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Entrevista a Mariano Millán: Historia del movimiento estudiantil secundario argentino

Brenda Hamilton

ENTREVISTA

Entrevista a Mariano Millán: Historia del movimiento estudiantil secundario argentino

Brenda Hamilton

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Entrevistamos a Mariano Millán, Sociólogo, profesor adjunto de Teorías del Conflicto Social en la carrera de Sociología de la UBA e investigador adjunto de CONICET con asiento en el Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani.

El campo de estudios sobre la historia del movimiento estudiantil argentino viene creciendo mucho en los últimos años y vos formas parte de algunas de las experiencias que lo están impulsando. Por eso te queremos preguntar ¿Qué lugar tiene la historia del movimiento estudiantil secundario dentro de estos estudios? 

Efectivamente, el campo de investigación sobre el movimiento estudiantil en Argentina creció significativamente durante los 10 o 15 últimos años, en una relación productiva pero ya de autonomía respecto de las indagaciones sobre temas muy cercanos como la universidad, la intelectualidad, las organizaciones políticas, la juventud, la lucha de clases y la lucha armada en los ’60 y ’70. En este sentido, uno de los primeros elementos para un balance del trabajo en el siglo XXI es que el movimiento estudiantil dejó de ser una mención o algunos apartados poco documentados en libros sobre otras materias, y hoy tenemos un conocimiento más preciso de los conflictos protagonizados por estudiantes y sus organizaciones, al menos en ciertas etapas y lugares del país. Este desarrollo todavía presenta una gran cantidad de lagunas, porque hay ciudades o épocas sobre las que casi no hay trabajo académico. A su vez, para quien desee iniciarse en las lecturas, debe saber que el crecimiento señalado se produce en el marco de debates de interpretación que, bajo la anatomía de cuestiones teórico-metodológicas, manifiestan la pugna entre las explicaciones afines a las narrativas universitarias de los principales partidos políticos del país, el peronismo y el radicalismo, y otras ligadas al marxismo.

La mayoría de los trabajos se han dedicado al nivel universitario y los análisis de experiencias ocurridas entre el conflicto de Laica o Libre, entre 1956 y 1958, y el inicio del terrorismo de Estado bajo la Misión Ivanissevich, entre 1974 y 1975, representan una porción significativa del caudal de publicaciones. El centenario de la Reforma en 2018 le dió un impulso a importante a estas pesquisas, con nuevos exámenes de los ciclos anteriores y los desatados a partir de la revuelta de 1918 en Córdoba, así como un debate muy amplio sobre la herencia ideológico -cultural del reformismo universitario, sus corrientes, sus detractores, etc. En los últimos tiempos también crecieron los trabajos sobre la última dictadura iniciada en 1976 y, con los cambios en el ámbito de la llamada “historia reciente”, los estudios sobre el período iniciado en 1983. Estos avances, además, se están realizando en circuitos regionales que exceden las fronteras argentinas. Mientras hace 15 o 20 años trabajábamos casi exclusivamente con perspectivas locales, incluso con el gravísimo inconveniente de varies colegas que titulaban “Argentina” a sus escritos sobre Buenos Aires, hoy se están produciendo miradas comparativas, continentales, en el marco de una cooperación muy fructífera con pares de Colombia, Brasil, Uruguay, México y Chile, siendo estos dos países especialmente importantes, porque allí la gravitación del movimiento estudiantil en los procesos políticos del siglo XXI reorientó parte de la agenda sociológica e historiográfica.

Lamentablemente, la construcción de conocimiento sobre el movimiento estudiantil secundario en Argentina, sobre todo antes de 1983, marcha a un ritmo mucho más lento. Las personas que hemos intentado avanzar nos encontramos con varias dificultades. La primera, y difícil de sortear, es la de reunir una cantidad suficientemente representativa de fuentes producidas en el momento, como para analizar una experiencia. Este es uno de los grandes problemas con los movimientos estudiantiles en general, que no suelen tener acervos institucionales, y con los de los secundarios es más agudo, donde las personas que los protagonizan son muy jóvenes y resulta complicado conservar documentación. No obstante hay excepciones y para quienes se ocupan del presente la esfera de la virtualidad ofrece un torrente de información con la cual construir datos. Volviendo a una perspectiva más bien histórica, en Argentina la política estatal de archivos ha sido deplorable y la persecución ha realizado verdaderos desastres, a niveles que parecen increíbles para colegas de países vecinos. Es cierto que en las últimas décadas, sobre todo por iniciativas militantes, se mejoró bastante, incluso cuando parte de esa militancia pasó a conducir algunas oficinas del Estado. La segunda gran dificultad es la dispersión de las experiencias de la vida escolar.

