Desde uno de los laterales del escenario, la mirada escrutadora del más grande revolucionario de todos los tiempos, no cejaba ni un instante. Es que no lo hace, esa mirada, desde los tiempos remotos de la Revolución Rusa y después.
Fernando Castellá @CastelaFernando
Miércoles 17 de diciembre de 2014
El acto del PTS, el pasado 6 de diciembre, en el estadio cubierto Malvinas Argentinas ha dejado una notable cantidad de reflexiones, impresiones, anécdotas y sensaciones, la mayoría de ellas volcadas acertadamente en este diario, y otras tantas permanecen en los cuerpos de los que allí estuvimos presentes, y allí seguirán. Pero no todas han reparado en la presencia destacada, sobresaliente, del revolucionario ruso. Una presencia firme y permanente en el costado de un escenario que vio pasar a jóvenes obreras y obreros, dirigentes políticos, en fin, nuevas y nuevas camadas de revolucionarios marxistas. Ahí estaba Trotsky, tomando nota, joven y actual.
El marxismo, probablemente la producción teórica, política, filosófica y científica humana más rica, creativa, diversa, subversiva y vigente, decidió “echar toda la carne al asador” en los albores del convulsionado siglo XX, cuando sintió que la historia llamaba a su puerta. Y no se equivocó en la percepción; además, es necesario decirlo, dio la talla: algunas revoluciones, como la rusa, llevaron por primera vez a la clase trabajadora, aún hoy la única clase productora en el planeta, al poder político de un Estado nacional. Y por esa vía, a producir transformaciones sociales y políticas de vanguardia, que a los capitalismos avanzados le tomaron décadas lograr, o que aún no lograron (para muestra, basta el botón del derecho femenino inalienable a decidir sobre el propio cuerpo: el aborto legal, conquista histórica de las mujeres rusas de principios de siglo). Otras revoluciones también expropiaron a la burguesía, aunque con límites y contradicciones, hacia una forma de organización social superior: ahí anota su nombre, claro, la Revolución Cubana, el paso más avanzado que haya dado la clase obrera latinoamericana en su enorme historia.
Pero se fue deshilachando. El marxismo fue tergiversado deliberadamente y a conciencia. El estalinismo se concentró en hacer de Lenin lo que no era y lo que siempre combatió: una estatua, un santuario gris, una estampita infalible. La traición se propició desde adentro, temprana y vil, y pretendió por esa vía enterrar para siempre el proyecto necesario, legítimo y propiamente humano de vivir una vida colectiva que merezca ser vivida, es decir el proyecto comunista. Al decir de Marx, aún los seres humanos nos encontramos en nuestra prehistoria, exhibiendo sin cesar el bochorno de organizarnos para vivir sobre la base de la explotación de unos por otros. Sí, estamos por eso aún en la prehistoria, en la era del Iphone y Netflix, aunque moleste saberlo.
Pero entre las ruinas del marxismo hubo siempre una mirada que no se apagó: la mirada de Trotsky. Ahí estaba el revolucionario, abrazado a las mismas ideas y pasiones que en su juventud, pero más firmes cuando más irrespirable se había vuelto el aire. Ahí estaba, abrazado al marxismo con toda la fuerza de la que era capaz, enfrentado a la par con el imperialismo norteamericano, el nazismo y el estalinismo, enemigos de la humanidad, por igual: unos como administradores políticos de los empresarios, otros como burócratas usurpadores de la Revolución. Todos antiobreros y funcionales al capitalismo. Ahí estaban Trotsky y sus compañeros, para hacerse cargo de que su generación no había podido terminar con la ignominia del capitalismo, pero también para dejar en herencia banderas limpias y claras con las cuales continuar. Y se continuó.
Está claro, desde Marx para acá, que “la historia no hace nada”: los seres humanos la hacemos, en condiciones que no elegimos, desde luego. Trotsky es de esos que anota su nombre entre los que más hicieron por cambiar el único curso que tiene para ofrecer el capitalismo: la miseria impensable, la explotación vergonzante y, en última instancia, la autodestrucción de la especie.
Y es el mismo árbol del que está abrazado el PTS. Desde el momento mismo de su fundación, los compañeros y compañeras fundadores eligieron recoger las banderas del gigante del marxismo contemporáneo, porque intuían que había que desandar y comenzar otra vez, pero no desde cero: la conciencia nunca es pedante. Lejos del culto a la personalidad, pero muy cerca de la convicción de que las banderas había que ir a buscarlas adonde Trotsky las había dejado, porque los “hilos de continuidad” eran frágiles y pocos. Como si fuera poco, el agonizante y (adrede) mal llamado “socialismo real” se derrumbaba en las narices del naciente PTS. Pero mientras más profundo era el olor de la descomposición del estalinismo; mientras más y más el capitalismo se vanagloriaba del derrumbe soviético y de su triunfo como proyecto de vida; más alto esgrimía el PTS el estandarte de Trotsky y la confianza en el marxismo revolucionario.
Y hasta acá hemos llegado. Por ahora. El acto del 6D contó con Trotsky. Fue posible, en el sentido profundo de la idea, gracias a la vigencia del revolucionario ruso. Merecer el legado de Trotsky, tomarlo en las propias manos y desplegar todo lo que aún tiene de potencia, no es algo que se logre sólo con proclamas, discursos y agitación política. No merece a Trotsky quien más alto grita, quien más rojo se pone, quien más balas escupe por la boca, quien más de memoria recita. No. Para merecerlo, hace falta militar sus ideas, volverlas concretas, preocupar al enemigo. Hacen falta Zanon, Donnelley-Madygraf, batallas de clase como las de Lear. Pero hace falta más, mucho más: hacen falta fuerzas militantes, muchas más, es decir, hace falta por primera vez en la historia de nuestro país un partido de obreros y jóvenes revolucionarios, capaz de abrir la puerta cuando la Historia vuelva a llamar. Hacen falta las nuevas camadas, las que se suman despojadas de prejuicios, llenas de energía y entusiasmo militante, de odio de clase, aquellas a las que nada de lo humano les resulta ajeno; y hacen falta como nunca las camadas anteriores, las de mayor tradición, las que desandaron el camino, se levantaron a pesar de la derrota de los ´70, e insisten en su batalla contra el capitalismo, con más convicción que el primer día. Y más: hacen falta las que vendrán, que están al alcance de la mano y se multiplicarán. El trotskismo, único pilar del excepcional edificio marxista aún en pie, merece una página más aún. Es esa página la que estamos tratando de escribir.
Nota. Mientras escribo estas líneas, nos conmueve la noticia de la cautelar que obliga a Lear a reincorporar a los Indomables obreros y obreras en lucha. El PTS jugó un papel fundamental, desde antes de que la lucha misma estallara. Los Indomables dijeron presente en el acto del 6D y su delegado, Rubén Matu, fue un orador destacado, un joven obrero trotskista organizado en el PTS, orgulloso de su militancia revolucionaria y socialista.
No hay casualidad alguna.