Luchamos por el socialismo porque prepara la igualdad sobre la base de la potencia técnica, la satisfacción material y un alto nivel de cultura en general. León Trotsky
En su ensayo sobre la demonización de la clase obrera inglesa, Owen Jones dijo que no hubo mayor asalto a la clase obrera británica que el doble ataque de Thatcher a la industria y los sindicatos. No solo porque la destrucción de industrias devastó comunidades enteras y llevó al crecimiento de la desocupación, la pobreza y la degradación social, sino por el profundo ataque a la propia identidad de la clase trabajadora. “Las viejas industrias eran el pulmón de las comunidades a las que sustentaban. Casi toda la población local había trabajado en empleos similares y lo había hecho durante generaciones. Y por supuesto los sindicatos, a pesar de sus fallos y limitaciones, habían dado a los trabajadores de esas comunidades fuerza, solidaridad y sensación de poder social. Todo esto había reforzado un sentimiento de pertenencia y orgullo en una experiencia compartida de clase obrera” [1]. Un proceso con peso específico en Inglaterra por la gravitación de su industria, la fuerte tradición de su clase obrera y el carácter de laboratorio que para la burguesía mundial tuvieron las contrarreformas tatcherianas, pero que fue la norma del ataque neoliberal en el centro y la periferia capitalista. Las décadas que siguieron a la ofensiva neoliberal fueron no solo de ataques a las condiciones de vida de la clase obrera sino también a su propia autopercepción como clase socialmente poderosa y culturalmente creativa.
Tradición, identidad de clase y consenso (burgués)
En nuestro país, la última dictadura buscó no solo derrotar el ascenso revolucionario en curso sino, como destaca Pozzi, operar una revisión profunda de una cierta “cultura obrera y popular” -en el sentido de nexo entre experiencia y conciencia- “cuya praxis generaba cohesión de clase y fomentaba criterios, actitudes y un accionar que constituyeron un obstáculo a la hegemonía capitalista” [2]. Como aclara el propio Pozzi, no se trata de una conciencia revolucionaria, sino de un cierto “sentido de clase” […] como “sentido de la posición ocupada en el espacio social que se adquiere en la práctica” [3] que generaba orgullo de pertenecer a la clase trabajadora a la vez que prácticas extendidas de solidaridad de clase hacia adentro y afuera de la fábrica.
Esta tradición se cimentaba sobre una larga experiencia histórica de una clase obrera que desde sus orígenes se nutrió de sindicatos, partidos y periódicos de clase, así como de una frondosa red de instituciones socio-culturales de clase. Con sus diferencias de práctica y estrategia política, las corrientes que primaron en el movimiento obrero entre fines del siglo XIX y los orígenes del peronismo –anarquistas, socialistas, sindicalistas y comunistas– hicieron múltiples aportes en la organización de una clase obrera joven y “sin ciudadanía”. Carente de derechos laborales, sindicales y sociales, “aún fragmentada, inmadura, sometida a la estacionalidad y movilidad de la fuerza de trabajo, surcada por el universo de los oficios, el espíritu corporativo y la extrema dispersión étnico-lingüística” [4]. Y esto lo hicieron poniendo en pie no solo sindicatos sino instituciones socio-culturales que orbitaban en torno a éstos como bibliotecas, casas culturales y clubes [5] donde trabajadores y sus familias se organizaban, compartían y formaban en su tiempo libre. Una forma de sustraerse al uso del tiempo bajo dominio del patrón. Dice Agustín Nieto: “Junto a la búsqueda de afianzar identidades, se intentaba inculcar vehementemente valores asociados a la construcción de una nueva sociedad libre de opresión. Por este motivo, las actividades iban acompañadas de panfletos, volantes, carteles, notas y declaraciones que no se acotaban a informar sobre lugar, fecha y costo del evento sino a explicitar los fundamentos, las razones de ser de esa disputa con la oferta burguesa de ‘tiempo libre’” [6]. Muchas de esas bibliotecas, casas culturales y clubes fueron posteriormente integrados por el peronismo o disueltas producto de las políticas de las distintas organizaciones, que no ligaron la obra de formación cultural a la pelea por la hegemonía obrera, buscando que la clase trabajadora establezca alianzas sociales para ejercer el liderazgo de la lucha del conjunto de los sectores oprimidos, estrategia de la que carecían. Mientras el PS tenía una estrategia reformista de ocupar espacios dentro del régimen para impulsar reformas parciales; los anarquistas tenían una práctica muy combativa en la lucha de clases aunque desde una concepción más “populista” [7], sin buscar la organización política revolucionaria de la clase obrera; los sindicalistas privilegiaron la negociación con el Estado y terminaron integrados al fenómeno peronista, y finalmente los comunistas, que aportaron a la organización de sindicatos industriales y promovieron importantes huelgas fabriles, acompañando la política del estalinismo, terminaron impulsando una orientación reformista de buscar “frentes populares” con sectores de la burguesía [8].
