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Red Internacional
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ENTREVISTA. Feminismo y derecho antidiscriminatorio

La investigadora del Instituto de Derechos Humanos "Pedro Arrupe" de la Universidad de Deusto (Bilbao), Dolores Morondo Taramundi, afirma que la lucha de los grupos oprimidos ha tenido siempre una doble dimensión en pos de la igualdad y de la libertad.

Jueves 13 de junio de 2019 09:17

Dolores Morondo Taramundi es Investigadora Principal en el Instituto de Derechos Humanos "Pedro Arrupe" de la Universidad de Deusto (Bilbao). Especialista en derecho antidiscriminatorio y teoría feminista del derecho, ha escrito artículos y libros que realizan un aporte significativo al tratamiento de ambas problemáticas. En esta entrevista conversamos sobre los orígenes y alcances del derecho antidiscriminatorio y las teorías feministas del derecho, sus críticas a la cultura jurídica dominante, la importancia del concepto de opresión, el impacto de las teorías de la "interseccionalidad" en el derecho y la cuestión de la articulación de las dimensiones de raza, género y clase.

¿Cómo surge y de qué se trata el derecho antidiscriminatorio?

El derecho antidiscriminatorio en sentido moderno surge en los años 60 en los EEUU como respuesta a las protestas de las personas Afro-americanas contra la segregación, la marginalización y la injusticia que vivían en la sociedad norteamericana. El derecho antidiscriminatorio traduce jurídicamente esas demandas de dignidad y justicia en el ordenamiento jurídico en forma de derechos individuales a no sufrir discriminación, a no recibir un trato diferenciado en base a la raza, especialmente en relación con el derecho de voto, el acceso y uso de establecimientos públicos, la escuela y el trabajo, mediante la Civil Rights Act de 1964. En Europa, se introdujo una cláusula sobre disparidad salarial entre hombres y mujeres en el Tratado de la Comunidad Económica Europea de 1957, pero era en realidad una disposición para prevenir el dumping económico en la industria textil y, de hecho, no hubo un desarrollo del derecho antidiscriminatorio hasta mitad de los años ’70. Muy ligado a la implementación de las Directivas comunitarias, el derecho antidiscriminatorio en Europa se desarrolló especialmente en el ámbito del derecho del trabajo. Tanto la importación de las categorías del derecho antidiscriminatorio estadounidense (las distinciones entre discriminación intencional y no intencional, o entre trato diferenciado e impacto diferenciado, la justificación objetiva, etc.) como la influencia del ámbito laboral han marcado la construcción del derecho antidiscriminatorio: un derecho casuístico y por ello muy ligado a la resolución de demandas individuales, con una gran intervención de los tribunales en su expansión y, en parte por ello, sin una estrecha relación con otros mecanismos de protección de la igualdad como las políticas de igualdad de oportunidades, las políticas sociales o las de participación.

Obviamente, muchas, o casi todas, las constituciones de los países europeos contenían con anterioridad a los años ’70 normas sobre igualdad y no discriminación pero éstas se aplicaban de manera no sistemática en diferentes ámbitos del derecho. De este modo hemos visto una evolución en paralelo, a veces divergente, entre el derecho antidiscriminatorio, por una parte, y otros principios jurídicos y políticos que estaban en aquellas reivindicaciones que dieron origen al derecho antidiscriminatorio, en particular la igualdad y la justicia social.

Aunque el derecho antidiscriminatorio se ha convertido así en un conjunto de normas complejo y cargado por cuestiones técnicas relativas a los sujetos que pueden presentar las demandas o a la prueba de la desventaja o al tema de la justificación objetiva de la discriminación indirecta, en realidad es un cuerpo de normas que conserva un gran potencial, que introdujo en los ordenamientos jurídicos liberales unas reivindicaciones que tenían una marcada dimensión colectiva (a nadie le discriminan individualmente sino como instancia de un grupo) y que arrastraban una contestación a la distribución social del poder. Por mucho que la traducción jurídica en términos de prohibición de distinción de trato dejara estas dimensiones ocultas, en realidad están ahí, en la noción de discriminación (que no es sólo distinción, ni mera arbitrariedad) y van causando pequeños resquebrajamientos en el sistema jurídico, que son los que tenemos que utilizar desde la teoría crítica del derecho antidiscriminatorio para permitir el reconocimiento jurídico de la opresión y del poder social asentado de algunos grupos, del privilegio, con vistas a su transformación.

