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SUPLEMENTO

Las bermudas del Increíble Hulk: el mileísmo y la creación de historias rojas

Omar Acha

DOSSIER

Las bermudas del Increíble Hulk: el mileísmo y la creación de historias rojas

Omar Acha

Ideas de Izquierda

Introducción: el desdén académico yerra el blanco

La serie estadounidense El increíble Hulk, protagonizada por Bill Bixby como el Dr. David Banner y Lou Ferrigno como Hulk, se desarrolló en cinco temporadas entre 1977 y 1982. Su éxito, que en nuevos formatos bajo la clave de los superhéroes de Marvel perdura, es bien conocido. La exposición del Dr. Banner, delgado y de estatura mediana, a una sobredosis de rayos gama lo hace susceptible de convertirse, cuando se enfurece, en un gigante verde de más de dos metros de altura y 150 kilogramos de peso. Naturalmente, al duplicar su tamaño cada vez que Banner se transforma en Hulk las vestimentas se desgarran. Pero el gigante verde no aparece desnudo. Sus pantalones largos devienen en bermudas que ocultan, inexplicablemente, sus órganos sexuales. Cualquiera espectador de la serie sabe que Hulk debería estar desnudo, pero un mecanismo psíquico anula ese error aparente, pues de otro modo se destruiría la credibilidad del personaje y la posibilidad de seguir la historia. Sería inconducente juzgar al público de Hulk por la “suspensión momentánea de la incredulidad” que torna seguible cada episodio de la serie. La pregunta es qué encuentra el público en ese gigante verde. Posiblemente el sueño de que los débiles y oprimidos, como en el caso del Hombre Araña, pueden volverse poderosos.

Pienso que en la relación de Javier Milei con sus usos afirmaciones históricas es inadecuado, improductivo y un poco ingenuo, analizarlo en términos de lo inverosímil de sus tesis. Es sabido que reivindica la Argentina agroexportadora de la escasamente democrática república conservadora que antecedió a la política electoral iniciada, en 1916, con la presidencia de Hipólito Yrigoyen. Se le han opuesto ya varias objeciones académicas a los juicios históricos de Milei.

Lo importante es que sus seguidores, el mileísmo, se ha probado invulnerable a las críticas “científicas”. El razonamiento lógico de los y las historiadores, quienes señalan arrogantes que el discurso de Milei no debería tener sus bermudas puestas, no hace mella en aquel relato sobre el liderazgo económico que la Argentina habría presuntamente tenido. ¿Cómo reaccionar de otro modo que con la petulancia juzgadora del historiador riguroso pero políticamente inofensivo?

Responderé la pregunta en dos pasos. El primero consistirá en mostrar por qué es inconducente criticar las tesis históricas de Milei desde un punto de vista estrechamente académico. En la línea del razonamiento sobre Hulk, la pregunta no es si Milei tiene una formación historiográfica más o menos sólida, o si sus afirmaciones pasarían un examen final en una facultad, sino por qué es creído por quienes lo siguen. El segundo paso consistirá en proponer el esquema de una historia desde la izquierda orientado a conquistar un público lector e incorporarse a una propuesta política transformadora, que llamaré historias rojas.

Sobre críticas previsibles e inofensivas

Con un conjunto de colegas del gremio historiador firmé hace un tiempo una declaración, en el registro del manifiesto, donde se alertaba sobre los peligros que el gobierno de Milei involucraba para el piso de conquistas democráticas en la Argentina. Una mirada más personal surge de la conversación que con otro firmante del manifiesto, el profesor Fabio Wasserman, desarrollamos en Canal Abierto y puede verse en Youtube. Aquí elaboraré las rápidas consideraciones entonces apuntadas.

Además de algunas discusiones elementales, como la de evitar a toda costa esa conceptualización errada de hallar en el fenómeno Milei un “fascismo”, mi mirada sobre este momento político consiste en lo siguiente: es decisivo descentrar el foco en Milei para redirigirlo a sus seguidores y votantes. Estos dos últimos grupos no son la misma cosa, pues votar a un candidato, sobre todo en un ballotage, no equivale a compartir todas sus ideas. En general involucra, más exactamente, un rechazo al candidato alternativo.

El fan de Milei es un enigma novedoso. Por fan entiendo al que se dice abiertamente libertario, lee a Milei y defiende sus ideas o su estilo irreverente y violento. También están quienes apoyan al gobierno contra alguien, a saber, esencialmente Cristina Kirchner y el kirchnerismo, a quienes califican de manera general como “socialistas” (por “estatistas”).