La experiencia peronista, un “homenaje” a la fortaleza sociológica de los sindicatos, fue la “forma política” que adquirió el intento de romper con estas tradiciones de clase e integrar al Estado a una clase obrera en expansión. En términos gramscianos, fue la ampliación del Estado como respuesta burguesa desde arriba a la expansión de las organizaciones obreras. Si “La burguesía no se limita a buscar el consenso desde el exterior, de forma esporádica, sino que lo organiza, educándolo con las asociaciones políticas y sindicales, que sin embargo son organismos privados (…)” [9] la estatización de los sindicatos y el desplazamiento de los partidos obreros por el peronismo implicó la expansión de una conciencia política reformista que, por las tradiciones culturales y políticas preexistentes de la clase obrera argentina, coexistió con una fuerte identidad de clase.
La fractura neoliberal
Como expresión de un proceso internacional, en nuestro país la derrota impuesta por la dictadura, primero, y la ofensiva menemista después –complicidad de las cúpulas sindicales mediante– llevó a una fragmentación interna de la clase obrera sin precedentes, haciéndola social y culturalmente más heterogénea, mientras los sindicatos vieron progresivamente disminuida su base social.
En este sentido, el neoliberalismo, entre otras cosas, implicó un histórico asalto a aquella identidad de clase. La flexibilización de las condiciones laborales con la expansión del trabajo no registrado, las tercerizaciones, contrataciones y diversas formas de precarización laboral, sumado al salto en los niveles de desocupación, modificó el rol de las organizaciones sindicales. Como señalan Maiello y Albamonte, si desde la segunda posguerra en las burocracias obreras primaba el papel de “integración” al Estado (ampliado) de grandes contingentes de masas obreras, bajo el marco creado por el neoliberalismo pasaron esencialmente a perpetuar la fractura interna de la clase obrera [10]. En una función que no es nueva pero que se amplificó a escalas inéditas, las burocracias obreras se basan en la exclusión de los precarizados, no registrados, desocupados, evitando levantar la lucha por sus demandas. Complementariamente, esto estuvo acompañado del surgimiento de múltiples burocracias de los movimientos sociales entre los sectores desocupados que, ligadas al Estado, operan naturalizando la exclusión del mercado formal de trabajo de parte de la clase trabajadora y actúan desuniendo la lucha por derechos sociales de las demandas del conjunto del movimiento obrero. Lejos del “repliegue del Estado” que ven algunos, se trata de la expansión del Estado ampliado bajo las nuevas coordenadas socio-políticas creadas por el neoliberalismo. Políticamente, esto explica que, en las actuales condiciones de crisis social “tipo 2001” no se haya extendido aún la lucha de clases producto de la capacidad complementaria de contención de movimientos sociales y conducciones sindicales. En otro nivel, esta configuración impacta sobre la identidad de clase de gran parte de las familias trabajadoras expulsadas del mercado formal de trabajo. Del sindicato como organizador casi excluyente de la vida socio-económica y cultural de una clase obrera hasta hace décadas más homogénea, se dio lugar a una configuración mucho más variada de múltiples organizaciones que nacen de una estructura social y una clase obrera más fragmentada. Dice dal Maso sobre la paradoja heredada del neoliberalismo “nunca la clase trabajadora estuvo tan extendida desde el punto de vista de la cantidad de asalariados y sus familias, pero este hecho que surge de la realidad económica no se traduce directamente en una identidad de clase” [11]. En relación con este problema, Jones, para el caso británico, analiza la difusión por parte de las clases dominantes de un nuevo sentido común basado en la “aversión social por los trabajos socialmente útiles pero mal pagados”, sobre los cuales más avanzó la precarización laboral. En nuestro país, lo vemos en trabajadoras y trabajadores que realizan tareas de limpieza, gastronomía, trabajo doméstico, recolección de residuos, reparto, mensajería, construcción, etc., que cobran salarios muy bajos y alternan entre la desocupación y la subocupación, están mayoritariamente excluidos de los marcos de representación sindical. Sobran ejemplos de trabajadores que comparten la línea de producción, el mismo ambiente laboral, las mismas tareas, y dependen de distintos sindicatos con distintos salarios y condiciones laborales. Lo vemos en el caso de trabajadores en las fábricas que hacen tareas de logística, o trabajadores tercerizados telefónicos o eléctricos que son encuadrados en “convenios basura” como el de UOCRA.
