Recorremos con el escritor, ensayista y traductor Carlos Gamerro buena parte de la historia de nuestra literatura a partir de su ensayo Facundo o Martín Fierro: las dicotomías que persisten y las alternativas, las lecturas actuales de Borges, la relación con Latinoamérica, el mercado editorial y las nuevas narrativas fueron algunos de sus ejes.
Partís de algo dicho por Borges: que si el “libro nacional” hubiera sido Facundo y no Martín Fierro, hubiéramos sido más felices. Y proponés imaginar que efectivamente la literatura tiene ese poder de configurar la realidad a partir de la forja de “imaginarios sociales” que trabajan en nuestra historia. ¿Sigue cumpliendo la literatura ese rol?
Creo que más que nunca antes la realidad se va configurando a través de representaciones, por decirlo con un término muy general. Quizás en la era de cine, la televisión, la radio, internet, la realidad virtual (eso se hace tan evidente que ya parece una perogrullada), es que podemos volver la mirada hacia la literatura y ver cómo estuvo en el origen de todo eso, no solo desde el siglo XIX argentino sino por lo menos desde el comienzo de la literatura occidental. Al mismo tiempo, parecería que la literatura estrictamente hablando perdió terreno frente a todos estos discursos o modos de construir la realidad. De hecho una inquietud que me llevó a escribir este libro fue la comprobación de que en los debates sobre la historia, sobre la política, sobre el proyecto de país, o incluso la construcción de las subjetividades más a nivel individual, la literatura fue olvidada, ya no era imprescindible a la hora de plantear estas discusiones. Y yendo hacia atrás en el tiempo, en los comienzos de nuestra literatura, se ve todo lo contrario: no se concibe pensar el país o intervenir en política si no es a través de la literatura. Quizás un sueño con este libro era recordarle a quienes entablan estas discusiones en todos los ámbitos –el periodismo, la televisión, las redes, o incluso los psicoanalistas–, que la literatura sigue diciendo cosas que no dice ningún otro discurso, que sigue siendo capaz de elaboraciones que no son reemplazables.
Cuando se dice “la literatura ya no importa porque los políticos no leen, la gente no lee”… Bueno, lo de que los políticos no leen es bastante evidente… y soy escéptico del lema de la Feria del Libro “del autor al lector”, creo que el libro no es solamente del autor al lector, creo que hay cadenas mucho más largas. Si querés medirlo por las cifras de venta de las obras literarias tendrías que pensar que el lugar de la literatura es insignificante. Pero el tema es no tanto cuántos leen sino quiénes leen, yo creo que muchos de los llamados formadores de opinión, constructores de subjetividad, o como quieras llamarlos, leen: el libro es leído por un periodista, por un psicoanalista, por un director de cine, que a su vez va a crear otro discurso y va a difundir esas ideas o las va a transformar, pero muchas veces las formas originales de construir maneras de pensar, de sentir, de ver, si remontamos la cadena discursiva, vamos a llegar a la literatura, y en ese sentido, su potencia es menos visible pero no está menos presente.
En el libro proponés una historia de la literatura marcada por dicotomías, y que el Facundo parece encasillado en un lado de esa dicotomía mientras que Martín Fierro permitió lecturas de uno y otro bando, lo que parece haber sido la clave de su éxito. Sin embargo decís que la caída de Facundo no es sin una venganza porque impuso sus reglas. ¿Cuáles serían?
Usando una metáfora de otro terreno, el Facundo marca la cancha: el trazado del campo de batalla, cuáles son los contendientes y cuáles son las reglas de la contienda, claramente lo marca el Facundo. Tanto es así que cuando José Hernández intenta terciar en la disputa se encuentra atrapado en las dicotomías que crea Sarmiento. Por ejemplo, uno puede ver cómo en la primera parte del Martín Fierro, todavía un texto de más enfrentamiento, de batalla con el ala más liberal, más europeísta del gobierno, hay una postura más anarquista antiestatal liberal, hay una defensa del gaucho, de la opción por la ilegalidad; es un José Hernández que todavía apuesta a los caudillos como factor de poder. Sin embargo, ya la condena de la barbarie o el salvajismo representado por el indio es completa. En una forma un poco simple: José Hernández entrega al indio para salvar al gaucho… Si uno cree que la realidad es como la pintaba Martín Fierro parecía haber una enemistad irrevocable entre gauchos e indios, pero si uno lee otros autores, sin ir más lejos Mansilla, ve que había una zona de alianzas. De hecho el final del Martín Fierro parecería ajustar esa alianza: Fierro y Cruz se van hacia los indios, que se presentan como un terreno utópico de libertad, donde el gaucho puede vivir fuera de la ley –que es el enemigo– y fuera del control del Estado. Y después José Hernández se da cuenta de que ese pacto no existe, y termina no solo profundizando la condena del indio que en la segunda parte, “la vuelta” del Martín Fierro, es brutal, sino también admitiendo que el gaucho libre, bárbaro o que se sustrae a la ley y al poder del Estado ya es imposible, y lo trae de vuelta para que se haga obediente, buen ciudadano o, dicho en términos más simples, peón.
