroso, pero aceptar que el gobierno interviene en –y viene ganando– la disputa por la subjetividad social es un paso fundamental para entender su éxito [4].
La dinámica de los acontecimientos ha hecho envejecer esta sentencia. La hegemonía de Cambiemos ha resultado ser, como afirmó Fernando Rosso, un blef [5].
El momento actual presenta las imágenes de una fuerza política en declinación. La caída en las encuestas responde al deterioro de múltiples variables en la vida de amplias capas de la población. En término de apoyos, el macrismo parece quedar reducido a su núcleo más duro, centrado en las capas medias altas de las grandes urbes y las zonas agropecuarias.
Ese descontento social se ha colado por las finas costuras de la coalición gobernante. Vale recordar que los cuestionamientos al tarifazo nacieron en el seno de Cambiemos. En la actitud del radicalismo –y de la misma Elisa Carrió– debe leerse la tensión política y social que recorre a sectores de la pequeña burguesía que acompañó con su voto al oficialismo.
Pero esa fidelidad está condicionada por los números de la economía. En los marcos de una mayor crisis social, esas franjas medias pueden girar a la oposición. Como ha escrito Pablo Semán, refiriéndose a estos sectores:
… la autoimagen que se dan, de actores decisivos de la política, no es ni casual ni falsa. Los últimos 10 años han tenido en esas clases medias protagonistas masivos, conscientes de sus objetivos y de su poder de producir efectos en el espacio público [6].
El futuro próximo puede empezar a tomar los colores del período que culminó en diciembre de 2001. Esos tonos son los que preocupan a parte de la coalición oficialista.
A los pies de Lagarde
“–Estás equivocada, mamá, soy un caballo disfrazado de niña”.
Leonora. Elena Poniatowska.
Las comparaciones, amén de injustas, son limitadas. Pero se revelan necesarias. La historia de la relación argentina con el FMI remite al crítico período de la Alianza.
En los años kirchneristas, gracias al súper ciclo de las commodities y a un importante “sobrante” de dólares, Argentina pudo sustraerse a una relación directa con el organismo, aunque siguió integrándolo y aportando jugosamente a sostenerlo. Quienes pregonaron un discurso soberanista fueron puntillosos “pagadores seriales” a los grandes especuladores financieros.
Cambiemos propone el retorno a “un nuevo FMI”. La idea es risible, no solo por la actuación del organismo a escala internacional. Apenas década y media separa el país actual de aquel que sufrió un feroz hundimiento social y económico bajo los dictados del mismo Fondo Monetario. La memoria política de la población hunde sus raíces en esa crisis profunda.
El estallido político de diciembre de 2001 fue incubado por el programa de ajuste impulsado por De la Rúa desde su llegada a la Casa Rosada. El último año de esa breve gestión, bajo la presión del FMI, presenció la radicalización de esa dinámica.
Marzo del 2001 vio desfilar tres ministros de Economía. José Luis Machinea fue sucedido por Ricardo López Murphy, quien lanzó un duro ataque fiscal que incluía un fenomenal recorte a las partidas educativas. La respuesta vino de las calles y las universidades. Al mismo, tiempo detonó una crisis en el Gabinete nacional, empujando la salida de varios de sus integrantes, entre ellos el titular de Educación.
La resistencia social hizo fracasar la empresa ajustadora de López Murphy y empujó a De la Rúa a los brazos de Domingo Cavallo, hombre identificado, por excelencia, con el gran capital financiero internacional.
El plan del nuevo ministro incluiría, pocos meses más tarde, una nueva ofensiva sobre el gasto público. Una de sus herramientas sería la llamada Ley de Déficit Cero, que permitió el recorte de un 13 % de sus ingresos a millones de jubilados.
“Las leyes están para ser cumplidas. No va a haber retrocesos”, dijo públicamente el entonces jefe de Gabinete, horas antes del debate parlamentario. Las similitudes con el discurso oficialista actual resultan alarmantes y pasmosas. El macrismo carece de originalidad.
En diciembre de 1999, a días del triunfo electoral de la Alianza, en la revista Punto de Vista, el sociólogo Isidoro Cheresky se interrogaba
¿Se propone este gobierno emprender una acción reformista y, si así fuera, cuál sería su alcance? La pregunta no apunta a la subjetividad de los nuevos dirigentes sino a lo que se puede entrever de lo prometido y de la disposición de la sociedad [7].
