Los crímenes individuales, una escala mínima y artesanal lo que algunos regímenes políticos hacen al por mayor. La construcción del miedo en las entrañas del cuerpo social.
Domingo 26 de junio de 2016 00:04
A horas de ocurrir la masacre de Orlando, el propio Barack Obama reconoció que el trágico asunto fue “un caso de extremismo vernáculo”, dado que no hay evidencias de que su autor, el afgano-estadounidense Omar Mateen, haya sido parte de “un plan de mayor envergadura”. Claro que todavía falta saber si éste se cargó a 49 personas en una disco de la comunidad gay bajo la influencia de “la propaganda islamita que circula por Internet” –tal como conjetura el FBI– o si su acto fue fruto, simplemente, de una personalidad violenta y perturbada. Pero de lo que no cabe ninguna duda es que se trataba de un loquito suelto. Y eso no simplifica la cuestión.
Al respecto, en su columna “Matar por matar” –publicada el 13 de junio en el diario Página/12–, el sociólogo Atilio Borón esboza una hipótesis atendible al describir los frecuentes asesinatos masivos en los Estados Unidos como “un problema crónico que se retroalimenta con crímenes interminables que la Casa Blanca perpetra sin pausa en Medio Oriente y Asia Meridional”.
A tal observación se le debería agregar una circunstancia que torna aún más complejo el escenario descripto: la no correspondencia entre el estupor de la opinión pública mundial ante la matanza consumada por el joven Mateen y su desdén por hechos no menos luctuosos, como, por caso, el ataque de aviones norteamericanos a un hospital situado en la ciudad afgana de Kunduz –el 3 de octubre de 2015–, cuando allí también hubo, exactamente, 49 civiles muertos.
Una indiferencia para tener en cuenta, porque obnubila un detalle por demás significativo: la conducta de los matadores solitarios bajo sistemas basados en el exterminio. ¿Acaso ellos no reproducen en una escala mínima y artesanal lo que algunos regímenes políticos hacen al por mayor? Y eso abarca a gatilleros como el de Orlando, a los asesinos seriales e, incluso, a ciertos secuestradores extorsivos.
De hecho, los primeros suelen emular de una manera más que simbólica las operaciones bélicas de las potencias imperiales sobre blancos civiles en países conflictivos, puesto que sus acciones consisten en cosechar un gran número de víctimas mediante un solo golpe. Por su parte, la modalidad del segundo grupo se explica en la repetición planificada del mismo rito criminal sobre diferentes víctimas capturadas previamente, en semejanza con la desaparición forzada de personas durante las dictaduras latinoamericanas. Y a éstas también son afines determinados personajes volcados al delito común, cuyo exponente más nítido es nuestro Arquímedes Puccio, quien hasta poseía un “chupadero” en el sótano de su hogar.
Pero tamaño conglomerado de psicópatas no es bien visto ni por los propios genocidas. Y por una razón doctrinaria: dejar bien en claro las sagradas reglas del monopolio estatal de la violencia, en las que no hay lugar para los asesinos de entrecasa.
Semejante problemática fue abordada de manera magistral en la película La noche de los generales (The Night of the Generals/1967), dirigida por Anatole Litvak, sobre un maniático que mata mujeres en Polonia y Francia, durante la ocupación alemana. Allí se produce el siguiente diálogo:
–Aquí tiene el nombre de tres generales. Uno de ellos es el asesino –le dice un oficial de la Kriminalpolizei a su colaborador de la policía parisina.
Éste, sin mostrar sorpresa, se permite un interrogante retórico:
– ¿Sólo uno? ¿Acaso matar no es la actividad habitual de los generales?
Y el alemán responde:
–Lo que en grande es una hazaña, en pequeño puede resultar monstruoso. Y así como se conceden medallas a aquellos que matan en masa, la justicia debe castigar a los que matan al por menor.
A todas luces, una gran verdad: los Estados autoritarios cultivan el hábito de ser implacables en eso. Pero –quizás solo por economía procesal– no siempre con el verdadero culpable.
En la Alemania nazi hubo un caso que es una biblia al respecto. Corrían los días finales de 1944 cuando Willi Keun, un puntero del Partido en un barrio de Hamburgo, fue detenido por ahorcar a una mujer. Pero no tardó en descubrirse que, en realidad, el culpable era un tal Bruno Lüdke. Culpable de aquel y otros 50 femicidios. Lo cierto es que su captura dio pie a una interesante encrucijada político-penal. En principio, porque ese sujeto, un retrasado mental de tamaño gigantesco, le vino como anillo al dedo al máximo jerarca de las SS, Heinrich Himmler, quien vio en él una utilidad: impulsar a través de su figura una ley para eliminar a los descendientes de alcohólicos, esquizofrénicos y tarados. Él suponía que su iniciativa complacería de sobremanera a Hitler. No fue así: sin dudarlo, el Führer vetó la idea. Y –a su modo– con algo de sensatez: difundir públicamente la existencia de Lüdke pondría en ridículo a la policía del Reich. El asunto al final tuvo una resolución salomónica: el asesino fue liquidado en secreto. Y a Keun se lo fusiló oficialmente.
A su vez, en lo que atañe a la Argentina –un país sin asesinos masivos, pero con depredadores sexuales de módica serialidad y hampones con pasado en las fuerzas armadas o policiales–, se advierte la presencia de una tipología digna de atención: la del criminal espontáneo y colectivo.
Al respecto, es muy posible que la última dictadura haya dejado su huella en ciertos integrantes de “la parte sana de la población”. Y con deportes grupales tan intensos como el linchamiento de malvivientes sorprendidos en flagrancia. Pero también impresiona que, al visibilizarse en la prensa aquella practica –a mediados de 2014–, el espíritu público se haya enredado en un reñido debate sobre sus beneficios.
En términos jurídicos, lo que en realidad se discutía era la neutralización de robos callejeros –en especial, arrebatos de carteras y celulares; es decir, delitos excarcelables por su poca monta– mediante el recurso del homicidio calificado por alevosía (indefensión de la víctima) y ensañamiento (intención de agravar la agonía). Su conveniencia, dicho sea de paso, sumó una cantidad apreciable de opiniones favorables.
Quizás para acuñar un imaginario tan vidrioso fue necesaria una tarea previa: la construcción del miedo, algo que también incluye el diseño de un enemigo social (como los “pibes chorros”). Una especie de “Doctrina de la Seguridad Vecinal”, cuyo corpus teórico –difundido por dirigentes de toda laya, no pocos comunicadores televisivos y hasta algunos taxistas– supo basarse en dos ejes muy oídos por entonces: “La gente está cansada” y “Hay un Estado ausente”.
¿Cuál es, en consecuencia, el nudo que une a especímenes como Mateen con los linchadores bonaerenses? Quizás ambos, a su manera, encarnan el ala más extrema de lo que el sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos bautizó como “fascismo societal”. Un flamante fenómeno ideológico que, a diferencia de los procesos de extrema derecha en la Europa de la primera mitad del siglo XX, no es cincelado por la política ni el Estado sino que surge en las entrañas del cuerpo social. Una oleada técnicamente pluralista, sin jefes, pero provista de objetivos disciplinantes y civilizatorios. Una bandera del presente en cada marcha contra la “inseguridad” y en cada crimen masivo.