Y continúa Jones: “el consenso actual gira en torno a escapar de la clase trabajadora. Los discursos de los políticos están salpicados de promesas para ampliar la clase media. La ‘aspiración’ se ha redefinido hasta significar enriquecimiento personal: trepar por la escala social y convertirse en clase media” [12]. De fondo, este es el sentido común que disputan por instalar las distintas expresiones de la derecha, desde los libertarios de Milei hasta Juntos por el Cambio. Quieren que los trabajadores seamos sujetos social e ideológicamente atomizados, sin valores de clase. Su modelo es un país con asalariados pobres con conciencia de pequeños patrones, donde cada vez más tiempo vital de las mayorías sea entregado al trabajo para sobrevivir.
Por su parte, desde el peronismo (y sus aliados) se difunde una ideología de la resignación que naturaliza y recrea, vía conducción de sindicatos y movimientos sociales que administran la asistencia social del Estado, esta fractura interna de la clase obrera. Si, como señala Trotsky “el proletariado representa una poderosa unidad social, que se despliega plena y definitivamente en períodos de lucha revolucionaria aguda en pro de los objetivos de la clase en su totalidad, pero en el interior de esta unidad se observa una diversidad extraordinaria (…)” [13], la pelea por el despliegue de esa “unidad social” potencial es una tarea estratégica. No solo al interior de la clase obrera misma, buscando ligar social, política y culturalmente los sectores precarios y desocupados a las estructuras más concentradas de la producción, los servicios y los transportes donde la clase obrera expresa su poder social, sino buscando tender puentes organizativos y reivindicativos con los movimientos que luchan contra múltiples opresiones (de género, racial, etc.).
El territorio de la lucha de clases
Si esto supone combinar la pelea al interior de los sindicatos y los distintos movimientos por poner en pie fracciones clasistas con el impulso de instancias de coordinación democrática de los sectores en lucha, buscando ligar las demandas vitales a un programa que postule una salida de fondo, ¿qué práctica política desplegada sobre qué espacio social prepara las condiciones para pelear por esta articulación social y política? Ana Jemio habla de “territorialidad social” como “noción que incluye los modos de ser y hacer de los sectores populares que les daban sentido de unidad, una pertenencia, que eran disruptivos para la reproducción normal de las relaciones sociales capitalistas” [14]. Aplicando el concepto al despliegue de la lucha de clases, podemos rastrear que en la tradición argentina, por sus características sociológico- políticas, esta territorialidad social asumió la forma de una articulación entre “el barrio y la fábrica” así como una tendencia a la territorialización de la lucha de clases cada vez que ésta adquirió dimensiones más radicales. En la provincia de Córdoba, en las décadas del ‘60 y ‘70 lo vemos en la tendencia al surgimiento de comités fabriles y barriales en los barrios de Ferreyra y Santa Isabel alrededor de las plantas de FIAT e IKA-Renault, incipientes organismos de autoorganización y articulación de la alianza obrero-popular que actuaron como puentes sociales y políticos entre las demandas de los trabajadores de la fábrica y las familias del barrio. También lo vemos en la tendencia a la toma y ocupación de barrios como Alberdi alrededor del Hospital Clínicas, que actuaba como polo de reagrupamiento docente-estudiantil; los barrios de Villa Revol y Güemes alrededor de las dependencias de EPEC, puntos habituales de ocupación por los trabajadores de Luz y Fuerza en alianza con el movimiento estudiantil; y el barrio Ferreyra alrededor de las planteas de la FIAT, que era un nodo de articulación entre los vecinos y vecinas del barrio y los obreros de la fábrica, epicentro de acciones como el llamado Ferreyrazo. Territorios desde los cuales los sectores más avanzados de la clase trabajadora desplegaban alianzas sociales y acumulaban volúmenes de fuerza, es decir influencia organizada en sectores del movimiento obrero y la juventud como activos para la lucha de clases. Si bien es claro que el movimiento obrero hoy no presenta la radicalización político-ideológica que el de los ‘60-‘70, la pregunta es ¿cómo reconstruir en la actualidad las condiciones para la emergencia de nuevas prácticas y espacios de articulación de la lucha social, buscando producir nodos de articulación territorial, social y política entre los barrios populares y las estructuras productivas y de servicios?