Pensemos nada más en una cifra: hoy existen 111 universidades en Argentina, mientras que sólo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires se cuentan 350 escuelas secundarias privadas. La tercera es la desproporción indiscutible, a lo largo de la historia, entre la relevancia en la política del país de la política en las universidades y de la política en las escuelas, en parte por el vínculo mucho más inmediato entre las facultades y las profesiones, el mundo de la empresa y los partidos políticos. En este sentido, los avances más rápidos se hicieron sobre las experiencias de algunos colegios dependientes de universidades, como el Nacional Buenos Aires, que tienen una larga tradición de organización estudiantil, con puentes con las experiencias de las facultades, incluso lazos familiares. Una vía transitada fue la de pensar en los paralelismos entre los ciclos de lucha de las universidades y las escuelas, rastreando información en la prensa. Otra fue la de la historia oral, con la llave alrededor de ciertos eventos de las historias locales que marcaron la del país, como el Cordobazo o los Tucumanazos. Una tercera, menos académica pero muy rica y relevante, fue la investigación periodística de acontecimientos, fundamentalmente los represivos, como la tristemente célebre Noche de los Lápices.

¿Crees que hay un intento de revalorizar el rol de los estudiantes secundarios en las trayectorias de organización y acción política en nuestro país? ¿Por qué? ¿Qué trabajos destacarías en este sentido?

Desde mi punto de vista es un intento acotado. Es más fuerte en los trabajos sobre el activismo estudiantil de 1983 hacia nuestros días, pienso en los nombres de Pedro Nuñez o de Marina Larrondo, por ejemplo. En cuanto al siglo XX, hay algunos trabajos notables. Dentro de su ineludible obra sobre la historia de las juventudes en nuestro país, Valeria Manzano tiene varios artículos específicos que ayudan a pensar mejor algunos procesos de mediano plazo en el activismo estudiantil secundario, su relación con la política y, sobre todo, con la cultura. Otro esfuerzo muy provechoso de los últimos tiempos es el de Laura Luciani sobre las experiencias en Rosario durante la llamada Primavera Camporista de 1973, cuando el movimiento estudiantil ocupó todas las escuelas de la ciudad. También debe destacarse el valiosísimo y poco citado libro de Juan Ignacio González Los niños del Cordobazo, que reconstruye la historia de la Línea de Acción Revolucionaria, una agrupación marxista de estudiantes de secundaria surgida tras los hechos de mayo de 1969 en el Colegio Monserrat, que tuvo presencia en las escuelas Carbó, Dean Funes, Manuel Belgrano, varias nocturnas e incluso en algunas facultades de Córdoba. En ese concierto, junto a Pablo Bonavena escribimos algunos textos desde la matriz de los enfrentamientos sociales: uno sobre la lucha de los estudiantes de las escuelas técnicas bonaerenses contra la popularmente denominada “Ley Fantasma” de 1972, que recortaría las incumbencias de sus diplomas; otro más general sobre los cambios en las contiendas de estudiantes de escuela media entre el golpe de Onganía en 1966 y el de marzo de 1976.

Otras lecturas imprescindibles son libros de tipo periodístico, algunos hoy clásicos, como La Noche de los Lápices, de María Seoane y Héctor Ruiz Núñez; Estudiantes secundarios: sociedad y política, de Rubén Berguier, Eduardo Hecker y Ariel Schiffrin o el más reciente La otra juvenilia. Militancia y represión en el Colegio Nacional de Buenos Aires (1971-1986), de Santiago Garaño, Werner Pertot y José Pablo Feinmann.

Muchas veces se identifica al año 1958 como un punto de inflexión en la historia del movimiento estudiantil secundario a partir de la lucha que se desata por la “Laica o Libre”. ¿Por qué? ¿Querés contarnos cómo fue ese proceso?

