Publicamos a continuación un artículo de Branco Marcetic, aparecido en Jacobin latinoamérica, donde hace un paralelismo entre la intolerancia a los discursos críticos o disidentes que siguieron a los ataques contra las torres gemelas y la actual situación ante la guerra en Ucrania y el ataque a aquellos que cuestionan el rol de la OTAN.
Lunes 21 de marzo de 2022 10:13
El presente artículo es parte de la sección "Partes de guerra de la prensa internacional", donde se publican artículos de distintos medios, incluidos los de la prensa burguesa internacional, que pueden ser de interes para nuestros lectores para el seguimiento del conflicto. Estas no reflejan la opinión editorial de La Izquierda Diario.
Cada vez que la guerra o las tensiones geopolíticas desatan el fervor patriotero, siempre hay esfuerzos por parte de ciertas facciones para intentar acabar con la disidencia, aplanar los matices y el contexto histórico en una simple narración en blanco y negro y utilizar el momento para ajustar cuentas y avanzar en sus carreras.
La última vez que vivimos esto en Estados Unidos fue hace poco más de veinte años, cuando la indignación por la atrocidad del 11 de septiembre condujo rápidamente a un clima militarista en el que solo se dio cabida a las respuestas militares más extremas y temerarias. Quienes se opusieron, o que aconsejaron calma, precaución y soluciones pacíficas, fueron burlados e ignorados. Los afortunados. A los menos afortunados se les llamó traidores y simpatizantes de los terroristas, incluso terroristas ellos mismos, y se les acusó de deslealtad y de hacer daño al país, mientras el presidente advertía que o estabas «con nosotros, o estás con los terroristas».
Aquellos que se desviaron de alguna manera de la línea aprobada —incluyendo a cualquiera que indagara sobre los motivos de los terroristas y sus partidarios— fueron acusados de «racionalizar el apoyo a estos fanáticos llenos de odio», de difundir su propaganda, de ser «apaciguadores» y fueron atacados, censurados, incluso despedidos. Los columnistas de derecha se alegraron de que «las partes de la izquierda que se oponen [a la acción militar] seguirán el camino de los America Firsters durante la última guerra».
El resultado fue una serie de desastres y decisiones políticas insensatas que toda la gente sensata llegó a lamentar. En el extranjero, se invirtieron 8 billones de dólares de la riqueza de Estados Unidos en una «guerra contra el terror» que destruyó dos países, uno de los cuales no tenía ninguna relación con el ataque, y mató a casi un millón de personas en todo el mundo (más de siete veces los estadounidenses que murieron el 11 de septiembre), al tiempo que desplazó a otros 38 millones de personas. El gobierno estadounidense estableció un sistema mundial de calabozos de tortura (entre cuyos internos había personas inocentes que había secuestrado por error) y traumatizó a sociedades enteras con drones asesinos y escuadrones de la muerte encubiertos que eliminaron familias y pueblos enteros de un plumazo, sin previo aviso. Después de décadas, todo esto llegó a ser visto casi universalmente como un terrible y vergonzoso error.
Veinte años después asistimos a una secuencia de acontecimientos muy similar, con consecuencias potencialmente aún más terribles.
Una guerra contra la disidencia
Alo largo de la crisis de Ucrania —cuando Moscú empezó a acumular tropas en su frontera y luego lanzó una guerra— los políticos de Estados Unidos y el Reino Unido han aprovechado la indignación mundial por las acciones del presidente ruso Vladimir Putin para perseguir a sus críticos y rivales políticos de la izquierda. En el Reino Unido, el líder laborista Keir Starmer, cuyo decepcionante mandato ha estado más preocupado por una guerra de facciones en la izquierda de su partido, acusó primero a la coalición Stop the War (cuyo vicepresidente, por cierto, es el predecesor que Starmer purgó del partido) de «socorrer activamente a líderes autoritarios que amenazan directamente a las democracias» y de «mostrar solidaridad con el agresor».
Desde entonces, Starmer ha amenazado a los once diputados laboristas que firmaron la carta abierta con suspenderlos si no retiran sus nombres, y declaró que «no habrá lugar en este partido para la falsa equivalencia entre las acciones de Rusia y las de la OTAN». Una figura laborista no identificada les llamó «un portavoz del Kremlin». Cuando el ala juvenil del partido criticó a Starmer por «avivar la tensión, las posturas machistas y tratar de “superar” a los tories con su política exterior de halcón», Starmer canceló su conferencia anual, restringió el acceso a su cuenta de Twitter y recortó su financiación.
