Entre la ficción y la realidad, Veintisiete noches cuenta la historia de Sarah Katz (personaje basado en Natalia Kohen), artista plástica y mecenas que fue internada contra su voluntad por pedido de sus hijas. Un libro para pensar la salud mental.
Facundo Tisera @facu.tisera.11
Jueves 17 de marzo de 2022 12:15
Una tarde de junio del año 2005 Sarah Katz se encontraba en su hogar cuando su hija Miriam, su yerno, el administrador de la familia y seis enfermeros entraron con el objetivo de llevar a cabo su internación involuntaria. Con esta escena que reverberará a lo largo de todo el libro es que la escritora y psicoanalista Natalia Zito da comienzo a la novela.
La primera pregunta que se desprende tiene que ver con la forma. Podemos, en principio, pensar la novela como no ficción ya que está inspirada en el caso de Natalia Kohen, la artista plástica y mecenas que en el 2005 inició acciones legales tanto contra sus hijas como contra el neurocirujano Facundo Manes —actual diputado nacional por la provincia de Buenos Aires por Juntos por el cambio —quien, en ese momento, llevó adelante su internación y posterior tratamiento basándose en un diagnóstico dudoso y con irregularidades en el proceso.
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El argumento: según sus hijas Nora y Claudia (Olga y Miriam en el libro), la mujer de 88 años estaba actuando en forma extraña, asistiendo a fiestas y despilfarrando la fortuna familiar. A pesar de que su médico personal y un colega suyo de renombre rechazaron la idea de un deterioro cognitivo en Natalia, Facundo Manes (Orlando Narvaja) diagnosticó la enfermedad de Pick y gestó la internación involuntaria. Hasta allí, la historia conocida.
Sin embargo, la autora elige el camino de la ficción al construir a los protagonistas como quien construye personajes de una novela de suspenso. Y es que la realidad es, en última instancia, una reconstrucción que internalizamos, cuestionamos, pero sostenemos. Así, entre Sarah y Natalia, entre Orlando Narvaja y Facundo Manes, nace este libro que funciona como una intervención en el imaginario colectivo. Intervención que, en efecto, puede modificar la realidad construida.
Luego de la escena prima de internación forzada, Sarah pasará veintisiete noches en una institución de salud mental, incomunicada y sin ser escuchada por los y las terapeutas que se limitarán a cumplir, sin cuestionar, la dinámica institucional.
La historia, finalmente, da un giro cuando Sarah se las arregla para hacerle llegar a un amigo la información de su hospitalización y este comienza una declamación mediática para visualizar el atropello, lo que concluye en un alta apresurada y la continuidad de un dispositivo de internación domiciliaria. Lo que siguen son pleitos legales y un intento de restitución, de vuelta al estado previo de libertad.
Ahora bien, la pregunta es inevitable: ¿Qué significa, según criterio de las hijas y el doctor Narvaja, que la paciente tenía un comportamiento extraño? Desde hacía un tiempo que Sarah asistía a fiestas, organizaba encuentros en su departamento, salía a reuniones interminables, estaba “hiper” sexualizada, hablaba de un novio con quien iba a casarse y, fundamentalmente, estaba gastando demasiado de su dinero. El despilfarro y la posibilidad de que la fortuna familiar sea dilapidada fueron las alarmas que pusieron a Sarah en la mira. El detonante fue el hecho de que quisiera invertir alrededor de quinientos mil dólares en un proyecto cultural de la Ciudad de Buenos Aires. La amenaza era ahora, a los ojos de su familia, un hecho.
Natalia Zito habla de identificación con el personaje de Sarah y hace un planteo interesante. Refiere que la empatía que en general siente la gente con lo que se identifica como millonarios suele crecer potencialmente en la medida en que aparece algo de la vulnerabilidad, y es allí, justamente, en donde se hace fuerte la novela.
Si habláramos del padecimiento o desencuentro que tienen los miembros de una familia con poder y riquezas seguramente sentiríamos que algo de eso nos es lejano, que no nos identifica. Sin embargo, cuando el desplazamiento vira hacia un estado de vulnerabilidad o prejuicio sobre la tercera edad, la feminidad o mismo hacia lo que se cree socialmente que debe representar la maternidad, o más precisamente una madre, sentimos que el agravio nos interpela desde otro lugar.