En el conflicto de Laica o Libre, entre 1956 y 1958, chocaron dos grandes alianzas. Por una parte una fuerza social partidaria de la continuidad del monopolio público, laico, gratuito, autónomo y cogobernado de la educación universitaria, los “laicos”, donde se destacaban las distintas vertientes del reformismo universitario, con el apoyo del Partido Socialista, el Partido Comunista y parte del radicalismo y del sindicalismo. Enfrente se encontraban los “libres”, que promovían la apertura de casas de estudios superiores privadas, y eran dirigidos por la Iglesia Católica, con el aval del gobierno de facto del general Pedro Aramburu y luego del semi-democrático de Arturo Frondizi, el empresariado, la gran prensa, el nacionalismo derechista y las Fuerzas Armadas.

Este conflicto tuvo dos capítulos. El primero fue en 1956 y el segundo en 1958. En la memoria histórica quedó grabado el segundo episodio, en parte por la magnitud inédita de las movilizaciones, pues se llegó a sostener que el 19 de septiembre se manifestaron 500.000 personas, y en otra porque allí concluyó la disputa con la victoria de los “libres”. Sin embargo los sucesos de abril y mayo de 1956 representan la primera lucha social extendida y orgánica en casi todo el territorio nacional contra la autoproclamada Revolución Libertadora y, lo que es más importante para nuestra conversación, es que comenzó y se masificó en las escuelas secundarias, como explicó oportunamente Juan Sebastián Califa.

Para el movimiento estudiantil Laica o Libre representa un antes y un después en muchos aspectos. El más evidente es que la masividad de las acciones habla de un nivel de participación de base difícil de exagerar. A su vez, marca la ruptura entre el movimiento estudiantil y la mayoría del reformismo universitario con el régimen surgido del golpe de Estado de 1955. Frente al peronismo había tenido lugar una alianza entre el catolicismo, casi todos los partidos políticos de la burguesía, las Fuerzas Armadas y el reformismo universitario, con la exclusión del comunismo.

El significado más profundo de la contienda de Laica o Libre es que el movimiento estudiantil dejó de estar prácticamente integrado en uno de los bandos en la disputa de las fracciones de la burguesía. En ese sentido el macartismo de los diarios y la derecha nacionalista, que asociaba “la laica” al comunismo, implicaba una ofensiva reaccionaria para recuperar el control de las universidades, pero no era una lectura infundada, porque estaba teniendo lugar un giro a la izquierda de la mayoría del reformismo. Esto lo constatan investigaciones para varias ciudades, como la de Roberto Ferrero en Córdoba o de Nayla Pis Diez en Buenos Aires. En este sentido, desde Laica o Libre la Guerra Fría comenzó a tener un peso cada vez mayor en la contienda política de las facultades, no sólo en su dimensión de disputa geopolítica entre bloques, sino mucho más en términos de la importancia del clivaje revolución-contrarrevolución para marcar identidades, trayectorias y alianzas.

Respecto del movimiento estudiantil secundario Laica o Libre fue un parteaguas por varios motivos. En primer término, porque se rompió con una larga y difícil tradición en Argentina, que se remonta a varias décadas atrás. Desde 1936 estaba vigente el decreto-Ley “Jorge de la Torre”, que prohibía la agremiación de alumnos/as en las escuelas. El peronismo en el poder aplicaba esa norma a todas las iniciativas, excepto a la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), su propia corriente promovida desde el Estado. Como explicó Omar Acha, la UES no tuvo una gran importancia política para el movimiento peronista, y sus actividades tuvieron más que ver con el fomento de espacios de ocio y sociabilidad. Tras la autoproclamada Revolución Libertadora y la primera batalla de Laica o Libre comenzaron a crecer dos iniciativas organizacionales. Una amplia, promovida desde sectores del catolicismo, donde entre otras cosas se acunaron grupos de extrema derecha como la Unión Nacionalista de Estudiantes Secundarios (UNES) vinculada a los extremistas de Tacuara. La otra fue la Federación Metropolitana de Estudiantes Secundarios (FEMES), impulsada por el Partido Comunista. Valeria Manzano ha mostrado que estas dos vertientes fueron actores estelares en los choques de 1958 en las escuelas y, sobre todo la segunda, fuerzas fundamentales en la extensión y consolidación de los Centros de Estudiantes y las “Ligas” de entidades como forma organizativa, allende su prohibición legal.