Un aspecto de la cuestión es programático. En polémica con Juan Grabois, que plantea que la pobreza estructural genera sectores excluidos que no podrán ser absorbidos por el trabajo asalariado y deben por tanto pelear por una renta universal, Nicolás del Caño dice en su libro: “poner fronteras y barreras entre ‘la fábrica’, como metáfora de los asalariados, y ‘el barrio’, como metáfora de los excluidos, lleva a profundizar aún más, antes que a combatir, una de las principales herramientas del neoliberalismo: la fragmentación de las filas obreras. ¿Por qué, en lugar de ahondar la grieta entre la fábrica y el barrio, no debatimos un programa para unir las filas obreras? ¿Por qué no reunir y sumar la fuerza social de los asalariados y los excluidos juntos para exigir el reparto de las horas de trabajo?” [15].
Para tomar un hecho reciente en Córdoba, en la lucha de los trabajadores de Bagley-Arcor que logró frenar el intento de la patronal de avanzar en una reforma laboral por fábrica –buscando imponer un nuevo régimen de trabajo los fines de semana para aumentar la explotación–, los trabajadores contaron en sus medidas de fuerza con el activo apoyo de organizaciones sociales como el FOL y la Asamblea por Trabajo y Vivienda junto a la Red de Trabajadores Precarios e Informales. A su vez, semanas antes del conflicto se había producido un acampe en la puerta de la fábrica Bagley protagonizado por las mismas organizaciones sociales donde se reclamó a ARCOR, una de las alimenticias más grandes del país, por la suba de precios en los alimentos que golpea a las familias más humildes y se planteó la necesidad de reducir la jornada laboral y repartir las horas de trabajo entre ocupados y desocupados como respuesta de fondo a la necesidad de empleo; recibiendo el apoyo de los trabajadores de la propia planta. Este ejemplo es muy significativo porque muestra que la combatividad y disposición a la acción de los movimientos sociales puede golpear sobre sectores del movimiento obrero, poniendo a disposición de la lucha nuevas fuerzas, a la vez que la fortaleza social que pone en juego el movimiento obrero cuando se dispone a pelear puede dar nuevas perspectivas a la lucha de los movimientos sociales. En esa unidad, que se revela como una de las claves del triunfo de los trabajadores frente al poderoso Grupo ARCOR, está el mayor temor estratégico de los gobiernos y empresarios, porque ahí se juega la posibilidad de hacer uso de la capacidad hegemónica de la clase trabajadora, entendida como capacidad de “crear una fuerza mayor a la del propio sector aislado, a partir de una posición estratégica en el funcionamiento de la economía cuya interrupción afecta obligadamente a otros sectores, o a partir de una función cuyo ejercicio implica la relación entre distintos sectores populares” [16].
Trabajadores de fábricas alimenticias que impactan sobre el abastecimiento de alimentos, trabajadores de la energía y las telecomunicaciones que afectan el suministro de luz y las comunicaciones, de los transportes que impactan sobre la circulación de la población. Trabajadores de la salud y la educación que, aunque no afectan a la producción ni la circulación, mantienen lazos cotidianos con las familias de los sectores populares y sus múltiples padecimientos que son claves para el despliegue de la alianza obrero-popular. La misma capacidad hegemónica que permite lograr mediante la lucha la afectación de sectores más amplios, otorga la potencialidad social capaz de reorganizar sobre nuevas bases la provisión de servicios y la producción, orientándolos a la satisfacción de las necesidades sociales y no del lucro capitalista.
Ámbitos para cruzar la vida social y política de miles
Otro aspecto del problema que planteábamos arriba hace a la práctica política. La pelea por la organización y la conciencia de las y los trabajadores, en un marco donde sus sectores más precarios son crecientemente arrastrados a la condición de sujetos “sin ciudadanía” (similar a aquel movimiento obrero de principios del siglo XX), supone creatividad para buscar múltiples vías político-organizativas para recrear la unidad de clase.
Más aún, en una situación como la actual, donde vemos luchas de trabajadores y una creciente actividad de los movimientos de trabajadores desocupados en las calles aunque sin que la lucha de clases se haya generalizado, pero si existe un extendido descontento social y cambios en la conciencia política de amplios sectores que es necesario organizar. En muchos barrios populares, donde más se sufren las políticas de ajuste, crece el descontento con los distintos gobiernos. En casos como el segundo cordón del Gran Buenos Aires, la desilusión con el Gobierno del Frente de Todos comienza a expresarse en un voto a la izquierda. Lo mismo mostró el histórico voto de 25 % a Vilca en Jujuy como expresión de una identificación elemental de la clase obrera jujeña con la izquierda.