¿Cómo debería ser la vejez? La gerontología nos invita a hacernos esta pregunta. ¿En qué punto empezamos a pensar en una persona mayor como alguien incapaz de gozar? La cuestión por el goce en la tercera edad —no goce lacaniano sino goce entendido como la posibilidad de conectar con aquellas cosas que nos dan satisfacción— atraviesa el libro como una llaga que arde cuando creemos olvidarla.
Según sus hijas y el inefable doctor Narvaja, Sarah Katz estaba gozando demasiado de su fortuna. Invitaba a cenar a amigos, bebía, invertía en arte, hablaba de sexo y decía que tenía un novio con quien pensaba casarse. ¿Hay allí amenaza alguna? ¿Es suficiente dicho comportamiento para pensar en declararla insana, incapaz de administrar su dinero como le parezca?
Lo interesante del texto es que la autora no cae en ningún momento en la cuestión moral. No toma partido. Junta datos y relata.
El médico de cabecera de Sarah niega que haya deterioro fuera del normal. Un colega suyo, especialista en el tema, acompaña su diagnóstico. Orlando Narvaja, aún sabiendo esto, busca una tercera opinión, la cual también es favorable y determina que no hay peligro aparente. Es ahí en donde la trama se vuelve oscura y se anuda. Narvaja conduce a su mano derecha, la doctora Gloria Fusco, a que certifique el diagnóstico de demencia frontotemporal. Tiempo después, ella declararía ante el juez que nunca vio a la paciente y que firmó el certificado confiando en su amigo y colega, el doctor Narvaja.
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Diagnosticar a un paciente no siempre es fácil, sobre todo en salud mental. Para Narvaja la enfermedad de Pick era una posibilidad interesante e incluso un diagnóstico respetable, entendiendo la buena voluntad del joven neurólogo. Ahora bien, ¿por qué un especialista se empeña en sostener un diagnóstico que ya había sido rechazado por otros colegas, llegando a truchar —si me permiten el neologismo, firmar un certificado sin ver a un paciente es ilegal— un certificado para confirmarlo? ¿Qué motiva a un profesional a continuar ciegamente en una empresa que atropella al paciente sin razón?
En este sentido, la lectura del texto es una intervención muy profunda para pensar el modo en que la salud mental tiene en cuenta, o no, al otro como sujeto y no como objeto. Re pensar la manera en que se produce el acercamiento y el lugar que se le da al paciente como persona deseante es fundamental. ¿Qué ocurre cuando el dispositivo de poder valida, legitima, normaliza la posición del médico sin cuestionarlo?
La vejez entendida como un reino en el que no se puede gozar es un flagelo. Sarah es internada contra su voluntad y es inhibida mientras espera la sentencia de su juicio por insania. Por otro lado, la feminidad. Lo femenino, la mujer perfecta existe, y ella es mi madre. La construcción de lo que es ser una mujer. Si Sarah fuese hombre, ¿lo declararían insano? ¿Qué pasa cuando una madre de 88 años tiene actitudes “sobre sexualizadas”? ¿Qué pasa si esa mujer, madre, además tiene mucho dinero? Y, finalmente, ¿qué pasa si se trata de una mujer que no cuenta con dinero y/o contactos para hacer público el flagelo que vive? ¿Cuántos casos más habrá que ni siquiera conocemos? El poder normativo sanciona las conductas no deseadas, y ahí se ampara todo el mecanismo que despoja.
Natalia Zito lleva adelante el relato con una fuerza envolvente que no te deja soltar el libro. Hay un aspecto ineludible de su escritura y es la transversalidad que logra al romper los límites y dibujar sobre un lienzo donde se cruzan el feminismo, la ley, la violencia institucional, el imaginario colectivo y la salud mental, tocando distintas aristas y reconstruyendo desde la ficción lo que, si miramos bien, encontramos en la realidad.
Un dato para concluir: en el momento en que la autora entrevistó a la protagonista, esta tenía 99 años, y gozaba de una lucidez admirable.
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