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Red Internacional
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Colombia. Colombia: entre el avance de los acuerdos en el proceso "de paz" y los nubarrones del plebiscito

Tras pactar el cese del fuego, el proceso de implementación de los acuerdos “de paz” está en plena marcha aunque todavía el gobierno y las FARC discuten algunos elementos camino al acuerdo final.

Martes 23 de agosto de 2016

Tras pactar el cese del fuego, el proceso de implementación de los acuerdos “de paz” está en plena marcha aunque todavía el gobierno colombiano y las FARC discuten algunos elementos camino al acuerdo final. Con el apoyo del gobierno Obama y la Unión Europea, la ONU y los “países amigos” -como Argentina-, alistan el dispositivo internacional que intervendrá en la desmovilización guerrillera. Sin embargo, el plebiscito proyectado por Santos convoca nubarrones inesperados en el horizonte.

La ONU instrumenta el apoyo imperialista a la “paz”

El gobierno estadounidense interviene abiertamente en los diálogos de La Habana. El enviado especial de Obama, Bernie Aronson, fue autorizado a participar también en un eventual diálogo con el ELN, mientras el congreso aprobó una partida de 450 millones de dólares para este año, en el marco del Plan “Paz Colombia” centrado en financiar el inicio del “posconflicto”. Varias potencias europeas adelantaron que también aportarán fondos.

Obama desea ver sellado el acuerdo antes de dejar la Casa Blanca, pues lo considera parte importante del “legado” que quiere dejar a su sucesor en Washington: una política negociadora hacia América Latina que le permitió recuperar influencia en el continente. Una “paz” en Colombia permitiría consolidar uno de sus principales aliados en la región. Junto con el “deshielo” con Cuba y las presiones para lograr una “transición poschavista” en Venezuela, sería un paso importante en la recomposición del dominio regional yanqui, sin olvidar el avance de sus aliados de la derecha sudamericana con el golpe institucional en Brasil y el gobierno de Macri en Argentina.

La ONU está organizando la Misión que supervisará la desmovilización guerrillera con participación de varios países latinoamericanos. El gobierno de Macri ya ha enviado 6 militares y alista el envío de otros 65 efectivos argentinos. Jefes militares, comandantes guerrilleros y funcionarios de las Naciones Unidas ya realizan la inspección de las 23 zonas (“veredas”) y 8 puntos de campamento definidos para la concentración de unos 7.000 guerrilleros y otros tantos “milicianos” de las FARC, cuyo desarme se completaría en un plazo de seis meses a partir de la firma del acuerdo final.

Aunque las FARC advierten que sólo iniciarán su desplazamiento hacia las zonas de concentración y una vez esté refrendado el acuerdo final, esperando que se garantice “la seguridad jurídica, social y política de la insurgencia”, y aún quedan por delimitar detalles de importancia, parece poco probable que el proceso se interrumpa.

Tras más de una década de refuerzo militar y ofensivas contra la guerrilla financiados y “asesorados” por Estados Unidos en el marco del siniestro Plan Colombia, las FARC han sido debilitadas pero no destruidas. Una solución puramente militar a la larga “guerra interna” se demostró ilusoria y la negociación política, acompañado de presión militar incesante, se mostró como el mejor camino para buscar el fin de la insurgencia guerrillera a cambio de algunas concesiones menores, entre ellas, un régimen especial de “justicia transicional” y mecanismos para integrarse a la vida política legal como un partido más.

En esta negociación y más allá de acercarse al fin de medio siglo de conflicto armado, los logros que se asegura el Estado colombiano son enormes. No es menor entre ellos, el haber logrado la aceptación por las FARC de una variante de la “teoría de los dos demonios”, que pone en el mismo plano a la guerrilla (que pese a sus métodos equivocados y acciones que en muchas ocasiones afectaron al pueblo, es una fuerza que reflejó distorsionadamente la resistencia campesina); y uno de los Estados burgueses más reaccionarios y represivos del continente, cuyas fuerzas son responsables de la inmensa mayoría de los crímenes cometidos en el curso de la guerra: más de 220.000 asesinados, 45.000 desaparecidos, miles de “falsos positivos”, incontables torturas y violaciones, entre 4 y 6 millones de “desplazados” de las áreas rurales. Todo esto, con ayuda de sicarios al servicio de las grandes empresas que han asesinado a numerosos dirigentes sindicales y de los paramilitares que asolaron y aún actúan en el campo. Si bien se han desmovilizado unos 30.000 de ellos, muchos se han reagrupado en las llamadas Bacrim (bandas criminales) y apenas un puñado ha sido juzgado y condenado por sus atrocidades.
Claro que no se cuestiona el derecho de las FARC a negociar con el gobierno el cese de su actividad militar, pero no puede aceptarse que sus dirigentes y la izquierda reformista, embellezcan lo que es el reconocimiento de su derrota estratégica como si fuera un triunfo popular. Por el contrario, es obligatorio desenmascarar el verdadero contenido del plan “de paz” impuesto por Santos con el apoyo burgués e imperialista.

