A propósito del nuevo escenario que empieza a conformarse después de las elecciones norteamericanas.
A toda marcha el gobierno de Donald Trump empieza a tomar forma. A diferencia del primer mandato, en el que la improvisación y el caos delataban la sorpresa por el triunfo del “outsider” y el desconcierto del partido republicano (también de gran parte de la burguesía más concentrada) esta vez, al menos dos influyentes think tanks de la derecha conservadora –la reaganiana Heritage Foundation y su competencia, el America First Policy Institute (AFPI)- vienen trabajando desde la derrota electoral de 2020 en el diseño de la próxima administración republicana y en la “institucionalización del trumpismo”. El AFPI asegura tener preparadas unas 300 órdenes ejecutivas (el equivalente a los decretos presidenciales) una batería de medidas reaccionarias y de alto impacto con las que Trump iniciaría su presidencia el próximo 20 de enero.
Una nota de color al margen, el AFPI fue el organizador de la última Conferencia Política de Acción Conservadora para celebrar el triunfo de Trump en su residencia de Mar-a-Lago, una misa de la extrema derecha y los grandes millonarios, a la que asistió el presidente argentino Javier Milei, un sirviente-devoto del trumpismo y del imperialismo norteamericano.
El “segundo tiempo” de Trump viene recargado de espíritu revanchista. Esta vez el programa político de Trump y el movimiento MAGA (Make America Great Again) con el que terminó de copar al Grand Old Party, va más allá del cóctel conocido de guerra comercial contra China, sanciones punitorias, proteccionismo, desregulaciones, recorte de impuestos a los ricos, guerras culturales (o mejor dicho ataque a derechos democráticos) y políticas antiinmigrantes. El objetivo expreso de la nueva administración republicana es hacer una purga de la burocracia estatal en todos sus niveles, empezado quizás por el propio Pentágono y las agencias de la llamada “comunidad de inteligencia” (FBI, CIA, etc.) para llenar esos casilleros con funcionarios leales. Es que la conclusión a la que llegó Trump después de su primer paso por la Casa Blanca, es que el aparato del estado –el llamado deep state- fue un obstáculo prácticamente absoluto para la implementación de sus políticas. Y sobre todo, fue lo que hizo fracasar el putsch del 6 de enero de 2021, cuando una turba de simpatizantes de extrema derecha azuzados por el propio Trump intentó tomar el Capitolio para impedir la certificación de la elección del demócrata Joe Biden. En cierto sentido, la victoria electoral de Trump en 2024 viene a completar y profundizar la obra inconclusa. Ese es el contenido del Project 2025, un ambicioso plan de la derecha conservadora, que su principal promotor, Kevin Roberts, definió como una “segunda revolución” norteamericana, aunque aclaró que sería pacífica siempre y cuando no enfrente “la oposición de la izquierda”.
Este proyecto implica de hecho un avance sobre el equilibrio de poderes–el famoso mecanismo de checks and balances- previsto en la constitución para moderar sobre todo el poder del ejecutivo. Vale recordar que ante la radicalidad de la propuesta, Donald Trump se vio obligado a separarse, aunque de hecho funcionó como la “plataforma beta” de la campaña republicana.
Aunque aún estamos en el terreno de la especulación política y las hipótesis, un repaso veloz de los nombres que Trump eligió para ocupar los puestos más relevantes de la próxima administración permite hacerse una idea de las políticas que impulsará Washington tanto en el plano doméstico como en la política exterior.
Como definición general, comparado con la primera presidencia de Trump en la cual el “establishment” republicano, los militares y la burocracia estatal, rodeaba al presidente con “comisarios políticos” para hacer control de daños, esta vez no habrá “adultos en la sala”. La hegemonía trumpista sobre el partido republicano se expresa también en su control de la Casa Blanca. La propuesta de gabinete, que aún tendrá que pasar la prueba de la aprobación del Senado, será una combinación de trumpistas leales, nuevos conversos y halcones republicanos que no necesariamente vienen del riñón del movimiento MAGA.
Para el Departamento de Estado Trump propuso a Marco Rubio, el senador de origen cubano representante de la derecha gusana de Florida. Rubio es un halcón, un imperialista recargado partidario de endurecer las sanciones económicas y las medidas coercitivas contra China e Irán, también partidario de la mano dura contra Cuba y Venezuela y un aliado incondicional de Israel, al igual que Mike Huckabee, elegido como embajador en ese país. Durante la primera presidencia de Trump, Rubio actuó como secretario de Estado en las sombras para América Latina (una región que no tuvo ninguna relevancia en la administración republicana) promoviendo el intento de golpe de estado fallido de Juan Guaidó contra Maduro en Venezuela, motivado fundamentalmente por la radicalidad de derecha del exilio cubano-venezolano, que compone un núcleo duro de su base electoral. En la mira estará también México por las políticas antiinmigratorias, las tarifas y la renegociación del T-MEC.
