Compartimos con nuestros lectores una narración que concentra los sentimientos que en muchos casos nos despierta ver rodar una pelota y jugadores que (más allá de categorías) la traten bien para brindar espectáculo.
Viernes 9 de enero de 2015
Pensar que esa tarde soleada de sábado, a la orilla de ese río mugroso, tuvimos la suerte de presenciar esa increíble contienda futbolística. Ese choque de titanes que todos desearían ver. Ese juego de ajedrez con sus piezas bailando alrededor de la pelotita. Dos cracks que disfrutaban mostrándose el talento en cada jugada. Una cosa de locos. Y sobre todo lo digo, y lo remarco, sabiendo que con el tiempo, luego, se hablarían tantas cosas.
“Que yo lo vi al Negrito encarando defensores. Para un lado, para el otro. Como si fuesen conos, ¿entendés? Cinco se sacó de encima… ¡cinco! Como en una baldosa. Y la mandó a guardar cruzado, ahí abajo, donde no llega ningún arquero. Y lo vi con mis propios ojos. Encima no era un partido cualquiera, ¿entendés? ¡Era el clásico de toda la vida, y en la final, para colmo! Esos partidos que trituran jugadores, que mantienen en vilo a ciudades enteras. Esos que no son para cualquiera, ¿entendés? Yo lo vi, sentadito en la tribuna. Con mis propios ojos”. Y sí, siempre podía aparecer algún mortal para jugar a darle algún halo de grandeza a una tarde cualquiera, como intentando enaltecer con su sola presencia el fondo blanco de mi quinta birra en el bar de la vuelta.
“Te digo que yo estaba en la cancha, ¿no te digo? Ese partido que decís ´lo perdemos, no hay otra´. Dos a cero abajo. Un gol de movida. No salía ninguna, el equipo sin alma, mareado como boxeador que incuba nocaut. Y el Gringo iba, iba, iba. Y lo dio vuelta, ¿no te digo que lo dio vuelta? Una templanza, una jerarquía. Dos goles y una jugada fenomenal con asistencia. Alma de campeón, ese día lo ganó solo, solo… Nunca vi una cosa igual, ¿no te digo? Y dimos la vuelta, yo estaba en la cancha. No lo podía creer”. Y alguno siempre había, ¿cómo no iba a haber? Queriendo convertirse en el centro de atención de una cena cualquiera, utilizando ese as en la manga. Y cómo no iba a haber si estamos hablando de tipos que ganaron todo, que la rompieron en tantas canchas.
Pero quién iba a imaginarse que en esa tarde soleada, cuando nadie conocía siquiera sus nombres, sin los récords, los golazos, las piruetas, los campeonatos encima, las polémicas, los amoríos, y toda esa zarta de boludeces que inventa la prensa, ellos jugaban su mejor partido en uno de los rincones de ese ancho río. Y nosotros sentados en primera fila, convirtiéndonos en algunos de los espectadores ocasionales más afortunados en toda la historia. En parte de esa elite. En portadores de esa insignia del “Yo lo vi”, con la conciencia de que presenciamos una disputa futbolística de una magnitud tal, que le cantamos retruco a cualquiera. No sé, tráeme a algún inglés que haya visto a los Beatles en el tejado, no sé. Pero tráeme y le cantamos retruco.
Ya lo veías al Negrito, que llegaría a ser ídolo indiscutido en el club más importante de nuestra ciudad ribereña (o del continente, según algunos. O del mismísimo mundo, en opinión de otros). Y al Gringo, que ya mostraba todas las cualidades que desparramaría luego por el campo de juego del equipo archirrival, también el más importante de la galaxia, el país o el vecindario, según de quién la opinión provenga, ¿no es cierto?
Y estaban ahí. Frente a nuestro ojos. El Negrito tirando gambetas, insinuando picardía en cada movimiento, intentando el caño, inventado jugadas incapaces siquiera de imaginar para cualquiera de nosotros, sólo superadas por la curvatura que hacía su sonrisa cada vez que recibía el balón. Frente a frente con el Gringo, con su inigualable destreza, su pulsión de triunfo, y ese temple de acero que más de una vez hemos visto conmover tanto a las hinchadas de los más exóticos estadios, como hasta la médula de los borrachines más apasionados por el balón del potrero de acá a la vuelta. El Negrito y el Gringo, dos polos de una misma esfera. Dos caras de una misma moneda.
Incluso en un momento cayó un gordito, que luego nos enteraríamos que sería el mismo eterno nueve de área suplente, falso goleador, apodado El Tanque, que pululó por varios equipos del ascenso y luego se perdió recorriendo clubes de segunda categoría en importantes países que pagan en dólares pero de fútbol entienden lo que yo de física cuántica. Ese fanfarrón que siempre armaba quilombo en los programas de chismes, ventajero, que más que disfrutar hacer alguno de los pocos goles que hacía, lo que le gustaba era gritárselo en la cara al rival, pudrirla, o agarrarse los huevos de cara a la parcialidad visitante para desatar la furia y generar altercados.
Insoportable era, en esa tarde soleada al lado del río, buscando empañar una de las contiendas futbolísticas más importantes que se han visto sobre la faz de ésta tierra. Y jugaba como era. Molesto, cortaba el juego constantemente. En vez de acariciarla, le gustaba pegarle como si fuese, no sé, en vez de una pelota compuesta por 32 paneles de cuero sintético unidos por la costura de un obrero chino de pésima paga; le daba como si fuese un saco de papas podridas. Y la tiraba al agua, siempre la tiraba al agua y cortaba el juego. Y había que ir a buscarla, enchastrarse con el barro y dejar esperando a los cientos de espectadores ocasionales que colmaban la orilla, para volver –así- a reanudar el juego.
Pero el Negrito y el Gringo iban a buscarla, una y otra vez, con esa interminable pasión que les hemos visto pasear por tantísimos estadios del fútbol nacional e intergaláctico, y que luego volverían a compartir en cancha, hace muy poquito, cuando ambos decidieron volver a vestir la camiseta del club del barrio que los vio nacer. Pasó el tiempo, es cierto. Pero yo los vi. Yo los vi en las orillas del río, sacar a pasear su pasión esa tarde soleada de sábado, que se devoraron con el delirio, los arrebatos de alegría y la vehemencia que sólo pueden alcanzar los niños jugando, totalmente entregados a los ires y venires de la pelota. Y yo -les digo y les repito-, tuve la suerte de estar ahí. De ser uno de esos pocos que estuvo en el lugar preciso, en el instante indicado. Yo los vi. Y eso no me lo quita nadie.