La crisis abierta por la propagación mundial del Covid-19 viene a desnudar el profundo deterioro progresivo del sector público. El temor al colapso sanitario, mirarse en el espejo de Italia o España, es la preocupación más frecuente en estos días. Sin embargo, una mirada sobre el sistema público de salud de nuestro país muestra que la llegada del Coronavirus deberá soportarse sobre las espaldas de un sistema fragmentado, desfinanciado y con una demanda ocupacional muy alta, sin camas disponibles.
¿Cómo es el sistema de salud argentino?
El sistema de salud en nuestro país se caracteriza por su enorme fragmentación. Compuesto por tres subsectores: el público, con una red de 1.600 hospitales y 6.000 centros de salud públicos que prestan atención gratuita a toda persona que lo demande en todo el país, se financia con recursos del Estado y recibe pagos ocasionales de parte del sistema de seguridad social cuando atiende a sus afiliados. El sector de Obras Sociales (OS), que asegura y presta servicios a los trabajadores en blanco y sus familias, financiado con contribuciones de los trabajadores y las patronales. Con cerca de 300 Obras Sociales nacionales y 24 provinciales. Y el tercer subsector lo integran los seguros privados (empresas de medicina prepaga) pagados por las familias y/o las empresas, con un sector privado de establecimientos (clínicas, hospitales, laboratorios, centros de diagnóstico, profesionales) que atiende particulares, beneficiarios de las OS y de las prepagas.
Según datos del Ministerio de Salud [1], el sistema público actualmente atiende el 40 % de la población en promedio. Altas tasas de desocupación, trabajo precarizado o no registrado, pero además también trabajadores que aun teniendo Obra Social no pueden pagar los diferenciados médicos, que las mutuales dejan a cargo de los afiliados. El sistema de las prepagas absorbe un 16 % de la atención y el de las Obras Sociales, estatales y sindicales, un 44 %.
Cuando observamos este dato por provincia, en Santiago del Estero, Formosa o Chaco el 58 % de la población se atiende en el sistema público, mientras que en CABA este porcentaje cae al 20 %. Estas diferencias también se reproducen entre la zona Norte y la zona Sur de la propia CABA.
La totalidad de camas disponibles (del sector público y privado) en el país es de 166.000, con un total de 5.342 establecimientos con capacidad de internación. Sin embargo, solo 1.553 de esos establecimientos corresponden al sistema estatal que, como dijimos, concentra la mayor población asistida (un 40 % del total).
Es fácil entender por qué las camas de los establecimientos públicos tienen una alta tasa de ocupación, con personas debiendo en épocas normales esperar meses por turnos de cirugías o intervenciones programadas, o encontrando habitualmente camas improvisadas en guardias e incluso pasillos, por falta de camas disponibles.
Por lo tanto, la primera conclusión para enfrentar la propagación de la pandemia es que el sistema debe ser unificado, con centralización estatal de todas las camas disponibles, para que el acceso sea verdaderamente universal. Pero aun así es insuficiente si el panorama escala a los niveles vistos hoy en países como Italia o España. Por eso todo centro con capacidad de internación debe ser acondicionado y equipado para reforzar las salas de aislamiento de pacientes con sospecha o confirmación de Covid-19.
La brecha de clase en el sistema de salud
La salud pública atiende a las grandes mayorías trabajadoras y primordialmente a los sectores con menores recursos. Es el que garantiza, a pesar de la profunda crisis sanitaria y las desigualdades existentes, una atención masiva y gratuita. Atiende la demanda de casi el 40 % de la población y garantiza el tratamiento de aquellas patologías que por su poca rentabilidad son menos desarrolladas en el sector privado, como enfermedades infectocontagiosas, VIH, tuberculosis, Chagas, etc.
Según datos de los últimos años, en la Argentina se invierte en salud alrededor del 10 % del PBI [2]. Sin embargo, solo el 2,19 % se destina a la salud pública. Es decir que apenas el 20 % del total del gasto en salud es invertido por el Estado para cubrir la atención del 40 % de la población.
El presupuesto nacional transfiere a la salud pública el 0,34 % del PBI, los presupuestos provinciales en salud aportan el 1,52 % del PBI y los municipios contribuyen con 0,33 % del PBI. Entre los tres redondean el 2,19 % del PBI que corresponde al gasto del subsector público [3], mientras que el sector privado (prepagas y medicina privada) representa el 4,92 % del PBI argentino y un 3,09 % las Obras Sociales (contando al PAMI).
El caso de la provincia de Buenos Aires
El desfinanciamiento público se da en todo el país. Aquí tomaremos como ejemplo el análisis el caso de la Provincia de Buenos Aires.
En 2003 el gasto en salud representaba un 8,42 % (del total del presupuesto provincial), con Daniel Scioli llegó a su piso de 6,19 % en 2009. María Eugenia Vidal lo tomó en 6,36 % en el año 2016 y lo hundió hasta su récord de 5,5 % en 2019. El nuevo gobernador Kicillof aún mantiene ese presupuesto miserable “prorrogado” para los 75 hospitales provinciales y las 17 UPA (Unidades de Pronta Atención).
El deterioro progresivo ha llevado a que hoy tengamos hospitales desabastecidos de insumos; en el último período, el presupuesto relacionado con gastos de funcionamiento de los hospitales ha disminuido en términos nominales pasando de $ 6.456 millones en 2018 a $ 5.894 millones en 2019 (-9 %), con falta de aparatología y abandono de equipamiento hospitalario. En un reciente informe el gobierno provincial informó:
… gran parte del equipamiento tecnológico de los hospitales más importantes de la PBA se encontró fuera de servicio por falta de pago a 93 de los servicios técnicos. Por ejemplo, no funcionaban los tomógrafos de más de diez hospitales como el Rossi, San Juan De Dios, Lucio Meléndez, Larraín, San Roque, Korn, Manuel Belgrano, así como tampoco se encontraban operativos los resonadores de los hospitales Pena, Sor Ludovica, San Roque y San Martín. También se encontraron fuera de servicio los equipos de cámaras gammas para el tratamiento de los problemas cardiológicos de los hospitales San Martín y San Juan de Dios, junto con el equipamiento para circulación extracorpórea. Por último, se hallaron más de 1.000 respiradores artificiales sin mantenimiento, poniendo en riesgo la vida de los pacientes internados en terapia intensiva.
