A la jerarquía católica argentina le cuesta desprenderse de las pulsiones antidemocráticas que la atravesaron durante el siglo XX. Sin embargo, perfeccionó su estrategia, acentuando un rasgo propio de los liderazgos carismáticos: el carácter camaleónico, sin que esto signifique la supresión de las otras caras.
Lunes 27 de abril de 2015 10:04
Imagen: Carlos Alberto Sacheri, Jorge Casaretto y José María Arancedo
A fines de diciembre, puntualmente el 22, un hecho pasó desapercibido. En distintas iglesias se celebraron misas para conmemorar el 40º aniversario del asesinato del abogado Carlos Alberto Sacheri, integrante del panteón de intelectuales del nacionalismo católico local. La principal fue la que se llevó a cabo en la Catedral de San Isidro, donde tomó la palabra el obispo emérito Jorge Casaretto. Allí, monseñor resaltó el papel de la prole de Sacheri: “Los hijos nos han pedido rezar por él en esta Eucaristía y hemos accedido porque, lejos de quedarse anclados en un ánimo negativo, están trabajando por la reconciliación de los argentinos. Y eso nos alienta a ver esa muerte, ese derramamiento de sangre tan común en la década del ’70, toda esa violencia inútil, como una gran tragedia de la cual tenemos que sacar muchas enseñanzas, pero la fundamental para los cristianos es trabajar por la reconciliación”.
Sin precisarlo, Casaretto se refería al activismo del abogado José María Sacheri, integrante de la Asociación de Víctimas del Terrorismo e incansable promotor de la amnistía para los militares condenados por su participación en el genocidio perpetrado durante la última dictadura. A lo que se suman los actos compartidos con Cecilia Pando.
Al día siguiente, el 23, La Nación sacó un editorial titulado “Carlos Sacheri, constructor del bien común”, en el que rescató su libro “La iglesia clandestina”, publicado en 1971: “Fruto de estos análisis y dedicado al papa Pablo VI, publicó La iglesia clandestina, en medio de la confusión de comienzos de los 70 cuando algunos sacerdotes orientaban a sus jóvenes seguidores hacia la violencia guerrillera que condujo, por ejemplo, al vil asesinato del ex presidente Pedro Eugenio Aramburu”. La referencia es clara: el movimiento de sacerdotes tercermundistas, a quienes, en su “crónica teológica”, Sacheri culpaba por “querer adaptar la Iglesia al mundo, lisa y llanamente, en vez de intentar convertir y salvar al mundo dentro de la Iglesia”. El editorial necrológico no concluyó ahí, pues, en su ya clásica extrapolación al presente, propuso que se continúe su camino: “Rescatar los buenos ejemplos puede ser el principio de un necesario cambio de actitud que promueva el respeto por el otro y el reconocimiento de los errores, a fin de construir un futuro de justicia y equidad para todos los argentinos”.
La Nación omitió deliberadamente varios datos sobre el “constructor del bien común”. Sacheri fue uno de los comandó la Ciudad Católica (CC), colectivo de laicos que fungió como uno de los actores imprescindibles a la hora de insuflar la doctrina de la contrarrevolución francesa en las Fuerzas Armadas, la cual tenía como uno de sus vectores la justificación de la tortura en tanto mal menor. Esta organización, hermana de Cité Catholique, impulsó en el país la implementación del comunitarismo. En otras palabras, el proyecto político del integrismo católico, que fracasó durante la primera etapa del onganiato y actualmente es recuperado por la Fundación Nuevas Generaciones, usina de pensamiento macrista, en vinculación con su par Civilidad. En la revista Verbo -órgano de difusión de la CC-, Sacheri era una de las plumas que bregaba por retornar a las instituciones moldeadas por la Edad Media, las cuales, regidas bajo el principio de subsidiariedad del estado, debían estar bajo la tutela de la Iglesia. A los 78 años, Casaretto no ignora lo que legitima con su presencia.
No obstante, meses atrás, ante los medios de comunicación, la jerarquía eclesiástica había expuesto otra de las caras. Fue en octubre de 2014, cuando, flanqueado por la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, y por su vicepresidenta, Rosa Roisinblit, el presidente de la Conferencia Episcopal, José María Arancedo, exhortaba a aportar información “a quienes tengan datos sobre el paradero de niños robados o conozcan lugares de sepultura clandestina”.
En momentos en que la Pastoral Social recibe a los precandidatos a presidente para escuchar sus planes en el caso de llegar a la primera magistratura, no pueden soslayarse los múltiples rostros que coexisten en una institución que no sólo adeuda un mea culpa público y descarnado sobre el rol cumplido durante el régimen de facto iniciado en 1976, sino que también alberga casos a los que aún no se les ha prestado la debida atención a la hora de mensurar la alianza clérico-militar, como es el de La Verdad, único periódico de la Iglesia argentina- perteneciente a la diócesis de Mercedes-Luján-, el cual, por entonces regenteado por el cura Domingo Cancelleri, supo encubrir la represión ilegal no sólo de laicos sino también de sacerdotes locales, como fue el secuestro del marianista Julio Luis Santamaría.