Si bien Rubio fue un adversario de Trump –y votó algunas políticas no gratas al paladar trumpista como la legislación que dificulta que Estados Unidos abandone la OTAN- luego se alineó con la política hacia la guerra de Ucrania. En términos generales es partidario del America First como principio de la política exterior, buscando imponer los intereses norteamericanos mediante sanciones, guerras comerciales y disuasión basada en el poderío militar, que podría transformarse en intervención si estuvieran en juego intereses fundamentales.
El puesto de asesor de seguridad nacional estará a ocupado por el actual congresista Mike Waltz, otro militante del ala dura anti China y ex coronel de la Guardia Nacional. Tanto Waltz como Rubio, si bien tienen posiciones de derecha extrema, son considerados como las opciones más “normales” o “confiables” dentro del nuevo gabinete.
Resuena nuevamente el nombre de Robert Lighthizer para comercio, un proteccionista radical que ya estuvo en la primera presidencia, que tendrá a cargo la implementación de las guerras comerciales y la implementación de aranceles que serán como mínimo del 60% sobre importaciones provenientes de China, y un 10% sobre importaciones en general. Como Secretario de Defensa eligió a Peter Hegseth, un militante fundamentalista de la ultraderecha cristiana, ultraderechista presentador de la cadena Fox News, sin mayores antecedentes militares más que ser veterano de las guerras de Irak y Afganistán y haber servido en la cárcel de Guantánamo como miembro de la guardia nacional. Más que el personaje, en sí mismo no calificado para manejar el principal presupuesto militar del mundo, lo relevante es que su postulación expresa, como señaló el sociólogo Juan Gabriel Tokatlian, un grado de fricción con los militares.
Hegseth sería el encargado de implementar una purga a gran escala en el Pentágono que abarcaría no solo a los “militares woke” que apoyan las políticas de inclusión y diversidad sexual en el ejército, sino también a los responsables de la retirada de Afganistán y sobre todo a los generales de tres y cuatro estrellas que Trump percibe como los principales “enemigos internos” dentro del aparato estatal. Para llevar adelante esa limpieza establecería un “consejo de guerreros” compuesto por personal militar para evaluar y remover a los que no encajan o eventualmente se negaran a cumplir alguna orden inconstitucional.
Recordemos que durante la primera presidencia de Trump la relación con el Pentágono fue tensa. En 2017, el Pentágono había asumido el rol de moderador para contener las tendencias más extremas del presidente. Tres de los cuatro puestos más importantes del poder ejecutivo estaban ocupados por militares: John Kelly era jefe de gabinete; el general James Mattis secretario de defensa y el teniente general H.R. McMaster asesor de seguridad nacional. Ese interregno terminó mal. Y luego la relación se deterioró aún más ante la negativa de los militares de intervenir en conflictos internos o respaldar el intento de Trump de desconocer el resultado de las elecciones de 2020. Como relata el periodista Bob Woordward en su libro Peril, el general Mark Milley -ex jefe del Estado Mayor- afirmó que Trump es un "fascista". De concretarse esta purga abriría el peligroso escenario de politización de los militares, algo que prácticamente no tiene antecedentes. El tren fantasma sigue sumando personajes. Los más extravagantes son Matt Gaetz al frente de justicia, un aliado histórico de Steve Bannon, militante del putsch de 2021 y garante de la impunidad para sus perpetradores, acusado nada menos que de delitos sexuales (abuso de niñas y trata). Y Tulsi Gabbard, una tránsfuga que pasó del partido demócrata al trumpismo, al frente de la Inteligencia Nacional.
Sin embargo, lo más relevante es sin dudas el cogobierno de Trump con Elon Musk, que parafraseando una vieja consigna peronista podría resumirse en “Trump al gobierno, Musk al poder”. Objetivamente, este es un salto en la degradación de la democracia liberal hacia una “plutocracia”. Las acciones de X, Tesla y otras empresas de Musk volaron (y su fortuna creció aún más) ante la noticia de su incorporación informal a la gestión del estado. El magnate más rico del mundo junto con Vivek Ramaswamy, otro milmillonario y ex rival de Trump en la primaria republicana, estarán a cargo del Departamento de Eficiencia del Gobierno (DOGE por su sigla en inglés, coincidente con la criptomoneda que impulsa Musk) un organismo paraestatal propuesto por el propio Musk, con el objetivo de “desmantelar la burocracia estatal”, recortar el gasto público, implementar desregulaciones y modificar el esquema impositivo. Según Trump la propuesta de Musk para achicar el estado es el “Proyecto Manhattan de nuestro tiempo”, comparándolo con el proyecto de desarrollo de la bomba atómica de la década de 1940. El principal interés de Elon Musk es liquidar cualquier regulación que ponga límites a sus negocios, y beneficiarse de los contratos con el estado, sobre todo en el ámbito de la inteligencia artificial y su proyecto espacial, SpaceX.
