El mundo y la pandemia: aceleración de la historia y emergencia de nuevas ideas. La revolución NO es un sueño eterno. La eternidad del capital, SÍ.
Viernes 17 de abril de 2020 22:56
Allá por los años 90, la intelectualidad liberal se dedicó a la ardua tarea de borrar las memorias de la revolución. Un ejército de teóricos, publicistas y periodistas bombardeó con papers y palabras a la llamada opinión pública. Parándose sobre las espaldas de una clase obrera derrotada tras el ascenso de masas de los 70, creció una generación de negadores seriales de la existencia del proletariado y apologistas de la eternidad del capital.
Sobre esos escombros ideológicos se construyó el mundo posneoliberal. El progresismo latinoamericano, cultor de un posibilismo crónico, edificó su discurso de la “Patria Grande” sobre esa eternización de las relaciones de producción burguesas.
La crisis abierta de 2008 golpeó el andamiaje ideológico en el centro imperialista. Las olas del maremoto económico llegaron, con cierta demora, a las costas de la política, la ideología y la lucha de clases. Por derecha, Trump y el Brexit confirmaron que el mundo se asomaba a nuevos horizontes. Con algo de delay, los Chalecos amarillos y la juventud chilena empezaron a responder por izquierda. De fondo, sonaba el inconfundible clamor de quienes habían perdido algo o mucho en una globalización que, como reza el tango, venía cuesta abajo.
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Entonces llegó el coronavirus.
La historia se aceleró. La economía mundial -plagada de tendencias recesivas- se descalabró. El tembladeral vino a hacer descarnada la decadencia capitalista. La semi-paralización del comercio y la actividad económica acrecentaron la miseria de las grandes mayorías. En EE.UU., antiguo “reino” de la libertad y el progreso individual, millones de personas fueron arrojadas a la desocupación, al contagio y a la muerte.
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La gestión de la propia pandemia revela la miserabilidad del capital. La salud pública -hostigada por décadas- se revela impotente ante un virus que se expande a velocidad. Médicos, enfermeras y personal sanitario pagan con sus vidas la “minimalización” del gasto público que impuso la desfinanciación previa.
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En ese marasmo reemerge el Estado. Su presencia se revela potente, maciza. Pero no se exhibe en tanto contrincante del Mercado, tal como propone el candoroso relato peronista. Por el contrario, la acción estatal viene a confirmar su carácter de clase, al dejar al desnudo la inexorable ligazón entre capital y poder político.
Impulsando masivos salvatajes al empresariado, al tiempo que ejerce un férreo control sobre la sociedad, el poder estatal se convierte en gendarme de las relaciones de producción capitalistas. (Ultra) Modernidad y tradición se fusionan: el “novedoso” big data con las “viejas” Fuerzas Armadas. El Estado, para millones, son cámaras y armas apuntando a sus ojos, su frente y sus nucas. Esa es, a fin de cuentas, su forma de hacerse presente.
A escala mundial, el Estado-nación monta guardia como garante de los intereses nacionales. En el recuerdo lejano queda aquel relato mitológico sobre una globalización armónica y completa. La distancia entre las grandes potencias y los (mal) llamados países en desarrollo de hace patente. La contradicción entre las fronteras nacionales y las relaciones capitalistas de producción también. El mismo New York Times se ve obligado a constatar que “ahora que el mundo requiere colaboración para vencer el coronavirus (…) los intereses nacionales están dominando la situación”.
Esos mismos intereses dominan la escena creada alrededor de la provisión de insumos médicos. En esta área, el comercio internacional ya mutó a una rapiña desmedida, donde los grandes Estados se roban entre sí -y le roban al mundo- respiradores, reactivos para test o cualquier otro insumo médico. El imperialismo se presenta como realidad potente que padecen millones en todo el globo, no ya como una “categoría" anticuada y abstracta del pensamiento de izquierda.
El coronavirus derrumba certezas y economías. Golpea el bolsillo de las masas pobres al tiempo que retumba en sus cabezas. Las viejas ideas entran en colisión con la nueva realidad. Ese proceso se comprime en un tiempo que se acelera sin cesar. Las grandes catástrofes movilizan la conciencia colectiva. Las tensiones sociales, económicas y políticas dejan de ser un secreto reducido a “los profesionales” o los tecnócratas.
