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Red Internacional
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A modo de reseña. La locura de la psiquiatría franquista: Leonora Carrington y sus Memorias de Abajo

En 1943 la artista publicó un breve relato autobiográfico. Allí narra la cruel internación por la que pasó tres años antes, en un centro psiquiátrico en Santander, en el Estado español. Reeditado por Alpha Decay en 2017, el texto condensa esas líneas y oficia de regreso a un pasado tenebroso, donde la reacción social e ideológica define los contornos de la salud mental.

Miércoles 21 de agosto 23:59

'Down Below', Leonora Carrington (1940).

’Down Below’, Leonora Carrington (1940).

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El dolor es intenso; la desesperación también. Segundos antes -tal vez minutos, no lo sabe- cerró los ojos. Lo más insoportable no es la violenta convulsión que destroza su cuerpo; es mirar la mirada de los demás posarse sobre ella. Leonora Carrington, pintora surrealista, está atada a una cama. Es agosto de 1940, en Santander. España toda está dominada por el franquismo. El país, política y territorialmente “integrado” a fuerza de muertes y coacción, habita el tiempo de una revolución derrotada. Aquella magnífica revolución obrera y campesina que, en palabras de León Trotsky, fungía de última advertencia ante esa barbarie de sangre, barro y muerte que tomó el nombre de Segunda Guerra Mundial.

Acordonada a esa cama, Leonora acaba de ser inyectada con Cardiazol, fármaco que la psiquiatría de ese tiempo considera útil para abordar la esquizofrenia. La racionalidad del feroz procedimiento anclaba en la presunta incompatibilidad entre el padecimiento y la epilepsia. La mecánica del tratamiento era salvaje y simple: inducir al paciente una crisis convulsiva para “normalizarlo”; destrozarlo para calmarlo.

El cuerpo de la artista se desgarra frente al Cardiazol. José, celoso guardián, enfermero y breve amante, narra el siniestro ritual al que entregan su cuerpo: “Para que me entienda: su cabeza siseaba, su piel se rasgaba, le metimos un trapo entre los dientes para que no se cortara la lengua. Cuando vinieron las convulsiones dejó de gritar. Este tratamiento también produce diarrea, se pierde todo control, se intenta hablar y solo salen sonidos ininteligibles”.

El Cardiazol se presenta como el tratamiento para personas “incurables”. Leonora no quiere ser sometida; se asume como indomable “yegua de la noche”: “Soy nightmare”, repite gritando. Décadas más tarde, en una noche literaria acontecida en plena dictadura argentina, Borges definirá a nightmare como la palabra “más sabia y más ambigua” para referirse a lo que, en español, llamamos “pesadilla”. Leonora es, en cierto modo, la pesadilla incontrolable de aquellos reaccionarios médicos españoles.

El tratamiento feroz busca destruir su personalidad. Luis Morales, uno de sus médicos-captores, les informa a los enfermeros-carceleros: “Si se pone brava, le daremos otra sesión de Cardiazol, porque otro choque convulsivo la va a estabilizar, ya he consultado a mi padre”. Tras la falsa asepsia médica emerge el estigma ideológico: “Esta paciente no conoció ni la disciplina ni el control, le permitieron hacer lo que le venía en gana, se volvió extravagante y fantasiosa. Los alemanes sí que saben disciplinar a sus ciudadanos para llevarlos al bien común”.

La nazifilia inunda la psiquiatría franquista. Esta resurge como respuesta católica y medieval en aquel país aun conmocionado por la revolución derrotada. Allí, bajo el régimen reaccionario triunfante, se despliega una disciplina que busca desesperada la destrucción de cualquier apariencia de rebeldía. Discursivamente impune, se propone, por ejemplo, diseccionar el “psiquismo del fanático marxista”. En los campos de prisioneros y en los cuerpos de los brigadistas internacionales ensaya la sórdida experimentación.

