Te presentamos la segunda crónica sobre Mendoza y la industria del vino. Hablan los obreros y obreras de las grandes bodegas. Los que llenan las botellas para que otros se llenen los bolsillos. Esta semana se movilizarán, en el Día del Vitivinícola, por sus reclamos. No te pierdas el documental que estrenamos hoy.
El salón principal de Bodegas López está lleno de vitrinas que lucen sus mejores vinos. Entre botellas de distintas cosechas de Monchenot aparece una tapa del diario Los Andes. “Herencia de sangre y vino”, dice el título en letras enormes. En la foto posan los varones de la familia López Rivas, que cuentan su “amor por la actividad”.
A 25 kilómetros de esa y otras grandes bodegas vive Ricardo Fernández. Habla con La Izquierda Diario desde su casa de San Roque, un barrio obrero del Gran Mendoza. Tiene 46 años y trabaja en el vino desde que tiene memoria. Comenzó armando parrales, cosechó uvas demasiados veranos y hace 17 años labura en la bodega Viejo Viñedo del Grupo RPB (Baggio), uno de los gigantes del sector. Allí es delegado de base y una de las caras visibles de los “autoconvocados vitivinícolas”.
—Si vos mirás un reportaje donde hablan ellos, en ninguno salen los trabajadores. Te va a salir un enólogo, te va a salir un ingeniero, pero a nosotros no nos muestran. Porque les da vergüenza. Y tendría que darles vergüenza. Ellos hacen dinero diciéndole a la gente el espectacular vino que ellos hacen con su sacrificio. Y realmente ese vino es todo sacrificio y sangre de los trabajadores. Sangre de los trabajadores…
Ricardo subraya con rabia la frase final. También cuando nombra el “ellos”. Junto a otros trabajadores nos ayudará a conocer la segunda parte de la historia: los hombres y mujeres que hacen funcionar las bodegas más poderosas del país.
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“Ellos”: los que llenan sus bolsillos
—Argentina está entre los 10 principales mercados de vino del mundo. También está entre los 10 que tienen mayor consumo y estamos en el quinto lugar en superficie implantada. En términos de divisas la vitinicultura hoy exporta mil millones de dólares por año.
Carlos Fiochetta, gerente de la Corporación Vitivinícola Argentina, está sentado al final de una mesa larga en una oficina del centro mendocino. La misma donde suelen reunirse los grandes empresarios y funcionarios que integran la COVIAR. Con una memoria envidiable va recorriendo los números del negocio.
Así como en el campo y los viñedos, en el mundo de las bodegas Mendoza también reclama el reinado. Y tiene con qué. En la provincia hay más de 800 bodegas que se encargan del 75 % de la producción nacional. Algo así como 10 millones de hectolitros de vino o 1.000 millones de botellas por año.
Una parte va al mercado interno. El resto, cada vez más, se exporta como vino fraccionado, vino a granel o como mosto (jugo de uva sin fermentación).
Siguiendo las tendencias capitalistas de las últimas décadas, esa producción y exportación se viene concentrando cada vez más. Cinco bodegas se quedan con el 80 % del masivo mercado de vinos de mesa. Veinte empresas facturan 3 de cada 4 botellas que se venden fuera del país.
Los años 90 significaron una renovación del negocio. Capitales extranjeros compraron viñedos y bodegas ya existentes. Desde allí impulsaron una reconversión productiva y tecnológica. El principal objetivo: los mercados internacionales.
Como parte de ese proceso, de los 20 grupos empresarios que hoy dominan el mercado solo 6 quedaron en manos de la oligarquía mendocina: Catena Zapata, Zuccardi, Arizu, Bianchi, Balbo y Fecovita, un grupo de “productores asociados”.