¿En qué consiste la teoría feminista del derecho y cómo se articula con el derecho antidiscriminatorio?

La teoría feminista del derecho es una elaboración teórica que desde una perspectiva feminista analiza el derecho vigente y propone alternativas que protejan de mejor manera el principio de igualdad, o que respondan de manera más adecuada a las necesidades que plantean las mujeres, o que transformen estructuras jurídicas que perpetúan la jerarquización de los grupos sociales en base a categorías de género (e identidad sexual); en algunos casos se aúnan todas estas perspectivas, otras elaboraciones teórico jurídicas siguen más de cerca algunas características o prioridades de las diferentes corrientes feministas. Además de las diferentes perspectivas feministas que pueden encontrarse en el análisis del derecho, hay que tener también en cuenta que hay diferentes aproximaciones a lo “teórico”: mucha parte del trabajo del feminismo jurídico se ha centrado en el análisis y la denuncia de las leyes y documentos normativos, institutos jurídicos, doctrinas jurisprudenciales o prácticas de interpretación y aplicación de las normas que tenían el efecto de discriminar a las mujeres, bien porque las excluían o las relegaban, o porque imponían determinados comportamientos o espacios. Gran parte del esfuerzo de las feministas, desde las figuras avant la lettre del siglo XVIII hasta hoy en día, y de multitud de juristas en el ámbito penal, laboral, privado, de familia, etc., está dedicado a esta labor inmensa de denunciar cómo el derecho les falla a las mujeres, no las protege, no responde a sus experiencias o necesidades, las debilita socialmente. Se necesita mucha de esta experiencia para avanzar en la “deconstrucción” de institutos jurídicos tradicionales, de categorías como el “buen padre de familia” o la noción de trabajo a tiempo completo, o la de diligencia debida; porque el derecho es un instrumento muy complejo y esto favorece la inercia: a veces aunque se consiga cambiar una norma en el nivel legislativo, lo cual es ya un esfuerzo importante para cualquier grupo subalterno, queda todavía un recorrido importante de transformación jurídica antes de que ese cambio sea real.

El derecho antidiscriminatorio es uno de los ámbitos del derecho en el que trabaja la teoría feminista. Es, en mi opinión, un ámbito apasionante y muy importante desde el punto de vista práctico porque los principios de igualdad y de no discriminación son principios transversales a todas las ramas del derecho y por ello, el desarrollo teórico feminista en el ámbito del derecho antidiscriminatorio puede tener un impacto en múltiples “ramas” del derecho y, a la vez, puede recibir aportaciones desde los diferentes ámbitos del derecho. Durante un tiempo hubo un desarrollo mayor y más rápido de la teoría del derecho antidiscriminatorio en el ámbito del derecho laboral pero hoy en día hay mayor transversalidad y el principio de no discriminación juega un papel fundamental en muchos ámbitos del derecho, lo que ha propiciado también la posibilidad de una teorización general de este principio, válida para diferentes ramas. Esto nos da a una visión muy completa tanto de los ordenamientos jurídicos como, más en general, de la cultura jurídica.

Criticaste que en el derecho tradicional hay un enfoque formalista e individualista. ¿Por qué?