Pero al mismo tiempo eso convierte al Martín Fierro en un texto donde la dicotomía civilización/ barbarie es interna al mismo texto: “la ida” y “la vuelta” están enfrentadas una con otra. Por eso planteo que en realidad la dicotomía que construye Borges tiene que ver con el momento político en que está hablando: por un lado es una simplificación, porque pareciera que el Martín Fierro implica de alguna manera una defensa de la barbarie cuando el Martín Fierro es las dos cosas. Y por otra parte es una traición que Borges hace de su propia lectura, porque el de los años ‘20 y ‘30 sobre todo destaca el aspecto más bárbaro y libertario de Martín Fierro, pero después eso se lo apropian los peronistas y… ya no.
Acabás de publicar otro libro, Borges y los clásicos. ¿Creés que hay una relectura de Borges en los últimos años? Pensando no solo por el aniversario reciente, sino en que con un gobierno peronista hubo reivindicaciones de Horacio González debatiendo con Feinmann, por ejemplo, o en el programa de Piglia en la TV Pública. ¿Hay un cambio definitivo o es una especie de ciclo Borges?
Creo que en todo caso con Borges hay una dialéctica más que un vaivén dicotómico, y hay una etapa que ya está superada. Sí, durante el período kirchnerista hubo lecturas que tuvieron bastante de recuperar ciertas figuras, de Jauretche o el revisionismo, y muchas de las líneas del populismo o nacionalismo peronista, y al mismo tiempo a Borges se lo consagra desde ahí; creo que en eso Borges pasó la prueba.
Por un lado se da algo que le pasa a muchos autores: pasó con Joyce en Irlanda en los años ‘60, se lo atacaba porque no era lo suficientemente irlandés; después cuando los irlandeses van por el mundo y todo el mundo los conoce por Joyce y les preguntan sobre Joyce, llega un momento que dicen “y bué… qué va a ser”. Una vez estaba en un programa radial escuchado por simpatizantes del gobierno de Kirchner hablando de Borges y trataba de explicar por qué era tan valioso para los peronistas y no peronistas, los nacionalistas o no… y un oyente al final del programa llama y dice “bueno, finalmente Borges es el escritor de ellos”. Y yo digo: si vos se los regalás, les estás haciendo el mejor regalo… Si estás en contra de ellos y les querés dar batalla, lo peor que podés hacer en el plano literario cultural es regalarles a Borges.
Porque aparte no es tan simple Borges: claramente su frontera absoluta para todo –cultural, político, ético– es el peronismo. Ahí hay un punto fijo alrededor de lo cual gira todo lo demás, que es su gorilismo. Pero en buena medida, el camino que recorre la literatura, la cultura, el pensamiento argentino para llegar al peronismo, fue un camino que recorrió Borges. Claro, cuando se dio cuenta que eso había llevado al peronismo hace un mea culpa o revisión, entre ellas esta frase famosa que yo uso donde Borges está renegando de sus propias lecturas rebarbarizadoras, criollistas, nacionalistas. Y hay libros recientes como el de Norberto Galasso Jorge Luis Borges, un intelectual en el laberinto semicolonial, que parte de una premisa a mi entender totalmente errada: que la obra que justifica a Borges, lo mejor de Borges, es esa etapa criollista inicial entre los años ‘20 y ‘30, y que después se entrega al imperialismo, al mercado, a la oligarquía, y escribe los cuentos esos absolutamente artificiosos. Pero construye un Borges totalmente apetecible para el pensamiento nacionalista, populista, antiliberal, antiimperialista de la primera etapa; eso también me parece muy significativo. Y cuando critica a Borges, en realidad más que atacarlo lo disculpa, dice: “bueno, en el medio en el que se movía, con esa madre, con Bioy Casares, pobre Borges…”.
