Antes de Fiorito, La Boca, Paternal y Nápoles, la cartografía maradoniana inició en la provincia litoraleña donde nacieron sus padres y a la que él volvía de distintas formas, casi como un mandato genético y ancestral.
Juan Ignacio Provéndola @juaniprovendola
Miércoles 30 de octubre 00:18
Edición de la revista El Gráfico de 1982 con Diego en tapa y una de sus pasiones, la pesca. Al lado, homenaje de las hermanas y sobrinas de "D10s" a Don Diego Chitoro Maradona, papá de la familia, en el pueblo de Esquina donde creció (Foto de diario El Libertador).
“Tengo sangre guaraní, sí: soy hijo de correntinos”, respondió con evidente orgullo al primero que se lo preguntó frente a una cámara: el entrevistador español Jesús Quintero. “¿Y cómo es esa sangre?”, inquirió Quintero. “Para los correntinos, según los amigos de mi padre —porque él no lo decía tanto— la sangre guaraní tiene más coraje; mucho más… fuego”, agregó. La cara se le había iluminado como en ningún otro momento de esa inolvidable conversación.
Promediaba 1993 y Diego Armando Maradona estaba jugando en el Sevilla tras atravesar su primera suspensión por doping positivo. Por eso, el presentador andaluz aprovechó la inédita proximidad geográfica con el astro para invitarlo a su ciclo La boca del lobo, del canal Antena 3. Quintero era de San Juan del Puerto, Huelva, a unos 80 kilómetros de Sevilla, capital de toda la comunidad de Andalucía. Y la llegada de Maradona no solo había revolucionado al fútbol mundial, sino también a esa región española en particular.
Por ese entonces Diego estaba terminando su primera y única temporada en el equipo andaluz más fuerte, además de la última que jugaría en Europa. Más allá de los conflictos que atravesaron su llegada (una difícil transacción con el Napoli en la que debió mediar la FIFA) y también su salida (meses después se iría a Newell’s), Maradona redondeó entre octubre de 1992 y junio de 1993 una performance para nada desdeñable: treinta partidos oficiales entre Liga y Copa del Rey con siete goles, además de los amistosos que el club organizó para sacarle más renta a su presencia. Acaso el costo más doloroso de toda esa intensidad haya sido el resentimiento de su vínculo personal con Carlos Bilardo, entrenador del Sevilla durante esa campaña. La relación nunca volvería a ser igual desde ese entonces.
En la entrevista con Quintero, Diego ya luce pelo corto y está mucho más flaco y atlético que cuando había llegado a la ciudad de Sevilla para el otoño europeo, varios meses atrás. Era el inicio de su estilización camino al Mundial de Estados Unidos (un año después de su último partido en el equipo andaluz), adonde desembarcaría con una condición física superlativa, por lejos mejor que la que gozaba para Italia ’90.
Su buen semblante en esa salida por La boca del lobo de 1993 es notable. “Yo solo quería hablar de fútbol con el que más sabía de eso: Diego Armando Maradona. Un artista”, lo había presentado Jesús Quintero tras un breve monólogo en off, que también significó todo un mimo hacia un Diego que la massmedia comenzaba a horadarlo con discursos de moralina. El editado dura alrededor de media hora y prácticamente no tiene cortes: la charla fluye entre el humo de los cigarros de Quintero y el vaso de agua de un Maradona medido, suelto y sonriente.
Jesús Quintero ya había hecho escuela con programas El loco de la colina y El perro verde, entre otros. Y Diego Maradona, en lo suyo, también: él mismo reconocía ya en ese momento, aún en actividad, que su punto culmen había sido en México ’86.
El encuentro de colosos discurrió por distintos tópicos que Maradona atendió sin extenderse, aunque de manera muy precisa, dejando a su paso decenas de títulos que hoy serían de altísima resonancia. Después de hablar del Napoli y su partida tormentosa, dar una vuelta por Fidel Castro y Menem, poetizar sobre la pelota (“la quiero tener cerca mío siempre”) y profundizar su alzada en nombre de los jugadores contra la FIFA (que comenzó en México ’86 con las protestas por los horarios de los partidos al sol y acabó con una enfermera llevándoselo de la mano en Estados Unidos ’94), Diego dejó una definición para siempre: “Me rebelo a ser esclavo”.
Fue ahí cuando Quintero, sorpresivamente, lo llevó a un lugar inesperado: “¿Tú tienes sangre guaraní?”, le preguntó. Maradona reaccionó con una sonrisa de nene, los ojos achinados como correntino, abriéndose a un nivel de complicidad muy íntimo, solo asequible no tanto por la palabra, sino por gestos muy determinados. Si Diego se declaraba rebelde, Jesús quería ir entonces al verdadero origen de esa rebeldía que también se presumía de clase: había en Maradona una información genética que lo posicionaba como sujeto social independientemente del lugar en el que se encontrara, fuera una villa en Lomas de Zamora o un banquete en Dubai.
Y si el lugar común era llevarlo a las casillas de chapa de Fiorito, Quintero dio un paso más: hurgó en la prehistoria de la familia Maradona. En Esquina, el pueblito correntino donde nacieron y se conocieron Chitoro y Tota, sus papás. El barro guaraní del que provino este argentino de apellido italiano y parido en el conurbano bonaerense que, por ese entonces, jugaba en la liga de fútbol de España ante la observación, el consumo y el escrutinio de todo el planeta. “Sí, tengo sangre guaraní”, subrayó.