El resto fue adquirido por capitales de distinto origen. Poderosos grupos nacionales se quedaron una parte. La familia Bemberg compró el Grupo Peñaflor (Trapiche, Navarro Correas y otras 50 marcas); los Pérez Companc se quedaron con Nieto Senetiner y Viña Cobos; los Bulgheroni con Argento; los Baggio con Bodega Privada y otras marcas de vinos de mesa. Otra quedó en manos de grupos internacionales: Etchart (capitales franceses), Salentein (holandeses), Norton (austríacos), Flichman (portugueses), y empresas chilenas invirtieron en distintas bodegas: Trivento, Doña Paula, La Celia.
“Ellos” se reparten la mayor parte del mercado local y las exportaciones.
“Nosotros”: los que llenan las botellas
Si uno arranca desde Coquimbito hacia la zona de Rodeo del Medio, en el departamento Maipú, en pocos minutos de auto podrá recorrer los portones de las bodegas más grandes de la Argentina. Lo mismo si viaja por Avenida San Martín en Luján de Cuyo.
Las fachadas impactantes, el estilo colonial, las chimeneas gigantes, están ahí para recordarnos quiénes son los eternos dueños de Mendoza. Pero al acercarnos empiezan a aparecer modernos tanques de acero y cañerías brillantes que penetran las paredes.
La planta de Peñaflor es la que más impacta. Detrás de un interminable muro de botellas que esperan ser llenadas, una docena de clarks se apuran en cargar los camiones. Otros los esperan afuera. Este año la familia Bemberg quiere superar su último récord de litros exportados sin descuidar el mercado interno. El gigante trabaja a pleno.
Como decía Ricardo, y antes Ana, siempre se habla de los apellidos tradicionales o el enólogo del momento, pero nunca de quienes hacen funcionar esos monstruos que escupen 1.000 millones de botellas por año.
En Mendoza, cada día, 30 mil trabajadores y trabajadoras se encargan del proceso que va desde la recepción y molienda de la uva, pasando por la fermentación y conservación, hasta terminar con el fraccionado, embotellado y expedición. Cerca de 15 mil son permanentes y la otra mitad son “estacionales”, o sea, contratados para determinadas tareas o momentos del ciclo productivo.
“El trabajo de bodega es mejor que el de finca”. La frase, repetida hasta el cansancio, tiene su cuota de razón. En los viñedos el clima y el látigo patronal son duros, ya lo contamos en la primera nota. Pero no puede ser excusa para tapar lo que pasa entre las máquinas.
El salario derramado
La patria bodeguera elaboró el blend del que se siente más orgullosa: mezcló sueldos de hambre y precarización laboral. No es una fórmula novedosa pero le da resultados.
Daniela Palleres trabaja hace 18 años en La Rural, la bodega que fundó hace más de 100 años la familia Rutini. Hace un cálculo sencillo pero contundente.
—Cada cinco minutos sale un palet, un palet lleva 90 cajas, esa caja debe estar en 4.000 pesos. Con un palet nos pagan el mes a dos a tres personas. Y acá hacemos desde vinos baratos como la caramañola de San Felipe y vinos de Rutini que están 140.000, 150.000 pesos la botella de una cosecha 2014.
Según la dirección de estadísticas e Investigaciones Económicas (DEIE) del gobierno provincial, la línea de pobreza en diciembre fue de 135.000 pesos. Lo que cuesta uno de esos Rutini que cuenta Daniela.
Los obreros de bodega, aunque estén “mejor” que los de fincas, no llegan ni cerca. Cerraron el año con sueldos de 60.000 pesos, que se estiran hasta 80.000 o 90.000 en algunas empresas pero tomando todos los premios y bonos.
Un trabajador de Trivento, Gabriel Ávila, hace el mismo cálculo que Daniela.
Cinco minutos tarda en llenarse un palet con 120 cajas. Con lo que fraccionan en 5 minutos les pagan el sueldo a varios obreros. Y las otras horas que te corresponden según la Ley de Contrato de Trabajo, las otras 199 horas con 55 minutos, se las regalamos a la bodega.