Una teoría del cerco para Borges…
Exacto. Ya eso quiere decir claramente “Borges es intocable, tenemos que tratar de construir un Borges compatible con nuestras posturas, para no regalárselos”. Pero los homenajes a Borges en todos los planos institucionales y estatales, internacionales, son constantes. Me parece bien porque las posturas de los años ‘60 y ‘70 ya estaban totalmente superadas.
La TV pública elige a Piglia, que es una figura no vista ni como peronista ni como gorila…
No es peronista, pero hay una categoría que uso más de una vez en el Facundo o Martín Fierro… es peronista friendly, y el kirchnersimo maneja mucho esa categoría, que justamente el peronismo de los años ‘60 y ‘70 no: o eras peronista o no.
Decís en el libro que la crítica literaria argentina peca de argentinismo porque se analiza concentrada sobre sí misma o en relación a literaturas europeas, y no con Latinoamérica. ¿Qué se habría perdido detectar la crítica por ello?
Es un terreno donde hay mucho para decir. Lo primero que tengo que hacer lamentablemente es un mea culpa porque me hubiera gustado que Facundo o Martín Fierro lo tuviera –quizás es otro libro–. Poner eso fue un poco decir “a ver si alguien toma la posta y escribe este libro”, una lectura de la literatura argentina en el contexto de la literatura latinoamericana. Creo que en buena medida es una de las herencias pesadas, que tendríamos que revisar, de Borges. Borges lee la literatura argentina exclusivamente en términos o de sí misma o de las literaturas europeas, o estadounidense, o de la China o de la India, pero de Latinoamérica no.
Para mí los momentos en que entró la literatura latinoamericana fueron muy productivos. Por mencionar un momento para mí significativo: ¿por qué la gauchesca construye siempre como enemigo al juez, al comandante militar, a la ley, y nunca al patrón, al estanciero? ¿Y cómo me di cuenta de eso? Leyendo a la par de la literatura mexicana, donde ahí sí, porque tuvieron la Revolución, siempre el malo es el patrón y alrededor de él se ordenan los jueces, la Policía, el Ejército. Acá pareciera que justamente en la gauchesca siempre viene la ley a romper la armonía entre patrón y gaucho, entre patrón y peón, que es una especie de idilio feudal. ¿De dónde sale eso? De que todos los que escribieron gauchesca eran estancieros.
Conciliación de clases, rascás un poco y son todos peronistas…
Y por eso la gauchesca es peronista friendly, por eso Borges cuando hace esa lectura retrospectiva de la literatura y la política argentina a partir del peronismo dice que si José Hernández hubiera vivido hoy sería un peronista más, y Martín Fierro peronista avant la lettre.
Otro ejemplo: siempre me interesó el género de novelas latinoamericanas de dictadores. Y de repente leyendo a Carpentier, que hace dentro de la novela una especie de genealogía de novelas de dictadores, hace arrancar el género desde “El matadero” de Echeverría. ¿Cómo no se me había ocurrido? Claro, nosotros empezamos con toda la novelística contra Rosas. Y ahí es donde tomo conciencia de qué poco latinoamericanos somos. Salvo un momento de los años ’60-‘70, con el boom y todo un intento de una construcción política de una entidad llamada Latinoamérica.
Deben tener también que ver las cuestiones de circulación de dinero: a los escritores argentinos nos invitan desde Estados Unidos o de Francia o de Alemania, difícilmente de otros países latinoamericanos porque no tienen un peso, entonces no se crean contactos, redes.
A pesar de que todos recibimos los libros desde España…
El mercado editorial es borbónico. El libro para llegar de Buenos Aires a Montevideo tiene que pasar por Madrid o Barcelona. No el libro físico, pero sí el movimiento del mercado editorial. No hay circulación transversal.
Pero volviendo, quizás David Viñas era alguien que pensaba más en términos de literatura latinoamericana, pero creo que es la excepción. Ahora estoy leyendo, para un proyecto nuevo, sobre la exposición internacional de París, donde se construye la Torre Eiffel y la Argentina construye un pabellón rodeado de pabellones de otros países latinoamericanos. El encargado de todo eso era Cambaceres, y cuando los franceses proponen que todos los países latinoamericanos estén en un pabellón latinoamericano, Cambaceres y los argentinos ponen el grito en el cielo. Así que eso viene de largo y no da señales de cambio. Hubo un momento que pareció que podía modificarse, en los años ‘60-‘70 claramente, y ahora volvimos a una literatura argentina que es bastante o autosuficiente o relacionada con Europa o Estados Unidos. Que no está mal en sí, pero muchas cosas que son comunes en Latinoamérica, o diferentes, no las percibimos. Incluso no solo por lo que no leemos sino, como contaba, porque leemos esas novelas de dictadores y no las conectamos.