Una campaña similar parece estar desarrollándose en Estados Unidos. Después de que los Socialistas Democráticos de América (DSA) publicaran una declaración sobre la invasión de Putin que terminaba con una crítica a la OTAN y al imperialismo occidental, un grupo de demócratas financiados por las empresas, con una antigua animadversión hacia la izquierda estadounidense, se apresuró a convertir la declaración en un drama nacional. Al mismo tiempo, el director de respuesta rápida de la Casa Blanca, Mike Gwin, denunció una declaración anterior como «vergonzosa». Según el New York Post, los socialistas habían optado por «culpar al imperialismo estadounidense de la invasión rusa de Ucrania», mientras que otro artículo de opinión los calificaba de «excusar a Putin».
Esto sigue a semanas de retórica inflamatoria entre los sectores de los medios de comunicación estadounidenses alineados con los demócratas que denuncian a figuras de la derecha como Tucker Carlson y Josh Hawley (pero también a la ex representante demócrata Tulsi Gabbard) por repetir deslealmente la propaganda del Kremlin, ponerse del lado del enemigo, etc. Ahora bien, la propia Gabbard es una halcón de la guerra contra el terrorismo (a quien he criticado en numerosas ocasiones), y Hawley y Carlson son demagogos reaccionarios, este último una voz particularmente nociva en el discurso estadounidense. Así que no debería ser necesario señalar el hecho de que Carlson ha dicho muchas tonterías sobre el tema, como cuando calificó la incursión inicial de Rusia en Ucrania de mera «disputa fronteriza».
Pero es significativo que muchas de estas acusaciones al estilo de McCarthy no se referían a esto, sino a la sensata posición de Carlson sobre lo que debería hacer Washington con respecto a Ucrania; es decir, no ir a la guerra. Y lo mismo ocurre con todos los demás atacados aquí. Las declaraciones ofensivas de Gabbard fueron que las sanciones contra Rusia se volverían en contra de los consumidores estadounidenses y potencialmente llevarían a una escalada militar, y que el mejor camino habría sido «quitar a Ucrania de las consideración de la OTAN» y evitar la guerra.
La declaración de la DSA que despertó tanta ira en Washington no estaba exenta de defectos. Pero condenaba claramente la invasión de Putin, y su punto fundamental —exigir que no se produzca una nueva escalada, la aceptación de los refugiados y una solución diplomática— era eminentemente razonable, algo que claramente formaba parte de la indignación. «Estoy seguro de que sus palabras no significan nada para [los ucranianos], pero los misiles antitanque y las balas sí», dijo en respuesta el senador de Pensilvania Conor Lamb.
Por su parte, Gwin, el funcionario de la Casa Blanca, parecía creer que lo «vergonzoso» de la declaración anterior de la organización era calificar de «golpe» la revolución del Euromaidán de 2014, una etiqueta polémica, sin duda, pero no una descripción irracional de lo ocurrido, sobre todo teniendo en cuenta el uso generalizado de esa palabra para describir los acontecimientos muy similares del 6 de enero.
Lo mismo puede decirse de la declaración de la coalición Stop the War, que Starmer atacó por «solidarizarse» con Putin, por mostrar un «reflejo instintivo» de que cualquier adversario de Occidente tenía razón y por proporcionar una «cortina de humo» para la represión de Moscú.
¿Cuál es la razón de estas incendiarias acusaciones? Solo una declaración inmediata de oposición a la guerra de Putin, junto con una crítica al rechazo del gobierno británico de una solución diplomática, a sus acciones de escalada y un llamamiento a detener la expansión de la OTAN hacia el este para hacer frente a las preocupaciones de seguridad de Rusia, mientras se vuelve a los acuerdos de Minsk y se concibe un nuevo acuerdo de seguridad mutuamente aceptable para Europa.
Este tipo de cosas están por todas partes, especialmente en las redes sociales, donde los intentos de esbozar el contexto completo de cómo hemos llegado hasta aquí o de explicar al público occidental cómo las decisiones políticas de sus gobiernos desde el final de la Guerra Fría han contribuido a ello se encuentran con acusaciones de justificar la guerra ilegal de Putin o de repetir la propaganda del Kremlin.