A ello se suma la falta de recursos humanos. Los magros salarios y el deterioro en las condiciones laborales ha generado una permanente migración de recurso humano joven y calificado (residentes, becarios e incluso personal estable) del sector público al privado. Guardias sin cubrir, servicios enteros que han cerrado (neonatología, pediatría, otros) sobre todo en el conurbano bonaerense. Centros de salud y hospitales sostenidos por personal precario, residentes, becarios y con sobrecarga laboral. Se han privatizado servicios hospitalarios como cocina, limpieza y áreas de mantenimiento. Una radiografía que cualquiera que transite un hospital puede ver en vivo.
Hubo además durante estos años una progresiva transferencia de fondos al sector privado. La periódica falta de aparatología ha generado que muy frecuentemente estudios o tratamientos “muy rentables” y de alta complejidad, como estudios hemodinámicos, colocación de Stent, tomografías computadas, resonancias magnéticas, radioterapias, entre otros, se realicen en instituciones privadas, con financiamiento estatal.
Cómo llegamos a esta situación: la salud como negocio en todos los gobiernos
Durante el gobierno de Carlos Menem (1993) y como parte del avance globalizador neoliberal, el Banco Mundial (BM), con su programa “Informe para el desarrollo-Invertir en salud”, desembarcó fuertemente en salud, impulsando su mercantilización. Fue el momento donde se impuso la descentralización hospitalaria, en el marco de la “reforma del Estado”, trasfiriendo a las provincias y municipios el peso de la administración y financiamiento de los hospitales.
Sin embargo, podemos decir que esta política, con matices según los distintos gobiernos, se ha mantenido hegemónica hasta nuestros días. Desde 2014 hasta hoy, esos lineamientos del Banco Mundial para la Salud en América Latina lleva el nombre de Cobertura Universal de Salud (CUS).
Bajo el gobierno de Néstor Kirchner, en el 2004, se desarrolló lo que denominaron “Plan Federal de Salud”, a través del cual se mantuvo una situación de caída del sistema de conjunto y se desarrolló una política de focalización sobre determinados grupos poblacionales, avanzando con planes de aseguramiento por segmentos más vulnerables, financiados por el BID y el BM (Plan Sumar, Plan Nacer, etc.), en detrimento de una mirada totalizadora.
En el 2014, bajo el gobierno de Cristina Fernández, su ministro de Salud fue Juan Manzur, al que luego veremos protagonizar el combate contra el aborto legal, seguro y gratuito y oponerse incluso de manera aberrante a la práctica de la ILE a una niña violada en la Provincia de Tucumán, de la que es gobernador. Como ministro de Salud adhirió sin ningún tipo de objeción a “la iniciativa de la CUS” en el 53.° Consejo de la OMS-OPS. Lejos del relato “nacional y popular”, quedó intacta la estructura sanitaria impuesta por el Banco Mundial.
Luego, bajo el macrismo, la norma fue profundizar el vaciamiento y la desinversión. Llevó la CUS (seguro universal) a plan oficial nacional mediante el Decreto 908/16, que transformaba a 15,7 millones de personas pobres y sin cobertura en “compradores y consumidores” de prestaciones de salud, que podrán realizarse en instituciones privadas. Y además lo simbolizó rebajando el Ministerio de Salud de la Nación al rango de Secretaría de Estado.
El aislamiento como único remedio
El gobierno nacional decretó el aislamiento social obligatorio como estrategia principal para contener la propagación. Sin embargo, los ejemplos que han tenido éxito en esta tarea muestran que el aislamiento masivo, desligado de la realización de test rápidos de detección temprana del virus, es un confinamiento extremo de la población que no lleva a los resultados esperados y por el contrario refuerza el poder punitivo y coercitivo del Estado, al tiempo que condena a la pobreza a enormes sectores de los trabajadores no registrados, que viven del trabajo del día a día y no tienen “derecho a la cuarentena”. Por el contrario el desarrollo de testeos masivos, que puedan identificar casos, zonas más afectadas y la evolución y progresión del contagio, provee de elementos vitales para definir las políticas sanitarias (aislamientos, seguimientos de casos, disposición camas y centros de cuidados, etc.).
Pero el testeo masivo debe ser parte de un plan sanitario integral, que comience por centralizar bajo la órbita del Estado todos los laboratorios disponibles para la realización del test, con el control de los trabajadores y técnicos y el presupuesto necesario para su funcionamiento.
La salud es un derecho humano básico y no puede tratarse como mercancía, limitando el acceso en función de la capacidad de pago. La actual pandemia de Coronavirus pone sobre la mesa más que nunca la necesidad de un Sistema Único de Salud, financiado exclusivamente por el Estado, y administrado por sus propios trabajadores, especialistas, junto a los usuarios, que garantice el acceso en forma igualitaria a toda la población, sin barreras sociales ni económicas, y de forma universal y gratuita, basado en la prevención, la promoción y la Atención Primaria de la Salud. Solo un sistema social que termine con el lucro en la salud, con la ganancia capitalista y disponga de la riqueza, el desarrollo científico y tecnológico para el bienestar común, podrá brindar derecho a la salud para las enormes mayorías.
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