Las casas culturales socialistas que estamos discutiendo impulsar en distintas zonas del país desde el PTS junto con trabajadores, mujeres y jóvenes independientes, buscan llegar a todos esos sectores para impulsar asambleas abiertas que permitan cruzar la vida social y política de miles de trabajadores en todo el país para intercambiar experiencias de lucha y organización, debate de ideas y formación y resolución de acciones comunes. Como una política donde la articulación entre esa territorialidad (como relación entre estructuras obreras y barrios populares) y los cambios subjetivos que empiezan a surgir aún molecularmente por los efectos de la crisis en curso, pueda desplegar toda su potencialidad para el desarrollo de una corriente revolucionaria con más fuerzas para la lucha de clases.
En esta perspectiva, apostamos a poner en pie casas culturales donde impulsar asambleas como centros de articulación y organización social, cultural, sindical y política entre las familias de los barrios que sufren la desocupación y pelean por trabajo, vivienda y contra la carestía de la vida; trabajadores de diversos sectores que enfrentan el ajuste; estudiantes que defienden la educación pública; jóvenes trabajadores que sufren la precarización laboral; sectores que pelean por los derechos de las mujeres y en defensa del ambiente, etc. Buscamos que esas casas culturales socialistas se proyecten como auténticos “espacios de libertad” dónde las líneas divisorias que nos imponen los sindicatos o movimientos sociales se borren y se construya una práctica militante común que permita fusionar a los sectores avanzados que vienen haciendo una experiencia política con la izquierda en sus lugares de estudio, trabajo y vivienda, con nuevos sectores desencantados que no ven una salida en este sistema. Una práctica para organizar nuevas fuerzas materiales para intervenir en las luchas que surjan, peleando por la coordinación y la auto-organización, exigiendo a las organizaciones sociales y sindicales que pasen a la acción; y que permita desarrollar múltiples “tribunos del pueblo” capaces ligar la denuncia de cada padecimiento a la búsqueda de resolución de los problemas generales de las mayorías sociales.
Luchar por otra vida
De fondo, esto implica una disputa por la conciencia ideológica y política. Contra una derecha que busca imponer un nuevo sentido común basado en sus valores reaccionarios para aumentar la explotación y un kirchnerismo que milita la ideología de la resignación como único horizonte posible frente a la degradación cada vez mayor de nuestras condiciones de vida, queremos discutir ofensivamente la necesidad no solo de enfrentar el ajuste sino de pelear por construir una salida de fondo, la pelea por otra forma de organizar la vida alternativa a la barbarie capitalista.
Molecularmente, las fábricas bajo gestión obrera como Zanon y Madygraf como emblemas, muestran que cuando se elimina la ganancia como objetivo de la producción, se suprime también el mando capitalista sobre los procesos productivos de la fábrica, permitiendo discutir democráticamente cómo se organiza la producción, los métodos de trabajo y el destino de lo producido. Liberada de las ataduras de la dictadura patronal, la enorme creatividad social acumulada en el saber práctico que ejercen los trabajadores, potenciado con la colaboración de técnicos y especialistas, muestra las enormes potencialidades del trabajo social cooperativo organizado democráticamente.
En la medida en que se desenvuelven en una economía capitalista que les impone las leyes del mercado, estas experiencias son parciales y limitadas, pero son ejemplos vivos que permiten imaginar que la sociedad puede funcionar sin empresarios que impongan el criterio de su acumulación de ganancias como objetivo de la producción y la distribución. Podríamos planificar la organización en gran escala de los medios de producción, distribución y comunicación en función de las necesidades de las grandes mayorías mediante el gobierno de las y los trabajadores organizado democráticamente desde abajo. Marx planteó el comunismo como el orden social que permitiría que la medida de la riqueza ya no sea el tiempo de trabajo sino el tiempo disponible [17]. Si los colosales avances históricos de la ciencia, la técnica, la tecnología, la organización del trabajo humano que ya existen son arrancados de manos de los capitalistas, se podrían aplicar para reducir al mínimo el tiempo de trabajo que la sociedad debe destinar a producir lo que necesita para vivir, hasta lograr que la dedicación de cada individuo al trabajo como imposición represente una fracción ínfima de tiempo. Este sería liberado como tiempo disponible para el disfrute, permitiendo “una poderosa expansión de la cultura, de una cultura auténtica, humana, de una cultura del hombre liberado de las relaciones de clase” [18].
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