Los días y los cuerpos
—Ellos te dicen “si ganas poca plata hacé horas”. Podés trabajar 10 horas, 12, hasta 18 si querés. Pero nunca llegás…
Como dice Ricardo, los sueldos de hambre empujan a los trabajadores a jornadas interminables. O al multiempleo. Según el Indec, la tasa de trabajadores que buscan más de un empleo en Mendoza es la más alta del país. Diez puntos arriba del promedio nacional.
Daniela se ríe remendando el logo de la bodega que lleva su guardapolvo. Cuando termine la entrevista lo cambiará por otro, blanco, para dar clases en una escuela de San Rafael. Le gusta ser maestra pero el Estado le paga tan mal como la bodega. Por eso tiene que embotellar por las mañanas y enseñar por las tardes. Igual siente que ese nuevo oficio, con sus alegrías y malestares, es una de las peleas que le ganó a la empresa después de entregarle tantos años de su vida.
—Tengo tres niños y los dos últimos ni pudieron estar casi conmigo porque me la pasaba trabajando 12 horas. Yo acá dejé mi juventud, mi mejor etapa. El trabajo en fraccionamiento, donde estamos generalmente las mujeres, es muy sacrificado porque tenés que estar haciendo fuerza permanentemente. Encajonando, estibando, así hagas 9 o 12 horas. Cuando entré a la bodega a las mujeres nos hacían cargar camiones. Somos un número más como en toda empresa.
Daniela terminó de entender qué número valen sus días (y sus vidas) para los dueños del vino cuando la pandemia. Tras conseguir la denominación del vino como “alimento esencial”, obligaron a sus trabajadores a volver a las líneas. “Nosotros nos arriesgamos y a nuestras familias también. ¿Sabés qué nos dieron al finalizar la pandemia? Una caja de vino”.
Tres empanadas.
Ricardo recuerda esos mismos días.
Estábamos asustados, como todo el mundo. Les pedimos parar. Pero no quisieron. Se enfermaron compañeros. Otros fallecieron. Y ellos exportaron como nunca, vendieron como nunca”.
Ese mismo desprecio por la salud obrera no terminó con la pandemia. Los golpea cada día con los accidentes en los tanques y playones, con el trabajo insalubre con productos químicos y tierras filtrantes que les afectan los pulmones.
Pero los bodegueros nunca están conformes con cada gota de sudor, cada peso, cada hora que puedan arrancarles a sus trabajadores. Por eso el Grupo Peñaflor se propuso un nuevo desafío: una reforma laboral por empresa. Hoy está buscando imponer un régimen de 12 horas diarias, seis días seguidos con dos de descanso. Eso le permite avanzar en el trabajo continuo pero además no pagar las horas al 100 % los fines de semana.
En las vísperas del Día del Vitivinícola, La Izquierda Diario y Vendimia Obrera presentan un audiovisual sobre cómo trabajan, viven y luchan quienes hacen el vino, con la realización de Dolores Contreras, Florencia Sciutti, Ana Méndez, Casandra Martínez y un equipo periodístico.
Sodeando el convenio
La “modernización” vitivinícola vino de la mano de la flexibilización de las condiciones laborales. La patria bodeguera fue vanguardia para toda su clase.
Juan Ignacio Román, investigador del Conicet especializado en el tema, cuenta que
… en la década del 90 se reconvirtió la industria vitivinícola hacia la calidad, para las clases medias altas y la exportación. Eso se hizo con incentivo estatal. Para los trabajadores trajo impactos muy grandes, porque a partir de la introducción de tecnologías en las grandes bodegas y fincas, reformaron los convenios colectivos de trabajo. Y pegó un salto la flexibilización laboral: la polivalencia, la multitarea, la tercerización y otros ataques.
Román dice ningún gobierno ha cuestionado hasta hoy esa herencia menemista. Todos brindan con un “Carlos Saúl - Cosecha 1994”.