Pero esto va mucho más allá de las redes sociales. Testigo de ello son estas cartas al director («Si crees que la OTAN es la verdadera amenaza, estás cayendo en la propaganda rusa») en las que se denuncia la idea de que la OTAN está relacionada con las tensiones actuales o que está implicada en la exacerbación de estas tensiones como una «absurda mentira rusa» y la «visión rusa de la OTAN». Un destacado experto en propaganda nos dice que el Kremlin está «impulsando la idea de que todo esto es culpa de la OTAN, que es culpa de Occidente», y que «mucha gente en Rusia se lo creyó».
La crítica del establishment a la expansión de la OTAN
La historia de las tensiones de Occidente con Rusia a causa de Ucrania es larga y complicada, con muchos análisis que se superponen y compiten entre sí. Las personas razonables pueden estar en desacuerdo sobre soluciones como las planteadas por grupos como Stop the War.
Pero descartarlas simplemente como mentiras y propaganda de traidores, apologistas de Putin y peligrosas figuras marginales secretamente aliadas con el Kremlin es falso hasta el punto de resultar orwelliano. Estos son los argumentos principales esgrimidos durante años por los diplomáticos estadounidenses actuales y anteriores y los pensadores de política exterior de todo el espectro político, junto con las figuras de las filas de la clase dirigente occidental.
Por ejemplo, Jack Matlock, que fue embajador de Estados Unidos en la Unión Soviética bajo el mandato de Ronald Reagan y George H. W. Bush, tras una carrera de décadas como uno de los principales expertos en asuntos soviéticos del Servicio Exterior de Estados Unidos. Escribió en los prolegómenos de esta guerra que «no habría habido ninguna base para la crisis actual si no se hubiera ampliado la alianza tras el final de la Guerra Fría», y que «las políticas aplicadas por los presidentes George W. Bush, Barack Obama, Donald Trump y Joe Biden han contribuido a llevarnos a este punto». Matlock había pedido una solución diplomática para evitar la guerra, principalmente en torno a las demandas de negociación de Moscú para trazar una línea dura en la expansión de la OTAN, diciendo que «lo que Putin está exigiendo es eminentemente razonable».
Stephen Walt, profesor de relaciones internacionales de Harvard y columnista de Foreign Policy, expuso un argumento similar, extrañándose del hecho de que, mientras los países occidentales descartan luchar en nombre de Ucrania, «la posición negociadora de Estados Unidos (y, por tanto, la posición de la OTAN en su conjunto) no se ha movido en absoluto en la cuestión central que divide a las dos partes», es decir, el estatus de Ucrania en la OTAN. Lamentó la «visión en blanco y negro de la situación en Ucrania» que sostiene que «los agravios declarados por Rusia no tienen base legítima alguna; y la única respuesta occidental concebible es negarse a hacer cualquier concesión».
El pensador «realista» y colega de Walt, John Mearsheimer, lleva años exponiendo este argumento, criticando a los funcionarios occidentales por intentar continuamente atraer a Ucrania a su órbita, lo que lleva a Rusia a tomar medidas drásticas e ilegales para contrarrestarla. Recientemente declaró al New Yorker que creía que «todo el problema en este caso comenzó realmente en abril de 2008», cuando Bush hizo su infame anuncio sobre Ucrania y Georgia, a pesar de que Moscú dejó claro que «consideraba esto como una amenaza existencial, y trazó una línea en la arena». Mearsheimer descartó la idea de que Putin esté empeñado en conquistar una franja más amplia de Europa para restaurar el Imperio Ruso o la Unión Soviética como un argumento «inventado» por «el establishment de la política exterior de Estados Unidos, y de Occidente en general», y cree que Kiev puede llegar a algún tipo de modus vivendi con Moscú.
Samuel Charap, experto en Ucrania de la Corporación RAND (un think tank alineado con el Pentágono y creado originalmente por las fuerzas aéreas), argumentó que lo que a principios de febrero era solo la «crisis» ucraniana era «un síntoma del éxito desbocado [de Washington]» tras la Guerra Fría. Denunció que «Rusia está destinada a chocar de nuevo con Estados Unidos y sus aliados por el estatus de estas antiguas repúblicas soviéticas, a menos que todas las partes puedan acordar un arreglo mutuamente aceptable para el orden regional».