Me refiero a la cultura jurídica hegemónica, que tiene algunas improntas o señas distintivas: el enfoque formalista – la doctrina del positivismo jurídico – que defiende la posibilidad de un derecho cierto, de la certeza jurídica como eje dominante del Derecho en detrimento de otros valores posibles en un ordenamiento como la equidad, la justicia, la participación, etc. El formalismo es un elemento clave en la formación del Derecho moderno (y del Estado moderno) entendido como conjunto de normas provenientes del poder político soberano y que intenta reconfigurar la confusión y la incertidumbre típicas de los ordenamientos jurídicos medievales (que tienen innumerables fuentes de derecho, estatus, jurisdicciones, rangos y conjuntos de privilegios, exenciones y poderes). El particularismo jurídico que creaban las pluralidades normativas medievales era de obstáculo para el desarrollo del comercio y del entonces naciente orden burgués-capitalístico. Se considera que la doctrina formalista alcanza su mejor expresión en el siglo XX en la obra de Hans Kelsen y su Doctrina pura del Derecho, una ciencia del derecho que se ocupaba de las condiciones de validez o existencia de las normas, determinadas por sus formas de producción, y que no estaba “contaminada” por consideraciones externas al propio ordenamiento jurídico como las relativas a la justica (al contenido material de las disposiciones) o a la eficacia (a la implementación o los efectos de las normas en la realidad social). La cultura jurídica hegemónica tiene también señas distintivas de la filosofía liberal, en particular un enfoque marcadamente individualista: en los ordenamientos jurídicos actuales los bienes jurídicos protegidos y los modos de protección de esos bienes se articulan, mayoritariamente, en torno a la idea de derechos subjetivos, derechos individuales que corresponden a los intereses del sujeto privilegiado de la Modernidad, el famoso “hombre en abstracto” de las Declaraciones de derechos de las revoluciones liberales. Estas características del Derecho y la cultura jurídica hegemónica hacen difícil traducir jurídicamente o asumir dentro del ordenamiento jurídico otras dimensiones diferentes: la equidad o la justicia de la decisión concreta, la participación en el gobierno de las normas u otros valores; así como las dimensiones colectivas y los bienes jurídicos que no pueden ser configurados como intereses individuales, la dimensión grupal del poder o las jerarquías sociales, todos estos elementos, que tienen una importancia fundamental cuando hablamos de desigualdad, aparecen en el Derecho hegemónico solo como “parches” o como excepciones a la norma dominante que es la de la certeza jurídica, el formalismo y los derechos individuales del individuo en abstracto.

Como contrapartida a este enfoque, proponés un abordaje que se base en la identificación de grupos sociales oprimidos. ¿Cómo se define o cómo definís vos la opresión y las estructuras de opresión en este contexto?

La opresión no es un concepto usado en la teoría del derecho porque, como me hacen notar a veces algunos amigos, no se deja definir claramente desde el punto de vista jurídico y no se entiende qué aporta a la idea de grupo discriminado (que, de todos modos, tiene también sus dificultades de definición desde el punto de vista jurídico porque la aproximación es individualista). A pesar de estas dificultades creo que el concepto de opresión es fundamental para poder dar respuestas (también jurídicas) a las situaciones de desigualdad. En mi opinión, la opresión es una condición de algunos grupos sociales que se caracteriza por la afectación simultánea e inextricable de la igualdad y la libertad. A los grupos oprimidos el sistema jurídico no les garantiza ni la libertad ni la igualdad. Tradicionalmente, en la teoría del derecho (pero también en la teoría política) los principios de igualdad y libertad se han entendido como contrapuestos, y a veces incluso contradictorios. La mayor igualdad para algunos grupos e individuos, nos recordaba Norberto Bobbio por ejemplo, se obtiene generalmente limitando la libertad de otros grupos anteriormente privilegiados. Creo que este tipo de análisis está viciado por la perspectiva de quien mira: si la transacción entre libertad e igualdad se mira no desde la perspectiva de los grupos privilegiados (por ejemplo, el propietario de los esclavos, el marido que tiene potestad sobre los bienes de su esposa) sino desde la perspectiva de los grupos oprimidos (las personas esclavizadas o las mujeres casadas), resulta que a mayor igualdad corresponde también mayor libertad, o que la emancipación – como proceso jurídico de obtención de libertad personal – implica también una conquista de igualdad. La lucha de los grupos oprimidos ha tenido siempre esa doble dimensión en pos de la igualdad y de la libertad. El derecho liberal separa estas dimensiones artificialmente en detrimento de esas luchas de emancipación y de esos grupos. Por eso creo que es importante introducir este concepto en la teoría del derecho antidiscriminatorio.

Por otra parte, creo que una posición sobre la opresión y la subordinación como la que introdujo Iris Marion Young nos ayuda extraordinariamente en esta traducción “jurídica” de la opresión. La opresión – en el trabajo de esta pensadora – no necesita un tirano, una intención opresiva por parte de un grupo de opresores: se articula a través de instituciones, prácticas, formas de organización social que distribuyen el poder social y reproducen sus jerarquías, haciendo que determinados grupos (los oprimidos) estén heterodesignados (en sus roles, funciones, poderes, lugares que pueden ocupar). La heterodesignación implica, simultáneamente falta de igualdad y de libertad.