La disposición de amplias capas de la sociedad se evidenció contraria a aceptar la línea de ajuste implementada por De la Rúa, Cavallo y el FMI. Diciembre de 2001 apareció como punto culminante de una ascendente oposición social y política que encontró eclosión en las calles. La Plaza de Mayo y sus inmediaciones devinieron campo de batalla donde miles de manifestantes combatieron a las fuerzas represivas. Allí se concentraron las esperanzas de los millones de personas que seguían los acontecimientos en todo el país por radio y TV.
Atado a los dictados del FMI, el gobierno de la Alianza se reveló impotente para aplicar el ajuste demandado. La conjunción de una crisis social, económica y política encontró su expresión en un grito: “Que se vayan todos”.
Se puso de manifiesto entonces una verdadera crisis orgánica, es decir, una crisis del Estado en su conjunto, al decir del marxista italiano Antonio Gramsci [8].
Salvando múltiples distancias, en ese espejo puede mirarse al actual oficialismo si sostiene su plan de ajuste destinado a eliminar el déficit fiscal a como dé lugar.
Las calles, el peronismo, la izquierda
La imagen del futuro tuvo lugar bajo tierra. Hace muy poco. En los túneles subterráneos de la Línea H, un centenar de efectivos policiales fuertemente armados reprimieron a los trabajadores.
A la represión se sumarían posteriormente los despidos. Con aval del macrismo, la patronal del grupo Roggio -que también liga su historia a la dictadura genocida- intenta imponer una derrota a esta fracción de la clase trabajadora. Las explicaciones hay que buscarlas más allá de la Ciudad de Buenos Aires.
Recientemente un editorialista del diario La Nación sentenciaba:
Si la economía se enfría, y con la CGT deshilachada, lo más probable es que la discusión vuelva a estar allí donde la izquierda se siente más cómoda: en la calle [9].
La mirada acierta en dos cuestiones. La primera remite a que los destinos del país tenderán a definirse por la acción en las calles. Más ampliamente habrá que señalar que se trata de la vieja y siempre desacreditada lucha de clases. El escenario que impone el camino del FMI solo se resuelve en ese terreno.
En segundo lugar, la asociación entre conflicto en las calles e izquierda no resulta forzada. Máxime cuando el peronismo ha evidenciado una moderación casi a prueba de balas.
Si los sectores más conservadores de ese espacio han avalado parlamentariamente las medidas de ajuste del oficialismo, aquellos que se presentan como críticos han moderado su accionar en las calles hasta el límite de lo posible.
Si se mira el mundo de las conducciones sindicales, se verá que las diferencias discursivas no entrañan conductas muy disímiles en el terreno práctico. Quienes lanzan duras proclamas y rescatan de la memoria programas obreros como el de Huerta Grande se han mostrado incapaces de convocar a medidas contundentes de lucha en rechazo a los tarifazos o en apoyo a las peleas en curso. Vale de ejemplo la durísima lucha, antes mencionada, del Subte.
La referencia a la izquierda trotskista aparece ineludiblemente ligada a su carácter combativo en el terreno de las luchas. Pero éste no puede escindirse de una perspectiva política independiente para la clase trabajadora como norte estratégico. Una perspectiva que abre camino a la construcción de una fuerza política propia de la clase trabajadora.
El peronismo, en sus diversas alas, se prepara para capitalizar el declive macrista y recuperar la gestión del Estado capitalista a partir de 2019. La viabilidad de ese proyecto implica limitar fuertemente la respuesta al ajuste en curso. La protesta social en las calles es utilizada entonces como plataforma para construir la anhelada “unidad opositora”. Mientras tanto, lo único planteado es una modesta resistencia al ajuste que sigue degradando las condiciones de vida de amplios sectores de la población.
El trotskismo propone un programa de lucha que utilice la enorme fuerza social de la clase trabajadora para enfrentar y derrotar efectivamente el ajuste de Macri. La debilidad actual del gobierno es una condición favorable para ese combate.
Los más 14 millones de asalariados que habitan el territorio nacional tienen en sus manos la capacidad de paralizar el funcionamiento económico del conjunto del país. Ese enorme poder social es el que está planteado desarrollar en el futuro inmediato, para evitar que esta crisis sea descargada, nuevamente, sobre las espaldas de las mayorías populares.
Las imágenes de pobreza y miseria que legó el 2001 están aún frescas en nuestras retinas. Organizarse para dar ese combate tiene, entonces, un carácter urgente.
4 de junio de 2018
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