O véase el profesor de relaciones internacionales Rajan Menon y el exmiembro del personal de seguridad nacional de George W. Bush, Thomas Graham, que en enero instaron a los funcionarios estadounidenses a evitar la guerra «dando cabida a algunas de las principales preocupaciones de Rusia en materia de seguridad» y formalizando «una moratoria declarada sobre la adhesión de Ucrania, o de cualquier otro antiguo estado soviético» a la OTAN durante un período de hasta veinticinco años.
Pueden consultarse también los últimos comentarios del crítico sociólogo ruso Greg Yudin, recientemente detenido y agredido en una protesta antibélica en Moscú, y que advirtió justo un día antes de que comenzara la invasión que «la OTAN es ciertamente un potencial adversario militar de Rusia», que «no es una alianza pacífica e inocente» y que su expansión es «una acción poco amistosa hacia Rusia» que «cualquier gobierno ruso responsable debería tratar de impedir».
El sociólogo ucraniano Volodymyr Ishchenko ha advertido que cada vez está «más claro que un sucesor de Putin, por muy progresista o democrático que sea, seguiría viendo la pertenencia de Ucrania a la OTAN como una amenaza», y que entre las soluciones a la crisis que entonces se estaba construyendo estaba, entre otras cosas, «restaurar el estatus de no alineación de Ucrania« y revertir la enmienda de 2019 que consagraba el objetivo de «integración euroatlántica» en la constitución del país.
Y así se podría seguir y seguir: Katrina vanden Heuvel escribió en el Washington Post que «la OTAN ahora existe en gran medida para gestionar los riesgos creados por su existencia»; Jeffrey Sachs instó a Washington a «comprometerse con la OTAN para salvar a Ucrania» en el Financial Times; el experto en Ucrania del Kings College, Anatol Lieven, subrayó esa misma historia y pidió repetidamente soluciones como una Ucrania neutral y una moratoria en su entrada en la alianza, primero para evitar esta guerra y ahora para ponerle fin. De hecho, cuando Lieven convocó a un grupo de exembajadores y expertos estadounidenses y británicos en enero de este año, su consenso fue que «el gobierno ruso aún no ha decidido la guerra» y que Washington «tendría que ir mucho más allá» de sus respuestas iniciales a la primera oferta de negociación de Moscú.
Eso sin contar con las muchas figuras del establishment estadounidense que advirtieron a lo largo de las décadas que la expansión de la OTAN acabaría provocando lo mismo que se suponía que debía proteger.
El primero de ellos es George Kennan, ampliamente considerado como el padre de la política de contención de la Guerra Fría, que en 1997 advirtió previsoramente que la expansión de la OTAN hacia el este «inflamaría las tendencias nacionalistas, antioccidentales y militaristas de la opinión rusa», «tendría un efecto adverso sobre el desarrollo de la democracia rusa» e «impulsaría la política exterior rusa en direcciones que no son de nuestro agrado».
O los dieciocho exdiplomáticos que advirtieron que la política corría el riesgo de «exacerbar significativamente la inestabilidad que ahora existe en la zona que se encuentra entre Alemania y Rusia, y convencer a la mayoría de los rusos de que Estados Unidos y Occidente están intentando aislarlos, rodearlos y subordinarlos».
O los cincuenta prominentes expertos en política exterior, incluyendo oficiales militares retirados, diplomáticos y exsenadores, que firmaron una carta en la que se calificaba la expansión de la OTAN como «un error político de proporciones históricas» que contaba con «la oposición de todo el espectro político» y que «reforzaría la oposición no democrática, socavaría a los que están a favor de la reforma y la cooperación con Occidente, [y] llevaría a los rusos a cuestionar todo el acuerdo de la posGuerra Fría».
O el actual director de la CIA de Biden, William Burns, que escribió desde Moscú en 1995 que «la hostilidad a la pronta expansión de la OTAN se siente casi universalmente en todo el espectro político interno aquí», y que la medida era «prematura en el mejor de los casos, e innecesariamente provocativa en el peor». Trece años más tarde, Burns informaría a la administración Bush de que «la entrada de Ucrania en la OTAN es la más brillante de todas las líneas rojas para la élite rusa (no solo para Putin)» y que «en más de dos años y medio de conversaciones con los principales actores rusos», todavía «no había encontrado a nadie que viera a Ucrania en la OTAN como algo distinto a un desafío directo a los intereses rusos». Hace tan solo dos años, Burns escribió sobre cómo «los rusos se revolvían en su agravio y sensación de desventaja» y cómo «una tormenta creciente de teorías de “puñalada por la espalda” se arremolinaba lentamente».
