“Mirá, estamos frente a unos monstruos de mucho poder adquisitivo, que se llevan todo por delante y compran todo lo que quieren. Por ejemplo, a los gremialistas”.
Juan habla desde la bronca. Mastica rabia. ¿Nacerá de los menos de $ 30 mil que cobra por mes? ¿O de ver a Vicentin, su patronal, convertida en una suerte de víctima de una inexistente voracidad estatal? Juan no se llama Juan. Pero conoce Vicentin. Acumula muchos años en una de las plantas emblema de la firma [1].
“Bajo ningún punto de vista tuvieron pérdidas. Son maniobras que siempre hicieron. En algodonera Avellaneda siempre la producción fue al 100 %. Imagínate que el mes pasado sacaron 19 equipos de hilo y tela para Perú”, consigna. Esos equipos no se transportan a mano, en un bolso o en una valija. Salen en camiones con acoplado, en semirremolques. Pensar en términos de vaciamiento resulta sencillo.
¿Quiénes agitan banderas en el Obelisco o en el Patio Olmos de Córdoba piensan en esos obreros algodoneros? ¿El banderazo en “defensa de la propiedad” atiende a la de Juan, quien hasta hace semanas cobraba $ 18 mil?
Don Pedro
“Avellaneda tiene una impronta de colonia friulana de inmigrantes, muy cerrada, muy atravesada por la religión católica, conservadora. Hay una estrecha relación entre la iglesia católica y el poder político y económico”, relata Pablo Rolón, profesor de historia y parte de la conducción de Amsafé, el gremio docente de la provincia. Narra desde el lugar, con conocimiento de causa.
En las últimas semanas, esa ciudad de 25 mil habitantes se vistió de celeste y blanco. Los manifestantes se multiplicaron en las pantallas de todo el país. La Corpo mediática amplificó en alcance lo convocatoria real. La población fue presentada como protagonista callejera del combate que se libraba en el juzgado de Fabián Lorenzini. Como una suerte de infantería ligera, peleando en nombre de los Nardelli, los Vicentín y los Padoán. Las banderas flamearon en defensa de la protagonista de (otra) nueva gran estafa.
Desde Avellaneda, donde vive hace cuatro décadas, Eduardo Althaus −también docente y parte de Amsafé− matiza la imagen: “Si uno analiza las respuestas en las redes sociales se puede ver una sociedad dividida. Quienes se expresan abiertamente son los abusadores seriales de redes. Ante argumentos fundados, los defensores de la alta suciedad interrumpen todo debate con simplificaciones derivadas del abuso recurrente del sentido común”.
La grieta que cruza Avellaneda tiene su racionalidad histórica. Pablo Rolón evoca la construcción por parte de Vicentin de “esa imagen del patrón bueno, de esa familia que apoyaba la comunidad con donación de terrenos, fundación de colegios e instituciones educativas”.
Hace ya varios años, el paternalismo patronal se desplegó sobre la geografía local. En el este, mirando hacia el Paraná, está el Barrio Don Pedro, construido por la empresa y así bautizado en honor a uno de los fundadores de la firma. “Podría haberse llamado barrio fábrica o barrio obrero”, comenta crítico, Pablo.
“Muchos no hablan porqué hay miedo y temor a las represalias. Ser opositor o disidente implica la estigmatización”. Las voces que se elevan en el debate público pertenecen a quienes están ligados al poder político y económico. Vistas las cosas de cerca, la hegemonía de Vicentin se presenta más tenue.
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De Reconquista al Obelisco
“A esa blancura, ¿de dónde le viene su penosa amistad con el amarillo?”.
Julio Cortázar
Las banderas flamean en el Obelisco. “Soy macrista”, dice la señora. Infla el pecho, alza la voz: intenta lucir orgullosa. Minutos antes, ante el mismo micrófono, otra mujer se había desligado políticamente de Cambiemos. Poco importa: en la fisonomía y las consignas, dos gotas de agua que reclaman en defensa de “la libertad y la propiedad”.
¿Como logró convertirse una empresa investigada por manejos fraudulentos en símbolo de la libertad para porteños y porteñas de clase media y media alta?
Para el historiador Roy Hora, desde el 2008 en adelante el llamado campo se constituyó “como una fuerza sociocultural y, sobre esa base, aunque de manera mucho menos exitosa, como un actor dispuesto a alzar su voz en la disputa política”. Consultado por este cronista, agrega que ese conflicto “tuvo lugar tras una década y media de fuerte expansión de las exportaciones agrarias (…) Fue expansión con modernización (y con concentración de la producción, menos de la propiedad). Ayudada por muy buenos precios externos, contribuyó mucho a la recuperación tras la crisis de 1998-2002. Creo que esa combinación de factores hizo que este sector adquiriera más visibilidad y más gravitación en la discusión pública. Muchos dejaron de percibirlo como el imperio de la gran propiedad terrateniente”.