La oposición de derecha

Dentro de Colombia, el plan de “paz” de Santos tiene el aval de la mayoría de la clase dominante. Como editorializó hace unos días El Tiempo, de Bogotá, comentando los enormes costos que insumirá la eliminación de campos de minas plantadas por las FARC (que colaborarán en esta tarea con el Ejército): “Quien no tenga clara la utilidad de los acuerdos de paz, quien siga pensando que los principales beneficiados de la firma del fin del conflicto serán los políticos de turno y los comandantes guerrilleros hará bien en enterarse de la seriedad con la que se está enfrentando el reto gigantesco del desminado, con un plan con el que se han comprometido las FARC.”

Esta es una admonición a las voces que consideran insuficiente lo alcanzado en La Habana, como el ex presidente Uribe y su partido, el Centro Democrático. Esta corriente se apoya en sectores minoritarios de la burguesía, como los ganaderos y terratenientes que se apropiaron de enormes extensiones de tierra gracias al desplazamiento masivo de campesinos, ligados al narcotráfico y al paramilitarismo, que temen ver cuestionadas algunas de sus “adquisiciones” ilegítimas.

Uribe critica los actuales acuerdos reclamando términos más duros. Entre otros puntos, cuestiona la “justicia transicional” porque según él, dejará a los jefes guerrilleros en la impunidad mientras los militares y policías acusados de crímenes contra los derechos humanos también deben someterse, cuestión falsa, porque más allá de algunos casos individuales demasiado “quemados”, con el actual plan la impunidad de las instituciones armadas en su conjunto está preservada.

Con esto, Uribe busca también capitalizar para sus propios objetivos políticos el rechazo a las FARC que tanto él como Santos, junto a los grandes medios de prensa, han sembrado aprovechando el aislamiento guerrillero respecto a la población y los efectos negativos de sus acciones más nefastas.

Sin embargo el plan de Santos mantiene consenso como el proyecto más serio. Su éxito permitiría lavar la cara del régimen y legitimar las condiciones de acumulación impuestas tras décadas de guerra interna para lograr algo así como una “reconciliación nacional” en una Colombia cruzada por insultantes condiciones de pobreza parta la mayoría obrera, popular y campesina, además de aliviar el gasto fiscal (la paz es más barata que la guerra, le dice Santos) y atraer nuevas inversiones extranjeras con las que redinamizar un “modelo” económico que empieza a mostrar serias dificultades.

En efecto, la economía colombiana está seriamente afectada por la caída de los precios de las materias primas, en particular el petróleo y viene desacelerándose desde 2014. Este año el PBI crecería apenas un2,5%. Santos ha recurrido a privatizaciones (como en el sistema eléctrico), ajustes en los servicios públicos y proyecta un aumento de impuestos como el IVA, profundizando el programa neoliberal y los ajustes como toda respuesta. Pero enfrenta un amplio descontento social, incluyendo protestas campesinas, paros regionales y de otros sectores.

Un plebiscito que pone en problemas a Santos

Con él Santos pretende capitalizar el éxito de la “pacificación”, asestar un golpe a sus críticos por derecha -el ex-presidente Uribe-, y recuperar fuerza política para avanzar en nuevos ajustes y entregas al capital extranjero. El plebiscito se convocaría tras la firma del acuerdo final, quizás para mediados de octubre.
Pero Santos podría haber cometido un error de cálculo político al pretender que esa iniciativa sea también un pronunciamiento sobre su gobierno, pues apenas tiene una aprobación del 20% (inferior a la de Maduro en Venezuela, según The Economist). Las primeras encuestas prevén una baja participación y además, se dividen sus pronósticos entre la aprobación y un posible rechazo.

Tras cuatro años de tortuosas negociaciones y en medio del clima de descontento, las ilusiones en la “paz” entre la población se han debilitado, abriéndole espacios al discurso del uribismo, visto como la oposición al gobierno. El Polo Democrático, el Partido Comunista, la Marcha Patriótica y otras expresiones del “progresismo” capitulan al neoliberal Santos bajo la consigna del “¡Sí a la Paz!” en el plebiscito, que es un mecanismo completamente antidemocrático, obligando a pronunciarse entre un “sí” que implica el apoyo a Santos o el “no” identificado con el uribismo.

El plebiscito es vinculante, pero la sentencia de la Corte aclara que “no es sobre el derecho a la paz sino para aprobar o improbar el contenido de los acuerdos que se alcancen en La Habana” dejando algún margen de maniobra para el caso de un rechazo, que de todas formas provocaría una importante crisis política poniendo en cuestión lo pactado en La Habana. Incluso una aprobación con baja participación o por escaso margen podría no ser suficiente para los objetivos políticos de Santos.

Está por verse como evoluciona el asunto y para cuando se le pone fecha a la consulta. Entre tanto, Washington, la ONU y las élites más lucidas de la burguesía colombiana seguirán haciendo lo suyo para apuntalar el proceso de “paz”.


Eduardo Molina

Nació en Temperley en 1955. Militante del PTS e integrante de su Comisión Internacional, es columnista de la sección Internacional de La Izquierda Diario.