O las agencias de inteligencia estadounidenses, que, según la exanalista de inteligencia Fiona Hill (ahora experta en Rusia en la Brookings Institution), se opusieron a la idea de ofrecer la adhesión a Ucrania y Georgia en 2008 solo para que Bush las anulara, lo que ahora es considerado por la mayoría de los expertos en política exterior como un punto de inflexión clave en las relaciones entre Estados Unidos y Rusia después de la Guerra Fría y la propia relación de Putin con Washington.
O las numerosas voces del establishment, desde Tom Friedman y Henry Kissinger hasta Zbigniew Brzezinski y Daniel Patrick Moynihan, que hicieron críticas similares a la política en su momento.
En el fervor de la guerra, de repente se nos quiere hacer creer que todo esto no es más que la apologética tonta y traidora de los aduladores de Putin y de los extremistas marginales, inventada justo ahora para reivindicar la invasión de Moscú e incluso fortalecer a Rusia. La velocidad con la que estas ideas han pasado de ser una opinión convencional a ser mentiras llanas y propaganda traicionera ha sido impactante de presenciar.
Explicar la guerra no es justificarla
¿Por qué es importante todo esto? Tenemos que saber cómo hemos llegado a este punto, qué decisiones políticas —sobre las que Occidente tenía control— han contribuido a ello y qué podríamos haber hecho de otra manera. Si lo hacemos, no solo podremos evitar repetir los mismos errores y ver cómo se repite una historia terrible una y otra vez, sino que podremos encontrar alguna salida política, no militar, a lo que está ocurriendo ahora y asegurar una estabilidad duradera para Ucrania y Europa, si no una paz a largo plazo.
La idea, ampliamente difundida, de que Putin es un loco al estilo de Adolfo Hitler, empeñado en dominar el mundo, y que la política occidental de las últimas décadas no ha desempeñado ningún papel significativo en la decisión que ha tomado de lanzar esta invasión atroz e ilegal, es muy conveniente. Es conveniente para los funcionarios occidentales que desempeñaron un papel destacado en esa política, incluido el presidente estadounidense en ejercicio, que dirigió el primer esfuerzo para ampliar la OTAN. Es conveniente para los fabricantes de armas y todas las demás sanguijuelas corporativas que se alimentan de los interminables conflictos mundiales. Es conveniente para los halcones de la guerra que utilizarían cínicamente esta guerra para justificar ideas increíblemente peligrosas como convertir a Ucrania en una zona de guerra permanente similar a Afganistán. Y, por supuesto, descarta cualquier acuerdo diplomático para poner fin a este terrible crimen, porque no se puede negociar con un loco que quiere apoderarse del mundo.
Si no entendemos cómo la política occidental ha contribuido a provocar este conflicto y no trabajamos para evitar errores similares en el futuro, el conflicto y la guerra serán siempre inevitables. Como señalan las cifras mencionadas anteriormente, la oposición en Rusia a la expansión de la OTAN va mucho más allá de la figura de Putin. Si finalmente deja el poder y los responsables políticos occidentales siguen adelante con la política —habiendo sido persuadidos por las figuras políticas y mediáticas que ahora nos aseguran que la OTAN no tiene nada que ver con lo que está ocurriendo y que todo esto no es más que el producto de la megalomanía de un hombre—, probablemente nos encontraremos con que el liderazgo que le sustituya no se oponga menos, creando las condiciones para un estado permanente de conflicto.
Tal vez no estés de acuerdo con este análisis o con las posibles soluciones para acabar con esta guerra. Tienes todo el derecho a hacerlo. Pero deslegitimarlos con calumnias y difamaciones, e incluso tacharlos de criminales, es indignante que corre el riesgo de repetir algunos de los episodios más vergonzosos de la historia, como el desastroso frenesí bélico posterior al 11-S, la caza de brujas macartista de los años 50 y la represión y los abusos del Primer Temor Rojo de los años 20 y de la Primera Guerra Mundial.
Tratar de explicar el papel de la política exterior occidental en el fomento del terrorismo yihadista no justifica ni excusa la atrocidad cometida el 11 de septiembre. Entender cómo el Tratado de Versalles contribuyó a la Segunda Guerra Mundial no justifica ni excusa las invasiones de Hitler que desencadenaron esa guerra. Hace dos semanas, estas eran cosas que se daban por supuestas. Ahora son aparentemente traicioneras.