Bajo esa nueva ubicación social, el “campo” sintonizó con un anti-kirchnerismo rabioso alojado en fracciones importantes de las clases medias y medias altas [2].
Ezequiel Adamovsky, también historiador, despliega un recorrido histórico y afirma que “la identidad de clase media cristalizó en la década de 1940 como parte de la reacción de rechazo que generó el peronismo. Fue una identidad fuertemente antiplebeya (…) Se puso en juego una jerarquía étnico-racial implícita: la identidad de clase media se apoyaba sobre los discursos que proponían que la Argentina era un país blanco y europeo (…) Esa dicotomía sigue operando hoy (…) Se reactivó con mucha fuerza en 2008 con el lock out de las patronales rurales. Ahí se vio con mucha fuerza la sintonía política que se podía armar entre los intereses agroganaderos –que rechazan el “estatismo” porque detestan las retenciones– y el antiperonismo más genérico de quienes no tienen nada que ver con el campo, pero se articulan con cualquiera que pueda oponerse a un gobierno peronista”.
Esa comunidad de intereses políticos y socio-culturales volvió a emerger en el conflicto por Vicentin. La decisión oficial disparó una re-articulación de esos sectores, empujándolos a un desafío que bajó a las calles más allá de la cuarentena [3].
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De sojeros y estafadores
El relato ruralista presenta una apología del sacrificio y el esfuerzo. En una suerte de loop ideológico, la imagen del pequeño productor abnegado es elevada a figura arquetípica del sector. Pero esa discursividad choca de frente con los múltiples y turbios negociados efectuados por Vicentin a lo largo de su historia y en el pasado reciente.
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“No conozco el caso Vicentin en detalle. Pero más importante es ver el gran panorama que está detrás de la movilización de la pampa gringa contra el gobierno de los Fernández”, explica Roy Hora.
Para el autor de ¿Cómo pensaron el campo los argentinos?, “al igual que la del 2008, esta protesta reflejó un campo sin grandes fisuras internas (…) Hay diversidad, pero nada importante los separa en lo que a política de intereses se refiere (…) El campo funciona como un bloque”.
Las últimas décadas testificaron una creciente y constante confluencia de intereses. Contrariando parcialmente los discursos contra el agro-power, los años kirchneristas fueron el momento culminante de un proceso que amalgamó grandes terratenientes, pools de siembra, empresas contratistas y productores de todo tamaño y color. El súper-ciclo de las commodities empujó la sojización creciente, de la mano de la siembra directa y la modernización tecnológica. El “campo” evidenció un nuevo entramado económico y socio-cultural [4] que halló visibilidad durante el lock out de las patronales agropecuarias. Vicentin, en tanto gran cerealera, ocupó un lugar destacado en los engranajes de la nueva maquinaria [5].
¿Cuánto de esa nueva unidad irradió hacia las ciudades? ¿Cuánto aportó a forjar un bloque social y cultural entre “el campo” y las clases medias altas de las grandes concentraciones urbanas?
Adamovsky, autor de Historia de la clase media argentina, opina: “Hay algo que ya vimos en 2008, que es la alianza campo-sectores medios urbanos que habilita el antiperonismo. Pero esta vez hay algo nuevo: no salieron en defensa de ‘el campo’, encarnado en ese simpático chacarero que encontraron entonces en Alfredo de Angeli, sino en defensa de una gran empresa en quiebra manchada por maniobras de fraude y corrupción”.
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La defensa abstracta de la propiedad y la libertad es, en términos concretos, la defensa de la gran propiedad capitalista y de su libertad absoluta para hacer comerciar o evadir. O para despedir o precarizar.
De allí que no resulte fortuita la ubicación del conjunto del gran empresariado en la escena actual. En Vicentin se juega una suerte de “lucha testigo”, que pone en discusión los límites a cualquier incursión estatal en el oscuro terreno de los negocios privados.
Tampoco es azaroso el alineamiento macrista junto a la patronal santafesina. Nadie debería ver allí solo una defensa de la negocios non santos habilitados por la gestión de Macri. Tampoco un agradecimiento por esos invalorables $ 27 millones aportados desde 2015 en las campañas electorales.
La CEOcracia amarilla que supo administrar los destinos del país comparte los presupuestos ideológicos y políticos de ese continuum socio-cultural conformado por patronales agrarias y clases medias altas. Hunde, en parte, sus raíces en esos mundos sociales. Nutre y se nutre de sus intereses, sus ideas y sus prejuicios.