La decadencia en curso empieza a sentar las bases de un giro ideológico fundamental. El mundo no puede ser pensado como antes. Ni en los salones lujosos de los Think tank ni en las barriadas obreras del Conurbano o Wuhan.
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En la dinámica de los posibles, ese cambio empieza a ser calibrado por la clase dominante y sus voceros. Tal vez sirva de ejemplo lo escrito hace pocos días por Jorge Fontevecchia. “Así como la caída del Muro de Berlín y la implosión del sistema comunista (…) corrieron hacia la derecha la ideología económica mundial originada en los años 70 (…) hoy pareciera que el coronavirus, en sentido metafórico y guardando las proporciones, vendría a derrumbar el Muro de Berlín en sentido opuesto”.
¿Un Muro de Berlín al revés? ¿Por qué no? si la realidad se derrumba sobre la cabeza de los apologistas del sistema. Los liberales paladar negro, muy serios, piden la intervención estatal. No hace falta decir más.
El periodista-empresario (o empresario-periodista, como se prefiera) propone una reformulación de las formas de explotación que ejerce el capital. Exige un cambio de paradigma. Repite, con dos semanas de demora, lo dicho en el imperialista Financial Times, que planteó “reformas radicales, que inviertan la dirección política predominante de las últimas cuatro décadas”. Una propuesta -utópica e irrealizable- de “desandar” el neoliberalismo desde arriba y sin traumas.
La ideología capitalista está obligada a proponer una deconstrucción que garantice las raíces del orden. Que le permita ejercer el derecho a su continuidad, a pesar de lo caduco y desvencijado que se presenta ante el mundo.
La (triple) crisis económica, social y sanitaria empuja a sufrimientos inauditos a miles de millones en todo el planeta. La catástrofe se cierne sobre la vida de las grandes mayorías. Y los grandes sufrimientos pueden parir revoluciones. La historia -que intentaron sepultar bajo toneladas de ideología- está allí para recordarlo. Las masas van a la revolución "con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir soportando la sociedad vieja”, escribía León Trotsky, varias décadas atrás. Esa enseñanza no perime.
La gestión capitalista de la pandemia y la crisis económica camina hacia ese límite. Las mentes lúcidas de la clase dominante recrean advertencias. Henry Kissinger afirmó que “las democracias del mundo necesitan defender y sostener sus valores de la Ilustración (…) El desafío histórico para los líderes es manejar la crisis mientras se construye el futuro. El fracaso podría incendiar el mundo”.
Ese incendio tiene nombre propio: lucha de clases. No en el sentido estricto y limitado de reclamos salariales. El fantasma de la revolución social camina por los salones del poder mundial. Manu Ginobilli, con visceral transparencia, lo resumió nítidamente: “Tengo miedo a la rebeldía del proletariado cuando no tenga para comer”.
En 2016, el filósofo Enzo Traverso escribió Melancolía de izquierda. Marxismo, historia y memoria. Allí afirmó, entre otras cosas, que “un marxismo correspondiente a nuestro régimen de historicidad (…) adopta inevitablemente una tonalidad melancólica (…) Su dimensión estratégica no consiste en organizar la supresión del capitalismo sino, antes bien, en superar el trauma de un derrumbe sufrido”.
Han pasado apenas cuatro años. Hoy la melancolía corresponde, necesariamente, a los liberales y reformistas de todo el mundo. La clase trabajadora y las masas pobres del mundo tienen el derecho (casi la obligación) de forjar un optimismo de la lucha revolucionaria. Un optimismo que, partiendo de la catástrofe social creada por el capital, se prepare para terminar con ese decadente régimen social. Un optimismo que puede alimentarse del ciclo de lucha que, aun en las duras condiciones creadas por la pandemia, recorre el mundo y EE.UU. en particular.
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En las nuevas condiciones, el marxismo puede y debe recrearse como una teoría que prepare los futuros combates revolucionarios de los oprimidos y explotados. La tarea es fundamental y enorme. No por eso, menos apasionante.
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Eduardo Castilla
Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.