Hablando de la literatura contemporánea, ¿considerás que en estos y otros temas hay una nueva generación de narradores con características distintivas, o es más un recurso de marketing editorial?
Yo soy parte interesada, porque si te digo que no hay nada nuevo quiere decir que todo lo que hice en ficción son meros refritos. Cuando empiezo a trabajar con las novelas, sobre todo en Las islas–si hay ruptura e innovación se los dejo para los historiadores y los críticos–, sí sentía que estaba avanzando en un terreno más o menos nuevo y explorando formas nuevas de pensar. Podía en todo caso buscar ciertos apoyos en algunos autores de la generación anterior, como Puig por ejemplo, que me interesa justamente, y lo desarrollo un poco en Facundo o Martín Fierro, porque veo un autor que en los años ‘70, paralelamente a los hechos mismos, está haciendo una literatura política nueva, que ya no pertenece al paradigma de ese momento.
Yo creo que en la simplificación, que yo nunca me tragué –de hecho considero que hago literatura política–, es que hay un modelo de esa literatura que representa magistralmente Rodolfo Walsh, que efectivamente no se puede seguir haciendo en los ‘80 o en los ‘90; entre otras cosas por la concepción del lugar de la política y su utilidad, su función. Si la literatura se justifica en última instancia porque colabora en la tarea de hacer la revolución, y si el horizonte de hacer la revolución después de la dictadura y en los años ‘90 parece bastante lejano, entonces esa literatura evidentemente no tendría sentido. Pero me parece que lo que hace Puig es algo fuertemente político, y no solo en el sentido de “nuevas políticas” como cuestiones de géneros o sexualidad, sino también en un sentido tradicional. Pone en juego toda una discusión sobre el peronismo, la izquierda, la lucha armada: El beso de la mujer araña, Pubis angelical.
Me parece que autores que trabajamos estas cuestiones políticas y del pasado más inmediato –Martín Kohan, Alan Pauls, Leopoldo Brizuela desde otro lugar–, estamos por lo menos intentando hacer cosas nuevas. Por otra parte, la ruptura de la dictadura es tan masiva, tan abismal, que aunque quisiéramos no podríamos haber mantenido líneas de continuidad, fueron todas desaparecidas. Y después en la que podría ser una generación siguiente –yo me centro en Facundo o Martín Fierro en la producción de los hijos de los desaparecidos o de los militantes no necesariamente muertos o desaparecidos– claramente hay algo –es inevitable trabajar ahí al mismo tiempo literatura y cine–: Albertina Carri, Nicolás Prividera, Félix Bruzzone o Mariana Eva Pérez; hay algo nuevo no solo con respecto a la generación de sus padres, sino con respecto a los que somos una especie de generación intermedia.
Decís en el libro que ese tema está cerca de cumplir un ciclo, porque incluso ya no son solo familiares únicamente los que escriben sobre eso…
Sí, ahí simplemente tomé nota y traté de leer la aparición de Una muchacha muy bella [de Julián López]: ¿qué pasa que de golpe aparece una novela que tiene todas las características del género salvo lo que parecía central y definitorio que era su origen en un sujeto que fuera efectivamente un familiar? Y lo comparo con lo que pasó con la gauchesca, que nunca fue escrita por gauchos pero sí por hombres que tenían experiencia directa de la vida en el campo y del trato con el gaucho, y el último es Güiraldes. Don Segundo Sombra es la última novela gauchesca que se legitima porque el autor sabe de lo que habla. Después de eso, ¿quién escribe gauchesca? Aira, Kohan, Bizzio, Guebel, y a ninguna persona se le va a ocurrir preguntarnos “¿Y vos cuándo domaste un potro?”. Y por otra parte, la escritura de Una muchacha muy bella es muy distinta, tiene algo manierista, muy estilizado, que tiene que ver me parece con el momento en que ya se está construyendo un género literario que se define únicamente por el tema y por la forma y no por una determinada condición de producción, de relación del sujeto con la experiencia. No quiere decir que esté agotado y que no puedan surgir otras cosas, pero también es cierto que después de Carri, Bruzzone y Mariana Eva Pérez la sensación que te da es que mucho shock ya no queda; la capacidad de sacralizar, de solemnizar toda esa temática ya fue llevada a cabo. También por eso me parece que no era predecible que apareciera una novela como Una muchacha muy bella, pero cuando aparece te da la sensación de que es una mirada que de alguna manera tiene algo de nostalgia, algo de sentimental, que tiene que ver con el agotamiento.
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