En resumidas cuentas, el saldo de Laica o Libre para el movimiento estudiantil en general, más allá de la derrota, es el del comienzo de una larga época de radicalización y, para el movimiento estudiantil secundario en particular, es el del inicio de un proceso de organización autónomo, no estatal, con temáticas gremiales propias y con lazos con sus pares de las universidades.

¿Cambiaron las prácticas organizativas de les estudiantes secundarios luego de este proceso? ¿Confluyeron con otros sectores?

Como venía señalado, efectivamente cambiaron las prácticas organizativas, las formas de acción, los perfiles de activistas y los reclamos. Se formaron centros y asociaciones de centros en Buenos Aires, en localidades del sur del Conurbano Bonaerense, en Córdoba, Rosario y Tucumán. La FEMES y la UNES tuvieron varios enfrentamientos violentos, que replicaron los que tenían Tacuara y otros grupos extremistas como el Sindicato Universitario con el reformismo izquierdista (PC, disidencias del PS) en las facultades desde 1958. Entre las formas de acción se destacan las tomas, algunas incluso con capacidad de resistir desalojos policiales. Asimismo, hay sonados casos de participación femenina.

Por otra parte, las campañas de la FEMES se abocaron a cuestiones cotidianas de la vida estudiantil, pero también a la lucha contra el antisemitismo de la extrema derecha, que no pocas veces atacó en barra a estudiantes de la colectividad judía cercanos al PC. Esta oleada de fines de los ’50 y principios de los ’60 causó preocupación oficial e incluso algunas sanciones a autoridades escolares. Las confluencias más documentadas son con el movimiento estudiantil universitario y, por su intermedio, con la clase trabajadora, de manera episódica y muy acotada.

Las investigaciones sobre juventud mostraron que a inicios de la década de 1960 creció un malestar sobre la cotidianeidad y la rigurosa disciplina escolar entre estudiantes de secundario, que se quejaban de tener que pedir permiso para todo y de la distancia entre sus hábitos de consumo y sociabilidad y las prohibiciones del sistema educativo. Se trata de un estado de ánimo que se condice con el proceso de constitución de la juventud como actor social en la Argentina de la Guerra Fría, una pieza clave de cierta modernización cultural en curso por aquel entonces, donde se nota una búsqueda muy difusa pero real de mayor autonomía personal.

¿Se profundizaron estas experiencias de organización y lucha a partir de la etapa que abre el Cordobazo en Argentina? ¿Fueron iguales en todo el país?
 
Desde la segunda parte de 1969 el movimiento estudiantil secundario, a su escala, experimentó un proceso con vectores ascendentes similares a los del conjunto del movimiento estudiantil, del movimiento obrero y en general de todos los sujetos de la lucha social. En este caso se observan algunos elementos en particular. El primero es el de una consolidación de muchos de los intentos de asociación de los años previos, que en general eran precarios y consistían más bien en intentos de participar en procesos abiertos por el movimiento universitario. A partir del Cordobazo, que en realidad es una reducción porque debería mencionarse los Rosariazos, Tucumanazos, el Correntinazo y muchas otras revueltas populares urbanas de esos años, emergieron una gran cantidad de agrupaciones, centros y redes de entidades estudiantiles secundarias, como por ejemplo la Comisión Movilizadora Secundaria de Tucumán. Las primeras iniciativas se concentraron en la defensa de los compañeros y compañeras que recibieron sanciones durante las jornadas de lucha, pero luego se fueron estructurando organizaciones alrededor de reclamos como la disciplina y el autoritarismo escolar. Otra demanda muy importante, ya desde el verano de 1970, fue el ingreso irrestricto a la universidad, que aunó a estudiantes de secundaria y de la educación superior y constituyó una alianza con familiares, profesionales y entidades gremiales de alcance local. Se trató de luchas masivas, con asambleas de decenas de miles de personas en ciudades como Córdoba. Al mismo tiempo, empezaron a registrarse iniciativas de solidaridad con la clase trabajadora, con huelgas estudiantiles y movilización junto a las columnas gremiales.