¿Sobredimensiona la novedad mileísta la faceta ideológica -si por esto entendemos la incomprensión de los propios actos- pues lo votan y apoyan sus mayores perjudicados? Esa explicación es la menos iluminadora, habitual en quienes se creen investidos de la lucidez sobre lo real (saben cómo deben pensar, actuar y votar los otros). Pero la luz que permite ver también puede enceguecer. Es lo que sucede con quienes analizan la realidad con la simplificadora dicotomía de verdadero y falso. Lamentan el advenimiento de la posverdad, al deplorar frases como “está loco, no va a hacer lo que dice, lo voto igual”. Los nostálgicos de la era previa a la posverdad añoran algo que nunca gozaron. La política implica la producción de voluntades de acción compartida, sea una elección, una huelga o una revuelta. ¿O creen que cuando Lenin planteó “Todo el poder a los soviets” estaba sosteniendo una verdad como correspondencia con los hechos?

La dicotomía entre verdad y falsedad es también insuficiente para la historia. No es que en historia la pretensión de verdad sea desaconsejable, ni que la falsedad de una explicación o narración histórica sea insostenible. Más bien se trata de establecer, a partir de la identificación de un problema, qué categorías operan en un relato, qué conceptos ordenan los datos utilizados para extraer una conclusión o elaborar una narrativa. También ingresan otros aspectos controvertibles como el tipo de fuentes utilizadas.

El mileísmo enarbola una promesa compartida por la ultraderecha global: la grandeza económica nacional fue malograda y se puede recobrar. No sería difícil discutir las tesis que seducen al mileísmo, sea debido a su arbitrariedad y debilidad tanto en material conceptual como documental. Desde el saber histórico es conocido que la Argentina entre las presidencias de Nicolás Avellaneda y Julio A. Roca hasta la de Victorino de la Plaza (1874-1916) estuvo lejos de ser solo “mercado”. Pero ese dato no conmovería la certidumbre de sus partidarios. No lo haría porque la creencia política, aquí sostenida en una afirmación histórica, obedece a su capacidad de cohesionar una opinión hacia una dirección concreta: en este caso, eliminar todo lo que obstaculice el funcionamiento de un “libre mercado” virtuoso y asignador eficiente de recursos.

Encuentro deficiente cualquier crítica desmitologizadora de la historia afín al mileísmo, sea que enfatice en sus insuficiencias historiográficas (o inadecuación con los descubrimientos de la “historia científica”) y a sus falencias metódicas (o la incertidumbre en la fundamentación de sus datos, como los del ingreso per cápita argentino hacia 1880). Algo similar, con sus rasgos particulares, se puede decir a propósito de la intervención en la disputa por la historia impulsada sobre todo la vicepresidenta Victoria Villarruel respecto de la década de 1970. Aunque entiendo que desde un punto de vista profesionalista se pueda aducir “es todo lo que puedo hacer como especialista”, es ineficaz, denunciar las inocultables falencias metodológicas e interpretativas de los libros de Juan B. “Tata” Yofre.

Entonces, ¿qué hacer si una apostura académica denuncialista es incapaz de neutralizar tesis históricas muy debatibles pero, para el mileísmo, indiferentes a las impugnaciones? Exactamente lo mismo que se hace con un bien cultural cualquiera como los misteriosos taparrabos de Hulk. Así como para derrotar a una película de cine se debe producir otra película que cautive más y mejor al público, para desbancar a una canción inventar otra canción, o a una gran novela oponerle otra gran novela, para jaquear a la historia soñada por el mileísmo es preciso oponerle otras historias.

Requerimos dos acciones prácticas: primero, formular una idea clara y elegante de la historia nacional en el seno de la sociedad global; segundo, conectarla con derivaciones político-culturales alternativas al discurso histórico mileísta. ¿Disponemos de esos elementos? Seguramente hallamos numerosos recursos dispersos, fragmentos disgregados sobre momentos y temas de la historia nacional. Pero desde la izquierda socialista no hemos logrado articularlos en una narrativa general, o en un ramillete de relatos, que sea convincente y entronque con una voluntad política de transformación.

Más allá del resentimiento y la mera crítica

El resentimiento es una pasión triste que empobrece a quien meramente la sufre. Puede ser útil, en cambio, cuando alimenta la creación de algo nuevo. En materia histórica, la izquierda solo puede actuar con efectividad al defender otras narrativas de la historia, sea en el plano de la economía, de la cultura o de las prácticas políticas.

Por supuesto, como la cultura de izquierda es una hija rebelde de la Ilustración, no le está dado consolarse con la producción de símbolos ajenos a una vocación de conocimiento, de crítica y de investigación. Sabemos, no obstante, que es también preciso articular imágenes efectivas, literariamente atractivas y emocionalmente convocantes. No veo que entre la exigencia científica y la inteligencia estética deba existir una incompatibilidad de principio.