Raspando la superficie del relato
A cientos de kilómetros de Avellaneda, entre las múltiples paredes de la Quinta de Olivos, la palabra “expropiación” parece haber caído en desuso. La radicalidad de la infantería ruralista es respondida con discursos de moderación. Con, casi, un pedido de disculpas.
“El gobierno anunció la expropiación y de inmediato planteó un retroceso. Veremos qué hacen. Pero el jefe de Gabinete convalidó los términos del debate que planteó la extrema derecha, cuando salió a explicar que no se proponían erigir una ‘dictadura comunista’”, explica Adamovsky.
La enfervorizada retórica de la derecha mediática, las patronales rurales y el macrismo no se corresponde –ni por asomo– con la realidad empírica. Si se atiende al mapa parlamentario, el único proyecto que hoy propone la expropiación sin pago de Vicentin es del Frente de Izquierda, presentado por Nicolás del Caño y Romina del Plá.
Igual que en otros territorios de la política y la economía –como el impuesto a las grandes fortunas o la negociación con los grandes especuladores por la deuda– el oficialismo cede terreno a sus contrincantes.
La decisión oficial deja al desnudo los límites reales de cualquier Gobierno que se proponga gestionar bajo las normas de la dominación capitalista. El sacrosanto respeto a la propiedad privada se erige por sobre discursos y relatos. Cuando el oficialismo de turno osa alguna amenaza, el poder económico le recuerda ácidamente quien manda.
Mirando hacia atrás en el tiempo, esos límites pueden ser delineados también en relación al momento de mayor poderío kirchnerista. La llamada “década ganada” constituyó un período de esplendor y grandes negocios para el mundo rural. Vicentin también tiene su parte en esa historia.
Allá por agosto de 2007, Cristina Kirchner llegó hasta Reconquista y Avellaneda, acompañando a Rafael Bielsa –candidato a gobernador del peronismo sojero– y desplegando su propia campaña presidencial. Aquel encuentro enmarcó la inauguración de la planta de biodiésel que Vicentin puso en pie en la ciudad que la vio nacer. Contaba, a su favor, con las medidas de promoción otorgadas por la Ley 26.093, sancionada año y medio antes, bajo el Gobierno de Néstor Kirchner [6].
Los años kirchneristas no revirtieron la primarización de la economía. Por el contrario, la acentuaron en un contexto de creciente subordinación del país al gran capital imperialista [7]. Las ingentes divisas que ingresaban por la ventanillas de las exportaciones agrarias volvían a salir, direccionadas hacia los pagos de la deuda pública o hacia una festival de subsidios del que gozaban privatizadas y grandes patronales mercadointernistas.
El conflicto por la Resolución 125 marcó un quiebre en esa relación. Sin embargo, salvando aquella medida, el peronismo gobernante no volvió a desafiar el poder de las patronales agrarias. La famosa “correlación de fuerzas” fue elevada a verdad sagrada, útil para explicar todas y cada una de las concesiones a los poderes existentes.
En los años siguientes, los tensiones oficiales con el poder rural quedaron esencialmente limitados al plano de la retórica. Hubo sí, tironeos y tensiones por las múltiples trabas que acompañaron el cepo cambiario. Sin embargo, la sojización mantuvo su potente curso, de la mano de una creciente ampliación de la frontera agrícola. La constante represión de gobernadores peronistas –como Insfrán, Urtubey o Capitanich– a las comunidades originarias sirven de trágico testimonio.
Esa relación de tenso respeto ante el agro-power tuvo su necesario correlato en la situación de los asalariados del campo. Allá por 2012, tras nueve años de gestión, Carlos Tomada llegó a estimar que el 80 % de los trabajadores rurales estaba en negro. La declaración constituía una suerte de auto-incriminación. Él, eterno ministro de Trabajo en las gestiones kirchneristas, era responsable de esa situación.
Los años macristas buscaron revitalizar el poder de las grandes patronales agrarias. La inmediata eliminación de las retenciones lo evidenció. La crisis de 2018 y las órdenes del FMI impusieron una dirección distinta. Sin embargo, mirando de conjunto, los dueños de la tierra y de la soja pasearon a sus anchas, contando el beneplácito y los favores del poder estatal. La obscena relación entre Vicentin y el Banco Nación lo escenifican.
Allí también pesó la “herencia recibida”. El poder del agro-power –valga la redundancia– no nació en diciembre de 2015. Llegó desde el fondo de la historia nacional, renovado y moderno, oliendo a soja y apestando a glifosato más que a bosta de vaca. Los años kirchneristas resultaron un interregno incómodo, marcado por el conflicto de la 125 [8]. Pero no mucho más. Fueron escenario de una tensa guerra de relatos. Sin embargo, para las grandes cerealeras como Vicentin, fueron años de muchas y cuantiosas vacas gordas.
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