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Literatura. Las otras islas: narrar la juventud en tiempos de guerra

Una antología de cuentos que exploran las heridas aún abiertas por la derrota en Malvinas, a través de las plumas de Juan Forn, Liliana Bodoc, Inés Garland, Pablo De Santis, Eduardo Sacheri, Pablo Ramos, Marcelo Birmajer, Patricia Suárez y Esteban Valentino.

Cecilia Rodríguez @cecilia.laura.r

Viernes 1ro de abril de 2022 23:30

En un ensayo muy citado, Walter Benjamin escribe que, luego de la Primera Guerra Mundial, “las gentes volvían mudas del campo de batalla. No enriquecidas, sino más pobres en cuanto experiencia comunicable”. Si acaso siempre es difícil hablar de la guerra habiéndola vivido, en Argentina hubo, además, una política deliberada de silencio. Así lo relata el periodista y excombatiente Eduardo Esteban, en las palabras que anteceden los cuentos reunidos en Las otras islas:

“Los militares intentaron esconder a los que habíamos regresado y nos prohibieron hablar sobre el conflicto. Querían que calláramos, y en consecuencia olvidar”. Así también, “en los inicios de la democracia, hubo un acuerdo tácito para olvidar la guerra, era una carga demasiado pesada (…) El silencio nos empujó hasta el límite y, en muchos casos, hasta el suicidio. Es por eso que ya son más de quinientos veteranos que se quitaron la vida, número que supera el de los muertos en combate”.

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Contra esta política de la mudez, la literatura nacional hizo algunos esfuerzos para que el tema dejara de ser tabú. Entre los primeros intentos (no siempre bien recibidos) se cuentan Los Pichiciegos, de Fogwill (audazmente publicada en 1983) y A sus plantas rendido un león, de Osvaldo Soriano (1986).

Cuando el hastío que estalló en el 2001 ya se olía en la crisis del menemismo, Graciela Speranza y Fernando Cittadini publicaron Partes de guerra (1997); Carlos Gamerro Las Islas (1998) y Vicente Zito Lema, Delirium teatro (1999). Pero serían esas jornadas revolucionarias del 19 y 20 de diciembre las que terminarían de romper los pactos de silencio sostenidos por los gobiernos de Alfonsín, Menem y De La Rúa. A partir de allí hubo más literatura sobre la guerra. Entre los muchos libros publicados se cuentan Dos veces junio (2002) y Ciencias morales (2008), de Martín Kohan; Una puta mierda (2007) de Patricio Pron; La balsa de Malvina (2012), de Fabiana Daversa y Montoneros o la ballena blanca (2012), de Federico Lorenz.

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Así también, los cuentos reunidos en Las otras islas fueron publicados originalmente en distintos libros, de distintos autores, entre 2001 y 2012. A pesar de la diversidad de quienes los escriben, estos nueve relatos no solo comparten cercanía temporal y temática sino también narrativa. Por empezar, seis de ellos están narrados desde el punto de vista de jóvenes de entre 12 y 18 años.

Marcelo Birmajer, Inés Garland, Pablo Ramos y Patricia Suárez eligen narradores jóvenes que no llegan a pisar el campo de batalla, pero sienten el impacto de las esquirlas. De este grupo, el cuento de Garland da título a la antología y hace un espejo deformado de las Malvinas en el delta del Paraná. Está narrado en la voz de una chica de trece años cuyo amigo, a quien le dicen Tatú (por su parecido con el animal) es mandado a la guerra junto con su hermano Yagu (parecido a un yaguareté).

En estos relatos, las palabras de los adultos, las tristezas, las justificaciones, las noticias, son filtradas por una mirada más o menos infantil, hasta que algo sucede que quiebra la inocencia o demuestra que ya estaba quebrada. Bellísima metáfora de Pablo Ramos: dejar por primera vez una chocolatada sobre la mesa, sin tomar.

De algún modo estos narradores jóvenes cuentan el pasaje, abrupto y doloroso, de la adolescencia a la adultez, que emula, con menor intensidad, el trauma que fue la guerra para soldados de apenas 18 años. Lo cuentan desde un lugar que está desplazado, pero no desconectado, del campo de batalla y por esa vía lo vuelven comunicable.

Pablo De Santis acerca a su joven narrador a las trincheras al hacerlo recluta de la “Clase 63”, pero no llega a colocarlo bajo las bombas (“técnicamente no somos soldados, somos reclutas. Nos vamos a convertir en soldados recién el 20 de junio, cuando juremos a la bandera. Entonces sí van a poder estaquearnos”). El que sí ubica un personaje joven en medio de la guerra, narrándolo a dos tiempos (antes y durante), es Esteban Valentino, pero también es el único que no narra en primera sino en tercera persona, poniendo con eso una distancia, como si se confirmara la observación de Benjamin: de allí solo se puede volver mudo (y ser narrado por otro).

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Así de mudo vuelve o parece volver uno de los personajes del cuento de Juan Forn, mi preferido de la serie. “Memorándum Almazán”, publicado originalmente en 2002 en Nadar de noche, ya no elige el narrador joven sino el gris empleado de la Embajada argentina en Chile. En esta voz se cuenta la caída en desgracia del vice embajador, Aranguren, luego de la visita inesperada de un chico que se comunica a través de la escritura. El primer papel que presenta al llegar dice:

“SOY ARGENTINO.
EX COMBATIENTE DE LAS ISLAS.
QUIERO VER AL EMBAJADOR.
NO ME VOY A MOVER DE ACÁ.”

De este modo arranca un relato que jamás se decide entre el drama y la sátira, entre la realidad y el delirio, un poco al modo de Los Pichiciegos. Y hay, si se quiere, un comentario entre líneas sobre la novela de Fogwill, una reivindicación quizá a esa “locura” y esa “farsa” del autor que presenta su novela como basada en entrevistas a un soldado, pero inventa todo, para hablar de aquello de lo que no se habla. Si en el caso de Fogwill la narrativa dejaba al desnudo los absurdos de la guerra y la dictadura, en el cuento de Forn se desnudan las irracionalidades e hipocresías de la transición democrática.

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Los otros dos cuentos que completan la serie son de Liliana Bodoc y Eduardo Sacheri. La primera elige la forma del cuento clásico, enrarecida por la oniria, para pintar una playa donde arman castillos de arena un soldado del ejército derrotado y uno del vencedor. El segundo, a lo Sacheri, se desplaza a 1986 y habla de Maradona, y lo que fue ese gol a los ingleses como venganza simbólica. Con procedimientos y estilos distintos, estos dos cuentos comparten el tomar una mayor distancia que los anteriores con respecto al campo de batalla. Sacheri porque se va de tiempos y de tema (de la guerra al futbol, sin volver atrás) y Bodoc porque quizá se dejó llevar por su postura ética (o sus sueños de paz) y se deslizó, llegando al final de un bellísimo relato, hacia la moraleja, adelantada en el título “El puente de arena”.

De conjunto, la antología ofrece un compendio de enfoques posibles para hablar de aquello de lo que es difícil hablar. Cada lector y lectora elegirá sus favoritos. Aunque publicado en una colección de literatura juvenil de Editorial Santillana, el libro no pide ninguna edad específica para su abordaje. En cambio, sí pide hacerse preguntas. Pide interrogar un pasado que parece escrito en tablas de piedra, pero que, aún hoy, no se terminó de contar.

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