Los enfoques de la interseccionalidad han ganado peso en el derecho antidiscriminatorio (y en las teorías críticas en general). ¿Cuáles te aparecen sus aportes y sus limitaciones?

La aparición de la perspectiva de la interseccionalidad es fundamental para entender la complejidad de las situaciones de desigualdad y ayudarnos a diseñar formas de intervención más efectivas. Es, en origen, una toma de conciencia sobre cómo el lugar social que ocupaban ciertas personas (mujeres de raza negra y clase obrera) estaba definido por la interacción de todos estos elementos, haciendo por tanto su lucha necesariamente distinta, o no subsumible, en la lucha de las mujeres burguesas (mayoritariamente blancas). Así que inicialmente se entiende la interseccionalidad como una perspectiva crítica con las “políticas de la identidad” que predominaban tanto en el movimiento feminista como en el movimiento anti-racista, y que beneficiaban a los “sub-grupos” mejor posicionados dentro de estos movimientos: las mujeres blancas y los hombres negros. Kimberlé Crenshaw, que acuña el término a partir de una práctica política pre-existente, estudia esta interacción precisamente en el ámbito del derecho antidiscriminatorio y con el preciso objetivo de hacer que este respondiera a las experiencias de discriminación de las trabajadoras negras.

En las décadas sucesivas, la interseccionalidad se ha expandido en forma espectacular en las ciencias sociales y se ha entendido de formas muy variadas, llegando a plantear problemas respecto a su significación práctica. Actualmente yo diría que hay dos formas fundamentales de entender la interseccionalidad: como una teoría de la identidad, de las experiencias de los sujetos interseccionales, y como una perspectiva de análisis sobre la interacción de los diferentes ejes de subordinación y opresión. No son aproximaciones excluyentes y ambas nos aportan datos fundamentales para entender la desigualdad y la opresión. Sin embargo, tenemos que ser conscientes de los límites de lo que nos aporta cada aproximación. He sostenido, por ejemplo, que la aproximación a la interseccionalidad como teoría de la identidad crea serios problemas en el ámbito del derecho antidiscriminatorio porque refuerza algunas características de la teoría liberal del sujeto (como la disolución de los sujetos colectivos emancipatorios en individualidades hiper-contextualizadas) que son deletéreas para una función del derecho antidiscriminatorio en clave transformadora.

En particular sobre la cuestión de clase. ¿Cómo influye la cuestión de clase en la orientación del Estado hacia los derechos de los grupos oprimidos? ¿Cómo te parece que se puede contemplar, pensándola desde un enfoque feminista del derecho, la cuestión de clase?

La clase es generalmente una categoría excluida del ámbito del derecho antidiscriminatorio y confinada, en su mera vertiente de capacidad económica, a las políticas sociales asistenciales. Hay algunas disposiciones antidiscriminatorias que podrían incluir la clase, porque hacen referencia al patrimonio, como la Carta de Niza en la Unión Europea, por ejemplo, pero creo que será difícil que veamos ese tipo de aplicación. El Estado o el derecho modernos no reconocen la clase, sino simplemente la condición económica que puede servir como requisito de acceso a servicios sociales. En este sentido, la reducción de la clase a condición económica y su reificación a través de estereotipos o de protocolos administrativos que implican dependencia, marginalización, limitación de la autonomía, desarraigo respecto a las comunidades de origen, etc., lleva a la vulnerabilización de los grupos oprimidos y a configurar problemas sociales de injusticia y desigualdad como condiciones o características de los miembros de determinados grupos.

Desde un enfoque feminista, la cuestión de clase debe pensarse – en mi opinión – desde tres parámetros: primero la complejidad de la interacción de factores que van más allá de la clase en sentido histórico, como proletariado y burguesía, y las interseccionalidades políticas que eso crea; segundo, la oposición a la reducción de la clase a la condición económica y a la clasificación de los “sujetos vulnerables o en condición vulnerable”, para poner el foco sobre las estructuras que crean sujetos desaventajados o vulnerabilizados, y no sólo sobre los resultados que producen esas estructuras; y, finalmente, debe entenderse la tensión que se produce entre la heterodesignación de las categorías y la auto-afirmación de los grupos o los sujetos colectivos. Es decir, los grupos oprimidos los crean las estructuras de dominación, no pre-existen a dichas estructuras: las “mujeres” están creadas por el patriarcado, lo mismo que las razas las crea el racismo o las clases el capitalismo.No hay grupos pre-existentes y con características comunes que han tenido “peor fortuna o peor resultados” en el sistema. Estas son las categorías heterodesignadas.