Diego Armando nació el 30 de octubre de 1960, en Villa Fiorito, cuando la familia Maradona-Franco ya llevaba cinco años mudada al asentamiento de Lomas de Zamora. Primero llegó Tota Franco con Ana, una de las dos hijas alumbradas en Corrientes, mientras Chitoro Maradona esperaba con Rita las novedades desde Esquina, un pueblito de entonces menos de diez mil habitantes a 300 kilómetros de la capital provincial. Fiorito fue una sugerencia de la tía Sara, quién se había establecido en la zona durante los primeros movimientos migratorios del interior argentino hacia el conurbano bonaerense de mediados del siglo XX.
Vivieron en una casilla, luego en otra, y finalmente en la casa que la liturgia maratoniana canonizó como sitio sagrado: Azamor entre Mario Bravo y Antonio Filardi, a diez cuadras del Riachuelo y a veinte del Puente La Noria. Ahí nacieron, en orden, Elsa, María, Diego (el primer varón), Raúl, Hugo y Claudia.
A poco de haber llegado al sur del Gran Buenos Aires, Chitoro Maradona consiguió trabajo en una molienda de huesos. Una fábrica. Nada que ver con su oficio en el litoral profundo, donde trabajaba como lanchero y pasero en el Torelo, canal que une al río Corriente, sobre la costa de Esquina, con el poderoso Paraná. “En barquitos llevaba animales a las islas cuando el río bajaba y volvía a buscarlos cuando llegaba la creciente, para llevarlos otra vez a los campos”, amplió Maradona en Yo soy el Diego, su autobiografía más circulada.
En ese tiempo, primera mitad del siglo XX, el Torelo era un tramo breve pero sensible de las rutas comerciales al interior del país, ya que unía aguas en una zona clave de Corrientes, cerca de sus límites con las provincias de Santa Fe y Entre Ríos. Según Diego, ese trabajo le permitió a su papá acceder a los misterios del frondoso delta que circundaba a Esquina: “Vivía el río, conocía sus secretos”, reconoció con admiración.
La cultura guaranítica es pródiga en mitos y leyendas vinculadas a los ríos y a los hábitats desprendidos de estos. Diego escribió los propios en las aguas del Corriente y el Paraná, adonde fue innumerables veces para perderse en lugares inaccesibles, lejos del asedio. Junto a Claudia, a hermanos o amigos, pero siempre con Chitoro manejando la lancha en ese delta que conocía como pocos. Esquina, por su condición geográfica, es también una zona de desove y cría de peces, lo que lo vuelve solicitado por pescadores de dorados, especie que aparece en cantidades descomunales.
“Fui a reencontrarme con mis orígenes, con el río Corriente, con el Paraná Miní, por esos lugares que mi viejo y sus amigos eran capaces de meterse y no perderse”, había dicho antes del Mundial de España 1982, al que Diego llegó incluso cuestionado por algunos sectores, especialmente por su condición física. Algo similar ocurrió en 1989, cuando Conrado Ferlaino, presidente del Napoli, le obstaculizó una transferencia al Olympique de Marsella que Diego buscaba para abandonar una Italia que ya se había vuelto tormentosa. “Esa vez fui a pescar dorados y pacúes. Y a pensar…”, registró.
Esquina fue un lugar al que Diego Maradona recurrió muchas veces, y todas ellas con absoluta discreción, algo imposible en cualquier otro lugar del planeta. Nuevamente el viejo y sus amigos, esos mismos que decían que la sangre guaraní tenía algo especial, otro coraje, un fuego. “Allá él tenía muchas de las cosas que le gustaban, cosas que compartimos: pesca, asado y fútbol. Una de mis salidas preferidas es la pesca”, reseñaba Diego.
Esa sangre guaraní que Jesús Quinteros le trajo al recuerdo en aquella charla de 1993 se profundizó un año y medio después, cuando Maradona dirigió a Mandiyú de Corrientes. Aunque breve y despareja, fue su primera experiencia como entrenador, atravesando ya su segunda suspensión por doping positivo tras el Mundial de Estados Unidos: comenzó desde la platea, ganó solo uno de los doce partidos que dirigió y la dupla técnica que protagonizó con Carlos Fren duró apenas dos meses. Dejó, de todos modos, un memorable 2-2 con el River del Tolo Gallego que ganaría ese Apertura ’94 de manera invicta: Mandiyú se puso prontamente 2-0, y si bien el Millonario empardó antes del entretiempo, el elenco correntino tuvo dos oportunidades claras en la agonía del partido para ganarlo.
En lo sucesivo, y hasta el final de su vida, Diego Maradona regresó a Corrientes de distintas formas, ya sea para pescar, o bien para ir a algunos de los varios carnavales que se realizan en la provincia. Y, como buen consumidor de música que era, llevaba al chamamé en su corazón. El acordeonista correntino Diego Gutiérrez recordó que lo convocaron en 2017 para tocar ante Maradona en Paso de la Patria cuando, de repente, sonó el teléfono. Era Vladimir Putin directo desde Moscú. “Decile que me llame el lunes, estoy escuchando buen chamamé en la tierra de la Tota”, contestó Diego Armando. “Está loco este: me llama un domingo a la tarde”, argumentó, sentado en una banqueta, ante los presentes.
Uno de los últimos videos que se viralizó lo muestra escuchando “Che, Taita”, de Ángel Piciochi, nacido en Sauce pero habitante de Esquina. Se lo había mandado una hermana por Whatsapp. Diego está en un micro por México con la ropa de los Dorados de Sinaloa, pero su cabeza viaja por el tiempo y el espacio con ese chamamé correntino.
“Parece mentira como Argentina anda tropezando, tropezando… y al final, siempre se encuentra esa mezcla de guaraní, de tano y de gallego que da una casta especial, ¿no?”, analizaba Jesús Quintero en 1993, sin saber el uso que treinta años después se le daría al término “casta” por estos lares. “Es verdad. Tenemos un poquito de todo. Y eso hace que la mezcla sea explosiva: ya no nos pueden vencer fácilmente”, concluyó Diego.