El conteo final de votos le dio a los republicanos también el control de la Cámara de Representantes, con lo que, al menos hasta las elecciones de medio término de 2026, Trump gozará de la suma del poder público: el ejecutivo, el Congreso y una mayoría conservadora en la Corte Suprema. La trifecta del poder trumpista refuerza las pulsiones bonapartistas que anidan en la Casa Blanca, lo que a su vez, le dan sustento a las hipótesis sobre un posible “cambio de régimen político” ante la degradación de la democracia liberal. En ese sentido, varios analistas e intelectuales tanto liberales como conservadores moderados, vienen alertando sobre la posibilidad de que Trump avance hacia una dictadura civil, en un marco de creciente polarización social y política.
Más allá de las lecturas ominosas de liberales y constitucionalistas, lo cierto es que la presidencia de Trump aparece como un intento de solución “cesarista” frente a esta crisis de hegemonía (o tendencias a la crisis orgánica), abierta con la crisis capitalista de 2008 que puso de relieve la crisis del orden neoliberal hegemonizado por Estados Unidos. Emergió China como potencia competidora. Volvieron a escena las tendencias proteccionistas en los países centrales y con el conflicto bélico entre Rusia y Ucrania/OTAN retornó la guerra al corazón de Europa.
Trump es a la vez un “síntoma mórbido” y un acelerador de estas tendencias. La situación internacional en la que asumirá por segunda vez al frente de la Casa Blanca es mucho más inestable y tumultuosa que en 2017. En ese momento no había guerras de envergadura, aunque sí conflictos regionales (coletazos reaccionarios de la derrota de la Primavera Árabe) y la resolución pendiente de la guerra de Afganistán, en la que Estados Unidos sufrió una derrota estratégica. Ahora hay dos guerras de dimensiones internacionales: la guerra de Ucrania y la guerra en Medio Oriente donde Israel está cometiendo un genocidio contra el pueblo palestino y pugna por involucrar a Estados Unidos en una guerra directa con Irán. Además de que ha tomado forma una alianza entre China y Rusia que actúa como atracción para los que han caído en desgracia con occidente –Irán, Corea del Norte- que los analistas llaman “el bloque de los sancionados”. La promesa de Trump de terminar la guerra de Ucrania en 24 horas no tiene sustento en la realidad. La administración republicana se enfrentará al dilema de negociar pero a la vez no entregarle a Rusia una victoria que signifique un triunfo contra Occidente (y un punto a favor de China). Del mismo modo, no hay dudas de que Trump es un aliado más afín a Netanyahu y a la extrema derecha sionista y religiosa, que tiene como programa la ocupación y recolonización de los territorios palestinos. Pero no necesariamente esté en el interés norteamericano ir a una guerra contra Irán. En el plano doméstico, la hegemonía de los grandes capitalistas de Silicon Valley que se han encaramado en las esferas más altas del poder estatal más temprano que tarde entrarán en conflicto con otros sectores de la clase dominante, que está dividida lo mismo que el aparato estatal.
El momento de euforia que vive la “internacional reaccionaria” (desde Milei hasta Orban y Bolsonaro) y el triunfo de Trump no alcanza para dar por resueltas las contradicciones que enfrentan las variantes de la extrema derecha, que se alimentan de la polarización y por lo tanto profundizan las tensiones sociales, políticas y geopolíticas. En síntesis, las batallas decisivas de clase aún están por delante.
La primera presidencia de Trump fue un intento bonapartista inestable, que terminó produciendo una de las movilizaciones más numerosas de la historia norteamericana por el asesinato a manos de la policía de George Floyd, que masificó el movimiento Black Lives Matter. En los últimos años se vienen desarrollando importantes procesos huelguísticos (automotrices, Boeing), luchas por la organización sindical (Amazon, generación U) y sobre todo el movimiento juvenil de solidaridad con el pueblo palestino. Mientras que la dinámica de la derecha fue radicalizarse, el partido demócrata actuó como un moderador y un freno a la dinámica de radicalización por izquierda que plantean esos movimientos que vienen desde abajo. Jugó una vez más su rol histórico de “enterrador de movimientos sociales”. El ala más “progresista” referenciada en Bernie Sanders y Alexandra Ocasio-Cortez actuó como contención para los sectores más de izquierda, que no querían votar a Kamala Harris por su complicidad con el genocidio israelí, apelando al “malmenorismo”. Pero la estrategia del “antitrumpismo” mostró sus límites. La conclusión que se impone es la necesidad de la unidad en la lucha para enfrentar las políticas reaccionarias de Trump y la construcción de una organización de izquierda revolucionaria, antiimperialista y socialista.
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