La fragmentación obrera que arranca en el campo, entre efectivos, temporarios, golondrinas y contratistas, sigue “fermentando” en su viaje a las grandes plantas, donde están por un lado los efectivos encuadrados en el Convenio Colectivo 85/1989 del SOEVA y por otro “trabajadores de segunda” que pertenecen a empresas tercerizadas o agencias.
Un tercerizado puede cobrar 10.000 pesos menos que un efectivo. Aunque haga el mismo trabajo.
Los dueños del vino producen entonces nuevos “varietales” de trabajadores. Por ejemplo, utilizan las categorías para hacer fuertes diferencias salariales entre los mismos efectivos. Y entre los efectivos de distintas bodegas. El artículo 13 define algo tan abstracto como las “mejoras no previstas”. De esa manera la escala salarial del SOEVA se complementa con premios, bonos o adicionales según la bodega.
Lo pudimos ver hace pocas semanas durante la revisión paritaria. Primero llegó el miserable acuerdo de la federación sindical (FOEVA) y las cámaras. Luego en muchas empresas se consiguieron “bonos” que dependen de la capacidad de negociación de las seccionales o comisiones internas. En muchas no hubo nada.
La modernización de las principales plantas, sin embargo, no se tradujo en mejores condiciones o menos trabajo. Hay máquinas que hacen hasta 20.000 litros por hora. Si antes esa tarea implicaba 30 trabajadores, ahora alcanza con 5. Ricardo explica la trampa: “en vez de manejar esta máquina te dicen: ‘si son automáticas, así que manejaste esta y aquella también’. Entonces te hacen hacer más trabajo”.
Así se va completando el “modelo de negocios” de la patria bodeguera: la apropiación de las mejores tierras, una infraestructura bancada por el Estado, que además la favorece con leyes y subsidios, y se corona con la brutal explotación de decenas de miles de trabajadores y trabajadoras en las fincas y bodegas.
“El que produce”
Ricardo y Daniela, como antes Ana, no se conformaron con anotar sus palabras en el libro de quejas de la empresa. Un día decidieron que no se iban a bancar todo eso.
—Fue re difícil organizarse –dice Dani– porque echaron a mucha gente por reclamar lo justo. Costó años. Pero un día en la puerta de la bodega nos entregaron unos folletos y los guardamos porque nos dio miedo. Pero después les comenté a unas compañeras y nos empezamos a juntar con las chicas fuera de la bodega.
Desde entonces dieron muchas peleas. Algunas en la planta y otras junto al resto de las bodegas, como el conflicto de 2021. “Siento que estamos más unidos que antes, ahora hicimos cuatro asambleas y nuestros compañeros estuvieron con nosotros. Paramos tres horas hasta lograr un acuerdo con la empresa”, dice con orgullo.
A lo largo de los años fueron degustando la organización y la lucha. Y le terminaron encontrando el gustito. Porque un día se preguntaron: ¿qué pasaría con esas cepas si nadie las poda y desbrota? ¿Y si nadie cosecha las uvas a tiempo, si no las recoge con sus manos habilidosas para que no se rompan? ¿Qué pasaría si nadie corre de una maquina a otra? ¿Podrían funcionar solas esas líneas, limpiarse los tanques, cargarse los camiones? ¿Con qué brindaría el señor diputado, el embajador? ¿Con qué brindarían los amigos?
Ricardo lo aprendió entre surcos y tanques, desde los 13 años. Ya nadie podrá convencerlo de otra cosa.
—Somos los que hacemos la producción, somos parte de la fama que ellos tienen. No quieren reconocerlo, pero cuando hicimos el paro de dos días se murió la industria. Se dieron cuenta que tenían los jefes, los administrativos, los enólogos, todo. Pero la planta estaba parada. Nadie producía y no tenían qué vender.
Así recuerda el día que los dueños del vino probaron la fórmula de los que hacen funcionar el mundo.
Continuará.
Esta crónica es parte de un trabajo periodístico multimedia de La Izquierda Diario y el boletín Vendimia Obrera del Movimiento de Agrupaciones Clasistas.
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