El Partido Comunista, en pleno proceso de reconstrucción de su rama juvenil tras la escisión del PCR en 1967, conformó una estructura en Buenos Aires, la Coordinadora de Agrupaciones Estudiantiles Metropolitanas (CAEM), subordinada a una articulación nacional, la Coordinadora de Agrupaciones Estudiantiles Secundarias (CAES). Con un alcance algo menor, pero con presencia en numerosas escuelas, también tomaron fuerza las agrupaciones trotskistas dependientes del PRT-La Verdad y de Política Obrera, corrientes guevaristas afines al PRT-ERP y otras maoístas, algunas de las cuales confluyeron en el Frente de Lucha Secundario (FLS). A esto deben agregarse expresiones del peronismo combativo como, entre otras, la Agrupación Nacional de Estudiantes Secundarios (ANES). En Rosario, por ejemplo, el Movimiento Nacional Reformista (MNR), dependiente del Partido Socialista Popular, tenía su propia y vigorosa corriente secundaria.

Debe considerarse que varios de los grandes aniversarios de los tempranos ’70, como el del asesinato de Pampillón (12 de septiembre) o el del Cordobazo (29 de mayo), el movimiento estudiantil secundario fue un actor muy relevante en ciudades como Córdoba, Rosario y Tucumán y algo menos en Buenos Aires, Corrientes, La Plata o Santa Fe. A su vez, en numerosos colegios de diversos puntos del país emergieron conflictos con autoridades o profesores, la mayor parte de las veces por cuestiones disciplinarias o arbitrariedades, aunque no pocas veces se reclamaba algún tipo de participación estudiantil en la dirección de los establecimientos. En varias de estas ciudades surgieron agrupaciones marxistas exclusivamente secundarias o ramas secundarias que entraron en conflicto con las estructuras más grandes que las contenían. Algunas incluso realizaron pequeñas acciones armadas por su cuenta.

Existieron dos ejes de reivindicación importantes, que aunaron grupos de todo el territorio nacional: la huelga docente de noviembre de 1970, que motivo la reinstalación del decreto-ley Jorge De la Torre, y los intentos de reforma educativa en 1971, durante la presidencia de facto del general Alejandro Lanusse y su iniciativa del Gran Acuerdo Nacional (GAN), con la que pretendía abrir espacios de participación para aislar a la izquierda radical, ya por entonces llamada “subversión”. Hacia 1972 se experimentó un declive de la combatividad del movimiento estudiantil a nivel nacional, con excepción de Tucumán donde tuvo lugar el Quintazo. En ese marco se dieron luchas corporativas verdaderamente masivas, como la mencionada contra la llamada Ley Fantasma.

Con el final de la dictadura y el tercer peronismo se vivió una nueva etapa de activismo estudiantil secundario, que llegó hasta los primeros meses de la dictadura. En primer término, hubo infinidad de escuelas ocupadas durante el breve gobierno de Héctor Cámpora, derrocado por su propio partido. La influencia de la izquierda del peronismo en las escuelas era muy grande, aunque no exclusiva, y en ese proceso volvieron a emerger connatos de autonomía cuando, por ejemplo, las y los estudiantes secundarios desoyeron las directivas de Montoneros para desalojar las escuelas. En esas experiencias se vivió con mucha intensidad la lucha contra lo que denominaba el “continuismo”: las prácticas docentes y las formas de organización educativa propias de la dictadura. De ese modo tuvieron lugar miles de denuncia de autoridades y profesores y reclamos de reemplazo, así como la exigencia del reconocimiento del estudiantado como actor en la dirección de las escuelas. Con los sucesivos retrocesos de las fuerzas más progresivas del justicialismo y los avances de la derecha peronista fueron tomando forma otros reclamos más elementales, como el del boleto estudiantil.

Una de las conclusiones provisorias a las que llegaron varias personas que analizaron el movimiento estudiantil secundario de los ’60 y ’70 es su carácter más episódico que el universitario, pero también más transgresivo y radical en sus formas de acción. Es probable que algo de ello se deba a su cuestionamiento a las jerarquías de los grupos de edad y su carácter estructurante de las instituciones escolares en el contexto de un ascenso de masas.

Para ir cerrando y hacer un recorte en esta etapa, queremos preguntarte ¿Cómo fue la represión y persecución al movimiento estudiantil secundario durante la última dictadura cívico militar eclesiástica de nuestro país?¿Cómo afectó a la organización de estos sectores? 