En esa España contrarrevolucionaria, que según un personaje de Almudena Grandes “se ha convertido en un país de asesinos y asesinados”, la derecha declamaba obscenamente sus métodos. Antonio Vallejo Nágera, figura emblemática de la psiquiatría franquista; rabiaba de furia contra todo desafío al orden. Coronel y médico, definía como psicópata a quien reaccionara “ante la miseria o trabajo inremunerario rebelándose contra la sociedad”. Bautizado como el Mengele español, destilaba desprecio contra quienes “prefieren vivir del socorro rojo, de la cotización de los compañeros o del subsidio de paro, holgazaneando y librándose a sus bajos instintos”. Marco Merenciano, mezcla aberrante de falangista católico y nazi, peleaba su propio lugar en el podio de esa eugenesia psiquiátrica. Afirmaba que “en todo resentido existe siempre un marxista auténtico”. Reclamaba su derecho a ser la cura, el “remedio a ese mal”.

Leonora es otra víctima de ese escarnio fascistoide que persigue, antorcha en mano, cualquier rastro de deseo o rebeldía. Sus médicos-captores celebran aquel tiempo reaccionario. Para ellos, los muertos de la guerra civil “han caído por Dios, por España y por el rey!”.

En ese tiempo de locura y barbarie, Leonora transitó la propia. Había llegado a aquella España derrotada huyendo. Escapando del horror nazi, que inundaba una Francia también derrotada. Esquivaba un destino doloroso de muerte, cárcel o soledad. Max Ernst, su compañero, acababa de ser detenido.

Desgarrada por esa violencia política que le arrebataba parte de la vida, se obligó a expulsarlo todo. Se indujo al propio vacío. Lo relata: “Esperaba aliviar mi sufrimiento con estos espasmos que me sacudían el estómago como terremotos. Ahora sé que esta no era sino una de las razones de esos vómitos. Había visto la injusticia de la sociedad, primero quería limpiarme yo misma, y luego ir más allá de su brutal ineptitud”.

No logra despegar a su cuerpo de esa injusticia. Transita los Pirineos hacia el sur cargando ese malestar exasperante. Apenas pisa la España franquista, siente que el ahogo vuelve. Escribe: “La entrada en España me abrumó por completo: pensé que era mi reino; que su tierra roja era la sangre seca de la Guerra Civil. Me asfixiaban los muertos, su densa presencia en ese paisaje lacerado”.

La locura la persigue al exilio. La sigue oprimiendo. Sobre esa tierra de revolución derrotada sobrevuela el espectro de la cruel masacre que surca Europa. Leonora siente que en su cuerpo anida la solución a la Guerra. Se percibe freno a esa barbarie armada que se ciñe al mundo como mugre. Allí, en ese Madrid triste y agrisado, reclama una audiencia al cónsul británico. Intenta arrastrarlo a su plan: “Me esforcé en convencerle de que la Guerra Mundial estaba siendo dirigida hipnóticamente por un grupo de personas”. Le pide, le exige, una reunión urgente con Franco. Solo logra confirmar prejuicios y estereotipos. El destino, lo sabemos, es la clínica psiquiátrica que regentean Luis y Mariano Morales.

Leonora logra escapar a aquel infierno. Al precio de transitarlo; de tres dosis de Cardiazol; de ataques epilépticos, golpes y amenazas; de carreras desenfrenadas intentando eludir a sus enfermeros-carceleros. De meses de resistencia a ese entorno hostil que intenta amansarla.

Crea su propio mundo; altera nombres e historias en ese inmenso predio campestre. Añora ser libre; lo busca. Las páginas pasan y la pintora se mueve hacia Abajo, el último de los pabellones psiquiátricos: el que oficia de frontera entre las cintas que la aferran a una cama y la limitada libertad que ofrece el franquismo.

Es allí, en Abajo, donde se reencuentra. La última dosis de Cardiazol, al destrozarla, abre una hendija. Leonora escribe: “En ese momento recobré la lucidez. Mis objetos cósmicos, mis cremas para la noche y mi pulidor de uñas había perdido su significado (…) comprendí que el Cardiazol era una simple inyección y no un efecto de hipnotismo; que don Luis no era un brujo sino un sinvergüenza; que Covadonga y Amachu y Abajo no eran Egipto, China y Jerusalén, sino pabellones para dementes, y que debía marcharme de allí cuanto antes”.

Memoria de abajo testimonia la crueldad de un tiempo de oscurantismo y contrarrevolución. Testimonia, también, el deseo por la vida. Ese deseo inmenso que arranca a Leonora de aquella locura dolorosa para llevarla hacia otros caminos. Caminos de locura creativa; de belleza pictórica; de rebeldía y lucha.


Eduardo Castilla

Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.

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