Un comienzo de la historia nacional reconoce dos nacimientos. Uno se deriva de las reformas borbónicas de fines del siglo XVIII, particularmente con el reglamento de “libre comercio” (1778) que habilitó el intercambio con algunos puertos metropolitanos y coloniales, iniciando una dinámica económica orientada a la exportación que continúa, en nuevas circunstancias modificadas por la inserción en el mercado mundial del periodo 1840-1900, hasta hoy. Con la crisis de 1929 comienza a profundizarse, sobre todo gracias al impulso del proteccionismo de hecho ocasionado por las guerras mundiales, una lógica acumulativa, a veces tensa, de agroexportación e industrialización. El peronismo intentó matizar la ecuación al favorecer una industrialización que sostuviese un mercado interno dinámico y redistribuidor.

Los límites de un mercado reducido y las derivas inflacionarias de la fórmula peronista inicial plantearon una salida “desarrollista”, inclusiva de inversiones extranjeras. Lo realizó el frondizismo de 1958. Su crisis, esencialmente política, dio paso a la Argentina vigente hasta 1975, cuando el Rodrigazo procuró dejar en el pasado la “Argentina peronista”. Toda la historia económica posterior, incluida la dictatorial de 1976-1983, el alfonsinismo y el menemismo, la promesa kirchnerista de un modelo inclusivo e industrializador, así como las alternativas liberales del macrismo y el mileísmo, están contenidas en esa crisis irresuelta del desarrollismo. El mileísmo desea hacer retroceder el tiempo histórico.

Desde una perspectiva socialista, este “largo plazo” de la historia económica no puede ser quebrado desde el débil marco nacional. Si en algunos momentos las cuentas nacionales pudieron ser evaluadas desde cierto punto de vista como positivas, esos momentos fueron definidos por dinámicas globales objetivas y anónimas. La prueba está en que las ondas de expansión y contracción, así como redistribución y ajuste, atravesaron toda América Latina más allá de los gobiernos de turno. La intervención del Estado fue eficaz cuando se montó sobre tendencias generales, fuera entre 1870 y 1930 en sentido agroexportador o entre 1930 y 1975 en sentido parcialmente mercadointernista. Por el lugar periférico de la economía argentina en el sistema capitalista y por la dimensión de su mercado interno, no hay posibilidad de que ninguna política económica, fiscal o monetaria, pueda torcer determinaciones masivas ordenadas por un orden capitalista global.

Ahora bien, esto es un aspecto de la historia vista “desde arriba”. Otro comienzo de la historia nacional involucra una mirada desde abajo, es decir, no de las estructuras sino de quienes experimentaron la vida histórica. Entonces la narrativa es otra. Es la de las luchas por vivir y sobrevivir en condiciones de explotación y opresión, a veces matizadas por periodos de incremento del consumo y dinámicas de ascenso social fomentadas por oleadas de redistribución progresiva del ingreso.

El saldo global del ciclo histórico observable en el presente es negativo, si lo evaluamos en términos de desigualdad, marginalidad y pobreza. Puesto que la historia no puede volver atrás como sueña el mileísmo en la Argentina o el trumpismo en Estados Unidos, la salida es por una izquierda decidida, en la medida en que también las condiciones para un país mercadointernista (digamos, “peronista”) están agotadas regional y globalmente. Las luchas pretéritas, a diferencia de cómo las veía Milcíades Peña, no son sombras de aquella otra primera historia estructural e imposible.

El mileísmo enseña, sin quererlo, que es viable hallar un apoyo popular para una propuesta radical. Mas necesitamos ofrecer un Hulk rojo, abierta y entusiastamente rojo. Producir historias para generar esa pasión política de izquierda con alcances de masas es algo por hacer. Tenemos numerosos insumos pero nos falta el horizonte donde emerja lo que José Carlos Mariátegui llamó una “voluntad heroica” socialista entre las mayorías. No solo en las redes sociales y en las convocatorias electorales, sino en la sociedad toda. Historias rojas de combate que vinculen el pasado y futuros posibles. Esos relatos (en vínculo dialéctico con las dimensiones estructurales), y no amonestaciones académicas, es lo que puede oponerse al reyezuelo en el que eligió depositar su necesidad de porvenir la afición mileísta. Es cierto que hay convicciones sumamente problemáticas en algunos segmentos del mileísmo, tales como su vertiente anti-derechos, la misoginia, el servilismo ante los ricos, etcétera. Pero en lo más grueso y significativo, en lo que tiene de popular, entraña una protesta. Su emergencia obedece a la insatisfacción con los límites de la democracia burguesa (la “casta”), con las desigualdades escandalosas, con las miserias que prometió disolver con el “capitalismo libre”. Las historias rojas pueden ser alternativas convincentes y movilizadoras si logran descubrir las fórmulas para contraponerse a las historias “libertarias” embelesadas en la adoración de los grandes parásitos capitalistas y convocar a las mayorías a protagonizar una nueva historia.


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