Me permito hacer una precisión que cambia un poco el corte temporal de la pregunta. El terrorismo de Estado en el sistema educativo, en las fábricas y en la provincia de Tucumán comenzó durante el tercer peronismo, con bastante claridad bajo la presidencia de María Estela Martínez de Perón, popularmente conocida como Isabelita, con laderos como José López Rega, ministro desde 1973, y Oscar Ivanissevich, uno de los autores de la marcha peronista y antiguo rector de la UBA, que fue designado al frente del Ministerio de Educación. La gestión de este último fue tan cruenta que sus contemporáneos la llamaban, algunos incluso con orgullo, la “misión Ivanissevich”. En un sentido literal, el ministro interpretaba viejas directrices ya escritas con Perón en vida, como la prohibición de la militancia política en los claustros, la subversión como causal de intervención universitaria o la llamada a la guerra contra la infiltración marxista, que se publicó en el llamado Documento Reservado a principios de octubre de 1973. En un sentido práctico, Ivanissevich fue mucho más allá. El accionar de las bandas para-policiales como la Triple A o la CNU, también preexistente y avalado por el presidente, experimentó un salto cuantitativo sin precedentes. Al mismo tiempo, se vivieron eventos que mostraban la institucionalización de estos criminales, como cuando un grupo de hombres con armas largas bajó de camionetas de la UBA e irrumpió en una asamblea estudiantil en el Colegio Nacional Buenos Aires a fines de 1974, durante el rectorado del autoproclamado fascista Alberto Ottalagano.

Luego del golpe de Estado de marzo de 1976 el terrorismo de Estado se centralizó bajo la dirección de las Fuerzas Armadas, muchos criminales del período anterior fueron reempleados y otros descartados violentamente. Para Ivanissevich, como para la dictadura luego, era fundamental reconstruir las jerarquías que consideraban naturales en la educación. En este sentido, entre 1974 y 1984 las autoridades del país y de las instituciones educativas, donde se encuentran numerosos casos de continuidad, rechazaron de plano la participación política estudiantil, bajo la consideración de que ello fomentaba la subversión.

También en esa terrible década hubo un diagnóstico teórico y otro empírico. El primero era que el sistema educativo había sido infiltrado por el marxismo, el cual era una fuerza ajena al país y a las actividades de las escuelas y universidades. El segundo era que las condiciones masificación habían hecho eso posible. En ese sentido las medidas más importantes fueron la prohibición de la militancia, la persecución y “depuración” de funcionarios, empleados, docentes y alumnos mediante la triangulación de informes de inteligencia, grupos de tareas, policías y medidas administrativas, la revisión de planes de estudio y los intentos de restringir y desconcentrar las matrículas. El caso de la Noche de los Lápices ilustra de manera meridiana varios de estos elementos.

Allende estas generalidades, hay relativamente poca investigación histórica y sociológica que vaya más allá de la represión contra el movimiento estudiantil. En este sentido se destaca el trabajo de Guadalupe Seia para la UBA y de la mencionada Laura Luciani para la UNR, así como el libro La otra juvenilia, ya citado. Siempre que se habla de la dictadura se piensa en la represión y es ineludible hacerlo, pero entiendo que es necesario estudiar más las resistencias, que no fueron pocas pero, sobre todo, que devuelven el papel activo al movimiento estudiantil, aún en las peores condiciones. Alumnos y alumnas de muchas instituciones fundaron revistas, hicieron grupos de estudio clandestinos, realizaron petitorios, organizaron denuncias por las violaciones a los derechos humanos, reclamaron por el ingreso irrestricto o por el boleto estudiantil mucho antes que la dictadura colapsara por la derrota de Malvinas en 1982. El movimiento fue mucho más allá de una difusa resistencia cultural basada en la circulación de música y ámbitos de sociabilidad. Las personas que organizaron esas iniciativas pertenecían a corrientes de izquierda, del reformismo universitario y algunas al peronismo. Hoy conocemos algo del nivel universitario, pero bastante poco sobre el secundario.


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Brenda Hamilton

Profesora de Historia (UBA). Integrante del Comité Editorial del suplemento Armas de la Crítica.
Profesora de historia (UBA). Miembro del comité editorial del suplemento Armas de la Crítica.