En 1972 aprobó el examen habilitante y se convirtió en la primera mujer guardavidas de nuestro país. De las piletas de Independiente a las costas de Villa Gesell, la fabulosa historia de una pionera.
Juan Ignacio Provéndola @juaniprovendola
Martes 19 de febrero de 2019 12:40
Uno de los estereotipos más instalados en los veranos en la playa es el del guardavidas como un adonis rodeado de pretendientes hipnotizadas por sus atributos físicos. Por suerte, esta figuración fue perdiendo lugar en el imaginario popular gracias a las reivindicaciones de género que atacan donde más duele: en los lugares comunes de nuestras cabezas, demoliendo murallas instaladas en el inconsciente colectivo por mandato cultural.
Matilde Ontiveros irrumpió cuatro décadas antes de que estas sensibilidades actuales pudieran favorecerla. No era fácil ser mujer en una comunidad machista, y mucho menos guardavidas en mares dominados por los hombres. La historia transcurrió en Villa Gesell.
Matilde tenía una relación particular con el agua, ya que había aprendido a nadar en la pileta de Independiente de Avellaneda, cerca de donde vivía, y obtuvo con ese club grandes resultados deportivos en pileta tanto a nivel nacional como sudamericano. Sin embargo, un sinsabor en una de esas competencias la empujó a abandonar la actividad y a alejarse por completo del agua. Todo eso sucedió cuando tenía tan sólo 15 años.
Una década más tarde aparece Villa Gesell en su destino cuando se mudó en 1968 con sus dos hijos a una vivienda de la zona céntrica. Primero probó poniendo una cigarrería, luego un local de artesanías. Hasta que un día un tipo le pidió permiso para colocar un cartelito en la vidriera: ofrecía clases de natación en una pileta que había instalado. Se pusieron a charlar y descubrieron que ambos ya se conocían del natatorio de Independiente. El hombre le contó que, además, dictaba el curso oficial de guardavidas en la sede geselina de la Cruz Roja y la invitó a participar.
A pesar de vivir en Villa Gesell, el mar todavía era lejano para Matilde. Tenía 32 años y hacía diez que no nadaba. Encima este hombre le proponía un desafío inédito, ya que no había hasta el momento ninguna mujer cuidando las playas. ¿Estaba preparada ella para ser la primera?
El sujeto en cuestión era Juan Carlos Galeano, decano de los guardavidas geselinos. “Podés ampliar tus conocimientos porque, además de nadar, aprendés a salvar vidas… que podrían ser las de tus hijos, o los míos”, le dijo Galeano, tratando de impresionarla con argumentos ciertos y nobles. Matilde se sintió atraída por esta propuesta que le permitiría reconfigurar sus lazos con el agua: ya no iba a ser apenas una nadadora, sino también una guardavidas. Tarea en la que las medallas son los rescates. Es decir, las personas a las que se protege de los peligros letales del mar.
“En la Cruz Roja eran muy machistas, pero igual me presenté a dar el examen. La gente se juntaba alrededor de la pileta para ver como bochaban a la chica que quería ser guardavidas”, recordó Matilde. El curso duraba tres meses y, al término del mismo, la municipalidad local contrataba a los cinco mejores graduados. La evaluación consistía de una prueba teórica y otra práctica, nadando 400 metros en estilo crol. Ella obtuvo la calificación más alta en ambas comparecencias y, de esa forma, se convirtió en la primera mujer guardavidas de la costa bonaerense en la historia. Tenía 32 años.
“Mi primer rescate fue con un amigo”, recordó. “Estaba charlando con otra gente cuando, de repente, ví a este hundiéndose. Ni siquiera lo pensé: me tiré al mar y lo saqué. Ahí me di cuenta que ‘servía’, que estaba capacitada para esto”. Según Matilde, las claves para hacer bien el trabajo de guardavidas eran “saber nadar muy bien, aprender primeros auxilios y tener resistencia”. Comenzó en 1972, a los 32 años, y las cosas no le fueron fáciles. Recordó, por ejemplo, que muchos hombres fingían recomponerse al comprobar que era una muchacha quien acudía al rescate, ya que temían que eso humillara sus vigores de Macho Alfa. O la vez que uno, severamente embrollado en el mar, le rogó que disimulara el salvataje para no sentir escarniada su virilidad en la concurrida playa.
Como no había protectores labiales, Matilde penetraba en el oleaje con un intenso rouge labial, único recurso que había encontrado para resguardarse aunque sea un poco del sol. Apenas una muestra de cómo se sobreexigía en su trabajo. No porque sintiera que fallaba en su labor cotidiana, sino porque temía que el machismo imperante la condenara por su condición de género el día que no pudiese impedir lo que de todos modos tampoco hubiese logrado un hombre: las fatalidades irreversibles en el mar.
Además de padecer los miramientos sociales y culturales de su época, Matilde también tuvo que surfear una relación tensa con Carlos Gesell, el fundador de la Villa. Todo comenzó cuando ella puso el primer local de flippers del que se tiene registro en toda la Costa Atlántica. Se asoció con alguien que le conseguía las máquinas y la apuesta fue tan exitosa que luego tuvo que añadir un bar. Carlos Gesell la ignoraba alevosamente cuando la cruzaba y luego preguntaba por ella en voz baja. Es que detestaba el juego en casi todas sus formas y temía que, dada la cada vez más creciente demanda de esas nuevas maquinitas, su Villa se convirtiera en un garito del ludismo alienante. El desprecio por estas prácticas fue tal que incluso Carlos Gesell destinó las pocas energías que le quedaron en sus últimos años casi exclusivamente a combatir a quienes querían instalar un casino en su pueblo.
Pero lejos estuvo Matilde Ontiveros de desear algo semejante. Simplemente hizo lo que decenas de miles de geselinos, ayer, hoy y siempre: intentar procurarse una fuente de ingresos para vivir en esta ciudad. A lo cual, además, Matilde le añadió una vocación humanitaria expresada en su trabajo como guardavidas. “Para cumplir el oficio hay que tener cierto sentimiento de amor hacia un prójimo que, en su mayoría es desconocido. Un anónimo al que, redondamente y sin vueltas, se le salva la vida abrazándolo, reanimándolo boca a boca o haciéndole lo que fuese necesario para rescatarlo”, resumió ella.
Tuvieron que pasar muchos años para que dejase de ser vista como anomalía entre mangrullos dominados por hombres. Después de acumular experiencia como guardavidas municipal, Matilde se animó a liderar un proyecto comercial vinculado con el mar y fundó el balneario que llevaba su nombre. Y a mucha honra: trabajó incansablemente para construir su propio sueño entreverándose con los albañiles en la obra, discutiendo el diseño con el arquitecto, peleando precios con los proveedores y dándole vida a un parador emblemático del norte geselino que, por supuesto, la tuvo también en lo alto del mangrullo.
Matilde Ontiveros fue guardavidas en todas las expresiones posibles hasta principios de la década del ’90, aunque su referencia se surcará en el infinito de los tiempos por haber sido la primera mujer entre tantas que felizmente vemos hoy en día escrutando las playas de nuestras costas argentinas. Falleció el 30 de noviembre pasado, aunque poco antes fue declarada Ciudadana Ilustre de Villa Gesell en un inédito reconocimiento en vida para quien, sin lugar a dudas, lo merecía con amplitud.