En los individuos agrupados por dichas categorías pueden darse siempre la conciencia y voluntad de trascender la heterodesignación. Se pueden formar entre los individuos de las categorías heterodesignadas vínculos que estructuren un sujeto político colectivo, que puede tomar el mismo nombre que el de la categoría (mujeres, negros, proletarios) y actuar colectivamente con la finalidad de transformar las estructuras que los heterodesignan. Esta es la base del feminismo como teoría y como práctica política, y creo que es igualmente válida para la cuestión de clase. Creo que también en la cuestión de clase, como en el feminismo, es fundamental oponerse a las reducciones que del problema de justicia social, de la imbricación entre igualdad y libertad, hacen tanto el derecho como las políticas (incluso las políticas sociales) del Estado liberal.

Por último. ¿Cómo ves el estado de situación respecto a los DDHH en la Unión Europea?

Con enorme preocupación; tanto por la evolución de los derechos humanos dentro de la Unión Europea como por las responsabilidades directas e indirectas de los europeos en lo que sucede con los derechos humanos en otras partes del mundo.
Europa ha pasado mucho tiempo pensando que era la cuna de los derechos humanos y que, por ello, los derechos humanos estaban en su ADN. Una actitud auto-celebrativa, no crítica, cuyas consecuencias pagamos ahora. Comparando la situación en Europa desde los años 60 con lo que ocurría en otras partes del mundo (generalmente zonas con gravísimos conflictos), se ha extendido la idea de que los derechos humanos eran algo que Europa tenía que “llevar” al mundo, más que cuidar en su propia casa. Por ejemplo, se insiste en el pasado europeo de los derechos humanos pero raramente decimos que también la necesidad de regularlos internacionalmente responde a acontecimientos europeos: a gravísimas violaciones que tuvieron lugar en el mismo corazón de Europa en pleno siglo XX. Los derechos humanos no son, por tanto, un “ADN”, ni una identidad; son una elección, los límites de los que podemos dotarnos en la organización de nuestras democracias. No son una raíz que se hunde en el pasado, sino – siguiendo a Bobbio – el resultado de nuevas luchas contra viejos poderes.

La actitud celebrativa europea hacia los derechos humanos ha traído dos consecuencias a mi entender muy graves. Por una parte, en el vocabulario de la Unión Europa distinguimos cada vez más netamente entre derechos fundamentales y derechos humanos. Los derechos fundamentales aplican dentro de la Unión Europea, pertenecen a los ciudadanos europeos, se protegen mediante documentos jurídicos vinculantes (como los tratados de la Unión o las constituciones). Por el contrario, la Unión Europea se refiere a los derechos humanos en sus documentos de acción exterior, los derechos humanos no tienen claros sujetos titulares ni activos (quién tiene derecho a) ni pasivos (quién tiene una obligación correspondiente), tienen múltiples fuentes pero son generalmente documentos internacionales sin fuerza vinculante. Los derechos humanos se han convertido así – segunda consecuencia – en valores, desiderata, metas que desearíamos alcanzar en un mundo mejor. Pero los derechos humanos no se llaman derechos por casualidad: los derechos humanos son normas vinculantes que imponen límites a lo que podemos decidir (incluso democráticamente), a lo que los gobiernos pueden acordar, a lo que las empresas pueden considerar beneficioso o progreso, a lo que los grupos con poder pueden hacer porque les es conveniente. Ese carácter obligatorio, vinculante, de los derechos humanos se está perdiendo en la retórica de los valores, con consecuencias prácticas tanto para nuestra cultura jurídico-política como, más inmediatamente, para las garantías de los propios derechos.


Juan Dal Maso

(Bs. As., 1977) Integrante del Partido de los Trabajadores Socialistas desde 1997. Autor de diversos libros y artículos sobre problemas de teoría marxista.

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